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El joven agente explicó que había telefoneado al Sea View, un motel de lujo en Pacific Grove, a pocos kilómetros de donde vivía Kathryn, y se había enterado de que ese sábado se había registrado una huésped. Tenía unos veinticinco años y era rubia, atractiva y de complexión delgada. El martes por la noche, el recepcionista la había visto entrar en su habitación con un latino.

—Pero el factor decisivo es el coche —añadió Carraneo—. En el registro anotó un Mazda. Con matrícula falsa, ya lo he comprobado. Pero el gerente está seguro de que vio un Thunderbird azul turquesa un día o dos. Y ya no está.

—¿Están en el motel ahora mismo?

—Eso cree. Las cortinas están echadas, pero ha visto movimiento y luces dentro.

—¿Cómo se llama ella?

—Carrie Madison. Pero no figuran los datos de su tarjeta bancaria. Pagó en efectivo y enseñó una acreditación del ejército, pero estaba arañada y metida en una funda de plástico. Puede que fuera falsa.

Dance se apoyó en el borde de la mesa con la vista fija en el mapa.

—¿Está muy lleno el hotel?

—No hay plazas libres.

Ella hizo una mueca. Un lugar lleno de personas inocentes.

—Hay que planificar la detención —dijo Kellogg, y añadió mirando a Michael—: ¿El equipo táctico está en alerta?

O’Neil estaba observando la cara preocupada de Kathryn, y Kellogg tuvo que repetir la pregunta.

—Nuestros equipos pueden estar allí en veinte minutos —respondió el detective. Parecía reticente.

Dance también.

—No estoy segura.

—¿De qué? —preguntó el agente del FBI.

—Sabemos que está armado y que utilizará a civiles como blanco. Y conozco el motel. Las habitaciones dan a un aparcamiento y un patio. Apenas hay dónde cubrirse. Podría vernos llegar. Si intentamos desalojar las habitaciones de al lado y las de enfrente, nos verá. Y si no, habrá heridos. Esas paredes no pararán una bala del veintidós.

—¿Qué se te ocurre? —preguntó Kellogg.

—Mantenerlo vigilado. Que un equipo rodee el edificio y lo vigile constantemente. Y cuando se marche, detenerlo en la calle.

O’Neil asintió.

—Yo también voto por eso.

—¿Por qué votas? —preguntó Charles Overby al reunirse con ellos.

Dance le explicó la situación.

—¿Lo hemos encontrado? ¡Estupendo! —Se volvió entonces hacia Kellogg—. ¿Y los equipos tácticos del FBI?

—No pueden llegar a tiempo. Habrá que recurrir a las fuerzas de intervención rápida del condado.

—¿Los has llamado, Michael?

—Todavía no. Kathryn y yo no estamos convencidos de que sea lo mejor.

—¿Qué? —preguntó Overby, crispado.

Ella le explicó los riesgos. El jefe del CBI los entendió, pero sacudió la cabeza.

—Más vale pájaro en mano…

Kellogg también insistió.

—La verdad es que no creo que podamos arriesgarnos a esperar. Ya se nos ha escapado dos veces.

—Si se da cuenta de que vamos por él, y lo único que tiene que hacer es mirar por la ventana, se atrincherará. Y si hay una puerta que dé a la habitación contigua…

—La hay —dijo Carraneo—. Lo he preguntado.

Dance inclinó la cabeza, complacida por su iniciativa. Luego agregó:

—Entonces puede que tome rehenes. Yo digo que apostemos a un equipo en el tejado, frente a la habitación, y quizás a alguien con uniforme de limpiador. Y que nos sentemos a vigilar. Cuando se vaya, lo seguimos. Y en cuanto llegue a un cruce desierto, le cortamos el paso y lo atrapamos en el fuego cruzado. Se rendirá.

O morirá en el tiroteo. En cualquier caso…

—Es demasiado escurridizo para eso —arguyó Kellogg—. Si lo sorprendemos en el motel y nos movemos deprisa, tendrá que darse por vencido.

Nuestra primera pelea, pensó Kathryn con sorna.

—¿Y volver a Capitola? No creo. Se resistirá. Con uñas y dientes. Me induce a pensarlo todo lo que me han dicho las chicas sobre él. Pell no soporta que lo controlen, ni estar encerrado.

