Kathryn Dance caminaba deprisa por la playa. El agua salada había estropeado sus Aldo, uno de sus pares de zapatos preferidos.
Pero no le importaba.
Tras ella, en el risco, el personal médico había iniciado el traslado de Linda a la ambulancia aparcada en el Point Lobos Inn. Samantha había acompañado a la herida. Dance saludó con la cabeza a dos agentes de la Oficina del Sheriff que estaban tendiendo cinta amarilla de roca en roca, a pesar de que el único intruso que podía alterar el lugar de los hechos era la marea alta. Pasó bajo la cinta de plástico, dobló el recodo y siguió hacia el escenario de la muerte.
Se detuvo un momento. Luego se fue derecha hacia Winston Kellogg y le abrazó. Parecía trémulo y miraba con fijeza el suelo a sus pies, donde yacía el cuerpo sin vida de Daniel Pell.
Estaba boca arriba, las rodillas levantadas y cubiertas de arena, los brazos extendidos a los lados. Su pistola estaba allí cerca, donde había caído tras resbalar de su mano. Sus ojos entreabiertos ya no eran de un azul intenso. La muerte los había empañado.
Kathryn se dio cuenta de que seguía con la mano apoyada sobre la espalda de Kellogg. La bajó y se apartó de él.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Estuve a punto de tropezarme con él. Estaba escondido ahí. —Señaló un grupo de rocas—. Pero lo vi justo a tiempo. Me escondí. Me quedaba una granada de aturdimiento, del asalto al motel. Se la lancé y se desorientó. Empezó a disparar, pero tuve suerte. Tenía el sol a mi espalda. Se deslumbró, supongo. Disparé y… —Se encogió de hombros.
—¿Estás bien?
—Claro. Tengo algunos arañazos, de las rocas. No estoy acostumbrado a escalar.
Sonó el teléfono de Dance. Miró el visor y contestó. Era TJ.
—Linda se pondrá bien. Ha perdido un poco de sangre, pero la bala no ha tocado nada importante. Ah, y Samantha tampoco tiene nada grave.
—¿Samantha? —La agente no se había percatado de que estuviera herida—. ¿Qué le pasa?
—Tiene cortes y hematomas, nada más. Hizo un poco de boxeo con el difunto, antes de su fallecimiento, claro. Está un poco magullada, pero se pondrá bien.
¿Había luchado con Pell?
Ratón…
Llegó el equipo de criminalística de la Oficina del Sheriff de Monterrey y dio comienzo la inspección del lugar de los hechos. Dance se fijó en que faltaba Michael O’Neil.
—Oiga, enhorabuena —le dijo uno de los técnicos a Kellogg, señalando con la cabeza el cadáver.
El agente del FBI sonrió ambiguamente.
Los expertos en kinesia saben que una sonrisa es el signo más equívoco que genera el rostro humano. El ceño fruncido, una expresión de perplejidad o una mirada amorosa sólo pueden interpretarse de una manera. Una sonrisa, en cambio, puede comunicar odio, indiferencia, regocijo o ternura.
Kathryn no estaba segura de qué significaba exactamente la de su compañero, pero notó que un instante después, mientras Kellogg contemplaba al hombre al que acababa de matar, aquella mueca se desvanecía como si nunca hubiera existido.
*****
Kathryn Dance y Samantha McCoy se pasaron por el Hospital de la Bahía de Monterrey para ver a Linda Whitfield, que estaba consciente y se encontraba bien. Tendría que pasar la noche en el hospital, pero los médicos creían que podría irse al día siguiente.
Rey Carraneo llevó a Samantha a otra cabaña en el Point Lobos Inn, donde ella había decidido pasar la noche en lugar de regresar a casa. La agente le propuso que cenaran juntas, pero ella rehusó la invitación alegando que quería pasar «un rato tranquila».
¿Y quién podía reprochárselo?
Al salir del hospital, Dance regresó al CBI, donde se encontró a Theresa y a su tía junto a su coche. Parecían estar esperándola para despedirse. La cara de la chica se iluminó al verla. Se saludaron cariñosamente.
—Ya nos hemos enterado —dijo la señora Bolling sin sonreír—. ¿Está muerto? —Parecía sentir la necesidad de que se lo confirmaran una y otra vez.
—Así es.
Les contó por extenso lo sucedido en Point Lobos. La señora Bolling parecía tener prisa por irse, pero Theresa quería saber qué había pasado exactamente. Kathryn no omitió ningún detalle.
