Dance y Kellogg estaban en el despacho de ella en la sede del CBI, donde habían informado a Overby (que se había quedado trabajando hasta tarde, para variar) acerca de lo sucedido en casa de los Reynolds y habían sabido por TJ y Carraneo que no había novedades. Eran más de las once de la noche.
Kathryn puso su ordenador en reposo.
—Muy bien, ya está —anunció—. Yo lo dejo por hoy.
—Lo mismo digo.
Mientras recorrían el pasillo en penumbra, Kellogg comentó:
—Estaba pensando que de verdad son una familia.
—¿Allí, en la cabaña?
—Sí. Las tres. No son parientes. Ni siquiera se caen especialmente bien. Pero son una familia.
Lo dijo en un tono que daba a entender que definía ese término desde la perspectiva de quien carecía de tal. La relación entre las tres mujeres, que ella había observado clínicamente y encontrado reveladora, incluso divertida, había conmovido en cierto modo a Kellogg. Dance no lo conocía lo suficiente para deducir por qué, ni para preguntárselo. Notó que había alzado ligeramente los hombros y que frotaba entre sí dos uñas de la mano izquierda, lo cual era síntoma de estrés general.
—¿Vas a recoger a los niños? —preguntó.
—No, esta noche se quedan con sus abuelos.
—Son estupendos, en serio.
—¿Nunca pensaste en tener hijos?
—La verdad es que no. —Su voz se apagó—. Trabajábamos los dos. Yo salía mucho de viaje. Ya sabes, las parejas de profesionales.
En los interrogatorios y en el análisis kinésico, el contenido de lo que se dice suele ser secundario al tono (la «cualidad verbal») en el que se emiten las palabras. Kathryn había oído a muchas personas decirle que no tenían hijos, y la resonancia de sus palabras desvelaba siempre si se trababa de un hecho intrascendente, de una elección con la que se sentían a gusto o de un pesar constante.
En la afirmación de Kellogg, advirtió algo significativo. Notó más síntomas de estrés, pequeños arrebatos gestuales. Quizá su mujer o él tenían un problema físico. O quizás había supuesto un conflicto grave entre ellos; incluso el motivo de su ruptura.
—Wes no se fía mucho de mí.
—Bueno, es sólo que le inquieta que mamá conozca a otros hombres.
—Algún día tendrá que acostumbrarse, ¿no?
—Claro. Pero de momento…
—Entiendo —dijo Kellogg—. Aunque parece bastante cómodo cuando estás con Michael.
—Bueno, eso es distinto. Michael es un amigo. Y está casado. No es ninguna amenaza. —Consciente de lo que acababa de decir, se apresuró a añadir—: Es sólo que tú eres el forastero. No te conoce.
Hubo una ligera vacilación antes de que Kellogg contestara:
—Claro, es lógico.
Dance le miró, intentando adivinar a qué obedecía aquella pausa. Su rostro no dejaba traslucir nada.
—No te lo tomes como algo personal.
Otro silencio.
—Puede que sea un cumplido.
Su rostro también permaneció impasible después de aquel sondeo exploratorio.
Salieron a la calle. Corría un aire tan frío que en cualquier otra región habría señalado la inminencia del otoño. A Kathryn le temblaban los dedos del frío, pero le gustaba aquella sensación. Era, se dijo, como el hielo entumeciendo una herida.
La niebla se fundía en llovizna.
—Te llevo al tuyo —dijo. El coche de Kellogg estaba detrás del edificio.
Subieron al suyo y ella condujo hasta su coche de alquiler. Estuvieron un minuto sin moverse. Ella puso punto muerto. Luego cerró los ojos, se estiró y apoyó la cabeza en el asiento. Se sentía bien.
Abrió los ojos y lo vio volverse hacia ella y, dejando una mano sobre el salpicadero, tocar el hombro más próximo a él con firmeza, pero con cierta vacilación. Estaba esperando una señal. Ella no le dio ninguna, pero le miró a los ojos y guardó silencio. Cosas ambas que eran señales en sí mismas, desde luego.
