50

Kathryn vio un destello en los ojos de Daniel Pell.

Había tocado una fibra sensible, había hecho mella en el dios del control.

Te utilizó…

—Eso son chorradas —replicó Rebecca.

—Probablemente —dijo Pell.

Dance advirtió que su respuesta denotaba duda, no certeza. Se inclinó hacia delante: solemos pensar que quienes están físicamente más cerca de nosotros son más sinceros que quienes tienden a apartarse. Y decidió tutearle.

—Te tendió una trampa, Daniel. ¿Y quieres saber por qué? Para matar a la esposa de William Croyton.

Pell sacudió la cabeza, pero estaba atento a cada palabra.

—Rebecca era la amante de Croyton. Y cuando su mujer se negó a darle el divorcio, decidió utilizaros a Jimmy Newberg y a ti para librarse de ella.

Rebecca rio con aspereza.

—Daniel, ¿te acuerdas de la Muñeca Dormida? —le preguntó Dance—. ¿De Theresa Croyton?

Tuteándole estaba consiguiendo reforzar su vínculo contra un enemigo común, un truco habitual entre los interrogadores.

Él no dijo nada. Miró a Rebecca y luego otra vez a Kathryn, que añadió:

—Acabo de hablar con ella.

Rebecca se sobresaltó.

—¿Qué?

—Hemos tenido una larga conversación. Y ha sido muy reveladora.

La joven intentó reponerse.

—No ha hablado con ella, Daniel. Está mintiendo para salvar el pellejo.

Pero la agente preguntó:

—¿La tele del salón estaba emitiendo un programa concurso de preguntas y respuestas la noche en que Newberg y tú entrasteis en casa de los Croyton? Eso dice Theresa. ¿Quién iba a saberlo, si no?

¿Qué es Quebec?

El asesino pestañeó. Dance advirtió que había captado por completo su atención.

—Theresa me ha contado que su padre tenía aventuras extramatrimoniales. Dejaba a los niños en el paseo marítimo de Santa Cruz y se encontraba allí con sus amantes. Una noche vio a Rebecca dibujando y ligó con ella. Se hicieron amantes. Ella quería que se divorciara, pero Croyton no podía o no quería, por su mujer. Así que Rebecca decidió matarla.

—Vamos, esto es ridículo —dijo la joven, enfurecida—. Ella qué sabe.

Pero Kathryn se dio cuenta que estaba fingiendo. Se había acalorado y sus manos y pies reflejaban signos sutiles pero evidentes de tensión nerviosa. No había duda de que ella iba por el buen camino.

Miró fijamente a los ojos a Pell.

—El paseo marítimo… Rebecca tenía que haber oído hablar de ti, ¿verdad, Daniel? Era allí donde la Familia iba a vender cosas en los mercadillos y a robar y cometer pequeños hurtos en las tiendas. Lo de aquella secta de delincuentes causó bastante revuelo. Gitanos, os llamaban. Salió en las noticias. Y Rebecca necesitaba un cabeza de turco, un asesino. Linda me ha dicho que os conocisteis en el paseo marítimo. ¿Creías que la sedujiste tú? Pues no: fue al revés.

—¡Cállate! —Ordenó Rebecca sin perder los nervios—. Está mintiendo, Dan…

—¡Silencio! —le espetó Pell.

—¿Cuándo se unió Rebecca al clan? No mucho antes del asesinato de los Croyton. ¿Un par de meses antes, quizá? —insistió Kathryn, implacable—. Te engatusó para entrar en la Familia. ¿No te pareció un poco repentino? ¿No te preguntaste por qué? Ella no era como los otros. Linda, Samantha y Jimmy eran unos críos. Hacían todo lo que querías. Pero Rebecca era distinta. Independiente, agresiva.

Se acordó de lo que había comentado Winston Kellogg sobre los líderes de sectas. Que las mujeres podían ser igual de eficaces y crueles que los hombres. Y a menudo más astutas.

—En cuanto entró a formar parte de la Familia, se dio cuenta de que también podía utilizar a Jimmy Newberg. Le dijo que Croyton guardaba algo de valor en casa y él se encargó de sugerirte que entrarais a robarlo. ¿Tengo razón?

Vio que, en efecto, la tenía.

—Pero Rebecca había hecho otros planes con Jimmy. Una vez que estuvierais en casa de Croyton, él tenía que matar a la señora Croyton y luego a ti. Muerto tú, Rebecca y él estarían al mando. Naturalmente, ella tenía previsto entregar a Jimmy a la policía después de los asesinatos. O incluso liquidarle ella misma, quizá. William Croyton pasaría por un periodo de luto conveniente y luego se casaría con ella.

—No, cariño, eso es…

Pell saltó de pronto y la agarró del pelo corto, tirando de ella.

—¡Cállate! ¡Déjala hablar!

Rebecca se deslizó hasta el suelo, gimiendo, encogida.

Aprovechando aquel momento de distracción, Dance miró a TJ. Él asintió despacio con la cabeza. Ella continuó diciendo:

—Rebecca pensaba que en casa de Croyton sólo estaría su mujer, pero estaba la familia al completo porque esa tarde Theresa dijo que estaba enferma. Fuera lo que fuese lo que pasó esa noche, y eso sólo lo sabes tú, Daniel, el caso es que todos acabaron muertos.

»Y cuando llamaste a las chicas para decirles lo que había pasado, Rebecca hizo lo único que podía hacer para salvarse: te denunció a la policía. Fue ella quien hizo la llamada que llevó a tu detención.

—Eso es mentira —dijo Rebecca—. ¡He sido yo quien le ha sacado de la cárcel!

