Pasos que se acercaban.
Daniel Pell empuñó la pistola al instante.
En aquel hotel barato que olía a insecticida y ambientador, miró por la ventana y al ver que era Jennie volvió a guardarse la pistola en la cinturilla. Apagó el televisor y abrió la puerta. Ella entró cargada con una pesada bolsa de la compra. Pell se la quitó de las manos y la dejó sobre la mesilla de noche, junto al despertador, que marcaba las doce en punto.
—¿Qué tal ha ido, preciosa? ¿Has visto algún policía?
—Ni uno. —Se quitó la gorra y se frotó el cuero cabelludo.
Pell la besó en la cabeza. Sintió el olor de su sudor y el aroma acre del tinte. Otra mirada por la ventana. Pasado un momento, tomó una decisión.
—Vamos a salir un rato, preciosa.
—¿Si? Creía que no te parecía buena idea.
—Bueno, conozco este sitio. No pasará nada.
Ella lo besó.
—Como si tuviéramos una cita.
—Como si tuviéramos una cita.
Se pusieron las gorras y se acercaron a la puerta. Jennie, que ya no sonreía, se detuvo y le miró.
—¿Estás bien, cielo?
Cielo.
—Claro que sí, preciosa. Es sólo el susto que nos hemos llevado en el motel. Pero ahora va todo bien. No podría ir mejor.
Circularon por una ruta intrincada de calles hasta llegar a una playa en la carretera de Big Sur, pasado Carmel. Las pasarelas de madera colgaban entre las rocas y las dunas estaban cercadas por una fina malla de alambre para proteger el frágil ecosistema. Nutrias y focas se cernían entre el turbulento oleaje y, en el reflujo, las charcas que dejaba la marea lucían universos enteros en sus prismas de agua salada.
Era una de las franjas de playa más hermosas de la Costa Central.
Y una de las más peligrosas. Todos los años morían allí tres o cuatro personas: se aventuraban entre las rocas escarpadas para hacer fotos, y una ola los barría de golpe y los arrojaba al agua a siete grados de temperatura. Por lo general, las víctimas morían gritando, aplastadas contra las rocas o ahogadas, enredadas en el dédalo de los lechos de algas.
Normalmente, el lugar estaba lleno de gente, pero ese día había mucha niebla, viento y lluvia, y la zona estaba desierta. Daniel Pell y su novia caminaron desde el coche hasta la orilla. A quince metros de allí estalló una ola gris.
—Es precioso. Pero hace frío. Rodéame con tu brazo.
Pell hizo lo que le pedía. La sintió temblar.
—Esto es increíble. Las playas que hay cerca de mi casa… Son todas llanas. Sólo arena y olas, nada más. A no ser que bajes a La Jolla. Y ni siquiera se parece a esto. Esto es muy espiritual. ¡Eh! ¡Míralas! —Parecía una colegiala. Estaba mirando las nutrias. Una muy grande sostenía en equilibrio una piedra sobre su pecho y golpeaba algo contra ella.
—¿Qué hace?
—Está rompiendo una concha. Un abulón o una almeja.
—¿Cómo han aprendido a hacer eso?
—Tenían hambre, imagino.
—El sitio al que vamos, tu montaña… ¿Es tan bonito como esto?
—Yo creo que más. Y hay mucha menos gente. No nos interesan los turistas, ¿verdad?
—No. —Se llevó la mano a la nariz. ¿Presentía que algo iba mal? Masculló algo, pero sus palabras se perdieron en el viento, que no cejaba.
—¿Qué has dicho?
—Eh, he dicho «Cantos de ángeles».
—No paras de decir eso, preciosa. ¿Qué significa?
Jennie sonrió.
—Es como una oración, o como un mantra. Lo digo una y otra vez para sentirme mejor.
—¿Y «cantos de ángeles» es tu mantra?
Ella rio.
—De pequeña, cuando detenían a mi madre…
—¿Por qué?
—Bueno, no me daría tiempo a contártelo todo.
Pell miró otra vez a su alrededor. La zona estaba desierta.
—Conque sí, ¿eh?