La joven hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y encajó la noticia sin rastro alguno de emoción.
—No sabes lo agradecidos que te estamos —comentó la agente—. Lo que has hecho ha salvado vidas.
Nadie mencionó lo ocurrido la noche en que murió su familia. La presunta enfermedad de Theresa. Dance supuso que seguiría siendo un secreto entre ellas dos. Pero ¿por qué no? Confesarse con una sola persona era a menudo tan catártico como hacerlo ante el mundo entero.
—¿Volvéis esta noche?
—Sí —contestó la chica, mirando a su tía—. Pero primero vamos a hacer una parada.
Irán a cenar en una marisquería, o de compras a esas tiendas tan monas que hay en Los Gatos, pensó Dance.
—Quiero ver la casa. Mi antigua casa.
El lugar donde habían muerto sus padres y sus hermanos.
—Hemos quedado con el señor Nagle. Ha hablado con la familia que vive allí ahora y han accedido a dejar que vea la casa.
—¿Te lo propuso él? —La agente estaba dispuesta a interceder por la chica. Sabía que Nagle recularía de inmediato si ella intervenía.
—No, fue idea mía —respondió Theresa—. Quiero hacerlo, ¿sabes? Y el señor Nagle va a ir a Napa a entrevistarme para ese libro suyo, La muñeca dormida. Se titula así. Me parece raro que vayan a escribir un libro sobre mí.
Mary Bolling no dijo nada, pero Kathryn comprendió al instante por su gestualidad (por sus hombros ligeramente levantados y por el desplazamiento de su mandíbula) que no era partidaria de que visitaran la casa y que había discutido con su sobrina al respecto.
A menudo tenemos tendencia a buscar cambios radicales en los protagonistas de un suceso decisivo, como el reencuentro de la Familia o el viaje de Theresa para ayudar a atrapar al asesino de la suya. Pero esos cambios se dan muy rara vez, y Dance no creía que aquel caso fuera a ser una excepción. Se hallaba ante las mismas personas de antes: una mujer de mediana edad, inflexible y ansiosa por proteger a su sobrina, pero pese a todo dispuesta a asumir la difícil tarea de madre sustituta, y una adolescente típicamente desafiante que, llevada por un impulso, había hecho un alarde de valentía. Tía y sobrina habían discutido sobre cómo pasar el resto de la tarde y en este caso había vencido la joven, aunque indudablemente no sin concesiones.
Tal vez, sin embargo, el mero hecho de que la discusión se hubiera planteado y resuelto significaba ya un paso adelante. Así era como cambiaba la gente, supuso Kathryn: paso a paso.
Abrazó a Theresa, estrechó la mano de su tía y les deseó buen viaje.
Cinco minutos después estaba de nuevo en el Ala de las Chicas de la sede central del CBI, aceptando la taza de café que le ofrecía Maryellen Kresbach. Y hoy también una galleta de avena.
Al entrar en su despacho se quitó los zapatos con la punta del pie y hurgó en su armario en busca de un par nuevo: unas sandalias de Joan & David. Luego se desperezó y tomó asiento y, mientras se bebía el café bien cargado, registró su mesa en busca de lo que quedaba de un paquete de M&Ms que había guardado allí un par de días antes. Se los comió rápidamente, volvió a desperezarse y disfrutó mirando las fotos de sus hijos.
Y también las de su marido.
¡Cuánto le habría gustado meterse en la cama con él esa noche y hablarle del caso Pell! ¡Ah, Bill!
Sonó su teléfono.
Cuando miró el visor, su estómago dio un leve vuelco.
—Hola —le dijo a Michael O’Neil.
—Hola. Acabo de enterarme. ¿Estás bien? Me han dicho que ha habido tiros.
—Uno me pasó cerca. Eso es todo.
—¿Cómo está Linda?
Dance le contó los detalles.
—¿Y Rebecca?
—En la UCI. Se recuperará, pero tardará en salir de allí.
Él, a su vez, le habló del falso coche robado: el método de distracción preferido de Pell. El conductor del Infiniti no había muerto. Pell le había obligado a llamar para informar del robo del vehículo y de su propio asesinato. Luego se había ido a casa, había metido el coche en el garaje y se había quedado sentado a oscuras hasta que se enteró por las noticias de la muerte de Pell.
