—¿Y cómo ha sabido que estabais allí? —preguntó Overby, en el despacho de Dance.
Estaba nervioso. No sólo había maniobrado para que el CBI se encargara de la busca y captura de Pell, sino que había apoyado la operación táctica que había acabado en fracaso. Estaba, además, paranoico. Kathryn lo notaba por su lenguaje corporal y por sus expresiones verbales: empleaba la segunda persona del plural; mientras que O’Neil o ella habrían empleado la primera.
Repartiendo las culpas…
—Tuvo que notar algo raro en el hotel, quizá que el personal se comportaba de manera distinta —contestó Kellogg—. Como en el restaurante de Moss Landing. Tiene el instinto de un gato.
Eso mismo había pensado Dance poco antes.
—Pensaba que tu gente lo había oído dentro, Michael.
—En la tele pasaban una película pomo —intervino la agente.
—Disponía de cine pomo con pago por visión. Eso fue lo que oyeron nuestros equipos de vigilancia.
El análisis de la operación era desalentador, por no decir humillante. Resultaba que el gerente había visto salir a Pell y a la chica sin saberlo: simulando ser los dos huéspedes de la habitación contigua, se habían marchado como si fueran a pescar salmones y calamares a la bahía de Monterrey. Los pescadores, que se hallaban en realidad atados y amordazados en su habitación, se mostraban remisos a hablar, pero Dance había logrado sonsacarles que Pell se había quedado con sus señas y había amenazado con asesinar a sus familias si pedían ayuda.
Las pautas, las dichosas pautas.
Winston Kellogg estaba disgustado, pero no parecía dispuesto a pedir disculpas. Su plan podría haber funcionado si no hubiera intervenido el destino, y a Kathryn le parecía bien que no se lamentara, ni mostrara acritud por el resultado; estaba centrado en los pasos que habría que dar a continuación.
La ayudante de Overby se reunió con ellos. Informó a su jefe de que tenía una llamada de Sacramento y de que Amy Grabe, la jefa de la delegación del FBI en San Francisco, estaba esperando en la línea dos. No parecía muy contenta.
Overby rezongó, enfadado. Luego dio media vuelta y siguió a su ayudante a su despacho.
Carraneo llamó para informar de que las entrevistas que estaba haciendo junto con varios agentes más no habían dado fruto de momento. Una señora de la limpieza creía haber visto un coche oscuro dirigiéndose hacia la parte de atrás del aparcamiento antes del asalto policial. Pero no disponían del número de matrícula. Nadie había visto nada más.
Un sedán de color oscuro. La misma descripción inútil que habían obtenido en casa de James Reynolds.
Llegó un ayudante del sheriff de Monterrey con un paquete de gran tamaño que entregó a O’Neil.
—Los resultados de la inspección forense, señor.
El detective sacó las fotografías y el listado de las pruebas materiales. Las huellas digitales revelaban que los dos ocupantes de la habitación eran, en efecto, Pell y su cómplice. Prendas de vestir, envoltorios de comida, periódicos, artículos de higiene personal, algunos cosméticos. También alfileres, algo que parecía ser un látigo hecho con una percha de ropa, salpicado de sangre, unas medias que estaban atadas a los postes de la cama, varias docenas de preservativos usados y sin usar y un tubo grande de lubricante.
—Típico del líder de una secta —comentó Kellogg—. Jim Jones, el de Guyana, mantenía relaciones sexuales tres o cuatro veces al día.
—¿Y eso por qué? —preguntó Dance.
—Porque pueden. Pueden hacer prácticamente lo que quieran.
Sonó el teléfono de O’Neil y cogió la llamada. Escuchó unos segundos.
—Bien. Escaneadlo y enviádselo a la agente Dance. ¿Tenéis su correo electrónico? Gracias.
Miró a Kathryn.
—El equipo de inspección ha encontrado un correo en el bolsillo de unos vaqueros de la chica.
