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Con el coche aparcado en la carretera que conducía a la Point Lobos Inn, fuera de la vista de los guardias, Daniel Pell miraba fijamente por entre los cipreses.

—Vamos —masculló.

Y entonces, apenas unos segundos después, allí estaba ella: Rebecca, corría entre los matorrales con su mochila. Subió al coche y lo besó enérgicamente.

Luego se arrellanó en el asiento.

—Vaya mierda de tiempo —comentó, sonrió y volvió a besarlo—. Siento llegar tarde.

—¿No te ha visto nadie? Rio.

—Me escapé por la ventana. Creen que me he ido a la cama temprano.

Pell puso el coche en marcha y enfilaron la carretera.

Era su última noche en la península de Monterrey y, en cierto modo, su última noche en la Tierra. Más tarde robarían otro coche (un todoterreno o una camioneta) y pondrían rumbo al norte, siguiendo el curso serpenteante de las carreteras del norte de California, cada vez más estrechas y escarpadas, hasta que llegaran a sus tierras en la montaña. Sería el rey de la montaña, el monarca de una nueva Familia. No rendiría cuentas a nadie, nadie se entrometería en su vida. Nadie podría desafiarlo. Una o dos docenas de jóvenes serían arrastrados al lugar por la seducción del Flautista de Hamelin.

El paraíso…

Pero primero su misión allí. Tenía que asegurarse de que su futuro estaba garantizado.

Le pasó a la chica el mapa del condado de Monterrey. Ella desdobló un trozo de papel y leyó la calle y el número mientras estudiaba el mapa.

—No está muy lejos. No creo que tardemos más de quince minutos.

*****

Edie Dance miró por la ventana de la fachada de su casa y observó el coche de policía.

No había duda de que la hacía sentirse mejor, con un asesino suelto en aquella zona, y agradecía que Katie estuviera velando por ellos.

Pero quien ocupaba sus pensamientos no era Daniel Pell, sino Juan Millar.

Estaba cansada, sus viejos huesos se estaban portando mal, y se alegraba de haber decidido no hacer horas extras (siempre las había para cualquier enfermera que quisiera hacerlas). La muerte y los impuestos no eran las únicas dos certezas de esta vida; había una tercera: la necesidad de cuidados médicos, y Edie seguiría trabajando tanto tiempo como deseara, y allí donde deseara. No lograba entender que su marido prefiriera la vida marina a la humana. Las personas eran tan fascinantes… Ayudarlas, reconfortarlas, quitarles el dolor…

Máteme…

Stuart volvería pronto con los niños. Edie quería mucho a sus nietos, claro, pero además disfrutaba sinceramente de su compañía. Sabía lo afortunada que era porque Katie viviera cerca; muchas amigas suyas tenían a sus nietos a cientos, incluso a miles de kilómetros de distancia.

Sí, se alegraba de que Wes y Mags se quedaran con ellos, pero estaría mucho más tranquila cuando volvieran a detener a aquel hombre horrible y lo encarcelaran de nuevo. Siempre le había molestado mucho que Katie formara parte del CBI; a Stu, en cambio, parecía satisfacerle, lo cual la irritaba aún más. Ella, que había trabajado toda su vida, jamás sugeriría a una mujer que abandonara su profesión, pero, Dios mío, ¿andar por ahí llevando pistola y dedicarse a detener a asesinos y a traficantes de drogas?

Jamás lo diría, pero en su fuero interno deseaba que su hija conociera a otro hombre, volviera a casarse y dejara la policía. Le había ido muy bien como asesora en la elección de jurados. ¿Por qué no retomarlo? Y Martine Christensen y ella tenían una página web maravillosa que hasta generaba algún dinero. Si se dedicaban a ella a tiempo completo, podían tener mucho éxito.

Edie había querido mucho a su yerno. Bill Swenson era un hombre entrañable, divertido, un padre fantástico. Y el accidente que le había costado la vida había sido una verdadera tragedia. Pero de eso hacía ya varios años. Era hora de que su hija pasara página.

Lástima que Michael O’Neil no estuviera libre; Katie y él eran tal para cual (no entendía qué demonios hacía con aquella diva de Anne, que parecía tratar a sus hijos como si fueran adornos de Navidad y que se preocupaba más por su galería que por su casa).

Claro que Winston Kellogg, el agente del FBI que había ido a la fiesta de Stu, también parecía bastante agradable. Le recordaba a Bill. Y luego estaba Brian Gunderson, con el que Katie había salido últimamente.

Nunca había dudado de la sensatez de su hija a la hora de escoger pareja, pero Katie tenía el mismo problema que ella con su swing cuando jugaba al golf: no perseveraba. Y Edie conocía la raíz del problema. Katie le había hablado de Wes, de su oposición a que tuviera pareja. Ella llevaba mucho tiempo dedicada a la enfermería, tanto con niños como con adultos. Había visto lo controladores, lo astutos y manipuladores que pueden ser los hijos, aunque fuera inconscientemente. Su hija tenía que abordar la cuestión. Pero no lo haría, era así de sencillo. Prefería eludir el problema.

