En su jardín otra vez.
Su Comarca, su Narnia, su Hogwarts, su Jardín Secreto.
Sentada en la amplia mecedora de teca gris de Smith and Hawkins, Theresa Croyton Bolling, de diecisiete años de edad, leía el delgado volumen que sostenía en la mano, pasando las páginas parsimoniosamente. Hacía un día magnífico. El aire olía tan dulce como la sección de perfumería de los grandes almacenes Macy’s, y allí cerca las colinas de Napa, tan apacibles como siempre, se veían cubiertas de una alfombra de trébol y hierba, de viñas verdes, pinos y nudosos cipreses.
Theresa pensaba en términos líricos a causa de lo que estaba leyendo: poesía bellamente forjada, honda, llena de sentimiento… y totalmente aburrida.
Suspiró en voz alta, lamentando que su tía no estuviera por allí para oírla. Dejó caer el libro y miró de nuevo el jardín, el lugar en el que parecía pasar la mitad de su vida. Su verde prisión, lo llamaba a veces.
Otras, en cambio, le encantaba. Era precioso, el escenario ideal para leer o para practicar con la guitarra (Theresa quería ser pediatra, escritora especializada en viajes o, puesta a elegir, Sharon Isbin, la famosa guitarrista clásica).
Estaba allí y no en clase porque sus tíos y ella iban a hacer un viaje imprevisto.
Vamos, Tare, seguro que lo pasaremos bien. Roger tiene que hacer unas cosas en Manhattan, una conferencia, una investigación o no sé qué. No estaba prestando atención, y él no paraba de hablar. Ya conoces a tu tío. Pero ¿verdad que es fantástico escaparse sólo por capricho? Una aventura.
Por eso su tía la había sacado de clase el lunes a las diez de la mañana. Sólo que no se habían marchado aún, lo cual era un poco raro. Su tía decía que habían surgido ciertas «dificultades logistas, tú ya me entiendes».
Theresa, que era la octava de su curso de 257 alumnos en el instituto de Vallejo Springs, había dicho:
—Sí, claro. «Logísticas», quieres decir.
Lo que no entendía era por qué, si todavía no estaban en un puto avión camino de Nueva York, por qué no podía seguir asistiendo a la escuela hasta que se resolvieran las «dificultades».
—Además —había agregado su tía—, esta semana toca estudio. Así que ponte a estudiar.
Lo que significaba no que estudiara, sino ni hablar de televisión.
Ni de salir con Sunny, Travis o Kaitlin.
Ni de ir a la gran gala benéfica en pro de la alfabetización que se celebraba en Tiburón y que patrocinaba la empresa de su tío (hasta se había comprado un vestido nuevo).
Por supuesto, todo era mentira. No había tal viaje a Nueva York, ni tampoco dificultades logistas o logísticas. Se trataba sólo de una excusa para mantenerla en la prisión verde.
Pero ¿a qué venían tantas mentiras?
A que el hombre que había asesinado a sus padres y a sus hermanos había escapado de prisión. Cosa que, al parecer, su tía creía poder ocultarle.
Venga, por favor… La noticia era lo primero que se veía en la página de Yahoo. Y en California no se hablaba de otra cosa en Facebook y MySpace. (Su tía se las había ingeniado de algún modo para desactivar el router inalámbrico de la casa, pero Theresa había vuelto a conectarse aprovechando que un vecino no tenía protegida su línea de acceso a Internet).
Arrojó el libro sobre los listones de madera de la mecedora y estuvo balanceándose un rato mientras se quitaba la goma del cabello castaño con mechas rojizas y volvía a hacerse la coleta.
Le estaba muy agradecida a su tía por lo que había hecho por ella todos esos años, y la apreciaba mucho, de veras que sí. Después de aquellos días espantosos en Carmel, ocho años antes, su tía se había hecho cargo de ella, de aquella niña a la que todo el mundo llamaba la Muñeca Dormida. Theresa se descubrió de pronto adoptada, con un nuevo domicilio y una nueva identidad (Theresa Bolling: podría ser peor) y obligada a sentarse en los sillones de decenas de psicólogos, todos ellos inteligentes, compasivos y dispuestos a trazar «rutas hacia el bienestar psíquico mediante la exploración del proceso de duelo, haciendo especial hincapié en el valor de la transferencia de figuras paternales como parte del tratamiento».
Algunos terapeutas la ayudaron; otros, no. Pero el factor más importante (el tiempo) obró su magia con paciencia y Theresa dejó de ser la Muñeca Dormida, la superviviente de una tragedia de infancia, y se convirtió en otra cosa. Era alumna, amiga, novia ocasional, ayudante de veterinaria, corredora pasable de cincuenta y cien metros lisos y guitarrista capaz de tocar «The Entertainer» de Scott Joplin y de llevar el acorde sin un solo chirrido de las cuerdas.
