47

—Adelante, Tare.

Dance sintió que su corazón latía velozmente. ¿Sería aquella la antesala de una pista pasada olvidada que podía desvelarles las intenciones de Daniel Pell en Monterrey?

La chica se tiró del lóbulo de la oreja en la que llevaba cinco pendientes y levantó ligeramente la puntera del pie, señal de que estaba curvando los dedos.

Estrés…

—Estuve un rato dormida, sí. No me encontraba bien. Pero luego me desperté. Tuve un sueño. No recuerdo qué era, pero creo que me dio miedo. Me desperté con un ruido, como un gemido. ¿Sabe lo que le digo?

—Claro.

—O un grito. Sólo que… —Su voz se apagó. Estaba otra vez apretándose la oreja.

—¿Sólo que no estás segura de que fueras tú quien hacía ese ruido? ¿Pudo ser otra persona?

La chica tragó saliva. Estaba pensando que tal vez ese ruido procedía de algún miembro agonizante de su familia.

—Sí.

—¿Recuerdas a qué hora fue? —Dance recordaba que, según las estimaciones del forense, las muertes se habían producido entre las seis y media y las ocho de la tarde.

Pero Theresa no se acordaba con seguridad. Suponía que debían de ser cerca de las siete.

—¿Te quedaste en la cama?

—Ajá.

—¿Oíste algo después de eso?

—Sí, voces. No las oía muy bien. Estaba aturdida, ¿sabe?, pero tengo claro que las oí.

—¿De quienes?

—No lo sé, voces de hombres. Pero no eran mi padre, ni mi hermano. De eso me acuerdo.

—Tare, ¿le contaste esto a alguien en aquel momento?

La chica asintió con la cabeza.

—Sí. Pero no le interesó a nadie.

¿Cómo era posible que Reynolds lo hubiera pasado por alto?

—Bueno, cuéntamelo a mí. ¿Qué oíste?

—Sólo fueron un par de cosas. Primero oí que alguien hablaba de dinero. Cuatrocientos dólares. Lo recuerdo exactamente.

Pell llevaba encima más de cuatrocientos dólares cuando fue detenido. Tal vez Newberg y él estaban registrando la cartera de Croyton y comentando cuánto dinero había dentro. ¿O había dicho en realidad «cuatrocientos mil»?

—¿Qué más?

—Bueno, luego alguien, otro hombre, dijo algo sobre Canadá. Y otro hizo una pregunta. Sobre Quebec.

—¿Y cuál era la pregunta?

—Sólo quería saber qué era Quebec.

¿Alguien que no sabía lo que era Quebec? Dance se preguntó si sería Newberg: las mujeres le habían dicho que, aunque era un genio de la carpintería, la electrónica y los ordenadores, estaba bastante tocado en otros sentidos gracias a las drogas.

Así pues había un vínculo con Canadá. ¿Era allí donde quería escapar Pell? Esa frontera era mucho más fácil de atravesar que la del sur. Y además había montañas a montones.

Kathryn sonrió y se inclinó hacia delante.

—Continúa, Tare. Lo estás haciendo muy bien.

—Después —prosiguió Theresa— uno se puso a hablar de coches de segunda mano. Era otro hombre. Tenía la voz grave y hablaba muy deprisa.

Los establecimientos de venta de coches de segunda mano eran lugares muy propicios para el blanqueo de dinero. O quizás estuvieran hablando de conseguir un coche para huir. Y no estaban sólo Pell y Newberg. Había alguien más allí. Una tercera persona.

—¿Tu padre tenía negocios en Canadá?

—No lo sé. Viajaba mucho. Pero creo que nunca habló de Canadá. Nunca he entendido por qué la policía no me preguntó más en aquel momento. Pero como Pell estaba en la cárcel, no importaba. En cambio, ahora que está libre… Desde que el señor Nagle me dijo que necesitaba usted ayuda para encontrar a ese asesino, no he parado de pensar en lo que oí, intentando entenderlo. Quizás usted lo descubra.

—Ojalá pueda. ¿Algo más?

—No, creo que fue entonces más o menos cuando volví a quedarme dormida. Lo siguiente de lo que me acuerdo es… —Tragó saliva—. De esa mujer con uniforme. Una policía. Hizo que me vistiera y… y ya está.