Él, en cualquier caso, no dudó más: se inclinó y la besó, apuntando directamente a los labios. Dance notó un sabor a menta. Kellogg se había metido discretamente en la boca un caramelo o una pastillita cuando ella no miraba. Qué listo, pensó, riendo para sus adentros. Ella había hecho lo mismo con Brian aquel día en la playa, delante de su público de nutrias y focas. Kellogg se batió ligeramente en retirada, reagrupó fuerzas y esperó los informes de inteligencia respecto a la primera escaramuza.
Ello dio a Kathryn un instante para pensar cómo iba a manejar la situación.
Tomó una decisión y, cuando él volvió a inclinarse hacia ella, salió a su encuentro, la boca ya abierta. Lo besó con vehemencia. Deslizó los brazos hasta sus hombros, que eran tan musculosos como le habían parecido. Su barba, que empezaba a asomar, le raspó la mejilla.
Él deslizó la mano hasta su nuca y la atrajo con fuerza hacia sí. Dance sintió que algo se desperezaba dentro de ella, que el ritmo de su corazón se aceleraba. Atenta al vendaje, pegó la nariz y los labios contra su piel, por debajo de la oreja, el lugar donde solía apoyar la cara cuando hacía el amor con su marido. Le gustaba aquella tersa extensión de piel, el olor a espuma de afeitar y jabón, el pulso de la sangre.
Entonces la mano de Kellogg se apartó de su cuello y buscó su barbilla, atrayendo de nuevo su cara hacia él. Se besaban ahora con toda la boca, y la respiración de ambos se había agitado. Los dedos de Kellogg se desplazaron indecisos hacia su hombro, encontraron la tira de raso y, sirviéndose de ella como de un mapa de carreteras, comenzaron a descender por encima de su blusa. Despacio, listos para desviarse al menor indicio de resistencia.
Ella respondió besándole con más fiereza. Tenía el brazo cerca del regazo de Kellogg y sentía su erección rozando su codo. Él se apartó, quizá para no parecer demasiado ávido, demasiado lanzado, demasiado crío.
Pero Kathryn Dance tiró de él al reclinarse: en términos kinésicos, una posición complaciente y sumisa. Una o dos veces pensó en su marido, pero observó su imagen como desde muy lejos. En aquel momento estaba con Winston Kellogg por completo.
Luego la mano de él alcanzó la pequeña arandela metálica que servía de transición entre el tirante y la blanca copa del Victoria’s Secret.
Y se detuvo.
Retiró la mano, a pesar de que Kathryn seguía notando junto a su codo, sin merma alguna, la prueba de que la deseaba. Los besos se hicieron menos frecuentes, como un tiovivo que perdiera velocidad tras cortarse la corriente.
A ella, sin embargo, le pareció lo más adecuado. Habían llegado al culmen que podían alcanzar dadas las circunstancias, entre las que se incluían la búsqueda de un asesino, el escaso tiempo que hacía que se conocían y el horror de las muertes sucedidas hacía poco.
—Creo… —susurró él.
—No, no pasa nada.
—Yo…
Dance sonrió y acalló sus palabras besándole suavemente.
Él se recostó en el asiento y apretó su mano. Ella se acurrucó contra él y sintió cómo iba frenándose su corazón a medida que encontraba dentro de ella un curioso equilibrio: un perfecto contrapeso entre reticencia y alivio. La lluvia acribillaba el parabrisas. Dance se dijo que siempre había preferido hacer el amor los días de lluvia.
—Pero una cosa… —dijo él.
Ella le miró.
—El caso no durará eternamente —prosiguió Kellogg.
Dios le oyera…
—Si te apeteciera salir después… ¿Qué te parece?
—«Después» me suena de maravilla. De veras.
*****
Media hora después estaba aparcando frente a su casa.
