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—Se acabó —le dijo en voz baja a su madre.

—Ya me he enterado. Nos lo dijo Michael en el CBI.

Estaban en casa de sus padres en Carmel tras regresar del cuartel general, donde habían buscado refugio.

—¿Se ha enterado toda la banda?

O sea, sus hijos.

—Lo he adornado un poco. Les he dicho: «Esta noche mamá va a llegar a una hora decente porque, por cierto, ese caso absurdo en el que estaba trabajando se ha terminado, han detenido al malo, no sé los detalles». Algo así. Mags no me ha hecho ni caso. Está ensayando una canción nueva para el campamento de música. Wes se fue derecho a la tele, pero conseguí que tu padre se lo llevara fuera a jugar al pimpón. Parece que se le ha olvidado por completo. Pero la palabra clave es «parece».

Dance les había dicho a sus padres que quería reducir al mínimo la exposición de sus hijos a noticias relacionadas con la muerte y la violencia, especialmente si tenían que ver con su trabajo.

—Estaré atenta. Y gracias. —Abrió una cerveza Anchor Steam, la repartió en dos vasos y le dio uno a su madre.

Edie bebió un sorbo.

—¿A qué hora capturasteis a Pell? —preguntó con el ceño fruncido.

Kathryn le dio la hora aproximada.

—¿Por qué lo preguntas?

Su madre consultó su reloj.

—Me pareció oír a alguien en la parte trasera de la casa, a eso de las cuatro o las cuatro y media. Al principio no le di importancia, pero luego empecé a preguntarme si Pell habría descubierto donde vivíamos. Si querría vengarse. Me asusté un poco, aunque teníamos el coche de policía delante de la puerta.

Pell no habría dudado en hacerles daño (entraba en sus planes, de hecho), pero la hora no coincidía. En ese momento estaba ya en casa de Morton Nagle, o de camino.

—Seguramente no era él.

—Habrá sido un gato. O el perro de los Perkins. Tienen que acostumbrarse a tenerlo dentro. Hablaré con ellos.

Dance estaba segura de que así sería.

Reunió a los niños y los condujo al coche, donde esperaban los perros. Dio un abrazo a su padre y quedaron en que iría a recogerles el domingo por la noche para la fiesta de cumpleaños que iban a celebrar en el club náutico. Ella sería la encargada de conducir para que sus padres pudieran divertirse y beber todo el champán y el pinot noir que quisieran. Pensó en invitar a Winston Kellogg, pero decidió esperar a ver qué tal iba la cita del «después».

Pensó en la cena y se dio cuenta de que no tenía ni pizca de ganas de cocinar.

—Chicos, ¿qué os parece si vamos a Bayside a comer unas tortitas?

—¡Yupi! —exclamó Maggie, y empezó a debatir en voz alta qué tipo de sirope quería con las tortitas.

Wes también estaba contento, pero se mostraba más cohibido.

Cuando llegaron a la cafetería y se sentaron a una mesa, Kathryn le recordó que esa semana le tocaba a él elegir su aventura del domingo por la tarde, antes de la fiesta de cumpleaños.

—Bueno, ¿cuál es el plan? ¿Vamos al cine? ¿Al campo?

—Todavía no lo sé. —Wes estuvo un rato examinando el menú.

Maggie quería pedir algo para los perros. Dance les explicó que las tortitas no eran para celebrar su reencuentro con los perros; sencillamente, no le apetecía cocinar.

Cuando llegaron los grandes platos con las tortitas humeantes, Wes preguntó:

—¿Te has enterado de lo del festival? ¿El de los barcos?

—¿Qué barcos?

—Nos lo ha contado el abuelo. Hay un desfile de barcos en la bahía y un concierto. En Cannery Row.

Kathryn recordaba algo acerca del festival en honor de John Steinbeck.

—¿Es el domingo? ¿Eso es lo que te apetece que hagamos?

—Es mañana por la noche —contestó Wes—. Estaría bien. ¿Podemos ir?