O’Neil añadió que iba a mandarle los informes de la inspección forense en el Butterfly Inn, donde se habían alojado Jennie y Pell tras escapar del Sea View, y del hotel de Point Lobos.
Kathryn se alegraba de oír su voz, pero percibía algo extraño. Su voz seguía teniendo un tono expeditivo. No estaba enfadado, pero tampoco se alegraba francamente de hablar con ella. Dance seguía creyendo que sus comentarios acerca de Winston Kellogg estaban fuera de lugar, y aunque no quería que se disculpase, deseaba que las aguas volvieran a su cauce.
—¿Estás bien? —preguntó. Con algunas personas, convenía forzar las cosas.
—Sí, estoy bien —contestó O’Neil.
Aquel dichoso adverbio que podía significar cualquier cosa: desde «estupendamente» a «te detesto».
Le propuso que se pasara por Cubierta esa noche.
—No puedo, lo siento. Anne y yo tenemos planes.
Ah. Planes.
Otra de esas palabras.
—Será mejor que cuelgue. Sólo quería contarte lo del dueño del Infiniti.
—Claro. Cuídate.
Clic.
Dance hizo una mueca sin destinatario y volvió a enfrascarse en la lectura de un informe.
Diez minutos después, Winston Kellogg se asomó a su despacho. Kathryn le indicó una silla y el agente se dejó caer en ella. No se había cambiado. Seguía teniendo la ropa embadurnada de barro y arena. Vio los zapatos de ella junto a la puerta, manchados de salitre, y señaló los suyos. Luego se echó a reír, indicando la docena de pares que había en su armario.
—Seguramente no tienes ninguno que me sirva.
—Lo siento —contestó ella, muy seria—. Son todos del número treinta y ocho.
—Lástima, esos de color verde lima me gustan.
Hablaron de los atestados que debían cumplimentar y de la junta supervisora que, por haber habido intercambio de disparos, tendría que emitir un dictamen sobre lo sucedido. La agente, que se preguntaba cuánto tiempo se quedaría Kellogg, calculó que, la invitara o no a salir, tendría que quedarse cuatro o cinco días más, el plazo que tardaba la junta supervisora en reunirse, oír las declaraciones y redactar su informe.
Después. ¿Qué te parece?
Kellogg se desperezó, como había hecho ella unos minutos antes. Su expresión emitía una señal muy tenue: estaba preocupado. Sería por el tiroteo, claro. Dance nunca había disparado contra un sospechoso, ni había matado a nadie. Había ayudado a atrapar a criminales peligrosos, algunos de los cuales habían muerto en la operación. Otros habían ido a parar al corredor de la muerte. Pero eso era muy distinto a apuntar a un hombre con una pistola y acabar con su vida.
Y Kellogg lo había hecho dos veces en relativamente poco tiempo.
—Bueno, ¿qué planes tienes ahora? —preguntó ella.
—Voy a dar un seminario en Washington sobre fundamentalismo religioso. Tiene mucho que ver con la mentalidad sectaria. Luego me tomaré unas vacaciones. Si nada lo impide, claro. —Se recostó y cerró los ojos.
Kathryn pensó que con aquella ropa informal y manchada, el pelo revuelto y un asomo de barba estaba realmente atractivo.
Kellogg abrió los ojos y se echó a reír.
—Perdona —dijo—. Es de mala educación dormirse en el despacho de un colega. —Su sonrisa era genuina: lo que le había preocupado poco antes parecía haberse esfumado—. Ah, una cosa. Esta noche tengo papeleo, pero ¿mañana puedo tomarte la palabra e invitarte a cenar? Ya es después, ¿recuerdas?
Dance titubeó. Pensaba:
Tú conoces la técnica del contrainterrogatorio: anticiparse a todas las preguntas que va a hacer el interrogador y tener preparada una respuesta.
Pero aunque un momento antes había estado pensando en esa misma cuestión, la pregunta la pilló por sorpresa.
Y bien, ¿cuál es la respuesta?, se dijo.
—¿Mañana? —repitió él con una timidez algo chocante. A fin de cuentas, acababa de liquidar a uno de los peores criminales de la historia del condado de Monterrey.
Estás intentando ganar tiempo, se dijo Kathryn.
Paseó la mirada por las fotos de sus hijos, sus perros, su difunto marido. Pensó en Wes.
—¿Sabes? —dijo—, mañana sería estupendo.