Siguió la rutina reglamentaria: un vistazo de seguridad, una copa de pinot grigio, dos lonchas de fiambre sobrantes de la noche anterior y un puñado de frutos secos que saboreó con los mensajes del contestador como banda sonora. Después, dar de comer a los perros, dejarlos salir al jardín y guardar su Glock: cuando los niños no estaban en casa, dejaba abierta la caja fuerte, pero seguía guardando dentro la pistola, puesto que su mano, siguiendo lo que tenía grabado en la memoria, se dirigiría automáticamente allí por más profundo que fuera el sueño del que despertara. Conectó las alarmas.
Abrió la ventana hasta donde permitía el seguro (unos quince centímetros) para dejar entrar el aire fresco y fragante de la noche. Se duchó, se puso una camiseta y unos pantalones cortos limpios y se dejó caer en la cama, defendiéndose del loco mundo con un edredón de una pulgada de grosor.
Pensaba:
Jo, chica, enrollarse en un coche… con el asiento delantero corrido, expresamente para recostarse con el hombre de turno.
Recordó el sabor a menta, recordó sus manos, su mata de pelo, la ausencia de loción de afeitar.
Oyó también la voz de su hijo y vio sus ojos esa tarde. Desconfiados, celosos. Pensó en lo que Linda había comentado horas antes.
Hay algo aterrador en la idea de que te echen a patadas de tu familia…
Ese era, en último término, el temor de Wes. Una preocupación irracional, claro está, pero eso poco importaba. Para él era real.
Esta vez tendría más cuidado. Mantendría separados a Wes y a Kellogg, no mencionaría la palabra «cita», vendería la idea de que, al igual que él, tenía amigas y amigos.
Tus hijos son como sospechosos en un interrogatorio: no conviene mentirles, pero tampoco hace falta decírselo todo.
Un montón de trabajo, un montón de juegos malabares.
Tiempo y esfuerzo…
¿O era mejor olvidarse de Kellogg y esperar un año o dos para salir con alguien?, se preguntaba mientras sus pensamientos se arremolinaban. Tener trece o catorce años era muy distinto a tener doce. Para entonces Wes estaría mejor.
Ella, sin embargo, no quería. No podía olvidarse del recuerdo complejo de su sabor y su contacto. Pensó también en la inseguridad del agente federal respecto a los niños, en el estrés que evidenciaba. Se preguntaba si era porque le ponían nervioso los niños y estaba trabando relación con una mujer que tenía dos. ¿Cómo lo afrontaría Kellogg? Quizá…
Pero para el carro, no te precipites.
Os habéis enrollado. Habéis disfrutado. No prepares ya el banquete de bodas.
Estuvo largo rato tumbada en la cama, escuchando los sonidos de la naturaleza. Allí nunca estaban muy lejos: el ruido gutural de las aves marinas, los pájaros temperamentales y el manto apaciguador del oleaje. La soledad atacaba a menudo su vida como una serpiente, repentinamente, y era en momentos como aquel (en la cama, ya tarde, oyendo la banda sonora de la noche) cuando más vulnerable era a ella. ¡Qué agradable era sentir el muslo de tu amante junto al tuyo, oír el adagio de una respiración poco profunda, despertar al amanecer oyendo los golpes y los susurros de alguien que se levantaba: ruidos por lo demás insignificantes y que sin embargo componían el latido tranquilizador de una vida juntos!
Suponía que el anhelo de aquellas cosas nimias revelaba debilidad, era señal de dependencia. Pero ¿qué había de malo en eso?
Dios mío, mira a estas frágiles criaturas. Tenemos que depender de alguien. Así pues, ¿por qué no colmar esa dependencia con alguien de cuya compañía disfrutamos, contra cuyo cuerpo podemos apretarnos satisfechos de madrugada, con alguien que nos hace reír? ¿Por qué no aferrarse y hacerse ilusiones?
Ah, Bill… Pensó en su difunto marido. Bill…
Los recuerdos del pasado tiraban de ella.
Pero también los del presente, con fuerza casi idéntica.
Después. ¿Qué te parece?