Kathryn rio con frialdad.

—Porque necesitaba utilizarte otra vez, Daniel —afirmó dirigiéndose a Pell—. Para matar a Morton. Él la llamó hace un par de meses para hablarle de La muñeca dormida, un libro en el que pensaba hablar acerca de la vida que llevaban los Croyton antes de los asesinatos y de lo que había sido de Theresa después de la muerte de su familia. Morton iba a enterarse por fuerza de los líos de faldas de Croyton. Sólo era cuestión de tiempo que alguien juntara las piezas del rompecabezas y descubriera que era ella quien estaba detrás del plan para matar a la señora Croyton.

»Así que a Rebecca se le ocurrió sacarte de Capitola. —Arrugó el ceño y miró a Pell—. Lo que no sé es qué te dijo, Daniel, para convencerte de que mataras a Morton. —Miró con rabia a Rebecca, aparentemente indignada por lo que le había hecho a su buen amigo Daniel Pell—. ¿Qué mentiras le contaste?

—Lo que me dijiste —le gritó Pell a Rebecca—, ¿es cierto o no? —Pero antes de que ella pudiera contestar, él agarró a Nagle. El escritor se encogió, asustado—. ¡Ese libro que estás escribiendo…! ¿Qué ibas a decir sobre mí?

—No era sobre usted. Era sobre Theresa y los Croyton, y sobre las chicas de la Familia. Eso es todo. Era sobre sus víctimas, no sobre usted.

Pell le empujó violentamente hacia el suelo.

—¡No, no! ¡Ibas a escribir sobre mis tierras!

—¿Sobre sus tierras?

—¡Sí!

—No sé a qué se refiere.

—A mis tierras, a mi montaña. ¡Averiguaste dónde estaba y pensabas hablar de ella en tu libro!

Ah.

Dance comprendió por fin. La preciada montaña de Pell. Rebecca le había convencido de que el único modo de mantener en secreto dónde estaba su refugio en las montañas era eliminar a Morton Nagle y destruir sus notas.

—Yo no sé nada de eso, se lo juro.

Pell le miró fijamente. Kathryn dedujo que le creía.

—Daniel, sabes lo que iba a pasar en cuanto mataras a Morton y a su familia, ¿verdad? Rebecca iba a matarte a ti y a decir que te la llevaste de la cabaña por la fuerza. —La agente soltó una risa amarga—. ¡Ah, Daniel, cómo te ha utilizado! La Flautista de Hamelin, la que movía los hilos, ha sido ella desde el principio.

Pell parpadeó al oírla utilizar aquella metáfora. De pronto se irguió y, volcando una mesa, se abalanzó hacia Rebecca con la pistola levantada.

Ella se encogió un momento. Luego, sin embargo, saltó hacia él blandiendo el cuchillo frenéticamente. Consiguió asestarle una puñalada en el brazo al tiempo que agarraba la pistola. El arma se disparó y la bala arrancó un trozo de ladrillo rosa de la chimenea.

Dance y TJ se levantaron al instante.

El joven agente propinó una fuerte patada en las costillas a Rebecca y sujetó la mano de Pell. Forcejearon por controlar el arma y cayeron al suelo.

—¡Llame a emergencias! —le gritó Kathryn a Nagle.

El escritor buscó atropelladamente un teléfono. Ella inició el gesto de coger las pistolas que había sobre la mesa mientras se decía:

Vigila tus espaldas, apunta, dispara a ráfagas, cuenta las balas, al llegar a doce saca el cargador y vuelve a cargar. Vigila tus espaldas…

La mujer de Nagle gritaba, su hija gimoteaba.

—¡Kathryn! —gritó TJ casi sin aliento.

Dance vio que Pell la apuntaba con la pistola.

Vio que disparaba.

La bala pasó rozándola.

TJ era joven y fuerte, pero seguía esposado y Pell estaba desesperado y cargado de adrenalina. Con la mano libre, comenzó a golpear al agente en la cabeza y el cuello. Por fin logró desasirse sin soltar la pistola mientras TJ rodaba frenéticamente intentando refugiarse bajo una mesa.

Dance se abalanzó hacia las armas, a pesar de que sabía que no lograría cogerlas a tiempo. TJ era hombre muerto.

Oyó entonces una enorme explosión.

Y luego otra.

Cayó de rodillas y miró hacia atrás.

Morton Nagle se había apoderado de una de las pistolas y estaba disparando a Pell, pero no estaba acostumbrado a manejar un arma: tiraba bruscamente del gatillo y las balas se desviaban. Aun así mantuvo el tipo y siguió disparando.

—¡Hijo de puta!

Pell se agachó y levantó las manos, encogido, en un vano intento de protegerse. Dudó un momento. Después disparó una sola vez a Rebecca en el vientre, abrió la puerta con violencia y corrió fuera.

Kathryn le quitó la pistola a Nagle, cogió la de TJ y se la puso en las manos al joven agente, todavía esposado.

Llegaron a la puerta entreabierta en el instante en que una bala se incrustaba en el quicio, cubriéndolos de astillas. Se retiraron, agachados. Dance sacó la llave de las esposas de su chaqueta y las abrió. TJ hizo lo mismo.

Se asomaron con cautela a la calle desierta. Un momento después oyeron el chirrido de un coche al acelerar.

—¡Ocúpese de Rebecca! —le gritó la agente a Nagle—. La necesitamos viva.

Corrió a su coche y cogió la radio del salpicadero. Le temblaban tanto las manos que la dejó caer. Respiró hondo, logró controlar sus temblores y llamó a la Oficina del Sheriff de Monterrey.