Cuatrocientos dólares, se dijo Dance. Coches de segunda mano y una provincia del Canadá francés.

Y un tercer hombre.

¿Pensaba dirigirse Pell hacia el norte ahora? Como mínimo, tendría que llamar a Inmigración y a Seguridad Nacional para que vigilaran los pasos de la frontera del norte.

La agente lo intentó de nuevo, llevó a la chica de la mano por lo sucedido esa noche espantosa. Pero sus esfuerzos fueron inútiles. Theresa no sabía nada más.

Cuatrocientos dólares. Canadá. ¿Qué es Quebec? Coches de segunda mano. ¿Se hallaba allí la clave de la conspiración de Daniel Pell?

Kathryn se hizo entonces una reflexión que, curiosamente, concernía a su propia familia: a sí misma, a Wes y a Maggie. Se le ocurrió una idea. Repasó mentalmente los datos de la matanza. Imposible. La teoría, sin embargo, le parecía cada vez más probable, por más que le desagradara la conclusión.

—Tare —dijo a regañadientes—, ¿dices que eso fue alrededor de las siete?

—Sí, puede ser.

—¿Dónde cenaba tu familia?

—¿Que dónde? En el cuarto de estar, casi siempre. Estaba prohibido cenar en el comedor. Era para las comidas, ya sabe, más formales.

—¿Veíais la tele mientras cenabais?

—Sí, un montón. Mis hermanos y yo, por lo menos.

—¿Y el cuarto de estar estaba cerca de tu habitación?

—Nada más bajar las escaleras. ¿Cómo lo sabe?

—¿Alguna vez veíais programas de concursos?

La chica arrugó el ceño.

—Sí.

—Tare, me estaba preguntando si las voces que oíste no podían ser de uno de esos programas de preguntas y respuestas. Quizás alguien escogió una pregunta de geografía por cuatrocientos dólares. Y la respuesta era «la provincia francófona de Canadá». La pregunta sería «¿Qué es Quebec?».

Theresa se quedó callada, con los ojos fijos.

—No —dijo con firmeza, meneando la cabeza—. No, no fue eso. Estoy segura.

—Y la voz que hablaba de un concesionario de coches… ¿No podía ser un anuncio? Alguien que hablaba rápido y con voz grave. Como hacen en los anuncios de coches.

La chica se sonrojó, consternada primero y luego furiosa.

—¡No!

—Pero ¿podría ser? —preguntó Dance suavemente.

Theresa cerró los ojos.

—No —susurró. Y luego añadió—: No lo sé.

Por eso Reynolds no había tirado del hilo. Él también había comprendido que estaba hablando de un programa de televisión.

Theresa echó los hombros hacia delante, los dejó caer como si se desplomaran sobre sí mismos. Fue un movimiento muy sutil, pero Kathryn observó claramente aquella señal kinésica de dolor y derrota. La chica estaba convencida de recordar algo que podía ayudar a encontrar al hombre que había asesinado a su familia. De pronto se daba cuenta de que su temerario viaje hasta allí, su forma de desafiar a su tía, todos sus esfuerzos no habían servido para nada. Estaba abatida.

—Lo siento. —Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Kathryn Dance sonrió.

—No te preocupes, Tare. No tiene importancia. —Le dio un pañuelo de papel.

—¿Que no tiene importancia? ¡Es horrible! Tenía tantas ganas de ayudar…

Otra sonrisa.

—Bueno, Tare, esto sólo es el precalentamiento, créeme.

Dance solía contar en sus seminarios la anécdota del urbanita que llegó a un pueblecito y pidió indicaciones a un granjero. El forastero miró al perro sentado a los pies del granjero y preguntó:

—¿Muerde su perro?

El granjero contestó que no y, cuando el forastero se agachó para hacerle una caricia, el perro le mordió. El hombre se apartó de un salto y exclamó enfadado:

—¡Me dijo que no mordía!

—El mío, no —contestó el granjero—. Pero es que este no es mío.

El arte de entrevistar no consiste únicamente en analizar las respuestas, los gestos y actitudes del interlocutor, sino también en formular las preguntas correctas.

