37

—Estoy harta —Linda Whitfield señaló el televisor, que emitía noticias sobre Pell en un bucle interminable.

Samantha le dio la razón.

Linda entró en la cocina y preparó café descafeinado y té; luego llevó las tazas, leche y azúcar, y unas galletas. Rebecca aceptó el café, pero lo dejó sobre la mesa y siguió bebiendo despacio su vino.

—Fue bonito lo que dijiste en la cena —comentó Sam.

Linda había bendecido la mesa y, aunque sus palabras parecían improvisadas, habían sido elocuentes. Samantha no era religiosa, pero se había sentido conmovida por la oración, que Linda había dedicado a las almas de las personas asesinadas por Pell y a sus familias, a dar gracias por la oportunidad de reencontrarse con sus hermanas y a pedir que aquella triste situación se resolviera pacíficamente. Hasta Rebecca (la magnolia de acero entre ellas) parecía haberse emocionado.

De pequeña, Sam había deseado a menudo que sus padres la llevaran a la iglesia. Muchas de sus amigas iban con sus familias, y le parecía que aquello era algo que unos padres y su hija podían hacer juntos. Claro que también habría sido feliz si la hubieran llevado al supermercado o a dar una vuelta en coche hasta el aeropuerto para ver aterrizar y despegar los aviones mientras comían bocadillos de salchicha comprados en la furgoneta aparcada junto a la valla, como hacían sus vecinos, Ellie y Tim Schwimmer, con sus padres.

Me encantaría ir contigo, Samantha, pero ya sabes lo importante que es la reunión. No se trata sólo de Walnut Creek. El asunto podría afectar a toda la Contra Costa. Tú también puedes hacer un sacrificio. El mundo no gira a tu alrededor, cariño.

Pero ya bastaba de pensar en eso, se dijo Sam.

Durante la cena, la conversación había sido superficial: habían hablado de política, del tiempo, de lo que opinaban de Kathryn Dance.

Ahora Rebecca, que había bebido bastante vino, intentaba sonsacar un poco a Linda, averiguar qué le había pasado en prisión para que se volviera tan religiosa, pero ella parecía haber notado, lo mismo que Sam, que sus preguntas tenían algo de desafiante, y contestaba con evasivas. Rebecca, que siempre había sido la más independiente de las tres, seguía siendo la más descarada.

Linda les habló, en cambio, de su día a día. Llevaba el centro parroquial del barrio —un comedor de beneficencia, por lo que había podido deducir Sam— y ayudaba a su hermano y a su cuñada con sus hijos de acogida. Estaba claro por la conversación —por no hablar de su ropa gastada— que no le sobraba el dinero. Aun así, afirmaba tener una «vida rica» en el sentido espiritual de la palabra, expresión esta que había repetido varias veces.

—¿No hablas para nada con tus padres? —preguntó Sam.

—No —contestó Linda con voz queda—. Mi hermano sí, a veces, pero yo no.

Sam no supo si hablaba con melancolía o con desafío. (Recordaba que el padre de Linda se había presentado a unas elecciones con posterioridad a la detención de su hija y que había perdido, después de que su rival pusiera en circulación rumores que daban a entender que, si su hija Lyman Whitfield conseguía desestabilizar a su familia, difícilmente podía ser un buen político).

Linda añadió que estaba saliendo con un hombre de la parroquia al que calificó de «bueno».

—Trabaja en Macy’s[5]. —No entró en detalles y Samantha se preguntó si de veras salía con él o si sólo eran amigos.

Rebecca fue mucho más explícita respecto a su vida. Su empresa marchaba bien, tenía una plantilla de cuatro empleadas a jornada completa y vivía en un piso con vistas al mar. En cuanto a su vida amorosa, les describió a su novio actual, un paisajista que, aunque casi quince años mayor que ella, era guapo y estaba forrado. Ella siempre había querido casarse, pero mientras les hablaba de su futuro juntos, Sam dedujo que había ciertos obstáculos en el camino y llegó a la conclusión de que el divorcio de su actual pareja no era definitivo (en caso de que hubiera llegado a iniciarse el trámite). Rebecca les habló también de otros novios que había tenido.