—Cualquier cosa que se te ocurra, seguro que mi madre lo hacía. Robos, amenazas, acoso… Y también agresiones. Atacó a mi padre. Y a varios novios que querían dejarla. De esos hubo muchos. Cuando había una pelea y venía la policía a nuestra casa, o adonde estuviéramos, muchas veces tenían prisa y ponían la sirena. Cada vez que oía las sirenas, yo pensaba: «Menos mal, van a llevársela una temporada». Era como si los ángeles vinieran a salvarme. Llegué a pensar así en las sirenas. Como en cantos de ángeles.
—Cantos de ángeles. Me gusta. —Pell asintió con un gesto. De pronto dio la vuelta a Jennie y la besó en la boca. Se inclinó hacia atrás y la miró a la cara.
La misma cara que había visto en la pantalla del televisor del hotel media hora antes, mientras ella estaba fuera comprando.
Hay novedades en el caso de la fuga de Daniel Pell. Su cómplice ha sido identificada como Jennie Ann Marston, de veinticinco años, con domicilio en Anaheim, California. Mide aproximadamente un metro sesenta y cinco y pesa unos cincuenta kilos. Pueden ver la fotografía de su permiso de conducir en la esquina superior izquierda de sus pantallas; las de abajo a la derecha muestran el aspecto que podría tener en estos momentos, tras cortarse y teñirse el cabello. Si la ven, no intenten detenerla. Llamen al servicio de emergencias o al teléfono de colaboración ciudadana que aparece en el extremo inferior de sus pantallas.
Estaba muy seria en la fotografía, como si temiera que su nariz torcida destacara más en la imagen que sus ojos, sus orejas o sus labios.
Al parecer, Jennie había dejado algo en la habitación del motel, a fin de cuentas.
Pell la hizo volverse para mirar el mar embravecido. Se quedó tras ella.
—Cantos de ángeles —susurró Jennie.
Él la abrazó con fuerza un momento; luego la besó en la mejilla.
—Mira eso —dijo, señalando hacia la playa.
—¿Qué?
—Esa roca de ahí, en la arena.
Se agachó y desenterró una piedra lisa de unos cuatro kilos de peso. Era de un gris luminiscente.
—¿A qué te recuerda, preciosa?
—Pues, si la sujetas así, es como un gato, ¿no crees? Un gato durmiendo acurrucado. Como mi Jasmine.
—¿Tenías una gata? —Pell sopesó la piedra.
—Sí, de pequeña. Mi madre la quería mucho. A Jasmine nunca le hacía daño. A mí sí, y a un montón de gente. Pero a Jasmine nunca. ¿A que es raro?
—Es justamente lo que estaba pensando, preciosa. Que es igual que un gato.
*****
Dance llamó primero a O’Neil para darle la noticia.
No cogió el teléfono, así que dejó un mensaje sobre Theresa. Era impropio de él no contestar, pero Kathryn sabía que no pretendía evitarla. Incluso su estallido (bueno, su estallido no, en realidad), incluso sus críticas de ese día surgían de su deseo como policía de llevar el caso de la manera más eficaz.
La agente se preguntaba, como hacía de vez en cuando, cómo sería vivir con aquel policía, marinero y coleccionista de libros. Solía concluir que bueno y malo, ambas cosas en grandes cantidades, y desechó aquella idea al mismo tiempo que colgaba el teléfono.
Encontró a Kellogg en la sala de reuniones.
—Tenemos a Theresa Croyton —dijo—. Nagle acaba de llamar desde Napa. Atención: Theresa ha pagado la fianza.
—¿Qué te parece? Conque en Napa, ¿eh? Allí fue donde se mudaron. ¿Vas a ir a hablar con ella?
—No, viene ella aquí. Con su tía.
—¿Aquí? ¿Con Pell todavía suelto?
—Quiere venir. Ha insistido, de hecho. Es la condición que ha puesto.
—Tiene agallas.
—Yo diría que sí.
Dance llamó al fornido Albert Stemple para pedirle que se hiciera cargo de escoltar a Theresa cuando llegaran.