El papel de Edie no era, en todo caso, hablar con el chico directamente. Los abuelos disfrutaban de la compañía de los niños sin restricciones, pero a cambio debían renunciar en gran medida al derecho de intervención paternal. Le había dicho a Katie lo que opinaba y su hija había estado de acuerdo con ella, pero al parecer no le había hecho ningún caso. Había roto con Brian y…

La mujer ladeó la cabeza.

Oyó un ruido fuera, en la parte trasera de la casa.

Miró por la ventana delantera para ver si había llegado Stu. No, en el garaje sólo estaba su Prius. Vio que el policía seguía allí.

Luego volvió a oír aquel ruido. Un entrechocar de piedras.

Edie y Stu vivían en la larga colina que bajaba desde el centro de Carmel a la playa. Su patio trasero consistía en una serie de bancales escalonados, cercados con muros de piedra. A veces, cuando se recorría a pie el corto sendero que llevaba al patio trasero de los vecinos, la gravilla que se soltaba se deslizaba por los muros. A eso sonaba aquel ruido.

Se acercó a la terraza trasera, abrió la puerta y salió. No vio a nadie, ni oyó nada. Seguramente habría sido un gato, o un perro. Se suponía que no debían andar sueltos: en Carmel había una normativa muy estricta en cuestión de animales domésticos. Pero el pueblo también era amante de los animales (la actriz Doris Day tenía allí un hotel maravilloso en el que eran bienvenidas las mascotas) y por el vecindario vagaban varios gatos y perros.

Cerró la puerta y, al oír el coche de Stu en el camino de entrada, se olvidó del ruido y se acercó al frigorífico en busca de la merienda de sus nietos.

*****

La entrevista con la Muñeca Dormida había arrojado como resultado una conclusión sorprendente.

De vuelta en su despacho, Dance llamó para preguntar cómo estaban la chica y su tía, ambas encerradas a salvo en el motel y protegidas por un agente del CBI de ciento treinta kilos de peso, sólido como un monolito y provisto de dos potentes armas de fuego. Estaban bien, le informó Albert Stemple, y añadió:

—La chica es simpática. Me cae bien. Pero a la tía puedes quedártela.

Kathryn repasó las notas que había tomado durante la entrevista. Luego volvió a leerlas. Finalmente, llamó a TJ.

—Tu genio te aguarda, jefa.

—Tráeme lo que tenemos hasta ahora sobre Pell.

—¿Todo?, ¿signifique eso lo que signifique?

—Todo.

Estaba revisando las notas de James Reynolds sobre el asesinato de los Croyton cuando, tres o cuatro minutos después, TJ llegó casi sin aliento. Quizá su voz había sonado más perentoria de lo que creía.

Recogió las carpetas y las extendió hasta que cubrieron toda su mesa con una capa de dos centímetros de grosor. En poco tiempo habían acumulado una cantidad de material asombrosa. Comenzó a pasar las páginas.

—¿La chica ha sido de ayuda?

—Sí —contestó distraídamente, con los ojos fijos en una hoja de papel.

TJ hizo otro comentario, pero ella no le estaba prestando atención. Seguía hojeando informes y páginas de notas escritas a mano, y consultando la cronología de Reynolds y el resto de sus trascripciones. Luego volvía a la hoja de papel que sostenía en la mano.

Por fin dijo:

—Tengo una duda informática. Tú sabes mucho de esas cosas. Ve a comprobar esto. —Rodeó con un círculo unas palabras de la hoja.

TJ echó una ojeada.

—¿Qué pasa con esto?

—Me huele a chamusquina.

—Ese no es un término informático con el que esté muy familiarizado. Pero estoy en el caso, jefa. Y nosotros nunca dormimos.

*****

—Tenemos un problema.

Dance se dirigía a Charles Overby, Winston Kellogg y TJ. Estaban en el despacho de Overby, que jugueteaba con una pelota de golf de bronce montada sobre un soporte de madera, como la palanca de marchas de un deportivo. Kathryn deseó que Michael O’Neil estuviera allí.

Entonces soltó la bomba.

—Rebecca Sheffield está colaborando con Pell.

—¿Qué? —balbució Overby.

—Y eso no es todo. Creo que ha estado detrás de la fuga desde el principio.

Su jefe sacudió la cabeza. Su teoría le preocupaba. Sin duda se estaba preguntando si había autorizado algo que no debía.

Winston Kellogg, en cambio, la animó.

—Qué interesante. Continúa.

—Theresa Croyton me contó un par de cosas que me hicieron sospechar. Así que he estado revisando las pruebas que tenemos hasta el momento. ¿Recordáis ese correo que encontramos en el Sea View? Supuestamente Pell se lo mandó a Jennie desde la cárcel. Pero fijaos. —Les mostró una hoja impresa—. En la dirección del correo pone «prisión de Capitola». Pero la extensión es punto com. Si fuera de verdad una dirección del Departamento de Prisiones, pondría «punto.ca.gov».

Kellogg hizo una mueca.

—Claro, hombre. No me había dado cuenta.

—Le he pedido a TJ que compruebe la dirección.