—Yo también conozco el motel —dijo Michael O’Neil—. Podría encastillarse con toda facilidad. Y no creo que con Pell vaya a tener éxito ninguna negociación.

Dance se hallaba en una situación extraña. Tenía la fuerte corazonada de que precipitarse era un error. Pero tratándose de Daniel Pell temía confiar en su instinto.

—Tengo una idea —dijo Overby—. ¿Qué hay de las mujeres de la Familia si acaba atrincherándose en el motel? ¿Estarían dispuestas a hablar con él para disuadirlo?

—¿Y por qué iba a escucharlas Pell? —Respondió Kathryn—. Hace ocho años no tenían ninguna influencia sobre él. Está claro que no van a tenerla ahora.

—Aun así, son lo más parecido a una familia que tiene Pell. —Overby se acercó al teléfono de la agente—. Voy a llamarlas.

Lo último que quería Dance era que su jefe las asustara.

—No, yo me encargo.

Llamó, habló con Samantha y le explicó la situación. Ella le suplicó que no la involucrara; el riesgo de que su nombre apareciera en la prensa era demasiado grande. Rebecca y Linda, en cambio, dijeron estar dispuestas a hacer lo que pudieran si Pell llegaba a atrincherarse en el motel.

La agente colgó y explicó a sus compañeros lo que le habían dicho las mujeres.

—Bueno —comentó Overby—, ahí tienes tu plan de emergencia. Estupendo.

Kathryn no estaba convencida de que Pell fuera a dejarse persuadir si alguien le rogaba que se rindiera, incluso si quienes se lo rogaban eran antiguos miembros de su familia suplente.

—Sigo decantándome por la vigilancia. En algún momento tendrá que salir.

—Estoy de acuerdo —dijo O’Neil con firmeza.

Kellogg miró distraídamente un mapa colgado en la pared; luego se volvió hacia Dance.

—Si de veras te opones, por mí no hay problema. Es decisión tuya. Pero recuerda lo que os dije sobre el perfil del líder sectario. Cuando salga a la calle, estará alerta, esperará que pase algo. Tendrá prevista cualquier posible contingencia. En el motel no estará tan preparado. En su castillo se relajará. Todos los líderes de sectas lo hacen.

—En Waco no dio buenos resultados —señaló O’Neil.

—Lo de Waco era un callejón sin salida. Koresh y su gente sabían que la policía estaba allí. Pell no sabrá que vamos por él.

Eso era cierto, se dijo Dance.

—Es la especialidad de Winston, Kathryn —dijo Overby—. Por eso está aquí. Creo de verdad que debemos intervenir.

Era posible que su jefe creyera sinceramente que era lo mejor, aunque difícilmente podía refutar la opinión del experto al que él mismo había reclutado.

Para repartir culpas…

La agente se quedó mirando el mapa de Monterrey.

—¿Kathryn? —preguntó Overby con impaciencia.

Ella sopesó la idea.

—Está bien. Entremos.

O’Neil se envaró.

—Podemos permitirnos esperar un tiempo.

Dance dudó de nuevo y lanzó una mirada a Kellogg, que también escrutaba el mapa con aire confiado.

—No, creo que debemos intervenir enseguida —dijo.

—Bien —contestó Overby—. Lo mejor es tomar la iniciativa.

Tomar la iniciativa, se dijo Kathryn con amargura.

Una buena expresión para una rueda de prensa. Confiaba en que pudieran anunciar a los medios de comunicación su éxito en la detención de Daniel Pell, y no más muertes.

—¿Michael? —inquirió Overby—. ¿Quieres avisar a tu gente?

O’Neil vaciló; luego llamó a su oficina y preguntó por el comandante de las fuerzas de intervención rápida de la Oficina del Sheriff.

*****

Tumbado en la cama a la luz suave de la mañana, Daniel Pell pensaba que ahora debían tener especial cuidado. La policía ya sabía qué aspecto tenía caracterizado de hispano. Podía desteñirse el pelo, pero eso también se lo esperarían.

De todos modos, no podía marcharse aún. Tenía una misión más que cumplir en la península, su único motivo para quedarse allí.

Hizo café y cuando regresó a la cama llevando dos tazas encontró a Jennie mirándole. Igual que la noche anterior, su expresión había cambiado. Parecía más madura que cuando se conocieron.