Lo cual puso a Sam un poco celosa. Al salir de prisión había cambiado de identidad y se había trasladado a San Francisco, confiando en perderse en el anonimato de la gran ciudad. Había evitado relacionarse con otras personas por miedo a cometer algún desliz que revelara su verdadera identidad, o a que alguien pudiera reconocerla a pesar de la cirugía.

Finalmente, sin embargo, la soledad empezó a pesarle y se aventuró a salir. El tercer hombre con el que se citó, Ron Starkey, era licenciado en ingeniería eléctrica por Stamford, amable, tímido y un poco inseguro: el típico empollón. No mostró especial interés por su pasado; de hecho, parecía indiferente a todo, salvo a los sistemas electrónicos aplicados a la aeronáutica, el cine, los restaurantes y, ahora, su hijo.

Una personalidad por la que pocas mujeres se habrían decantado y que Samantha, en cambio, decidió que era la más adecuada para ella.

Se casaron seis meses después y Peter nació cuando llevaban un año casados. Sam estaba contenta. Ron era un buen padre, un hombre de fiar. Sólo lamentaba no haberlo conocido unos años más tarde, cuando hubiera disfrutado un poco más de la vida y acumulado algo más de experiencia. Tenía la sensación de que conocer a Daniel Pell había abierto un enorme agujero en su vida, un agujero que jamás podría llenar.

Tanto Linda como Rebecca intentaron persuadirla para que les hablara de sí misma. Ella se mostró reacia. No quería que nadie, y mucho menos aquellas mujeres, tuviera alguna pista sobre su vida como Sarah Starkey. Si se corría la voz, Ron la abandonaría. Estaba segura. Había roto con ella unos meses cuando le «confesó» entre lágrimas su desfalco ficticio. Si llegaba a descubrir que tenía alguna relación con Daniel Pell y que llevaba años mintiéndole, se marcharía sin más y se llevaría a su hijo, lo sabía.

Linda volvió a ofrecerle el plato de galletas.

—No, no —contestó Samantha—. Estoy llena. Hacía un mes que no cenaba tanto.

Linda se sentó allí cerca y comió media galleta.

—Oye, Sam, antes de que llegaras estábamos contándole a Kathryn lo de la cena de Pascua. La última que pasamos juntas. ¿Te acuerdas?

—¿Que si me acuerdo? Fue fantástico.

Lo recordaba, en efecto, como un día maravilloso. Se habían sentado fuera, alrededor de una mesa que ella y Jimmy Newberg hicieron con tablones recogidos aquí y allá. Comida a montones y el complicado equipo estéreo de Jimmy, al que le salían cables por todas partes, emitiendo una música estupenda. Tiñeron huevos de Pascua y el olor a vinagre caliente cundió por toda la casa. Sam tiñó todos los suyos de azul. Como los ojos de Daniel.

Después de aquello, la Familia no sobrevivió mucho tiempo; seis semanas más tarde, los Croyton y Jimmy habían muerto y los demás estaban en prisión.

Pero aquel fue un buen día.

—Ese pavo —comentó Sam, sacudiendo la cabeza al recordarlo—. Lo ahumaste tú, ¿no?

Linda hizo un gesto de asentimiento.

—Unas ocho horas. En ese ahumador que me hizo Daniel.

—¿En ese qué? —preguntó Rebecca.

—En el ahumador del patio. El que hizo él.

—Ya me acuerdo. Pero no lo hizo él.

Linda se rio.

—Sí que lo hizo. Le dije que siempre había querido tener uno. Mis padres tenían uno y mi padre ahumaba jamones, pollos y patos. Yo quería ayudar, pero nunca me dejaban. Así que Daniel me hizo ese.

Rebeca parecía desconcertada.

—No, no. Se lo dio una vecina, ¿cómo se llamaba?

Linda arrugó el ceño.

—¿Qué vecina? Te equivocas. Pidió prestadas las herramientas y lo hizo con un barril de aceite viejo. Me dio una sorpresa.

—Espera… Rachel, eso era. Sí, así se llamaba. ¿Os acordáis de ella? No era muy agraciada: el pelo rojo chillón y las raíces blancas. —Rebecca parecía perpleja—. Tenéis que acordaros de ella.

