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Kathryn estaba en su despacho a solas con O’Neil.

Había sabido por el Departamento del Sheriff del condado de Orange que el padre de Jennie Marston había muerto y que su madre tenía un historial de delitos menores, abuso de drogas y desequilibrios emocionales. No se tenía noticia de su paradero; tenía algunos familiares en la Costa Este, pero hacía años que ninguno de ellos sabía nada de la joven.

Supo que Jennie había asistido durante un año a una escuela para adultos, donde había estudiado hostelería, y que luego lo dejó, al parecer para casarse. Había trabajado un año en una peluquería y luego en el sector hostelero. Empleada por diversas empresas de catering y pastelerías del condado de Orange, era una trabajadora callada, que siempre llegaba a su hora, hacía bien su trabajo y luego se iba. Llevaba una vida solitaria, y los ayudantes del sheriff no habían dado con ningún allegado o amigo íntimo. Su exmarido hacía años que no hablaba con ella, pero, según decía, se merecía todo lo que le pasara.

Como era de esperar, los archivos policiales pusieron al descubierto un historial de relaciones de pareja conflictivas. El personal hospitalario había avisado a la policía al menos en media docena de ocasiones por posibles malos tratos infligidos por su exmarido y otras cuatro parejas de Jennie, como mínimo. Los servicios sociales habían abierto varios expedientes, pero Jennie nunca había presentado una denuncia, ni había pedido, claro está, una orden de alejamiento.

El tipo de mujer idóneo para caer presa de alguien como Daniel Pell.

Dance se lo comentó a O’Neil. El detective hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Estaba mirando por la ventana del despacho los dos pinos que se habían ido entrelazando con el paso de los años hasta crear un nudo semejante a una articulación a la altura de la vista. Kathryn contemplaba a menudo aquella rareza cuando los datos de un caso se resistían a ensamblarse y formar alguna idea útil.

—Bueno, ¿qué estás pensando? —preguntó.

—¿Quieres saberlo?

—Te he preguntado, ¿no? —contestó en tono de buen humor.

O’Neil no le correspondió.

—Tenías razón —dijo, irritado—. Y él estaba equivocado.

—¿Kellogg? ¿En el motel?

—Deberíamos haber seguido tu plan inicial. Montar un perímetro de vigilancia en cuanto nos enteramos de lo del motel y no perder media hora organizando el asalto. Por eso se enteró. Alguien le dio una pista.

El instinto de un gato…

Dance odiaba tener que defenderse, sobre todo ante alguien tan cercano.

—En su momento pareció lo más lógico. Estaban pasando muchas cosas y todo muy deprisa.

—No, no era lo más lógico. Y tú lo sabías. Por eso dudaste. Ni siquiera al final estabas segura.

—¿Quién está seguro en situaciones así?

—Muy bien, tenías la corazonada de que te estabas equivocando y tus corazonadas suelen dar en el clavo.

—Fue simple mala suerte. Si hubiéramos intervenido antes, seguramente lo habríamos cogido. —Lamentaba decir aquello, temía que O’Neil se tomara sus palabras como una crítica a la Oficina del Sheriff de Monterrey.

—Y habría muerto gente. Tenemos mucha suerte de que no haya habido heridos. El plan de Kellogg tenía todos los visos de acabar en un tiroteo. Es una suerte que Pell no estuviera. Podría haber sido una matanza. —Cruzó los brazos: un gesto defensivo, lo cual resultaba irónico teniendo en cuenta que aún llevaba puesto el chaleco antibalas—. Estás cediendo el mando de la operación. De tu operación.

—¿A Winston?

—Sí, exactamente. Es un asesor. Y parece que quien lleva el caso es él.

—El especialista es él, Michael, no yo. Ni tú.

—¿Sí? Lo siento, habla de mentalidades sectarias, habla de perfiles psicológicos, pero no veo que se esté acercando a Pell. Eres tú quien lo ha hecho.

—Fíjate en sus credenciales, en su historial. Es un experto.

—De acuerdo, tiene conocimientos. Y son útiles. Pero hace una hora no bastó con un experto para atrapar a Pell. —Bajó la voz—. Mira, en el hotel, Overby respaldó a Winston. Evidentemente. Fue él quien quiso meterle en esto. Tú tenías la presión del FBI y la de tu jefe. Pero no es la primera vez que tú y yo soportamos esa presión. Podríamos haberles obligado a ceder.

—¿Qué quieres decir exactamente? ¿Que estoy delegando en él por alguna razón?

