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Hacía media hora que se había marchado Kathryn Dance cuando uno de los ayudantes del sheriff llamó a la cabaña para asegurarse de que estaban bien.

—Va todo perfectamente —contestó Sam. De no ser por las tensiones que enrarecían el ambiente en la suite.

El ayudante del sheriff le pidió que se asegurara de que habían cerrado puertas y ventanas. Sam lo comprobó y confirmó que todo estaba bien seguro.

Estaban encerradas a cal y canto. Sintió un arrebato de rabia al pensar que Daniel Pell las tenía atrapadas otra vez, encerradas en aquella cabaña semejante a una cajita.

—Me voy a volver loca —proclamó Rebecca—. Necesito salir.

Linda levantó la mirada.

—No creo que debas.

Sam notó que la página por la que estaba abierta su gastada Biblia tenía muchas notas manuscritas. Se preguntó qué pasajes en particular le resultaban tan consoladores. Y lamentó no poder recurrir a algo tan sencillo para encontrar paz de espíritu.

Rebecca se encogió de hombros.

—Sólo voy a dar un paseo. —Señaló hacia el Parque Natural de Point Lobos.

—En serio, creo que no deberías hacerlo. —La voz de Linda sonaba crispada.

—Tendré cuidado. Me pondré mis botas de agua y miraré a los dos lados. —Su broma cayó en saco roto.

—Es una idiotez, pero haz lo que quieras.

—Mira —dijo Rebecca—, siento lo de anoche. Bebí demasiado.

—Muy bien —contestó Linda distraídamente, y siguió leyendo su Biblia.

—Vas a mojarte —dijo Sam.

—Me meteré en alguno de los refugios. Quiero dibujar un poco. —Recogió su cuaderno y sus lápices, se puso la chaqueta de cuero y salió subiéndose la capucha.

Sam vio que miraba hacia atrás y que su cara dejaba entrever que se arrepentía de las violentas palabras que les había dirigido la noche anterior.

—Cierra con llave.

Sam se acercó a la puerta, puso la cadena y dio dos vueltas a la llave. Vio a Rebecca alejarse por el sendero. Deseaba que no hubiera salido.

Pero no porque estuviera preocupada por su seguridad, sino por un motivo muy distinto.

Ahora estaba a solas con Linda.

Ya no había excusas.

¿Sí o no? Retomó el debate íntimo que había iniciado unos días antes, después de que Kathryn Dance la invitara a ir a Monterrey para ayudarles.

Vuelve, Rebecca, pensó.

No, no vuelvas.

—Creo que no debería haber salido —masculló Linda.

—¿No deberíamos avisar a los guardias?

—¿Para qué? Ya es mayorcita. —Hizo una mueca—. Ella misma lo dice.

Sam contestó:

—Esas cosas que le pasaron con su padre… Es terrible. No tenía ni idea.

Linda siguió leyendo. Luego levantó la vista.

—Quieren matarlo, ¿sabes?

—¿Qué?

—A Daniel. No van a darle una oportunidad.

Sam no respondió. Seguía confiando en que Rebecca volviera, y en lo contrario.

—Puede salvarse —prosiguió Linda con voz acerada—. Aún tiene remedio. Pero quieren cargárselo a tiros en cuanto lo vean. Librarse de él.

Por supuesto que sí, pensó Sam.

En cuanto a la cuestión de su posible redención, a su juicio era irredimible.

—Esa Rebecca… No ha cambiado nada —refunfuñó Linda.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó Sam.

—Si te digo el capítulo y el versículo, ¿lo sabrás? —respondió Linda.

—No.

—Entonces… —continuó leyendo; después apartó de nuevo la mirada del libro sagrado—. Se equivoca. Rebecca se equivoca en lo que dijo. No era ese… nido de autoengaño.

Sam se quedó callada.

Está bien, se dijo. Adelante. Es el momento.

—Sé que se equivoca en una cosa.

—¿En qué?

Sam exhaló largamente.

—En que no fui un ratón todo el tiempo.

—Ah, eso. No te lo tomes en serio. Yo nunca he dicho que lo fueras.

—Le planté cara una vez. Le dije que no. —Soltó una risa—. Debería hacer imprimir una camiseta: «Le dije que no a Daniel Pell».

Linda apretó los labios. Su intento de bromear cayó a plomo entre ellas.

Sam se acercó al televisor y lo apagó. Se sentó en el sillón, echándose hacia delante.

La voz de Linda sonó cargada de recelo cuando dijo:

—Quieres llegar a alguna parte. Lo noto. Pero no me apetece que vuelvan a vapulearme.

—Es a mí a quien voy a vapulear, no a ti.

—¿Qué?

Respiró hondo un par de veces.