—¿Qué pasa, preciosa?

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—Claro.

—No vas a venir conmigo a Anaheim, a mi casa, ¿verdad?

Sus palabras fueron un mazazo. Titubeó y, sin saber qué decir, preguntó:

—¿Por qué crees eso?

—Lo siento, nada más.

Pell dejó el café sobre la mesa. Hizo amago de mentir: la mentira le era tan natural… Y podría haberse salido con la suya. Pero dijo:

—Tengo otros planes para nosotros, preciosa. Todavía no te los he contado.

—Ya lo sabía.

Pell se sorprendió.

—¿Sí?

—Lo he sabido desde el principio. Bueno, no lo sabía exactamente. Pero tenía esa impresión.

—Cuando resolvamos un par de cosas aquí, nos iremos a otra parte.

—¿Adónde?

—A un sitio que tengo. Lejos de todo. No hay ni un alma alrededor. Es maravilloso, una preciosidad. Allí no nos molestarán. Está en una montaña. ¿Te gustan las montañas?

—Claro, supongo que sí.

Eso estaba bien. Porque Daniel Pell era dueño de una.

Por lo que a él respectaba, su tía de Bakersfield era la única persona decente de su familia. La tía Barbara consideraba un loco a su hermano, el padre de Pell, aquel pastor fracasado y fumador empedernido obsesionado con hacer exactamente lo que le decía la Biblia, atemorizado por Dios e incapacitado por el miedo para tomar decisiones por sí solo, como si con ello pudiera ofender al Señor. Por eso intentaba distraer a sus sobrinos lo mejor que podía. Richard no quería nada con ella. Daniel y ella, en cambio, pasaban mucho tiempo juntos. La tía Barbara no lo acosaba, no le daba órdenes. Lo dejaba ir y venir a su antojo, se gastaba el dinero en él, le preguntaba a qué había dedicado el día cuando Daniel iba a visitarla. Lo llevaba a sitios. Pell recordaba que lo llevaba en coche a merendar al monte, al zoo, o al cine, donde se sentaba entre el olor a palomitas y su denso perfume, hipnotizado por el aplomo infalible de los villanos y los héroes de Hollywood en la gran pantalla.

Su relación con la tía Barbara le había servido de inspiración para crear la Familia.

Su tía le hacía partícipe, además, de sus opiniones. Entre ellas, su convicción de que habría una brutal guerra racial en el país en algún momento (ella se inclinaba por el cambio de milenio: en eso había fallado), de ahí que hubiera comprado ochenta hectáreas de bosque en el norte de California, la cima de una montaña cerca de Shasta. Daniel Pell nunca había sido racista, pero tampoco era idiota, y cuando su tía se ponía a despotricar acerca de la inminencia de la Gran Guerra entre Negros y Blancos, la secundaba al cien por cien.

Ella había legado las tierras a su sobrino para que él y otras «personas decentes, buenas y biempensantes» (a las que definía como «caucásicas») pudieran refugiarse en ellas cuando empezara el tiroteo.

Pell, que entonces era muy joven, no había pensado mucho en aquel sitio. Pero más tarde cuando visitó el lugar comprendió al instante que era perfecto para él. Le encantaron las vistas y el aire que se respiraba, pero sobre todo le entusiasmó la idea de que estuviera tan aislado; allí estaría a salvo de las autoridades y de vecinos indeseables. (Incluso había algunas cuevas de gran tamaño. A menudo fantaseaba con las cosas que podían pasar en ellas, mientras dentro de él iba hinchándose aquel globo). Él mismo hizo algunas labores de tala y construyó un cobertizo.

Sabía que algún día aquel sería su reino, el destino final al que el Flautista de Hamelin conduciría a sus niños para fundar una nueva Familia.

Tenía que asegurarse, no obstante, de que la finca seguía siendo invisible, no para las minorías iracundas, sino para las fuerzas de la ley y el orden, dados sus antecedentes y su proclividad delictiva. Compró libros escritos por miembros de la extrema derecha antigubernamental que enseñaban cómo enmascarar el nombre del propietario, lo cual resultaba sorprendentemente fácil con tal de que se pagaran los gravámenes fiscales (un fideicomiso y una cuenta de ahorros eran lo único que hacía falta). Un arreglo que se «perpetuaba automáticamente», expresión esta que Pell adoraba. Nada de dependencias de ninguna clase.

