La zona de preparación del asalto se hallaba en un cruce pasada la curva del motel Sea View.
Dance seguía sin estar segura de que una intervención táctica fuera lo más acertado, pero una vez tomada la decisión entraban en vigor ciertas normas. Y una de ellas era que ella debía permanecer en segundo plano. Aquella no era su especialidad y había poco que pudiera hacer, al margen de hacer de espectadora.
Albert Stemple y TJ serían los encargados de representar al CBI en los equipos de asalto, compuestos principalmente por ayudantes de la Oficina del Sheriff del condado de Monterrey pertenecientes a las fuerzas de intervención rápida y por varios agentes de la Patrulla de Caminos: ocho hombres y dos mujeres que se habían reunido junto a una camioneta corriente que contenía armas y munición suficientes para sofocar un motín de proporciones modestas.
Pell seguía dentro de la habitación que había alquilado la mujer, las luces estaban apagadas, pero un agente de vigilancia había colocado un micrófono en la pared, por la parte de atrás, y afirmaba que se oían ruidos procedentes del interior. No estaba seguro, pero parecía que estaban manteniendo relaciones sexuales.
Una buena noticia, pensó Kathryn. Un sospechoso desnudo es un sospechoso vulnerable.
Habló por teléfono con el gerente del motel y le preguntó por las habitaciones contiguas a la de Pell. La de la izquierda estaba vacía; los huéspedes acababan de salir con aparejos de pesca, lo que significaba que tardarían en volver. Por desgracia, sin embargo, la familia que ocupaba la del otro lado parecía seguir en la habitación.
Dance pensó primero en llamarles para decirles que se tumbaran en el suelo, al fondo de la habitación. Pero no lo harían, por supuesto. Huirían, abrirían la puerta de golpe y los padres harían salir a los niños a toda prisa. Y Pell se daría cuenta de lo que estaba pasando. Tenía la intuición de un gato.
Al imaginarse a aquella familia, a los huéspedes de las otras habitaciones y al personal de limpieza Kathryn se dijo de pronto:
No pienses en eso. Haz lo que te dicta tu instinto. Eres tú quien manda.
A Overby no le gustaría (eso sería una batalla), pero con él podía arreglárselas. Y O’Neil y la Oficina del Sheriff la respaldarían.
Pero en ese momento no podía fiarse de su instinto. Ella no conocía a personas como Pell; Winston Kellogg, en cambio, sí.
Este llegó casualmente en ese instante, se acercó a los agentes del equipo táctico, se presentó y les estrechó la mano. Había vuelto a cambiarse de ropa, pero su nueva indumentaria tenía muy poco de club de campo. Llevaba vaqueros negros, camisa negra y un grueso chaleco antibalas que dejaba al descubierto el vendaje de su cuello.
Dance se acordó de lo que había dicho TJ.
Es muy estirado, pero no se le caen los anillos.
Con aquel atuendo y su mirada alerta le recordaba aún más a su difunto marido. Bill pasaba gran parte de su tiempo haciendo investigaciones de rutina, pero de vez en cuando se vestía para una operación táctica. Kathryn lo había visto una o dos veces así vestido, sosteniendo con aplomo una ametralladora.
Vio a Kellogg introducir el cargador en una pistola automática plateada de buen tamaño.
—Eso sí que es un arma de destrucción masiva —comentó TJ—. Schweizerische Industrie Gesellschaft.
—¿Qué? —preguntó con impaciencia.
—S-I-G, de SIG-Sauer. Es la nueva P-doscientos veinte. Del cuarenta y cinco.
—¿Es del calibre cuarenta y cinco?
—Sí —contestó TJ—. Por lo visto el FBI ha hecho suyo el lema «asegurémonos de que no vuelven a levantarse jamás de los jamases». Una filosofía a la que no me opongo necesariamente.
Dance y todos los demás agentes del CBI llevaban sólo Glocks de nueve milímetros. Les preocupaba que un calibre mayor aumentara los daños colaterales.
Winston Kellogg se puso una cazadora que proclamaba su pertenencia al FBI y se reunió con ella y O’Neil, que ese día llevaba puesto su uniforme caqui de ayudante jefe del sheriff y un chaleco antibalas.
Kathryn les informó acerca de las habitaciones contiguas a la de Pell. Kellogg dijo que haría que alguien entrara en la habitación de al lado en el mismo instante en que echaran abajo la puerta de Pell para asegurarse de que la familia se tumbaba en el suelo y se ponía a cubierto.
No era gran cosa, pero era algo.
