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Lo primero que había hecho Kathryn Dance en casa de Nagle, mientras TJ daba parte de la fuga, había sido telefonear al ayudante del sheriff encargado de custodiar la casa de sus padres para pedirle que acompañara a su familia al cuartel general del CBI. Dudaba de que, tal y como estaban las cosas, Pell perdiera el tiempo cumpliendo sus amenazas, pero no pensaba correr ningún riesgo.

Preguntó al escritor y a su esposa si Pell había dicho algo respecto a dónde tenía intención de huir y respecto a su montaña, en concreto. Nagle había sido sincero con Pell: jamás había oído hablar de su refugio en el monte. Ni él, ni su mujer, ni los niños pudieron añadir nada más. Rebecca estaba malherida e inconsciente. O’Neil había dispuesto que un ayudante del sheriff fuera con ella en la ambulancia, con orden de avisarle en cuanto la mujer estuviera en condiciones de hablar.

Dance fue a reunirse con Kellogg y O’Neil, que estaban allí cerca, debatiendo la situación, cabizbajos. Ni su actitud ni sus gestos evidenciaban su mutua desconfianza mientras coordinaban controles de carretera y planificaban con rapidez y eficacia la busca y captura de Pell.

O’Neil habló un momento por teléfono y frunció el ceño.

—Claro, de acuerdo. Llama a Watsonville. Yo me encargo. —Al colgar anunció—: Tenemos una pista. El robo de un coche en Marina. Un Infiniti negro, robado por un hombre cuya descripción coincide con la de Pell y que iba sangrando. Tenía una pistola. El testigo dice que oyó un disparo y que cuando miró Pell estaba cerrando el maletero —añadió con acritud.

Dance cerró los ojos y suspiró, disgustada. Otra muerte.

—Es imposible que vaya a quedarse en la península —afirmó O’Neil—. Ha robado el coche en Marina, de modo que se dirige hacia el norte. Seguramente va camino de la ciento uno. —Subió a su coche—. Voy a ordenar que monten un puesto de control en Gilroy. Y otro en Watsonville, por si se queda en la uno.

Kathryn le vio alejarse.

—Vamos para allá —dijo Kellogg, volviéndose hacia su coche.

Mientras le seguía, Dance oyó sonar su teléfono. Cogió la llamada. Era James Reynolds. Después de que la agente le pusiera al corriente de lo ocurrido, el exfiscal le contó que había estado revisando sus archivos sobre la matanza de los Croyton. No había encontrado nada especialmente útil respecto a cuál podía ser el destino de Pell, pero había descubierto algo curioso. ¿Tenía un minuto?

—Ya lo creo —contestó Dance, e hizo señas a Kellogg de que esperara.

*****

Sam y Linda estaban viendo las noticias, acurrucadas la una junto a la otra: Daniel Pell había intentado asesinar a Nagle, el escritor. Rebecca, a la que se calificaba de cómplice del asesino, había resultado herida de gravedad. Y Pell había vuelto a escaparse. Iba en un coche robado, posiblemente en dirección al norte. El dueño del coche también se contaba entre sus víctimas.

—Dios mío —musitó Linda.

—Rebecca estaba con él desde el principio. —Sam miraba fijamente la pantalla del televisor, el rostro paralizado por el espanto—. Pero ¿quién le ha disparado? ¿La policía? ¿O Daniel?

Linda cerró los ojos un momento. Sam no sabía si estaba rezando o sólo se sentía agotada por el calvario de aquellos últimos días. Cada cual con su cruz, pensó sin poder remediarlo. Pero no se lo dijo a su devota amiga. En el televisor, otra presentadora dedicó unos minutos a hablar de la mujer herida, Rebecca Sheffield, fundadora de la empresa Mujeres Emprendedoras de San Diego e integrante de la Familia ocho años atrás. Mencionó que había nacido en el sur de California. Que su padre había muerto cuando ella tenía seis años y que la había criado su madre, que nunca volvió a casarse.

—A los seis años —masculló Linda en voz baja.

Sam pestañeó.

—Estaba mintiendo. Todo lo que nos contó sobre su padre es mentira. Dios mío, cómo nos ha engañado.

Linda sacudió la cabeza.

—No puedo más. Me marcho.

—Espera, Linda.

—No quiero hablar de nada más, Sam. Estoy harta.

—Déjame decirte una cosa.

—Ya has dicho suficiente.

—Creo que no me has escuchado de verdad.

—Ni te escucharía si volvieras a decirlo. —Se dirigió al cuarto de baño.

Sonó el teléfono y Sam se sobresaltó. Era Kathryn Dance.

—Acabamos de enterarnos… —comenzó a decir.

Pero la agente la interrumpió:

—Escúcheme, Sam. No creo que Pell esté yendo hacia el norte. Creo que va a ir a por ustedes.

—¿Qué?

—Acabo de hablar con James Reynolds. Ha estado revisando sus archivos del caso Croyton y ha encontrado una referencia a Alison. Por lo visto, Pell le agredió cuando le estaba interrogando después del asesinato. Reynolds le estaba preguntando por lo sucedido en Redding, el asesinato de Charles Pickering, y en el momento de la agresión acababa de mencionar a Alison, esa novia suya de la que me habló. Pell se volvió loco y atacó al fiscal, o lo intentó, como me atacó a mí en Salinas cuando empecé a acercarme a algo importante.

