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Se habían adentrado en la arboleda para que nadie pudiera verlos desde el motel.

—Saben lo de Jennie —dijo Rebecca.

—Lo sé. Lo vi en la tele. —Hizo una mueca—. Se dejó algo en la habitación. Dieron con su pista.

—¿Y?

Se encogió de hombros.

—No va a ser un problema. —Se miró la sangre de las uñas. Besó otra vez a Rebecca, no podía evitar recordar que era la más ardiente de las chicas de la Familia. Dentro de él comenzó a hincharse la burbuja. Susurró—: No sé qué habría pasado si no hubieras llamado, preciosa.

Había dejado un mensaje en el contestador de casa de Rebecca, dándole el nombre del Sea View Motel. La llamada que había recibido en el motel, supuestamente del servicio de limpieza, era en realidad de ella para avisarle, en un murmullo frenético, que la policía iba de camino hacia allí: Dance había preguntado si las otras y ella estarían dispuestas a echar una mano, en caso de que Pell tomara rehenes. No quería que Jennie se enterara aún de lo de Rebecca; por eso se había sacado de la manga lo del servicio de limpieza.

—Ha sido una suerte —dijo ella, apartando la capa de neblina que cubría su cara.

Pell pensó que estaba bastante guapa. Jennie no se portaba mal en la cama, pero era menos estimulante. Rebecca, en cambio, podía mantenerte en marcha toda la noche. Jennie necesitaba el sexo como refuerzo. Rebecca lo necesitaba, sencillamente. Sintió que algo se retorcía dentro de sí, que la burbuja se expandía.

—¿Qué tal están aguantando mis chicas la presión?

—No paran de discutir y me están volviendo loca, joder. Es como si no hubiera pasado ni un solo día. Igual que hace ocho años. Sólo que ahora Linda no suelta la Biblia y Sam ya no es Sam. Se cambió el nombre. Y, además, tiene tetas.

—¿Y de verdad están ayudando a la policía?

—Ya lo creo. He hecho todo lo que he podido por despistarles. Pero no se me podía notar mucho.

—¿Y no sospechan nada de ti?

—No.

Pell volvió a besarla.

—Eres la mejor, nena. Si estoy libre, es sólo por ti.

Jennie Marston había sido solamente un peón; era Rebecca quien había planeado toda la fuga. Después de que rechazaran su recurso de apelación, Pell había empezado a pensar en fugarse. En Capitola se las arregló para que lo dejaran hablar por teléfono sin supervisión y habló con Rebecca. Ella llevaba algún tiempo pensando en cómo sacarlo de allí. Pero la oportunidad no se había presentado hasta hacía poco, cuando Rebecca le dijo que se le había ocurrido una idea.

Tras leer algo sobre el asesinato sin resolver de Robert Herron, había decidido convertir a Pell en el principal sospechoso del caso para que fuera trasladado a una cárcel con escasas medidas de seguridad en el momento de la imputación y el juicio. Había encontrado un martillo viejo, que tenía de los tiempos de la Familia en Seaside, y lo había metido a escondidas en el garaje de su tía en Bakersfield.

Pell había buscado entre las cartas de sus admiradores un candidato que estuviera dispuesto a ayudarles. Se había decantado por Jennie Marston, una chica del sur de California que sufría el síndrome del culto al malo. Parecía maravillosamente desesperada y vulnerable. Como él tenía acceso limitado a los ordenadores, Rebecca había abierto una dirección de correo electrónico imposible de rastrear y se había hecho pasar por Pell para ganarse el corazón de Jennie y poner en marcha su plan. Si la habían elegido era, entre otros motivos, porque vivía sólo a una hora de Rebecca, que de ese modo podía vigilarla y averiguar pormenores de su vida con los que fingir que Pell y ella compartían una especie de vínculo espiritual.

Te pareces tanto a mí, cariño, es como si fuéramos dos caras de la misma moneda…

Su amor por los colibríes y los cardenales, por el color verde, por la comida mexicana, tan reconfortante… En este mundo mezquino, no hace falta gran cosa para hacer de alguien como Jennie Marston tu alma gemela.

Por último, haciéndose pasar por Pell, Rebecca la había convencido de que era inocente del asesinato de los Croyton y de que lo ayudara a fugarse. La idea de las bombas de gasolina se le había ocurrido a Rebecca, después de vigilar los juzgados de Salinas y enterarse de los horarios de entregas de la empresa de mensajería. Procedió entonces a mandar las instrucciones a Jennie: robar el martillo, fabricar la cartera falsa y colocar ambas cosas en Salinas. Después le explicó cómo fabricar la bomba incendiaria y dónde comprar la bolsa y el traje ignífugos. Se mantuvo en contacto con Jennie vía correo electrónico y, cuando todo parecía estar en orden, colgó el mensaje en el foro de Homicidio avisando de que estaba todo listo.