—Me acuerdo de Rachel —respondió Linda, crispada—. Pero ¿qué tiene ella que ver con todo esto?

Rachel, fumadora de porros empedernida, había causado serias desavenencias en el seno de la familia porque Pell pasaba mucho tiempo en su casa, haciendo… en fin, lo que más le gustaba hacer a Daniel Pell. A Sam la traía sin cuidado: a ella cualquier cosa que le evitara las guarradas de Pell en la cama le parecía bien. Linda, en cambio, estaba celosa. Las últimas Navidades que pasaron juntos, Rachel se pasó por la casa con alguna excusa cuando Daniel no estaba. Linda la echó de allí. Pell se enteró y prometió no volver a verla.

—El ahumador se lo dio ella —insistió Rebecca, que había llegado a la casa después del rifirrafe navideño y no sabía nada de sus celos.

—No, qué va. Lo hizo para mi cumpleaños.

Presintiendo el desastre, Sam se apresuró a decir:

—Bueno, da igual, el caso es que el pavo que hiciste estaba riquísimo. Creo que nos dio para comer sándwiches dos semanas.

Las otras dos no le hicieron caso. Rebecca bebió otro sorbo de vino.

—Linda, te lo regaló en tu cumpleaños porque esa mañana estuvo en casa de Rachel y ella se lo dio. Se lo hizo no sé qué surfista, pero ella no cocinaba.

—¿Estuvo con ella? —murmuró Linda—. ¿En mi cumpleaños?

Pell le había dicho a Linda que no había vuelto a ver a Rachel desde su encontronazo en Navidades. Y su cumpleaños era en abril.

—Sí. Y como tres veces por semana, más o menos. ¿Quieres decir que no lo sabías?

—Eso no importa —dijo Sam—. Fue hace mucho…

—Cállate —le espetó Linda. Se volvió hacia Rebecca—. Te equivocas.

Rebecca se echó a reír.

—¿Qué pasa? ¿Es que te sorprende que Daniel te mintiera? A ti te dijo que tenía un hermano retrasado y a mí que no tenía hermanos. Consultemos a la autoridad. Sam, ¿Daniel veía a Rachel esa primavera?

—No lo sé.

—Respuesta equivocada. Sí, claro que lo sabes —proclamó Rebecca.

—Vamos, por favor —dijo Sam—, ¿qué más da eso?

—Vamos a jugar a quién conoce mejor a Daniel. ¿A ti te dijo algo al respecto? Porque a su Ratón se lo contaba todo.

—No hace falta que…

—¡Contesta!

—No tengo ni idea. Vamos, Rebecca. Déjalo ya.

—¿Te lo dijo?

Sí, de hecho se lo dijo. Pero Sam contestó:

—No me acuerdo.

—Tonterías.

—¿Por qué iba a mentirme? —rezongó Linda.

—Porque tú le dijiste que mami y papi no te dejaban jugar con la barbacoa. Y él se valió de eso. Lo utilizó. Y no es que te comprara un ahumador. ¡Dijo que lo había hecho él mismo! ¡Joder, menudo santo!

—Eres tú la que está mintiendo.

—¿Por qué?

—Porque Daniel nunca hizo nada para ti.

—Venga, por favor. ¿Es que estamos otra vez en el instituto? —Rebecca la miró de arriba abajo—. Ah, ya entiendo. ¡Tenías celos de mí! Por eso estabas tan cabreada entonces. Y por eso estás tan cabreada ahora.

Aquello también era cierto, se dijo Sam. Después de que Rebecca se sumara a la Familia, Daniel pasaba menos tiempo con ellas. Ella podía sobrellevarlo: cualquier cosa, con tal de que él estuviera contento y no quisiera echarla a patadas de la Familia. Pero Linda, en su papel de madre, se tomó muy mal que Rebecca pareciera haberla suplantado.

Ella lo negó:

—Eso no es verdad. ¿Cómo iba a tener celos viviendo en esa situación? ¿Un hombre y tres mujeres viviendo juntos?

—¿Que cómo? Pues porque somos humanos, por eso. Joder, si tenías celos hasta de Rachel.

—Eso era distinto. Era una zorra. No era una de nosotras, no formaba parte de la Familia.