Rey Carraneo llamó por radio. Ocupaba un puesto de vigilancia en un extremo del aparcamiento, oculto detrás de un contenedor. La explanada estaba desierta de momento, aunque había algunos coches, y los encargados de la limpieza seguían ocupándose de sus quehaceres, como había ordenado Kellogg. Otros agentes los pondrían a cubierto en el último momento, cuando los equipos tácticos intervinieran.
Cinco minutos después, los agentes habían acabado de pertrecharse y de comprobar sus armas. Se habían agrupado en un pequeño patio, cerca del despacho principal. Miraron a O’Neil y Dance, pero fue Kellogg quien habló primero.
—Quiero una entrada arrolladora, un equipo por la puerta y el segundo de refuerzo justo detrás. —Levantó un esquema de la habitación que había dibujado el gerente—. El primer equipo cubre la cama. El segundo, los armarios y el cuarto de baño. Necesito un par de granadas de aturdimiento.
Se refería a las granadas de mano que, por su estruendo y su fogonazo de luz, se usaban para desorientar a los sospechosos sin causarles lesiones graves. Los agentes de la Oficina del Sheriff le pasaron varias. Kellogg se las guardó en el bolsillo. Dijo:
—Yo entro con el primer equipo. En cabeza.
Dance deseó que no lo hiciera; en el equipo de intervención rápida de la Oficina del Sheriff había agentes mucho más jóvenes, la mayoría exmilitares con experiencia en combate.
El agente del FBI añadió:
—Esa mujer estará con él, y puede que parezca una rehén, pero es tan peligrosa como él. Recordad que es quien prendió fuego a los juzgados y la responsable de que Juan Millar esté muerto.
Todos ellos asintieron.
—Ahora vamos a rodear el lateral del edificio y a movernos deprisa por la parte frontal. Los que tengan que pasar por delante de su ventana, al suelo, boca abajo. Que nadie se agache. Pegaos a la pared todo lo que podáis. Dad por sentado que estará mirando. Quiero que agentes con chalecos antibalas se encarguen de llevar al personal de limpieza detrás de los coches. Luego entramos. Y no deis por sentado que sólo hay dos personas ahí dentro.
Sus palabras hicieron recordar a Dance su conversación con Rebecca Sheffield.
Estructurar la solución…
—¿Te parece bien? —le preguntó Kellogg.
Pero no era eso lo que le estaba preguntando, en realidad.
Su pregunta era más concreta: «¿Estoy al mando?».
Kellogg era lo bastante generoso como para darle una última oportunidad de anular la operación. Kathryn dudó sólo un momento; luego dijo:
—Está bien. Adelante. —Hizo amago de decir algo a O’Neil, pero no se le ocurrió un modo de trasladar sus pensamientos. En cualquier caso, no estaba segura de qué era lo que pensaba. El detective no la miró. Se limitó a sacar su Glock y a alejarse junto con TJ y Stemple, acompañando a uno de los equipos de refuerzo.
—A sus puestos —ordenó Kellogg dirigiéndose a los agentes tácticos.
Dance se reunió con Carraneo junto al contenedor y se puso sus auriculares y su micrófono de seguimiento.
Unos minutos después su radio emitió un chisporroteo. Era Winston Kellogg.
—Cuento cinco y empezamos.
Los jefes de los distintos equipos contestaron afirmativamente.
—Adelante. Uno…, dos…
La agente se enjugó la palma de la mano en los pantalones y agarró con fuerza la empuñadura de su arma.
—Tres…, cuatro…, cinco, ¡vamos!
Los hombres y mujeres doblaron deprisa la esquina. Dance dividía su atención entre Kellogg y O’Neil.
Por favor, pensó. No más muertes…
¿Lo habían organizado bien?
¿Habían interpretado bien las pautas?
Kellogg llegó primero a la puerta e hizo un gesto con la cabeza al agente de la Oficina del Sheriff que portaba el ariete. El hombretón lanzó el pesado tubo contra la bonita puerta, que se abrió con violencia. Kellogg arrojó dentro una granada. Dos agentes irrumpieron en la habitación contigua a la de Pell mientras otros llevaban a las encargadas de la limpieza detrás de los coches aparcados. Cuando la primera granada detonó con una impresionante explosión, los equipos de Kellogg y O’Neil entraron sin perder un instante.
Después, silencio.
Ni disparos, ni gritos.
Por fin Kathryn oyó la voz de Kellogg entre un chisporroteo eléctrico, pero sólo entendió el final:
—… a él.
—Repite —le dijo Dance con urgencia—. Repite, Win. ¿Lo tenéis?
Otro chasquido.
—Negativo. Se ha ido.
*****
Su Daniel era brillante, su Daniel lo sabía todo.
Mientras se alejaban del hotel en coche, circulando deprisa pero sin sobrepasar el límite de velocidad, Jennie Marston miró atrás.