Dance se rio para sus adentros. Era imposible que su hijo supiera que al día siguiente había quedado para cenar con Kellogg. ¿O no? Ella tenía intuición para todo lo relativo a sus hijos. ¿Por qué no iba a ser también al revés?

Puso sirope a las tortitas y se permitió un toque de mantequilla. Intentaba ganar tiempo.

—¿Mañana? Deja que me lo piense.

Al ver la cara seria de Wes, pensó de inmediato en llamar a Kellogg para posponer o incluso cancelar la cita.

A veces es simplemente lo más sencillo…

Impidió que Maggie ahogara sus tortitas en una espantosa mezcla de siropes de fresa y arándano, se volvió hacia Wes y dijo impulsivamente:

—Ah, sí, cariño, no puedo. Tengo planes.

—Ah.

—Pero seguro que al abuelo le apetece ir con vosotros.

—¿Qué vas a hacer? ¿Has quedado con Connie o con Martine? A lo mejor también les apetece venir. Podríamos ir todos juntos. Y que traigan a los gemelos.

—¡Sí, mamá! ¡Los gemelos! —exclamó Maggie.

Dance oía las palabras de su terapeuta.

Kathryn, no puedes dar importancia al contenido de lo que dice. Los padres tienden a sentir que las objeciones que ponen sus hijos a sus posibles padrastros o incluso a las relaciones pasajeras de sus padres son válidas. Y no es bueno pensar así. Tu hijo está enfadado porque lo considera una tradición a la memoria de su padre. No tiene nada que ver con cómo sea tu pareja.

Tomó una decisión.

—No, voy a cenar con el hombre con el que he estado trabajando en la investigación.

—El agente Kellogg —repuso su hijo.

—Sí. Tiene que volver pronto a Washington y quiero darle las gracias por lo mucho que nos ha ayudado.

Se sintió un poco mal por sugerir innecesariamente que Kellogg no suponía un peligro a largo plazo, dado que vivía tan lejos. (Aunque imaginaba que, teniendo en cuenta su susceptibilidad, a Wes no le costaría llegar a la conclusión de que estaba ya pensando en desarraigarlos y apartarlos de sus amigos y su familia para instalarse en la capital federal).

—Vale —dijo el chico mientras cortaba las tortitas. Comió un par de pedazos, pensativo.

Para Kathryn, su apetito era una especie de barómetro anímico.

—¿Qué pasa, hijo mío?

—Nada.

—Al abuelo le encantará ir a ver los barcos con vosotros.

—Claro.

Luego hizo otra pregunta impulsiva.

—¿Es que no te gusta Winston?

—No está mal.

—A mí puedes decírmelo. —Su apetito también empezaba a flaquear.

—No sé… No es como Michael.

—No, claro que no. Pero hay poca gente como Michael. —El querido amigo que ahora no me devuelve las llamadas—. Pero eso no significa que no pueda cenar con él, ¿no?

—Supongo que no.

Siguieron comiendo unos minutos. Luego Wes balbució:

—A Maggie tampoco le gusta.

—¡Yo no he dicho eso! No digas cosas que no he dicho.

—Sí que lo has dicho. Dijiste que tiene barriga.

—No es verdad.

Dance comprendió por su sonrojo que era cierto.

Sonrió, dejó su tenedor.

—Bueno, escuchad los dos. Que yo vaya a cenar con alguien, o incluso al cine, no va a cambiar las cosas entre nosotros. Nuestra casa, los perros, nuestras vidas… Nada de eso va a cambiar. Os lo prometo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió Wes con cierta hosquedad, aunque no parecía del todo insincero.

Maggie, en cambio, estaba preocupada.

—¿No vas a volver a casarte?

—¿A qué viene eso, Mags?

—Sólo era una pregunta.

—No me imagino casándome otra vez.

—Eso no es un no —masculló su hijo.

Dance se rio al oír aquella respuesta, digna de un interrogador.

—Bueno, pues es mi respuesta. Ni siquiera puedo imaginármelo.

—Yo quiero ser la madrina —añadió Maggie.