—Cuando he llamado, era Sam, ¿no? —preguntó Pell ahora.

Era él quien, media hora antes, había llamado simulando ser el guardia. Había quedado con Rebecca en que pediría a quien contestara, si no era ella, que comprobara que las ventanas estaban bien cerradas. Ello querría decir que llegaría pronto y que ella tenía que salir e ir a esperarlo al refugio.

—No se dio cuenta. La pobre sigue siendo un ratoncillo. No se entera de nada.

—Quiero salir de aquí cuanto antes, preciosa. ¿Cuánto queda?

—No falta mucho ya.

—Tengo su dirección —dijo Pell—. La de Kathryn.

—Ah, una cosa que conviene que sepas. Sus hijos no están en casa. No me ha dicho dónde están, pero he encontrado un Stuart Dance en la guía. Seguramente su padre, o su hermano. Imagino que están allí. Y hay un policía escoltándolos. No tiene marido.

—Es viuda, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. ¿Qué edad tienen los críos?

—No lo sé. ¿Importa?

—No.

Rebecca se echó hacia atrás y le miró con detenimiento.

—Para ser un extranjero indocumentado estás guapísimo. En serio.

La rodeó con los brazos. La cercanía de su cuerpo, bañado en un aire que olía a pinos y a densa vegetación marítima, avivó su ya potente excitación. Deslizó la mano hasta sus riñones. Aumentó la presión. La besó con ansia, introduciéndole la lengua en la boca.

—Daniel… Ahora no. Tengo que volver.

Pero Pell apenas la oía. La condujo hacia el interior del bosque, puso las manos sobre sus hombros y empujó hacia abajo. Ella levantó un dedo. Luego dejó su cuaderno sobre el suelo húmedo, la tapa de cartón hacia abajo. Se arrodilló sobre él.

—Les extrañaría que tuviera las rodillas mojadas.

Comenzó a bajarle la cremallera de los pantalones.

Así era Rebecca, se dijo Pell. Siempre pensando.

*****

Michael O’Neil llamó por fin.

Dance se alegró de oír su voz, a pesar de que habló en un tono puramente profesional y ella comprendió que no quería hablar de su discusión. Notaba que seguía enfadado. Lo cual era raro en él. Le molestaba, pero dadas las novedades que él le contó, no había tiempo para detenerse a pensar en sus rencillas.

—Me han llamado de la Patrulla de Caminos —dijo O’Neil—. Unos excursionistas han encontrado un bolso y algunos efectos personales en una playa, a medio camino de Big Sur. Son de Jennie Marston. El cuerpo no ha aparecido aún, pero había un montón de sangre en la arena. Y sangre, pelos y restos de piel en una piedra que ha encontrado el equipo de inspección forense. La piedra tiene las huellas de Pell. Hay dos lanchas de la Guardia Costera buscando. El bolso no contenía nada útil. La documentación y unas tarjetas de crédito. Si era ahí donde guardaba lo que quedara de los nueve mil doscientos dólares, Pell se lo ha quedado.

La ha matado…

La agente cerró los ojos. Pell había sabido al ver la fotografía de la chica en televisión que la habían identificado. Que Jennie Marston se había convertido en un estorbo para él.

Un segundo sospechoso multiplica exponencialmente las posibilidades de localización y arresto…

—Lo siento —dijo O’Neil. Sabía lo que estaba pensando Kathryn: que nunca habría imaginado que publicar la fotografía de la mujer fuera a dar como resultado su asesinato.

Creía que sería un modo más de ayudar a encontrar a ese canalla.

—Fue lo más acertado. Teníamos que hacerlo —dijo el detective.

«Teníamos», observó Dance. No «teníais», como habría dicho Overby.

—¿Cuándo ha sido?

—El equipo forense calcula que hará una hora. Estamos mirando por la uno y las carreteras que la cruzan, pero no hay testigos.

—Gracias, Michael.

No dijo nada más. Esperó a que él agregara algo, que hiciera algún comentario sobre su discusión anterior, alguna cosa sobre Kellogg. No importaba lo que fuera, sólo unas palabras que le dieran la oportunidad de sacar el tema a relucir. Pero O’Neil se limitó a decir:

—Estoy preparando la ceremonia en recuerdo de Juan. Te avisaré cuando sepa los detalles.