Al levantar la vista encontró a Kellogg observando las fotografías que había sobre su mesa: las de sus hijos. Tenía la cara paralizada. Kathryn se preguntó de nuevo si le preocupaba, o le conmovía en cierto modo que fuera madre. Era un interrogante abierto entre ellos, se dijo, y se preguntó si había también otros. O, mejor dicho, cuáles serían.
El gran viaje del corazón, siempre tan complicado.
—Theresa tardará un buen rato en llegar —dijo—. Me gustaría volver al hotel para ver a nuestras invitadas.
—Eso te lo dejo a ti. Creo que una figura masculina sólo sirve de distracción.
Dance estaba de acuerdo. El sexo de cada uno de los participantes en un interrogatorio determina cómo aborda este el interrogador, y ella a menudo ajustaba su comportamiento según la escala andrógina, dependiendo del sujeto. Dado que Daniel Pell había tenido un influjo tan poderoso en la vida de aquellas mujeres, la presencia de un hombre podía alterar la dinámica del interrogatorio en un sentido u otro. Kellogg se había quedado en segundo plano en su visita anterior y había dejado que fuera ella quien dirigiera las preguntas, pero sería preferible que no estuviera allí. La agente se lo dijo y le agradeció su comprensión.
Hizo amago de levantarse, pero él la sorprendió diciendo:
—Espera, por favor.
Volvió a sentarse. Él se rio suavemente y la miró a los ojos.
—No he sido del todo sincero contigo, Kathryn. Y no tendría importancia, si no fuera por lo de anoche.
¿Qué era?, se preguntó ella.
¿Una ex que no es exactamente una ex? ¿O una novia muy presente?
—Es sobre los hijos.
Dance dejó de pensar que se trataba de ella y se inclinó hacia delante para prestarle toda su atención.
—Lo cierto es que mi mujer y yo tuvimos una hija.
El tiempo verbal hizo que a Kathryn se le encogiera el estómago.
—Murió en un accidente de coche a los dieciséis años.
—Ay, Win…
Él señaló la fotografía de ella y su marido.
—Hay cierto paralelismo. Un accidente de coche… El caso es que me porté como un mierda. No fui capaz de manejar la situación. Intenté apoyar a Jill, pero no pude, no como debería haberlo hecho. Ya sabes lo que es ser policía. El trabajo puede llenar tu vida hasta donde tú quieras. Y yo dejé que la llenara demasiado. Nos divorciamos y fueron unos años muy malos. Para los dos. Después hemos hecho las paces y ahora somos amigos, más o menos. Ella ha vuelto a casarse.
»Pero tengo que decirte que, respecto a los niños, me cuesta mucho comportarme con naturalidad con ellos. He desterrado eso de mi vida. Tú eres la primera mujer con hijos a la que me acerco. Lo único que digo es que, si parezco un poco envarado, no es por ti, ni por Wes o Maggie, que son maravillosos. Es algo que estoy intentando superar yendo a terapia. Así que, ya ves. —Levantó las manos, un gesto emblema que suele significar: «Ya he dicho lo que quería decir. Quiéreme u ódiame, pero ahí está…».
—Lo siento muchísimo, Win. —Tomó su mano y la apretó. Él devolvió el apretón—. Me alegro de que me lo hayas dicho. Sé que ha sido difícil. Y algo había notado, aunque no estaba segura de qué.
—Ojo de águila.
Ella se rio.
—Una vez oí a Wes decirle a un amigo que es un asco que tu madre sea poli.
—Sobre todo si es un detector de mentiras andante. —Kellogg también sonrió.
—Yo también tengo conflictos, por lo de Bill.
Y por Wes, añadió para sus adentros, pero no dijo nada.
—Nos tomaremos las cosas con calma.
—Me parece buena idea —contestó ella.
Kellogg acercó la mano a su brazo y lo apretó: un gesto sencillo, apropiado e íntimo.
—Ahora tengo que volver a la reunión con las chicas.
Le acompañó a su despacho temporal y luego se fue en su coche al Point Lobos Inn.