»Reynolds opina que Pell mató a Pickering porque sabía dónde estaba su montaña. Y que por eso estaba intentando encontrar a Alison. Porque ella también sabe dónde está.

—Pero ¿por qué iba a venir a por nosotras?

—Porque les habló de Alison. Puede que usted no la relacione con su montaña, puede que ni siquiera se acuerde. Pero ese sitio es tan importante para él que está dispuesto a matar a cualquiera que pueda poner en peligro su reino. Y eso la incluye a usted. Y a Linda.

—¡Linda, ven aquí!

Su compañera apareció en la puerta, ceñuda.

—Acabo de llamar por radio a los agentes que hay fuera del hotel —continuó Dance—. Van a llevarlas al cuartel general del CBI. El agente Kellogg y yo vamos para allá. Esperaremos en la cabaña por si aparece Pell.

—Kathryn cree que Daniel viene para acá —le dijo Sam a Linda casi sin aliento.

—¡No!

Las cortinas estaban corridas, pero aun así miraron instintivamente hacia las ventanas. Sam miró luego hacia el cuarto de Rebecca. ¿Había cerrado bien la ventana después de descubrir que se había marchado? Sí, recordaba haberlo hecho.

Tocaron a la puerta.

—Señoras, soy el ayudante Larkin.

Sam miró a Linda. Estaban paralizadas. Linda se acercó lentamente a la puerta y miró por la mirilla. Asintió con la cabeza y abrió. Entró el ayudante del sheriff.

—Me han pedido que las escolte al CBI. Déjenlo todo y acompáñenme.

El otro ayudante estaba fuera, vigilando el aparcamiento.

—Es el ayudante del sheriff, Kathryn —dijo Sam al teléfono—. Nos vamos ya.

Colgaron.

Samantha cogió su bolso.

—Vamos. —Le temblaba la voz.

Con la pistola en la mano, el ayudante les indicó que salieran. Un instante después una bala se incrustó en su cabeza, y se desplomó.

Se oyó un segundo disparo. El otro policía se llevó la mano al pecho y, soltando un grito, cayó al suelo. La tercera bala le dio de lleno. El primer agente intentó arrastrarse hacia su coche, pero quedó tendido, inmóvil, sobre la acera.

—No, no —gimió Linda.

Oyeron pasos sobre el pavimento. Daniel Pell venía corriendo hacia la cabaña.

Sam se quedó paralizada.

Luego, de pronto, saltó hacia delante y cerró la puerta. Consiguió poner la cadena y apartarse justo antes de que otra bala atravesara la madera. Se lanzó hacia el teléfono.

Daniel Pell asestó dos fuertes patadas a la puerta. Con la segunda consiguió reventar la cerradura. La cadena, sin embargo, aguantó. La puerta sólo se abrió un par de centímetros.

—¡La habitación de Rebecca! —gritó Sam.

Corrió hacia Linda y la agarró del brazo, pero su compañera parecía estar clavada al suelo, junto a la puerta.

Sam supuso que estaba paralizada por el pánico.

Pero su expresión no era de miedo.

Se apartó de ella.

—Daniel —dijo.

—¿Qué haces? —gritó Sam—. ¡Vamos!

Pell dio otra patada a la puerta, pero la cadena siguió aguantando. Sam consiguió arrastrar a Linda uno o dos pasos hacia la habitación de Rebecca, pero su compañera volvió a desasirse.

—¡Daniel! —repitió—. ¡Escúchame, por favor! No es demasiado tarde. Puedes entregarte. Te conseguiremos un abogado. Me aseguraré de que…

Pell disparó.

Levantó el arma, apuntó por el hueco de la puerta y le disparó en el abdomen con la misma naturalidad que si matara una mosca. Intentó herirla otra vez, pero Sam tiró de Linda y logró meterla en el cuarto de Rebecca. Pell siguió dando golpes. La puerta cedió por fin, se estrelló contra la pared e hizo añicos un cuadro con un paisaje marítimo.

Sam cerró la puerta con llave.

—Tenemos que salir enseguida —susurró con vehemencia—. No podemos quedarnos aquí.

Pell intentó girar el pomo. Dio una patada a la puerta. Pero esta se abría hacia fuera y aguantó sus golpes.

Sintiendo un horrendo cosquilleo en la espalda, segura de que en cualquier momento Pell dispararía a través de la puerta y la heriría por azar, Sam ayudó a Linda a encaramarse al poyete de la ventana, la empujó, saltó tras ella y cayó a la tierra húmeda y olorosa. Linda gemía de dolor sujetándose el costado.

Sam la ayudó a levantarse y, agarrándola con fuerza del brazo, la condujo a toda prisa hacia el Parque Natural de Point Lobos.

—Me ha disparado —gemía Linda, perpleja todavía—. Me duele. Mira… Espera. ¿Adónde vamos?

Sam no le hacía caso. Sólo pensaba en alejarse cuanto antes de la cabaña. En cuanto a su destino, ignoraba cuál podía ser. Delante de ella sólo veía hectáreas y hectáreas de bosque, ásperas formaciones rocosas y, en el fin del mundo, el océano gris y turbulento.