—Gracias.

—Adiós.

Clic.

Dance llamó a Kellogg y a Overby para darles la noticia. Su jefe dudaba de si era buena o mala. Otra persona había muerto estando él al mando, pero al menos era del otro bando. En general, suponía, la prensa y la opinión pública recibiría la noticia como un tanto a favor de los buenos.

—¿No crees, Kathryn?

Pero la agente no tuvo ocasión de formular una respuesta. Justo en ese momento la llamaron de recepción por el intercomunicador para anunciarle que había llegado Theresa Croyton, la Muñeca Dormida.

*****

La chica no era como esperaba Kathryn Dance.

Vestida con un chándal amplio, Theresa Croyton era alta y delgada y tenía una larga melena castaña que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Su cabello tenía una pátina rojiza. Llevaba cuatro bolitas metálicas en la oreja izquierda, cinco en la otra, y la mayoría de los dedos ceñidos con anillos de plata. Su cara, desprovista de maquillaje, era fina, bonita y pálida.

Morton Nagle la hizo pasar al despacho junto a su tía, una mujer recia, de cabello corto y gris. Mary Bolling se mostraba seria y cautelosa: saltaba a la vista que aquel era el último lugar del mundo donde deseaba estar. Se estrecharon las manos, cambiaron un saludo. La chica parecía espontánea y simpática, aunque un poco nerviosa; su tía, en cambio, estaba rígida.

Nagle querría quedarse, claro: hablar con la Muñeca Dormida era ya su objetivo antes de que Pell se fugara de la cárcel. Pero al parecer habían llegado a algún tipo de acuerdo, y el escritor se mantendría en segundo plano, de momento. Así que dijo que estaría en casa, por si lo necesitaban.

Dance le dio las gracias de todo corazón.

—Adiós, señor Nagle —dijo Theresa.

Él inclinó la cabeza para despedirse de ambas: de la adolescente y de la mujer que había disparado contra él, y que de buena gana, de haber tenido la ocasión, habría vuelto a hacerlo. Soltó una de sus risas, se tiró de los pantalones holgados y se marchó.

—Gracias por venir. ¿Te llaman «Theresa»?

—«Tare», casi siempre.

La agente se dirigió a su tía:

—¿Le importa que hable con su sobrina a solas?

—Por mí no hay problema —contestó la chica.

Su tía titubeó.

—No hay problema —repitió Theresa con más firmeza. Un conato de exasperación. Los jóvenes, como los músicos con sus instrumentos, pueden extraer de sus voces una infinita variedad de sonidos.

Kathryn había reservado una habitación en un motel cercano a la sede del CBI, sirviéndose de uno de los nombres ficticios que usaba a veces para los testigos.

TJ acompañó a la tía al despacho de Albert Stemple, que la acompañaría al motel y esperaría con ella.

Cuando estuvieron solas, Dance rodeó la mesa y cerró la puerta del despacho. Ignoraba si la chica tenía recuerdos escondidos que pudieran serles útiles, datos que pudieran conducirles hasta Pell. Pero iba a intentar averiguarlo. Sería difícil, en cualquier caso. A pesar del fuerte carácter de la joven y del arrojo que había demostrado al presentarse allí, haría lo que cualquier chica de diecisiete años: levantar barreras subconscientes para defenderse de recuerdos angustiosos.

Kathryn no obtendría nada de ella hasta que bajara esas barreras.

La agente no practicaba la hipnosis clásica en sus interrogatorios y entrevistas. Sabía, no obstante, que cuando un sujeto estaba relajado y no prestaba atención a estímulos externos podía recordar acontecimientos que de otro modo no aflorarían. Condujo a Theresa al cómodo sofá y apagó la fuerte luz del techo, dejando encendido únicamente el flexo amarillo de su mesa.

—¿Estás cómoda?

—Sí, claro. —Seguía con las manos entrelazadas con fuerza y los hombros erguidos y sonreía a Dance con los labios tensos. Estrés, observó la agente—. Ese hombre, el señor Nagle, me ha dicho que quería preguntarme por lo que ocurrió la noche en que fueron asesinados mis padres y mis dos hermanos.

—Así es. Sé que en ese momento estabas dormida, pero…

—¿Qué?

—Sé que estabas dormida cuando se cometieron los asesinatos.

—¿Quién le ha dicho eso?

—Bueno, las noticias de prensa, la policía…

—No, no. Estaba despierta.

Kathryn pestañeó, sorprendida.

—¿Estabas despierta?

La chica puso aún mayor cara de sorpresa.

—Pues sí. Creía que por eso quería verme.