En cuanto entró se dio cuenta de que el ambiente había cambiado. Los gestos eran completamente distintos a los de la víspera. Las mujeres parecían nerviosas e impacientes. Vio posturas y expresiones faciales que denotaban tensión, alerta y franca hostilidad. Las entrevistas y los interrogatorios eran procesos largos, y no era extraño que a un día fructífero siguiera otro que acababa siendo una completa pérdida de tiempo. Dance se desanimó y calculó que tardaría horas, días incluso, en reconducirlas a un estado mental que les permitiera ofrecerle de nuevo información útil.
Aun así, lo intentó. Les habló de lo que habían averiguado sobre Jennie Marston y preguntó si alguna la conocía. La respuesta fue negativa. Kathryn intentó entonces retomar la conversación del día anterior, pero sólo obtuvo comentarios y recuerdos superficiales.
Linda parecía estar hablando por todas cuando dijo:
—No sé qué más puedo añadir. Me gustaría irme a casa.
Dance creía que su ayuda ya se había demostrado valiosísima: habían salvado la vida a Reynolds y a su familia, les habían ofrecido numerosos datos sobre el modo de proceder de Pell y, lo que era más importante, sobre su objetivo de retirarse a la «cima de una montaña» en alguna parte. Aun así, ella quería que se quedaran hasta que hubiera entrevistado a Theresa Croyton, con la esperanza de que algo de lo que dijera la chica pudiera catapultar sus recuerdos. No quería decirles que Theresa estaba a punto de llegar (el riesgo de que se corriera la voz era demasiado grande), pero a petición suya accedieron a esperar unas horas.
Cuando se marchaba, Rebecca la acompañó fuera. Se detuvieron bajo un toldo; estaba cayendo una suave llovizna. La agente levantó una ceja. Estaba tensa; se preguntaba si aquella mujer iba a soltarle otro sermón sobre la incompetencia de la policía.
Pero el mensaje era otro.
—Puede que sea evidente, pero he pensado que debía decirle una cosa. Sam no calcula lo peligroso que es Pell y Linda cree que es un incomprendido, un producto de su infancia digno de lástima.
—Continúe.
—Lo que le dijimos ayer sobre él, todo ese rollo psicológico. Bueno, es cierto. Pero he hecho mucha terapia y sé que es muy fácil centrarse en la jerga y en la teoría y olvidarse de la persona que hay tras ellas. Ha conseguido impedir que Pell haga lo que desea un par de veces, y ha estado a punto de atraparlo. ¿Sabe él cómo se llama?
Dance asintió con un gesto.
—Pero ¿cree que perdería el tiempo viniendo por mí?
—¿Es inmune a él? —preguntó Rebecca ladeando una ceja.
Y eso bastó para contestar a la pregunta. Sí, era inmune a su control. Y, por lo tanto, un peligro.
Hay que eliminar las amenazas…
—Tengo la impresión de que está preocupado. Es usted un verdadero peligro para él y quiere detenerla. Y hace daño a la gente a través de sus seres queridos.
—Pautas —comentó Kathryn.
Rebecca inclinó la cabeza en un gesto afirmativo.
—Imagino que tiene familia en esta zona.
—Mis hijos y mis padres.
—¿Los niños están con su marido?
—Soy viuda.
—Ah, perdone.
—Pero ahora mismo no están en casa. Y hay un ayudante del sheriff escoltándolos.
—Bien, pero cúbrase las espaldas.
—Gracias. —Dance lanzó una mirada a la cabaña—. ¿Pasó algo anoche? ¿Entre ustedes?
Rebecca se echó a reír.
—Creo que el pasado se nos ha ido un poco de las manos. Estuvimos aireando trapos sucios. Debimos hacerlo hace años. Pero no estoy segura de que todas pensemos lo mismo.
Rebecca volvió dentro y cerró la puerta con llave. Kathryn miró por una rendija de la cortina. Vio a Linda leyendo la Biblia, a Samantha mirando su móvil, pensando sin duda en alguna mentira que contarle a su marido acerca de su presunto viaje laboral. Rebecca se sentó y comenzó a cubrir su cuaderno de dibujo con trazos amplios y furiosos.
El legado de Daniel Pell y su Familia.