Había, sin embargo, una pega. El asesino estaba suelto, sí. Pero el verdadero problema no era ese. No, era cómo lo estaba afrontando su tía. Era como dar marcha atrás al reloj, retrotraerse en el tiempo seis, siete, ocho años (Dios mío). Theresa se sentía como si fuera otra vez la Muñeca Dormida, como si todo lo que había conseguido se hubiera borrado de golpe.
Cariño, cariño, despierta. No te asustes. Soy policía. ¿Ves esta placa? ¿Por qué no coges tu ropa, entras en el cuarto de baño y te cambias?
Su tía estaba de pronto aterrorizada, paranoica, los nervios a flor de piel. Era como en esa serie de la HBO que había visto en casa de Bradley, el año anterior. Esa sobre una prisión. Cuando pasaba algo malo, los guardias la sellaban por completo.
Theresa, la Muñeca Dormida, estaba recluida. Encerrada allí, en Hogwarts, en la Tierra Media… En Oz.
La verde prisión.
Muy bonito, reflexionó con amargura. Daniel Pell fuera de la cárcel y yo dentro.
Volvió a coger el libro de poesía, pensando en el examen de lengua. Leyó dos versos más.
Qué aburrimieeeento.
Vio entonces, a través de la alambrada del fondo de la finca, que un coche pasaba despacio y parecía frenar bruscamente mientras el conductor miraba por entre los arbustos. Un momento de duda y el vehículo siguió adelante.
Theresa apoyó los pies en el suelo y dejó de balancearse en la mecedora.
Aquel coche podía ser de cualquiera. De un vecino, o de algún chico que no había ido a clase. No estaba preocupada. No mucho, al menos. Claro que por culpa del apagón mediático de su tía no tenía ni idea de si habían detenido a Daniel Pell o si el asesino había sido visto camino de Napa. Pero eso era un disparate. Gracias a su tía estaba prácticamente en el programa de protección de testigos. Así que ¿cómo iba a encontrarla?
Aun así, iría a echar un vistazo al ordenador, a ver qué estaba pasando.
Sintió un ligero nudo en el estómago.
Se levantó y se encaminó a la casa.
Vale, vamos a husmear un poco.
Miró hacia atrás, hacia el hueco entre los arbustos, al fondo de la finca. No se veía ningún coche. Ni nada.
Pero al volverse hacia la casa se paró en seco.
El hombre había escalado la alta valla, a unos seis metros de distancia, y se interponía entre la casa y ella. Respiraba con dificultad por el esfuerzo, había caído de rodillas junto a dos frondosas azaleas. Levantó la vista. Su mano sangraba. Se había cortado con las puntas de la alambrada de metro ochenta de alto.
Era él. ¡Era Daniel Pell!
Theresa ahogó un grito.
Estaba allí. Había venido a acabar de una vez por todas con la familia Croyton.
Se incorporó rígidamente, con una sonrisa en la cara, y comenzó a avanzar hacia ella.
Theresa Croyton empezó a gritar.
*****
—No, no pasa nada —susurró el hombre mientras se acercaba sonriendo—. No voy a hacerte daño. Shhhh.
Theresa se puso tensa. Se dijo que debía huir.
¡Ahora, vamos!
Pero sus piernas no se movían; el miedo la paralizaba. Además, no había adónde ir. El intruso se interponía entre la casa y ella, y la chica sabía que no podría saltar la valla. Pensó en alejarse corriendo de la casa y adentrarse en el jardín, pero él podría agarrarla y arrastrarla a los arbustos, donde…
No, era demasiado horrible.
Theresa sacudió la cabeza despacio, sofocando un gemido. Sentía en la boca el sabor del miedo. Notaba refluir sus fuerzas. Buscó un arma con la mirada. Nada: sólo un ladrillo, un comedero de pájaros, los Poemas escogidos de Emily Dickinson.
Miró a Pell.
—Usted mató a mis padres. Usted… ¡No me haga daño!
El hombre arrugó el ceño.
—Dios mío, no —dijo con los ojos como platos—. No, sólo quiero hablar contigo. No soy Daniel Pell. Te lo juro. Mira. —Arrojó algo hacia ella, a unos tres metros de distancia—. Míralo bien. Por detrás. Dale la vuelta.
Theresa miró hacia la casa. Para una vez que necesitaba a su tía, no daba señales de vida.
—Vamos —dijo el hombre.
La chica se acercó y él siguió retirándose para dejarle sitio.