La policía y la prensa ya se habían encargado de documentar los hechos relativos a la matanza de los Croyton y a los momentos posteriores al asesinato. Así pues, Kathryn Dance decidió preguntar acerca del único lapso de tiempo por el que al parecer nadie se había interesado: las horas que precedieron a los asesinatos.

—Tare, quiero saber qué pasó antes.

—¿Antes?

—Claro. Empecemos por lo que pasó ese día por la mañana.

Theresa arrugó el entrecejo.

—Eh, no me acuerdo de gran cosa. Lo que pasó por la noche como que borró todo lo demás.

—Inténtalo. Haz un esfuerzo por recordar. Era mayo. Tú ibas todavía al colegio, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué día de la semana era?

—Eh… Era viernes.

—Eso lo has recordado enseguida.

—Bueno, porque muchos viernes mi padre nos llevaba a pasear a mis hermanos y a mí. Ese día íbamos a ir a la feria de Santa Cruz. Sólo que todo se estropeó porque me puse enferma. —Theresa hizo un esfuerzo por recordar, frotándose los ojos—. Íbamos a ir mis hermanos, Brenda y Steve, y yo, y mi madre iba a quedarse en casa porque el sábado tenía una gala benéfica o no sé qué y tenía cosas que hacer.

—Pero ¿cambiaron los planes?

—Sí. Ya íbamos para allá, pero… —Bajó la mirada—. Me puse mala. En el coche. Así que dimos la vuelta y volvimos a casa.

—¿Qué te pasó? ¿Un resfriado?

—Una gastroenteritis. —Theresa hizo una mueca y se tocó el vientre.

—Vaya, son odiosas.

—Sí, un asco.

—¿Y a qué hora volvisteis a casa, más o menos?

—A las cinco y media, quizá.

—Y te fuiste derecha a la cama.

—Sí, eso es. —Miró el árbol retorcido a través de la ventana.

—Y luego te despertaste oyendo ese programa de televisión.

La chica dio vueltas con un dedo a un mechón de su cabello castaño rojizo.

—Quebec. —Hizo una mueca risueña.

Kathryn se detuvo entonces. Se daba cuenta de que debía tomar una decisión importante.

Porque no cabía duda de que Theresa estaba mintiendo.

Cuando habían estado charlando y cuando, más tarde, habían hablado de lo que había oído en el cuarto de la tele, su conducta kinésica había sido franca y relajada, aunque mostraba signos evidentes de estrés general: cualquiera que hablaba con una agente de policía como parte de una investigación experimentaba estrés, aunque fuera una víctima inocente.

Pero al empezar a hablar de la excursión al paseo marítimo de Santa Cruz había comenzado a titubear, a taparse partes de la cara y la oreja (gestos de negación) y a mirar por la ventana, otra señal evidente de rechazo. Aunque intentaba parecer tranquila y relajada, dejaba traslucir el estrés que experimentaba meneando el pie. Dance observó los signos recurrentes del estrés y el engaño y llegó a la conclusión de que la chica se hallaba en la fase de negación.

Todo lo que le estaba contando Theresa coincidía, en principio, con datos que Kathryn podía verificar. Pero el engaño no sólo se compone de mentiras descaradas, sino también de maniobras de evasión y omisiones. Había cosas que la joven se estaba callando.

—Tare, en el viaje pasó algo preocupante, ¿verdad?

—¿Preocupante? No. De verdad. Se lo juro.

Una jugada triple: dos expresiones que indicaban autoengaño, y una pregunta en contestación a otra. La chica parecía acalorada de pronto y su pie volvía a oscilar arriba y abajo: un cúmulo evidente de respuestas al estrés.

—Anda, cuéntamelo. No pasa nada. No tienes nada de qué preocuparte. Cuéntamelo.

—Bueno, ya sabe. Mis padres y mis hermanos… fueron asesinados. ¿A quién no le alteraría algo así? —Hablaba ahora con un asomo de enfado.

Dance asintió, comprensiva.

—Me refería a lo que ocurrió antes de eso. Salisteis de Carmel, ibais hacia Santa Cruz. Tú no te encontrabas bien. Volvisteis a casa. Aparte de estar enferma, ¿pasó algo en el trayecto que te molestara?