O’Neil desvió la mirada. Un gesto de rechazo. Las personas sienten estrés no únicamente cuando mienten; a veces también lo sienten cuando dicen la verdad.

—Lo que digo es que le estás dando demasiado control sobre la operación. Y, francamente, sobre ti misma.

—¿Porque me recuerda a mi marido? —preguntó con voz dura como pedernal—. ¿Es eso lo que estás diciendo?

—No lo sé. Dímelo tú. ¿Te recuerda a Bill?

—Esto es absurdo.

—Tú lo has sacado a relucir.

—Bueno, todo lo que no sea de índole profesional no es asunto tuyo.

—Muy bien —contestó O’Neil—. Me ceñiré a asuntos estrictamente profesionales. Winston metió la pata. Y tú le diste la razón a sabiendas de que se equivocaba.

—¿A sabiendas? —replicó ella—. Las probabilidades eran de un cincuenta y cinco a un cuarenta y cinco por ciento a favor del asalto al motel. Al principio tenía una opinión. Y la cambié. Cualquier buen policía puede dejarse influir.

—Por la razón. Por el análisis lógico.

—¿Qué me dices de tu criterio? ¿Hasta qué punto eres objetivo?

—¿Yo? ¿Por qué no voy a serlo?

—Por Juan.

Una tenue reacción de asentimiento en los ojos de O’Neil. Dance había dado en el clavo y supuso que el detective se sentía en cierta medida responsable de la muerte del joven agente; que pensaba, quizá, que no había entrenado a Millar lo suficiente.

Sus protegidos…

Kathryn se arrepintió de lo que había dicho.

O’Neil y ella se habían peleado otras veces; es imposible ser amigos y trabajar juntos sin que haya roces. Pero nunca tan acerados. ¿Y por qué se extralimitaba él y se metía en su vida privada? Era la primera vez.

Sus respuestas kinésicas podían interpretarse casi como celos.

Guardaron silencio. El detective levantó las manos y se encogió de hombros. Un gesto emblema, que podía traducirse como: «Yo ya he dicho lo que tenía que decir». La tensión que reinaba en el despacho era tan prieta como el nudo de los pinos entrelazados: un entramado de fibras finísimas, duro como el acero.

Retomaron la conversación hablando de los pasos que debían dar a continuación: pedir más datos sobre Jennie Marston al condado de Orange, hacer entrevistas en busca de testigos y seguir el hilo de las pruebas halladas en el motel. Mandaron a Carraneo al aeropuerto, a la estación de autobuses y a las oficinas de alquiler de coches, provisto con la fotografía de la mujer. Barajaron algunas otras ideas, pero la temperatura en el despacho había bajado notablemente, de verano a otoño, y cuando entró Winston Kellogg, O’Neil se retiró explicando que tenía que ir a ver cómo iban las cosas en su oficina y a informar al sheriff. Dijo un adiós de pasada, sin dirigirse a ninguno de los dos.

*****

Morton Nagle lanzó una mirada al guardia que esperaba fuera del calabozo del Centro de Detención del condado de Napa. Aún le dolía el corte que se había hecho en la mano al saltar la valla de alambre de los Bolling.

El guardia, un hispano grandullón, le miró con frialdad.

Por lo visto, Nagle había cometido el mayor delito que podía cometerse en Vallejo Springs: no el allanamiento de morada y la agresión (¿de dónde diablos se habían sacado eso?), que eran simples tecnicismos, sino el delito mucho más grave de haber molestado a la hija predilecta de la ciudad.

—Tengo derecho a hacer una llamada telefónica.

No hubo respuesta.

Quería tranquilizar a su esposa, decirle que estaba bien. Pero sobre todo quería que avisara a Kathryn Dance de dónde estaba Theresa. Había cambiado de idea y renunciado a su libro, al igual que a su ética periodística. Maldita sea, iba a hacer todo lo que estuviera en su poder para asegurarse de que atraparan a Daniel Pell y lo mandaran de nuevo a Capitola.

No esclareciendo el mal, sino atacándolo en persona. Como un tiburón.

Pero al parecer iban a mantenerlo incomunicado todo el tiempo que pudieran.

—Me gustaría de verdad hacer una llamada.

El guardia le miró como si le hubieran sorprendido vendiendo crack a críos al salir de la parroquia tras la escuela dominical y no dijo nada.

Nagle se levantó y comenzó a pasearse de un lado a otro. El guardia le miró como diciendo: «Siéntate». Nagle se sentó.