Unos minutos después Dance abrió el mensaje en su ordenador e imprimió el pdf adjunto.
De: CentralAdmin2235aprisióncapitola.com
Para: JMSUNGIRL@Euroserve.co.uk
Re:
Jennie, preciosa mía:
He conseguido que me dejen entrar en la oficina para escribirte esto. Tenía que hacerlo. Quiero decirte una cosa. Me he despertado pensando en ti: en nuestros planes de ir a la playa, y al desierto, y ver Los fuegos artificiales en tu jardín todas Las noches. Estaba pensando que eres lista, preciosa y romántica. ¿Qué más se puede pedir? Nos hemos andado mucho por las ramas para no decirlo, pero ahora me apetece. Te quiero. No tengo ninguna duda, no te pareces a nadie que haya conocido. Así que ya lo sabes. Ahora tengo que dejarte. Espero que estas líneas no te molesten, ni te «asusten». Hasta pronto,
Daniel
De modo que, efectivamente, Pell había enviado correos electrónicos desde Capitola, aunque —descubrió Kathryn— con anterioridad al domingo. Posiblemente por eso no los había encontrado el técnico.
Dance se fijó también en que la chica se llamaba Jennie. Y en que su apellido o su segundo nombre empezaba por eme.
JMSUNGIRL.
—Nuestro departamento técnico se ha puesto en contacto con el servidor —agregó O’Neil—. Los servidores extranjeros no son muy dados a cooperar, pero habrá que cruzar los dedos. La agente seguía mirando el correo.
—Fijaos en lo que dice: la playa, el desierto y fuegos artificiales todas las noches. Todo ello cerca de su casa. Eso debería darnos algunas pistas.
—El coche fue robado en Los Ángeles —comentó Kellogg—. Playa y desierto: la chica es de algún punto del sur de California. Pero ¿fuegos artificiales todas las noches?
—Anaheim —repuso Kathryn.
O’Neil, el otro padre presente en la habitación, asintió con un gesto.
—Disneyland —señaló.
Dance le miró a los ojos.
—La idea que tuviste —dijo—. Los bancos y los nueve mil doscientos dólares. Puede que en todo el condado de Los Ángeles fuera demasiado. Pero ¿Anaheim? Es mucho más pequeño. Y ahora tenemos su nombre de pila. Y posiblemente una inicial. ¿Puede ocuparse tu gente, Win?
—Claro, el número de bancos es mucho más manejable —contestó de buena gana. Levantó el teléfono y trasladó la petición a su sucursal en Los Ángeles.
Kathryn telefoneó a las mujeres alojadas en el Point Lobos Inn. Les contó lo sucedido en el motel.
—¿Ha vuelto a escaparse? —preguntó Samantha.
—Me temo que sí. —Le dio detalles sobre el correo, incluido el alias de la chica, pero no recordaban a nadie con ese nombre o esas iniciales.
—También hemos encontrado pruebas de prácticas sadomasoquistas. —Describió los accesorios sexuales—. ¿Podría ser idea de Pell, o más bien de la mujer? Si fuera idea de ella, podría ayudarnos a estrechar el campo de búsqueda. Una profesional, o una dominatriz, tal vez.
Samantha se quedó callada un momento. Luego contestó:
—Eh… es posible que haya sido idea de Daniel. Él era un poco así. —Parecía avergonzada.
Dance le dio las gracias.
—Sé que está deseando marcharse. Le prometo que no la retendré mucho más tiempo.
Unos minutos después, Winston Kellogg recibió una llamada. Sus ojos brillaron, llenos de sorpresa. Levantó la mirada.
—La han identificado. La semana pasada, una mujer llamada Jennie Marston retiró nueve mil doscientos dólares, prácticamente todo lo que tenía en su cuenta de ahorros, en la oficina de Pacific Trust de Anaheim. En metálico. Vamos a pedir una orden judicial y nuestros agentes y los de la Oficina del Sheriff del condado de Orange van a registrar su casa. Llamarán para informarnos de lo que encuentren.