—Mirad, no estamos aquí para hablar de nosotras —terció Sam—, sino para ayudar a la policía.

Rebecca soltó un bufido.

—¿Cómo que no estamos aquí para hablar de nosotras la primera vez que nos vemos después de ocho años? ¿Qué pensabas? ¿Que íbamos a presentarnos aquí, a escribir una lista con las diez cosas principales que recordamos de Daniel Pell y a marcharnos a casa? Claro que se trata de nosotras. Tanto como de él.

También enfadada, Linda lanzó una mirada a Sam.

—Y tú no tienes que defenderme. —Señaló desdeñosamente a Rebecca con la cabeza—. No lo merece. No estuvo allí desde el principio, como nosotras. No participó y luego vino a hacerse la dueña. —Volviéndose hacia Rebecca, añadió—: Yo estuve con él más de un año. ¿Y tú? Tú un par de meses.

—Fue Daniel quien me lo pidió. Yo no forcé mi entrada.

—Nos iba de maravilla y entonces apareciste tú.

—¿Que os iba de maravilla? —Rebecca dejó su copa de vino y se echó hacia delante—. ¿Tú te estás oyendo?

—Rebecca, por favor —dijo Sam. Le latía con fuerza el corazón. Pensó que iba a echarse a llorar al mirar a las dos mujeres con la cara sofocada, mirándose de frente desde sendos extremos de la mesa baja de troncos barnizados y amarillentos—. Ya vale.

Su esbelta compañera no le prestó atención.

—Linda, te he estado escuchando desde que he llegado. Has estado defendiéndole, diciendo que no era tan malo, que no robábamos tanto… Que puede que Daniel no matara a tal o cual… Pues todo eso son gilipolleces. Espabila de una vez. Sí, la Familia era un horror, un horror total.

—¡No digas eso! ¡No es cierto!

—Claro que es cierto, joder. Y Daniel Pell es un monstruo. Piénsalo. Piensa en lo que nos hizo… —Sus ojos brillaban, le temblaba la mandíbula—. En cuanto te vio, se dio cuenta de que tus padres no te daban ni una pizca de libertad. ¿Y qué hizo? Decirte que eras una persona estupenda e independiente y que te estaban ahogando. Y ponerte al mando de la casa. Te hizo mamá. Te dio un poder que no habías tenido nunca antes. Así te enganchó.

Linda tenía lágrimas en los ojos.

—No fue así.

—Tienes razón. Fue peor. Porque mira lo que pasó luego. Se deshizo la Familia, fuimos a la cárcel y ¿dónde acabaste tú? Justo donde habías empezado. Otra vez con una figura masculina dominante, sólo que ahora tu papá es Dios. Y si creías que no podías decirle que no a tu verdadero padre, imagínate al nuevo.

—No digas eso —comenzó a decir Sam—, es…

Rebecca se volvió hacia ella.

—Y tú. Igual que siempre. Linda y yo nos peleamos y tú juegas a ser Pequeña Miss Naciones Unidas, que nadie se lleve un disgusto, que nadie remueva las cosas. ¿Por qué? ¿Es porque te importamos, querida? ¿O es porque te aterra que nos autodestruyamos y que te quedes aún más sola de lo que ya estás?

—No hay por qué ponerse así —masculló Sam.

—Desde luego que sí. Echemos un vistazo a tu historia, Ratón. Tus padres no sabían ni que existías. «Vete a hacer lo que quieras, Sammy. Papá y mamá están muy ocupados con Greenpeace o con la Organización Nacional para las Mujeres, o haciendo marchas en pro de la cura contra el cáncer como para arroparte por las noches». ¿Y qué hizo Daniel por ti? De pronto se convirtió en el padre atento y amoroso que nunca tuviste. Cuidaba de ti, te decía lo que tenías que hacer, cuándo lavarte los dientes, cuándo dar una mano de pintura a la cocina, cuándo ponerte a cuatro patas en la cama… Y tú pensaste que eso significaba que te quería. ¿Y sabes qué? Que tú también te enganchaste. ¿Y ahora? Ahora estás otra vez en las mismas, igual que Linda. Antes no existías para tus padres y ahora no existes para nadie. Porque tú no eres Samantha McCoy. Te has convertido en otra persona.