—No sé. No me acuerdo.

Esa frase, viniendo de una persona en fase de negación, significa: «Me acuerdo perfectamente, pero no quiero pensar en ello. Es un recuerdo demasiado doloroso».

—Ibais en el coche y…

—Yo… —comenzó Theresa, pero se quedó callada. Bajó la cabeza, la apoyó en las manos y se echó a llorar. Un torrente de lágrimas con banda sonora: la de sus sollozos ahogados.

—Tare. —La agente se levantó y le pasó un paquete de pañuelos de papel mientras la chica lloraba a lágrima viva, aunque en voz baja, sollozando como si tuviera hipo—. No pasa nada —dijo la agente en tono compasivo, agarrándola del brazo—. Pasara lo que pasase, ya no importa. No te preocupes.

—Yo…

La chica estaba paralizada. Dance notaba que estaba intentando tomar una decisión. ¿Por qué se decantaría?, se preguntaba. O lo soltaba todo o se cerraba en banda, en cuyo caso la entrevista se habría acabado.

Por fin dijo:

—Ay, quería decírselo a alguien. Pero no podía. Ni a los psicólogos, ni a mis amigas, ni a mi tía… —Más sollozos. El pecho hundido, la barbilla gacha, las manos en el regazo cuando no secando su cara. Síntomas kinésicos de manual que indicaban que Theresa Croyton había entrado en la fase de aceptación de la respuesta emocional. La terrible carga que había soportado todo ese tiempo iba por fin a salir a la luz. Estaba a punto de confesar.

—Es culpa mía. ¡Es culpa mía que estén muertos!

Apretó la cabeza contra el respaldo del sofá. Tenía la cara colorada, los tendones tiesos, la parte delantera de la sudadera manchada de lágrimas.

—Brenda y Steve, papá y mamá… ¡Todo por mi culpa!

—¿Porque te pusiste enferma?

—¡No! ¡Porque fingí estar enferma!

—Cuéntamelo.

—No quería ir a la feria. No soportaba ir, ¡lo odiaba! Y sólo se me ocurrió fingir que estaba enferma. Me acordé de esas modelos que se meten los dedos en la garganta para vomitar y no engordar. Y lo hice cuando íbamos en el coche, sin que nadie me viera. Vomité en el asiento de atrás y dije que tenía la gripe. Fue un asco y todos se enfadaron, pero mi padre dio media vuelta y volvimos a casa.

Así que era eso. La pobre chica estaba convencida de que era culpa suya que su familia hubiera sido asesinada porque había mentido. Llevaba ocho años viviendo con aquella espantosa carga.

Una verdad había salido a la luz. Pero quedaba al menos otra por desenterrar. Y Kathryn Dance quería que también aflorara.

—Cuéntame, Tare. ¿Por qué no querías ir al paseo marítimo?

—Porque no. No era nada divertido.

Confesar una mentira no conlleva automáticamente la confesión de otras. La chica había vuelto a caer en la fase de negación.

—¿Por qué? A mí puedes decírmelo. Vamos.

—No lo sé. Pero no me lo pasaba bien.

—¿Por qué no?

—Pues porque mi padre estaba siempre ocupado. Así que nos daba dinero, nos decía que luego nos recogía y se iba a llamar por teléfono y esas cosas. Era muy aburrido.

Movía de nuevo el pie y apretaba los pendientes de su oreja derecha compulsivamente: primero el de arriba, luego el de abajo; después, el del centro. El estrés la estaba consumiendo por dentro.

Pero no eran únicamente los indicios kinésicos los que hacían intuir a Dance que Theresa estaba mintiendo. Los niños, incluso los adolescentes de diecisiete años y que van al instituto, suelen ser difíciles de analizar desde un punto de vista kinésico. La mayoría de los entrevistadores practican un análisis basado en el contenido y juzgan su sinceridad o su falta de ella por lo que dicen, no por cómo lo dicen.

Lo que le estaba contando Theresa no tenía sentido: no cuadraba ni con la historia que le estaba contando, ni con el conocimiento que Kathryn tenía de los niños en general y del lugar en cuestión. A Wes y a Maggie, por ejemplo, les encantaba el paseo marítimo de Santa Cruz, y no habrían desaprovechado la oportunidad de pasar unas horas en él sin supervisión y con el bolsillo lleno. Había cientos de cosas que podían hacer: atracciones, comida, música, juegos.