—Es un proveedor de servicios de Denver —explicó el joven agente—. Puedes crear tu propio dominio, siempre y cuando el nombre no esté cogido. Es una cuenta anónima. Pero vamos a pedir una orden judicial para mirar sus archivos.

—¿Anónima? Entonces, ¿por qué crees que era Rebecca? —preguntó Overby.

—Fijaos en el texto del correo. Esta expresión, «¿Qué más se puede pedir?», no es tan común. Me recuerda a un verso de una vieja canción de Gershwin.

—¿Y por qué es tan importante?

—Porque Rebecca utilizó esa misma expresión la primera vez que nos vimos.

—Aun así… —dijo Overby.

Dance continuó. No estaba de humor para pegas.

—Fijémonos ahora en los hechos. Jennie robó el Thunderbird en un restaurante de Los Ángeles el viernes y el sábado se registró en el Sea View. Los registros de su teléfono y de su tarjeta de crédito demuestran que estuvo toda la semana pasada en el condado de Orange. Pero la mujer que vigiló la oficina de la empresa de mensajería que hay cerca de los juzgados estuvo allí el miércoles. Hemos enviado por fax una orden judicial a las empresas de las tarjetas de crédito de Rebecca. Volvió de San Diego a Monterrey el martes y regresó el jueves. Alquiló un coche aquí.

—De acuerdo —concedió Overby.

—Bien, imagino que, cuando estaba en Capitola, Pell no hablaba con Jennie, sino con Rebecca. Debió de darle su nombre, su dirección y su correo electrónico. A partir de ese momento se encargó ella. Eligieron a Jennie porque vivía cerca de Rebecca, o al menos lo bastante cerca como para que pudiera vigilarla.

Kellogg añadió:

—Entonces sabe dónde está Pell y qué está haciendo aquí.

—Tiene que saberlo.

—Vamos a por ella —dijo Overby—. Podrás obrar tu magia, Kathryn.

—Quiero que la detengamos, pero antes de interrogarla necesito más información. Quiero hablar con Nagle.

—¿El escritor?

Ella asintió con un gesto. Luego dijo mirando a Kellogg:

—¿Puedes traer a Rebecca?

—Claro, si me consigues refuerzos.

Overby dijo que llamaría a la Oficina del Sheriff para pedir que otro agente se encontrara con Kellogg a la entrada del Point Lobos Inn. Dance se llevó una sorpresa cuando su jefe comentó algo que a ella no se le había ocurrido: no tenían motivos para creer que Rebecca fuera armada, pero puesto que había llegado de San Diego en coche y no había pasado por ningún aeropuerto, podía llevar un arma encima.

—Bien, Charles —dijo, y luego inclinó la cabeza mirando a TJ—. Vamos a ver a Nagle.

*****

Dance y el joven agente iban de camino cuando sonó su teléfono.

—Kathryn, ha desaparecido —dijo Winston Kellogg en tono extrañamente apremiante.

—¿Rebecca?

—Sí.

—¿Las otras están bien?

—Sí. Linda dice que Rebecca no se encontraba bien y que fue a echarse. No quería que la molestaran. Hemos encontrado abierta la ventana de su cuarto, pero su coche sigue en el CBI.

—Entonces, ¿Pell fue a recogerla?

—Supongo.

—¿Hace cuánto tiempo?

—Se fue a la cama hace una hora. No saben cuándo se escabulló.

Si hubieran querido hacer daño a las otras, podría haberlo hecho Rebecca sola, o haber hecho entrar a Pell por la ventana. Kathryn llegó a la conclusión de que no estaban en peligro inmediato, sobre todo teniendo en cuenta que estaban escoltadas.

—¿Dónde estás? —preguntó a Kellogg.

—Volviendo al CBI. Creo que Pell y Rebecca intentan huir. Voy a hablar con Michael para pedirle que vuelvan a montar los controles de carreteras.

Cuando colgaron, Dance llamó a Morton Nagle.

—¿Diga? —contestó el escritor.

—Soy Kathryn. Escuche, Rebecca está con Pell.

—¿Qué? ¿La ha secuestrado?

—Son cómplices. Ella estaba detrás de la fuga.

—¡No!

—Puede que estén intentando salir de la ciudad, pero cabe la posibilidad de que usted esté en peligro.

—¿Yo?

—Cierre bien las puertas. No deje entrar a nadie. Vamos para allá. Dentro de cinco minutos estoy ahí.

Tardaron casi diez, a pesar de que TJ conducía con agresividad (con «energía», decía él); las carreteras estaban atestadas de turistas que habían empezado temprano el fin de semana. Se detuvieron dando un frenazo delante de la casa y se acercaron a la puerta. Dance llamó. El escritor contestó un momento después. Los miró de arriba abajo y luego escudriñó la calle. Los agentes entraron.

Nagle cerró la puerta. Bajó los hombros.

—Lo siento. —Le tembló la voz—. Me dijo que si decía algo por teléfono, mataría a mi familia. Lo siento muchísimo.

Daniel Pell, de pie detrás de la puerta, apoyó el cañón de la pistola en la nuca de Kathryn.