—Esa vez, cuando planté cara a Daniel…

—Sam…

—¿Sabes por qué he venido?

Una mueca.

—Para ayudar a atrapar al malvado fugitivo. Para salvar vidas. Porque te sentías culpable. Porque te apetecía hacer una excursión al campo. No tengo ni idea, Sam. ¿Por qué has venido?

—He venido porque Kathryn me dijo que ibas a estar aquí, y quería verte.

—Has tenido ocho años. ¿Por qué querías verme ahora?

—He pensado más de una vez en buscarte. Una vez estuve a punto. Pero no pude. Necesitaba una excusa, una motivación.

—¿Necesitabas que Daniel escapara de la cárcel para motivarte? ¿De qué va todo esto? —Linda dejó la Biblia sobre la mesa, abierta.

Samantha seguía mirando las notas escritas a lápiz en los márgenes. Eran tupidas como un enjambre de abejas.

—¿Te acuerdas de aquella vez que estuviste en el hospital?

—Claro. —Con voz suave. Miraba fijamente a Sam. Desconfiada.

La primavera anterior al asesinato de los Croyton, Pell le había dicho a Sam que decía en serio lo de retirarse al monte. Pero primero quería aumentar la Familia.

—Quiero un hijo —había anunciado con la crudeza de un rey medieval empeñado en tener un heredero. Un mes después Linda estaba embarazada.

Y un mes después de eso abortó. Como no tenían seguro, tuvieron que acudir a un ambulatorio del barrio, frecuentado por inmigrantes ilegales y jornaleros. La infección subsiguiente derivó en una histerectomía. Linda estaba destrozada; siempre había querido tener hijos. Le había dicho muchas veces a Sam que estaba hecha para ser madre y que, consciente de lo mal que la habían criado sus padres, sabría cómo cumplir ese papel a la perfección.

—¿A qué viene eso ahora?

Sam cogió una taza llena de té tibio.

—A que no eras tú quien tenía que quedarse embarazada. Se suponía que tenía que ser yo.

—¿Tú?

Sam asintió.

—Acudió a mí primero.

—¿Sí?

Sam notó en los ojos el picor de las lágrimas.

—Pero no tuve valor. No podía tener un hijo suyo. Si lo tenía, me controlaría el resto de mi vida. —No tenía sentido callarse nada, se dijo. Miró la mesa y añadió—: Así que mentí. Le dije que no estabas segura de querer seguir en la Familia. Que desde que estaba Rebecca estabas pensando en marcharte.

—¿Qué?

—Lo sé. —Se enjugó la cara—. Lo siento. Le dije que si te dejaba embarazada te demostraría lo mucho que deseaba que te quedaras.

Linda parpadeó. Miró a su alrededor, recogió el libro sagrado y comenzó a frotar su portada.

Sam prosiguió:

—Y ahora no puedes tener hijos. Yo te los quité. Tuve que elegir entre tú y yo, y opté por mí.

Linda se quedó mirando una mala fotografía colocada en un marco bonito.

—¿Por qué me lo cuentas ahora?

—Por mala conciencia, supongo. Por vergüenza.

—Entonces esta confesión también es por ti, ¿no?

—No, es por nosotras. Por todas nosotras…

—¿Por nosotras?

—De acuerdo, Rebecca es una zorra. —Aquella palabra sonaba extraña viniendo de ella. No recordaba la última vez que la había pronunciado—. No piensa las cosas antes de decirlas. Pero tenía razón, Linda. Ninguna de las tres lleva una vida normal. Rebecca debería tener una galería, haberse casado con un pintor atractivo y estar por ahí recorriendo el mundo. Y en vez de eso va saltando de hombre en hombre, siempre mayores que ella. Ahora sabemos por qué. Y tú deberías tener una vida de verdad, estar casada, haber adoptado niños, un montón de ellos, y mimarlos como una loca. No pasarte la vida en comedores de caridad y ocupándote de niños a los que cuidas dos meses y no vuelves a ver más. Y quizás hasta podrías llamar de vez en cuando a tus padres… No, Linda, la vida que llevas no es rica. Y eres infeliz. Tú sabes que lo eres. Te estás escondiendo detrás de eso. —Señaló la Biblia con la cabeza—. ¿Y yo? —Se rio—. Yo me escondo aún más que tú.

Se levantó y fue a sentarse junto a Linda, que se inclinó para apartarse.

—La fuga, que Daniel volviera a aparecer de esta manera… Es una oportunidad para que arreglemos las cosas. Fíjate, aquí nos tienes. Las tres en una habitación, juntas otra vez. Podemos ayudarnos mutuamente.

—¿Y qué hay del presente?

Sam se enjugó la cara.

—¿Del presente?

—¿Tienes hijos? No nos has dicho nada de tu misteriosa vida.

Ella asintió.