Dance advirtió además otra contradicción: ¿por qué no había dicho simplemente que quería quedarse en casa con su madre antes de marcharse ese viernes y había dejado que sus hermanos y su padre se fueran sin ella? Era como si tampoco quisiera que ellos fueran a Santa Cruz.

La agente sopesó aquella idea un momento.

De A a B…

—Tare, has dicho que tu padre trabajaba y que llamaba por teléfono cuando ibas con tus hermanos a las atracciones.

Ella bajó la mirada.

—Sí, supongo.

—¿Adónde iba a hacer esas llamadas?

—No lo sé. Tenía un móvil. En aquella época no había mucha gente que tuviera móvil. Pero él sí.

—¿Alguna vez se encontró con alguien allí?

—No lo sé. Puede.

—Tare, ¿quiénes eran esas otras personas? Esas con las que estaba.

Se encogió de hombros.

—¿Eran mujeres?

—No.

—¿Estás segura?

Theresa se quedó callada. Miraba a todas partes, menos a Dance. Por fin dijo:

—Puede ser. Sí, algunas.

—¿Y crees que eran amigas suyas?

Un gesto de asentimiento. Lágrimas otra vez.

—Además… —comenzó a decir entre dientes.

—¿Qué, Tare?

—Decía que, cuando llegáramos a casa, si mi madre preguntaba, teníamos que decirle que había estado con nosotros. —Tenía la cara colorada.

Kathryn recordó que Reynolds le había insinuado que Croyton era un mujeriego.

Una risa amarga se escapó de los labios trémulos de Theresa.

—Yo lo vi. Brenda y yo teníamos que quedarnos en el paseo marítimo, pero fuimos a una heladería que hay cruzando la calle. Y lo vi. Una mujer se montó en su coche y él la besó. Y no fue la única. Otro día lo vi con otra, entrando en su apartamento o en su casa, junto a la playa. Por eso yo no quería que fuera. Quería que mi padre volviera a casa y que estuviera con mamá y con nosotros. Que no estuviera con nadie más. —Se secó la cara—. Así que mentí —afirmó con sencillez—. Fingí que estaba enferma.

De modo que Croyton se encontraba con sus amantes en Santa Cruz, llevaba consigo a sus hijos para disipar las sospechas de su esposa y los abandonaba allí hasta que su amante y él habían acabado.

—Y mataron a mi familia. Fue culpa mía.

Dance se inclinó hacia delante y dijo en voz baja, compasivamente:

—No, Tare. No es culpa tuya, nada de eso. Estamos casi seguros de que Daniel Pell tenía planeado matar a tu padre. No fue una casualidad. Si hubiera ido esa noche y no hubierais estado en casa, se habría marchado y habría vuelto cuando estuviera tu padre.

Ella guardó silencio.

—¿Sí?

Kathryn no estaba segura en absoluto. Pero no podía permitir que la chica siguiera llevando sobre sus hombros el peso terrible de su culpa.

—Sí.

Aquel precario consuelo consiguió tranquilizarla.

—Qué absurdo. —Parecía avergonzada—. Es todo tan absurdo… Quería venir a ayudarla a atraparlo. Y lo único que he hecho ha sido comportarme como un bebé.

—Bueno, lo estamos haciendo bastante bien —contestó Dance con una certeza que era el reflejo de ciertas interesantes ideas que acababa de tener.

—¿Sí?

—Sí. De hecho, se me acaban de ocurrir más preguntas. Espero que estés lista para contestarlas. —Justo en ese momento, su estómago emitió un gruñido peculiar y muy oportuno. Se rieron las dos, y la agente añadió—: Siempre y cuando podamos tomar un par de Frapuccinos y una a dos galletas en un futuro cercano.

Theresa se enjugó los ojos.

—Sí, a mí también me vendrían bien.

Kathryn llamó a Rey Carraneo y le encargó la misión de ir a comprar un tentempié al Starbucks. Luego llamó a TJ para decirle que se quedara en la oficina: creía que iba a haber un cambio de planes.

De A a B, y de B a X…