No se veían aún coches patrulla, ni luces, ni sirenas.
Cantos de ángeles, canturreó para sus adentros. Cantos de ángeles, protegednos.
Su Daniel era un genio.
Veinte minutos antes, cuando estaban empezando a hacer el amor, se había quedado quieto de pronto y se había incorporado en la cama.
—¿Qué pasa, cielo? —había preguntado ella alarmada.
—El servicio de limpieza. ¿Alguna vez han llamado para preguntar si podían hacer la habitación?
—Creo que no.
—¿Y por qué han llamado hoy? Y es temprano. No llamarían hasta más tarde. Alguien quería saber si estábamos aquí. ¡La policía! Vístete. ¡Vamos!
—¿Quieres…?
—¡Vístete!
Ella había saltado de la cama.
—Coge lo que puedas. Trae tu ordenador y no dejes nada personal.
Daniel encendió el televisor y sintonizó un canal donde pasaban una película porno. Se había asomado fuera y luego se había acercado a la puerta de la habitación de al lado, había levantado la pistola y propinado una patada a la puerta, sorprendiendo a los dos chicos que había dentro.
Al principio, Jennie pensó que iba a matarlos, pero él se limitó a decirles que se levantaran y se dieran la vuelta, les ató las manos con sedal y les metió un trapo en la boca. Sacó sus carteras y les echó un vistazo.
—Tengo vuestros nombres y vuestra dirección. Quedaos aquí y estaos quietos. Si decís algo a alguien, mato a vuestras familias. ¿Entendido?
Asintieron y Daniel cerró la puerta y la atrancó con una silla.
Vació el contenido de la nevera y de las cajas de aparejos de los pescadores y metió dentro sus bolsas. Se pusieron sus impermeables amarillos y unas gorras de béisbol y salieron cargados con las cañas y los aparejos.
—No mires alrededor. Camina derecha a nuestro coche. Pero despacio.
Cruzaron el aparcamiento. Pasaron unos minutos cargando el coche, intentando aparentar naturalidad. Luego montaron y se alejaron. Jennie luchaba por calmarse. Estaba tan nerviosa que tenía ganas de llorar.
Pero también tenía que reconocer que estaba excitada. Había sido un subidón total. Nunca se había sentido tan viva como al alejarse del motel. Pensó en su marido, en sus amigos, en su madre… Nada de cuanto había vivido con ellos se acercaba a lo que había sentido en ese momento.
Se cruzaron con cuatro coches de la policía que se dirigían a toda velocidad hacia el motel. Sin las sirenas puestas.
Cantos de ángeles…
Su plegaria funcionaba. Estaban ya a unos cuantos kilómetros del motel y nadie les seguía.
Daniel se rio por fin y exhaló un largo suspiro.
—¿Qué te ha parecido eso, preciosa?
—¡Lo hemos conseguido, cariño! —Gritó y sacudió la cabeza violentamente, como si estuviera en un concierto de rock. Apretó los labios contra el cuello de Daniel y lo mordió, juguetona.
Poco después entraron en el aparcamiento del Butterfly Inn, un pequeño motel de mala muerte en Lighthouse, la avenida comercial de Monterrey.
—Coge una habitación —le dijo Daniel—. Vamos a acabar aquí pronto, pero puede que tengamos que quedarnos hasta mañana. Cógela para una semana, de todos modos. Será menos sospechoso. Otra vez en la parte de atrás. Esa cabaña de allí, quizá. Usa un nombre distinto. Dile al recepcionista que te has dejado la documentación en la maleta y que luego se la traerás.
Jennie se registró en el motel y volvió al coche. Llevaron dentro la nevera y las cajas.
Pell se tumbó en la cama, los brazos detrás del cuello. Jennie se acurrucó a su lado.
—Vamos a tener que ocultarnos aquí. Hay un supermercado calle arriba. Ve a comprar un poco de comida, ¿quieres, preciosa?
—¿Y más tinte para el pelo?
Él sonrió.
—No es mala idea.
—¿Puedo teñírmelo de rojo?
—Puedes teñírtelo de verde, si quieres. Yo te quiero de todos modos.
Dios, era perfecto…
Oyó el chasquido del televisor al encenderse cuando salió poniéndose la gorra. Unos días antes jamás habría pensado que pudiera parecerle bien que Daniel hiciera daño a otras personas, que fuera a abandonar su casa de Anaheim, no volver a ver los colibríes, los cardenales, los gorriones de su jardín.
Ahora le parecía perfectamente natural. Maravilloso, de hecho.
Por ti cualquier cosa, Daniel. Cualquier cosa.