Theresa se acercó un poco más y miró hacia abajo. Era un libro. Un extraño en la noche, de Morton Nagle.
—Soy yo. Míralo.
Theresa no quería recogerlo. Le dio la vuelta con el pie. En la contraportada había una fotografía del hombre que tenía delante de cuando era más joven.
¿Sería verdad?
Theresa reparó de pronto en que sólo había visto un par de fotografías de Daniel Pell, tomadas hacía ocho años. Había tenido que echar un vistazo a escondidas a algunos artículos de Internet; su tía le decía que psicológicamente retrocedería varios años si leía algo sobre los asesinatos. Pero al ver la fotografía del joven escritor, le quedó claro que aquel intruso no era el hombre enjuto y temible al que recordaba.
Theresa se enjugó la cara. La ira estalló dentro de ella como un globo.
—¿Qué está haciendo aquí? ¡Me ha asustado, joder!
El hombre se acomodó los pantalones como si pensara acercarse. Pero evidentemente decidió no hacerlo.
—No tenía otro modo de hablar contigo. Ayer vi a tu tía cuando estaba haciendo la compra. Quería que te preguntara una cosa.
Theresa miró la alambrada.
—La policía viene para acá, ya lo sé —prosiguió Nagle—. He visto la alarma en la valla. Estarán aquí dentro de tres o cuatro minutos y me detendrán. No importa. Tengo que decirte una cosa. El hombre que mató a tus padres ha escapado de la cárcel.
—Ya lo sé.
—¿Sí? Tu tía…
—¡Déjeme en paz!
—Hay una policía en Monterrey que está intentando atraparlo, pero necesita ayuda. Tu tía se negó a decírtelo y, si tuvieras once o doce años, yo nunca haría esto. Pero ya tienes edad suficiente para decidir. Esa policía quiere hablar contigo.
—¿Una policía?
—Llámala, por favor. Está en Monterrey. Puedes… ¡Oh, Dios!
El disparo retumbó detrás de Theresa con asombroso estruendo, mucho más fuerte que en las películas. Sacudió las ventanas y los pájaros levantaron violentamente el vuelo hacia el cielo despejado.
La chica se encogió, y mientras caía de rodillas vio que Morton Nagle se tambaleaba hacia atrás y se desplomaba sobre la hierba mojada agitando los brazos.
Miró hacia la terraza de la parte trasera de la casa, los ojos dilatados por el espanto.
Qué extraño. Ni siquiera sabía que su tía tuviera un arma. Y mucho menos que supiera usarla.
*****
El minucioso recorrido de TJ Scanlon por el vecindario de James Reynolds no había dado ningún fruto: ni un testigo útil, ni una sola prueba.
—Ni vehículos, ni nada. —Estaba llamando desde una calle cercana a la casa del fiscal.
En su despacho, Dance se desperezó y sus pies desnudos juguetearon con uno de los tres pares de zapatos que había bajo la mesa. Ardía en deseos de saber qué vehículo estaba usando Pell, aunque no tuvieran el número de matrícula; Reynolds sólo les había dicho que era un sedán oscuro, y el policía al que habían golpeado con la pala no recordaba haber visto nada. El equipo de inspección forense de la Oficina del Sheriff de Monterrey no había encontrado ningún rastro material, ni ninguna otra prueba de la que fuera posible extraer una pista respecto al tipo de coche que conducía.
Kathryn dio las gracias a TJ, colgó y fue a reunirse con O’Neil y Kellogg en la sala de juntas del CBI, donde Charles Overby se presentaría en cualquier momento pidiendo más pasto para la prensa y para el informe que diariamente tenía que darles a Amy Grabe, del FBI, y al jefe del CBI en Sacramento, los cuales estaban extremadamente preocupados porque Daniel Pell siguiera libre. Por desgracia, sin embargo, esa mañana su informe versaría principalmente sobre los planes para el entierro de Juan Millar.
Dance cruzó una mirada con Kellogg y ambos miraron para otro lado. No había tenido ocasión de hablar con el agente del FBI sobre lo sucedido la noche anterior en su coche.
Luego pensó:
¿De qué hay que hablar?
Después. ¿Qué te parece?
Fue entonces cuando el joven Rey Carraneo, con los ojos muy abiertos, asomó su cabeza perfectamente redonda a la sala de reuniones y dijo casi sin aliento:
—Agente Dance, lamento interrumpir.
—¿Qué hay, Rey?
—Creo… —Su voz se apagó. Había ido corriendo. Tenía la cara morena salpicada de sudor.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
El delgadísimo agente contestó:
—Verá, agente Dance, creo que lo he encontrado.
—¿A quién?
—A Pell.