—¡Basta! —Sam lloraba ahora con fuerza. Aquellas palabras amargas, nacidas de una amarga verdad, se le clavaron en lo más hondo. También ella podía decir cosas (podía hablar del egoísmo de Rebecca, de su franqueza rayana en la crueldad), pero se contuvo. Le resultaba imposible ponerse desagradable, aunque fuera en defensa propia.

Ratón…

Linda, en cambio, no era tan reacia a luchar.

—¿Y qué te da a ti derecho a hablar? No eras más que una golfa que se las daba de artista bohemia. —Su voz temblaba de ira, las lágrimas corrían por su cara—. Sam y yo teníamos problemas, claro que sí, pero cuidábamos la una de la otra. Tú no eras más que una puta. Y aquí estás, juzgándonos. ¡No eras mejor que nosotras!

Rebecca se echó hacia atrás, la cara inmóvil. Sam casi vio cómo se disipaba su ira. Bajando la mirada hacia la mesa, Rebecca dijo en voz baja:

—Tienes razón, Linda. Tienes toda la razón. No soy mejor en absoluto. Yo también caí. Conmigo hizo lo mismo.

—¿Contigo? —replicó Linda—. ¡Tú no estabas nada unida a Daniel! Tú sólo estabas allí para follar.

—Exacto —dijo con una sonrisa triste, una de las más tristes que Samantha McCoy había visto nunca.

—¿Qué quieres decir, Rebecca? —preguntó.

Más vino.

—¿Cómo creéis que me engatusó a mí? —Otro sorbo de vino—. Nunca os dije que, cuando conocí a Daniel, hacía tres años que no me acostaba con nadie.

—¿Tú?

—Tiene gracia, ¿eh? Yo, tan sexi, la femme fatale de la Costa Central… La verdad era muy distinta. ¿Qué hizo Daniel por mí? Hizo que me sintiera a gusto con mi cuerpo. Me enseñó que el sexo era bueno. Que no era sucio. —Dejó la copa—. Que no era eso que pasaba cuando mi padre volvía a casa del trabajo.

—Ah —musitó Sam.

Linda no dijo nada.

Rebecca apuró la copa de vino.

—Dos o tres veces por semana. En los últimos años de colegio y en el instituto. ¿Queréis saber cuál fue mi regalo de graduación?

—Rebecca… Lo siento muchísimo —dijo Sam—. Nunca dijiste nada.

—Has hablado del día que nos conocimos, en la furgoneta —añadió dirigiéndose a Linda, cuyo semblante seguía impasible—. Sí, estuvimos tres horas allí metidos. Vosotras pensasteis que estábamos follando. Pero lo único que hicimos fue hablar. Daniel estuvo tranquilizándome, porque yo estaba aterrada. Como me había pasado muchas otras veces: estaba con un hombre al que deseaba y que me deseaba, y aun así no podía. No podía dejar que me tocara. Un envoltorio provocativo sin nada de pasión dentro. Pero Daniel… Daniel sabía exactamente qué decir para que me sintiera a gusto.

»Y ahora fijaos: tengo treinta y tres años y este año he salido con cuatro hombres distintos. Y, ¿sabéis?, ni siquiera me acuerdo de cómo se llamaba el segundo. Todos, además, tenían por lo menos quince años más que yo… No, no soy mejor que vosotras, chicas. Y todo lo que os he dicho, vale el doble para mí. Pero, vamos, Linda, fíjate en cómo es y en lo que nos hizo. Daniel Pell es lo peor que se pueda imaginar. Sí que fue para tanto… Perdona, estoy borracha y todo esto ha sacado a flote más mierda de la que estoy preparada para soportar.

Linda guardó silencio. Sam veía en su cara cómo se debatía. Pasado un momento dijo:

—Lamento tu desgracia. Rezaré por ti. Ahora disculpadme, por favor. Me voy a la cama.

Cogiendo su biblia, se fue a su habitación.

—No ha ido muy bien —comentó Rebecca—. Perdona, Ratón. —Se inclinó hacia atrás, cerró los ojos y suspiró—. Tiene gracia, intentar escapar del pasado. Es como un perro atado. Por más que quiera correr, no puede escapar.