—Tengo un hijo.

—¿Cómo se llama?

—¿Mi…?

—¿Cómo se llama?

Sam titubeó.

—Peter.

—¿Es buen chico?

—Linda…

—Te he preguntado si es un buen chico.

—Linda, tú crees que aquello, lo de la Familia, no fue tan malo. Y tienes razón. Pero no por Daniel. Por nosotras. Nosotras llenamos todas esas lagunas de nuestras vidas de las que hablaba Rebecca. ¡Nos ayudábamos las unas a las otras! Y luego todo se estropeó y volvimos a estar donde habíamos empezado. Pero podemos volver a ayudarnos. Como verdaderas hermanas. —Se inclinó hacia ella y agarró la Biblia—. Tú crees en esto, ¿verdad? Crees que las cosas suceden por un motivo. Pues yo creo que estábamos destinadas a volver a encontrarnos. Para darnos la oportunidad de arreglar nuestras vidas.

—A mi vida no le pasa absolutamente nada —contestó Linda con firmeza, apartando la Biblia de los dedos temblorosos de Sam—. Ocúpate de la tuya todo lo que quieras.

*****

Daniel Pell aparcó el Camry en un descampado desierto de la carretera uno, cerca del parque natural de la playa del río Carmel, junto a un cartel que avisaba de los peligros de la marejada en aquella zona. Estaba solo en el coche.

Sintió un soplo del perfume de Jennie.

Se guardó la pistola en un bolsillo del impermeable y salió del coche.

Ese perfume otra vez.

Al ver que tenía sangre de Jennie Marston en el borde de las uñas, se escupió en los dedos y se los limpió, pero no consiguió quitar del todo la mancha encarnada.

Recorrió con la mirada los prados, las arboledas de cipreses, pinos y robles y las escarpadas formaciones de granito y Carmelo, una roca sedimentaria autóctona. En el océano gris nadaban y jugaban leones marinos, focas y nutrias. Media docena de pelícanos sobrevolaban en formación perfecta su turbulenta superficie, y dos gaviotas se disputaban implacables un jirón de comida que las olas habían arrojado a la playa.

Pell avanzó cabizbajo hacia el sur, por entre la densa arboleda. Había un sendero allí cerca, pero no se atrevió a tomarlo, a pesar de que el parque parecía desierto. No podía arriesgarse a que lo vieran dirigirse a su destino: el hotel Point Lobos Inn.

Había cesado la lluvia, pero el cielo seguía muy nublado y parecía probable que volviera a llover. El aire frío estaba cargado de olor a pinos y eucaliptos. Tardó diez minutos en llegar a la docena de cabañas del hotel. Agachado, dio un rodeo hasta la parte de atrás y siguió adelante, deteniéndose de vez en cuando para orientarse y localizar a la policía. Se quedó inmóvil, con el arma en la mano, cuando vio que un ayudante del sheriff se acercaba, echaba un vistazo a la zona y regresaba luego a la parte delantera de la cabaña.

Tranquilo, se dijo. No es momento para descuidos. Tómate tu tiempo.

Caminó cinco minutos por el bosque fragante y neblinoso. A unos cien metros de distancia, oculto desde las cabañas y a ojos del ayudante del representante de la ley, había un pequeño claro y, en él, un refugio. Había alguien sentado a una mesa de picnic, bajo él.

A Pell le dio un extraño vuelco el corazón.

La mujer estaba contemplando el océano. Sostenía un cuaderno y estaba dibujando. Fuera lo que fuese lo que pintaba, Pell sabía que sería bueno. Rebecca Sheffield tenía talento. Recordaba cómo se conocieron un día fresco y despejado, junto a la playa. Ella levantó la vista, achicando los ojos, desde la sillita en la que estaba sentada delante de su caballete, cerca de donde la Familia había montado un puesto en el mercadillo.

—Oye, ¿te apetece que te haga un retrato?

—Sí, me gustaría. ¿Cuánto cuesta?

—Seguro que puedes permitírtelo. Siéntate.

Pell miró a su alrededor una vez más y al no ver a nadie se dirigió a la mujer, que, completamente concentrada en el paisaje y el movimiento de su lápiz, no parecía haber notado su presencia.

Acortó rápidamente la distancia, hasta que estuvo justo tras ella. Entonces se detuvo.

—Hola —susurró.

Ella sofocó un grito de sorpresa, dejó caer el cuaderno y se levantó, girándose bruscamente.

—Dios mío. —Un momento de silencio.

Después, al acercarse a él, su rostro se distendió en una sonrisa. El viento los sacudía con fuerza y estuvo a punto de llevarse sus palabras.

—Joder, cuánto te he echado de menos.

—Ven aquí, preciosa —dijo Pell, y la atrajo hacia sí.