Su cima de montaña.

Su plan sólo había encontrado un obstáculo. Después de subir allí con Alison, una chica a la que había conocido en San Francisco, se topó con Charles Pickering, un tipo que trabajaba en la oficina de tasación del condado. Había oído rumores de que alguien estaba subiendo allí materiales de construcción. ¿Significaba eso que iba a hacer mejoras que podían traducirse en un aumento de los impuestos? Eso en sí mismo no habría sido un problema; podría haber ingresado más dinero en la cuenta del fideicomiso. Pero dio la casualidad de que Pickering tenía familia en el condado de Marin y reconoció a Pell por un artículo que había leído en un periódico local acerca de su detención por un allanamiento de morada.

Más tarde, ese mismo día, Pickering lo localizó cerca de sus tierras.

—Oiga, yo le conozco —dijo el tasador.

Esas fueron sus últimas palabras. Pell sacó la navaja y Pickering estuvo muerto treinta segundos después de caer al suelo convertido en un guiñapo sanguinolento.

Nada pondría en peligro su enclave.

Esa vez se había librado, aunque la policía lo retuvo unos días, el tiempo justo para que Alison llegara a la conclusión de que lo suyo se había acabado y regresara al sur. (Pell no había dejado de buscarla desde entonces. Tenía que morir, claro, puesto que sabía dónde estaban sus dominios).

La cima de la montaña había sido lo que lo había mantenido en pie después de su ingreso en San Quintín y más tarde en Capitola. Soñaba con ella constantemente. Era lo que lo había impulsado a estudiar las leyes de apelación y a presentar un recurso bien fundado en el caso del asesinato de los Croyton. Estaba convencido de que ganaría, de que conseguiría reducir sustancialmente las condenas, y reducirlas al tiempo que ya llevaba cumplido.

Pero el año anterior su apelación había sido rechazada.

Y él había tenido que empezar a pensar en escapar.

Ahora era libre y, cuando acabara lo que tenía que hacer en Monterrey, se iría a su montaña lo antes posible. Cuando el domingo aquel idiota del guardia de la prisión le dejó entrar en el despacho, había logrado echar un vistazo al lugar a través de Visual-Earth. No estaba del todo seguro de las coordenadas de sus tierras, pero se había acercado bastante. Y había visto entusiasmado que la zona parecía igual de desierta que siempre: no había edificaciones en kilómetros a la redonda y las cuevas escapaban al ojo escrutador del satélite.

Ahora, tumbado en el motel Sea View, habló a Jennie de aquel lugar. En términos generales, naturalmente. Habría sido impropio de su carácter contar demasiado. No le dijo, por ejemplo, que ella no sería la única que viviría allí. Y tampoco podía decirle, desde luego, lo que imaginaba para todos los que vivieran allí, en lo alto de la montaña. Era muy consciente de los errores que había cometido en Seaside hacía diez años. Había sido demasiado indulgente, demasiado lento a la hora de usar la violencia.

Esta vez, eliminaría cualquier posible amenaza.

Jennie, no obstante, se contentó (incluso se entusiasmó) con lo poco que le contó.

—Lo digo en serio. Iré donde tú vayas, cariño. —Le quitó la taza de café de las manos y la dejó a un lado. Se tumbó de espaldas—. Hazme el amor, Daniel, por favor.

«Hacer el amor», observó él. No «follar».

Señal de que su alumna se había graduado y pasado a otro nivel. Aquello, más que su cuerpo, hizo hincharse la burbuja dentro de él.

Apartó de su frente un mechón de pelo teñido y la besó. Sus manos emprendieron aquella exploración ya familiar y siempre nueva, sin embargo.

Un sonido estridente la interrumpió. Pell hizo una mueca y levantó el teléfono, escuchó lo que decía su interlocutor y luego tapó el micrófono con la mano.

—Es del servicio de limpieza. Han visto el cartel de «No molestar» y quieren saber cuándo pueden hacer la habitación.

Jennie le dedicó una sonrisa coqueta.

—Dile que necesitamos por lo menos una hora.

—Voy a decirle que dos. Sólo por si acaso.