A veces sí había un respiro.
O’Neil cogió el teléfono y cinco minutos después Dance tenía en su ordenador un archivo jpg con la fotografía del permiso de conducir de una joven. Kathryn pidió a TJ que fuera a su despacho.
—¿Qué hay?
Ella señaló el monitor con una inclinación de cabeza.
—Procésala con el EFIS. Ponla morena, pelirroja, con el pelo largo, con el pelo corto. Llévala al Sea View. Quiero asegurarme de que es ella. Si lo es, quiero que envíes una copia a todas las cadenas de televisión y todos los periódicos de la zona.
—Eso está hecho, jefa. —Sin tomar asiento, TJ se puso a escribir en el teclado de Dance; luego salió a toda prisa, como si intentara llegar a su despacho antes que la fotografía.
Charles Overby se acercó a la puerta.
—Esa llamada de Sacramento es…
—Espera, Charles. —Kathryn le puso al corriente de lo que acababa de ocurrir y su humor cambió inmediatamente.
—Vaya, una pista. Bien. Por fin. De todos modos, ha surgido otro asunto. Sacramento ha recibido una llamada de la Oficina del Sheriff del condado de Napa.
—¿De Napa?
—Han detenido a un tal Morton Nagle.
Dance asintió lentamente con la cabeza. No le había contado a Overby que había recabado la ayuda del escritor para encontrar a la Muñeca Dormida.
—He hablado con el sheriff. Y no está muy contento.
—¿Qué ha hecho Nagle? —preguntó Kellogg, y miró a Kathryn levantando una ceja.
—La hija de los Croyton vive por allí con sus tíos. Por lo visto quería convencerla para que accediera a que tú la entrevistaras.
—Así es.
—Ah. No sabía nada… —Overby dejó un momento en suspenso la frase—. Su tía se negó y esta mañana Nagle se coló en su casa para intentar convencer a la chica en persona.
Adiós al periodismo objetivo e impersonal.
—La tía le pegó un tiro.
—¿Qué?
—Falló, pero el sheriff cree que si no hubieran aparecido sus ayudantes se lo habría cargado al segundo intento. Y a nadie parecía disgustarle mucho esa posibilidad. Creen que tenemos algo que ver en eso. Es un follón de cuidado.
—Yo me encargo —le dijo Dance.
—No tenemos nada que ver, ¿verdad? Le he dicho que no.
—Yo me encargo.
Overby se quedó pensando; luego le dio el número del sheriff y regresó a su despacho. Kathryn llamó al representante de la ley y se identificó. Le explicó la situación.
—Bueno, agente Dance —refunfuñó el sheriff—, me hago cargo del problema, de lo de Pell y todo eso. Aquí también han llegado las noticias, se lo aseguro. Pero no podemos soltar a Nagle sin más. Los tíos de Theresa han presentado una denuncia. Y debo decir que por aquí todos estamos especialmente pendientes de esa chica porque sabemos por lo que ha pasado. El juez ha fijado una fianza de cien mil dólares y a ninguna agencia de fiadores le interesa hacerse cargo de ella.
—¿Puedo hablar con el fiscal?
—Está en un juicio, no saldrá en todo el día.
Morton Nagle tendría que pasar una temporadita en la cárcel. Kathryn lo sentía por él y agradecía que hubiera cambiado de opinión. Pero no podía hacer nada.
—Me gustaría hablar con la tía de la chica, o con el tío.
—No veo de qué iba a servir.
—Es importante.
Un silencio.
—Bueno, verá, agente Dance, no creo que les apetezca. De hecho, puedo garantizárselo.
—¿Me haría el favor de darme su número? —A menudo las preguntas directas son las más eficaces.
Pero también lo son las respuestas directas.
—No. Adiós, agente Dance.