Diez larguísimos minutos después oyó abrirse una puerta y pasos que se acercaban.

—Nagle.

Miró a otro guardia. Más corpulento que el primero.

—Levántate. —El guardia pulsó un botón y la puerta se abrió—. Enséñame las manos.

Sonaba ridículo, como si le ofreciera un caramelo a un niño. Nagle levantó las manos y vio cerrarse las esposas alrededor de sus muñecas.

—Por aquí.

El guardia le agarró del brazo. Sus fuertes dedos oprimieron su bíceps. Nagle notó un olor a ajo y a humo de tabaco. Estuvo a punto de apartarse, pero no le pareció buena idea. Caminaron así, entre el tintineo de las cadenas, por espacio de quince metros, a lo largo de un corredor mal iluminado. Siguieron hasta la sala de entrevistas A.

El guardia abrió la puerta y le indicó que entrara.

Nagle se detuvo.

Sentada a la mesa, Theresa Croyton, la Muñeca Dormida, levantó la vista y fijó en él sus ojos oscuros. El guardia le dio un empujón y Nagle se sentó frente a ella.

—Hola otra vez —dijo.

La chica miró sus brazos, su cara y sus manos como si buscara indicios de maltrato. O como si confiara en encontrarlos, quizá.

Nagle sabía que sólo tenía diecisiete años, pero en ella no parecía haber nada de joven, salvo la blanca delicadeza de su piel. No había muerto en la matanza de Daniel Pell. Pero su infancia sí.

El guardia retrocedió, sin alejarse mucho. Nagle sentía cómo su corpachón absorbía los sonidos.

—Puede dejarnos solos —dijo Theresa.

—Tengo que estar aquí, señorita. Son las normas. —Tenía una sonrisa cambiante. Educada con ella, hostil con Nagle.

Theresa titubeó; luego se concentró en el escritor.

—Dígame lo que iba a decirme en el jardín. Lo de Daniel Pell.

—Se ha quedado en la zona de Monterrey por algún motivo. La policía no entiende por qué.

—¿Y ha intentado matar al fiscal que le mandó a la cárcel?

—James Reynolds, sí, así es.

—¿Reynolds está bien?

—Sí. Le salvó la policía de la que te hablé.

—¿Quién es usted exactamente? —preguntó ella. Preguntas directas, carentes de emoción.

—¿Tu tía no te ha dicho nada?

—No.

—Hace ya un mes que estoy en conversaciones con ella sobre un libro que quiero escribir. Acerca de ti.

—¿De mí? ¿Y por qué quiere escribirlo? Yo no soy interesante.

—Bueno, yo creo que sí. Quiero contar la historia de alguien que ha sufrido una tragedia. Cómo sufre. Cómo era antes y cómo es después. Cómo cambia su vida. Y cómo podrían haber sido las cosas si no se hubiera producido el crimen.

—No, mi tía no me ha dicho nada de eso.

—¿Sabe que estás aquí?

—Sí, se lo he dicho. Me ha traído ella. No quiere que me saque el carné de conducir. —Miró al guardia y luego a Nagle—. Ellos, la policía de aquí, tampoco querían que hablara con usted. Pero no han podido hacer nada para impedirlo.

—¿Por qué has venido a verme, Theresa? —preguntó.

—Esa policía de la que me habló…

Nagle estaba perplejo.

—¿Quieres decir que te parece bien que venga a verte?

—No —contestó la chica con rotundidad, sacudiendo la cabeza.

Nagle no podía reprochárselo.

—Entiendo. Pero…

—Quiero ir a verla yo.

El escritor no estaba seguro de haber oído bien.

—¿Que quieres qué?

—Quiero ir a Monterrey. Conocerla en persona.

—Bueno, no hace falta que hagas eso.

Ella asintió con firmeza.

—Pues sí, hace falta.

—¿Por qué?

—Porque sí.

Nagle pensó que era una respuesta tan buena como cualquiera.

—Voy a decirle a mi tía que me lleve a verla ahora mismo.

—¿Y querrá?

—Si no, iré en autobús. O haciendo autostop. Usted puede venir con nosotras.

—Bueno, hay un problema —repuso Nagle.

La chica arrugó el entrecejo.

Él se echó a reír.

—Estoy en la cárcel.

Ella miró al guardia con sorpresa.

—¿No se lo han dicho?

El guardia meneó la cabeza.

—He pagado su fianza —añadió Theresa.

—¿Tú?

—Mi padre tenía dinero a montones. —Soltó una risa débil, pero sincera y de corazón—. Soy rica.