—La dama de honor —puntualizó Kathryn.

—No, he visto un programa en la tele. Y ahora lo hacen distinto.

—Lo hacen de manera distinta —volvió a corregirla su madre—. Pero no nos distraigamos. Tenemos que acabar con las tortitas y el té con hielo. Y hay que hacer planes para el domingo. Tendrás que pensar un poco.

—Lo haré. —Wes parecía más tranquilo.

Kathryn siguió comiendo, eufórica por su victoria: había sido sincera con su hijo y había obtenido su consentimiento para la cita con Kellogg. Curiosamente, aquel pequeño paso consiguió borrar en gran medida el horror de lo sucedido horas antes.

Llevada por un impulso, cedió a los ruegos de Maggie y pidió una tortita sin sirope y una salchicha para cada perro. Su hija les sirvió la comida en la parte trasera del Pathfinder. Dylan, el pastor alemán, devoró la suya en dos bocados; Patsy, mucho más cuidadosa, se comió la salchicha remilgadamente, llevó la tortita a un hueco entre los asientos traseros imposible de alcanzar y la dejó allí para otro día.

*****

Ya en casa, Dance pasó un par de horas haciendo tareas domésticas y contestando llamadas telefónicas, entre ellas una de Morton Nagle, que quería agradecerle de nuevo lo que había hecho por su familia. Winston Kellogg no llamó, lo cual estaba bien: significaba que la cita seguía en pie.

Michael O’Neil tampoco llamó, lo cual no estaba tan bien.

Rebecca Sheffield se hallaba estable tras ser sometida a una complicada operación. Pasaría seis o siete días en el hospital, custodiada por la policía. Iba a necesitar más operaciones.

Kathryn estuvo un rato hablando con Martine Christensen sobre American Tunes, su página web. Luego, cuando por fin estuvo libre, llegó la hora del postre: palomitas, como era lógico después de una cena dulce. Buscó la cinta de Wallace y Gromit, la puso y en el último momento logró salvar las palomitas de su aniquilación en el microondas, antes de que la bolsa se incendiara, como le había pasado la semana anterior.

Estaba poniéndolas en una fuente cuando volvió a sonar su teléfono.

—Mamá —dijo Wes con impaciencia—, estoy muerto de hambre.

A Dance le encantó su tono. Significaba que ya no estaba de mal humor.

—Es TJ —anunció mientras abría su móvil.

—Dale recuerdos —contestó su hijo antes de meterse un puñado de palomitas en la boca.

—Recuerdos de Wes.

—Igualmente. Ah, y dile que he llegado al nivel ocho Zerg.

—¿Eso es bueno?

—No sabes cuánto.

Kathryn transmitió el mensaje y a su hijo le brillaron los ojos.

—¿Al ocho? ¡Venga ya!

—Está impresionado. Bueno, ¿qué pasa?

—¿A quién hay que mandarle todo esto?

—¿Qué es todo esto?

—Las pruebas, los informes, los correos… Toda la pesca, ¿recuerdas?

Para el informe final, quería decir. Iba a ser larguísimo, teniendo en cuenta la acumulación de delitos y el papeleo interdepartamental. Ella había llevado el caso y el CBI tenía jurisdicción en primera instancia.

—A mí. Bueno, debería decir a nosotros.

—Me gustaba más la primera respuesta, jefa. Ah, por cierto, ¿te acuerdas de «Nimue»?

La palabra misteriosa…

—¿Qué pasa con ella?

—Acabo de encontrar otra referencia. ¿Quieres que tire del hilo?

—Será lo mejor. No quiero dejar ningún cabo suelto. Por así decirlo.

—¿Te importa que sea mañana? No es que esta noche tenga una cita, pero puede que Lucrecia sea la mujer de mis sueños…

—¿Vas a salir con una chica que se llama Lucrecia? Tendrás que andarte con ojo. ¿Sabes qué? Trámelo todo. Y eso de Nimue también. Voy a ponerme con ello.

—Eres la mejor, jefa. Estás invitada a la boda.