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Estaban sentadas alrededor del televisor, inclinadas hacia delante, viendo las noticias como tres hermanas que acabaran de reencontrarse. Y eso eran en cierto modo, pensó Samantha McCoy.

—¿No es increíble? —preguntó Rebecca en voz baja, enfadada.

Linda, que estaba limpiando junto con Sam los restos de la cena que les había llevado el servicio de habitaciones, sacudió la cabeza con desaliento.

James Reynolds, el fiscal, había sido objeto de un intento de asesinato por parte de Daniel Pell.

La noticia había puesto muy nerviosa a Sam. Se acordaba bien de Reynolds. Severo, pero razonable, el fiscal había llegado a un acuerdo con su abogado defensor que este consideró bastante justo. Sam había pensado en su momento que el fiscal era, de hecho, muy indulgente. No había pruebas materiales que las relacionaran con la matanza de la familia Croyton. Ella se había quedado perpleja y horrorizada, lo mismo que las demás, al conocer la noticia. Pero aun así el historial de delitos menores de la Familia era muy extenso. De haber querido, James Reynolds podría haberlas llevado a juicio, y no había duda de que un jurado las habría condenado a penas mucho más duras.

Reynolds, sin embargo, se había compadecido de lo que habían pasado, sabedor de que habían caído bajo el hechizo de Daniel Pell. «Síndrome de Estocolmo», lo llamaba él, y Sam había buscado aquella expresión. Era el vínculo emocional que desarrolla la víctima respecto a su secuestrador. Sam había aceptado de buena gana la indulgencia de Reynolds, pero no iba a desentenderse de sus propios actos escudándose en una explicación psicológica. Todos los días se sentía culpable por haber robado y haber permitido que Pell controlara su vida. Ella no había sido secuestrada; había convivido voluntariamente con la Familia.

En la tele apareció una imagen: un retrato hecho a mano de Pell con la piel más oscura, bigote y cabello negro, gafas y un vago aspecto de hispano. Su disfraz.

—Qué cosa tan extraña —comentó Rebecca.

Se sobresaltaron al oír que llamaban a la puerta. La voz de Kathryn Dance anunció su llegada. Linda se levantó para abrirle la puerta.

A Samantha le caía bien Dance, una policía de sonrisa generosa, que llevaba un iPod en lugar de pistola y margaritas de colores grabadas en las tiras de las sandalias. Le habría gustado tener un par de sandalias como aquellas. Rara vez se compraba nada frívolo o divertido. A veces, mirando escaparates, pensaba: «Qué bonito, me gustaría tenerlo». Pero enseguida oía el eco de su mala conciencia y se decía: «No, no me lo merezco».

Winston Kellogg también sonreía, pero su sonrisa era distinta de la de Dance. Parecía ser su insignia, algo que mostrar, como si dijera: «En realidad no soy lo que piensas. Soy agente federal, pero también soy humano». Era atractivo. No era guapo, al menos en el sentido clásico del término. Tenía un poco de papada y algo de barriga. Pero su actitud, su voz y sus ojos hacían de él un hombre sexi.

Dance lanzó una mirada al televisor.

—¿Se han enterado? —preguntó.

—Cuánto me alegro de que esté bien —respondió Linda—. ¿Su familia también estaba en la casa?

—Están todos bien.

—En las noticias han dicho que había un policía herido —dijo Rebecca.

—Nada grave —contestó Kellogg, y procedió a explicarles cómo habían planeado Pell y su cómplice el asesinato de Reynolds, y cómo habían matado a Susan Pemberton la víspera con el único propósito de averiguar dónde vivía el exfiscal.

Sam pensó en lo que tanto la había impresionado años atrás: la personalidad obsesiva e irrefrenable de Daniel Pell.

—Bueno, quería darles las gracias —dijo Dance—. La información que nos dieron salvó la vida del fiscal.

—¿Nosotras? —preguntó Linda.

—Sí. —Explicó cómo las observaciones que habían hecho esa tarde (y más concretamente sus comentarios sobre la reacción de Pell ante las burlas y su gusto por los disfraces) la habían llevado a deducir qué podía estar tramando el asesino.

Rebecca sacudía la cabeza. Su boca, siempre tan expresiva, se veía tensa.

—Pero se les ha vuelto a escapar, si no me equivoco —dijo.

Sam sintió vergüenza al oír su corrosivo comentario. Nunca dejaba de asombrarla que algunas personas no vacilaran en criticar o insultar a los demás incluso cuando hacerlo carecía de objeto.

En efecto —contestó Dance, mirando a los ojos a la más alta de las tres—. No llegamos a tiempo.

—El presentador ha dicho que Reynolds intentó capturarlo —dijo Rebecca.

Fue Kellogg quien contestó:

—Así es.

De modo que quizá la culpa de que Pell haya escapado la tenga él.

Dance le sostuvo la mirada sin esfuerzo. Cuánto envidiaba Sam aquella capacidad Su marido le decía a menudo: «Oye, ¿qué pasa? Mírame». Parecía que la única persona a la que se atrevía a mirar a los ojos era a su hijo de dieciocho meses.

Posiblemente —contestó Kathryn—. Pero Pell estaba en la puerta de su casa con una pistola. Reynolds no tuvo elección.

Rebecca se encogió de hombros.

Aun así. Ustedes son muchos y él sólo uno.

Vamos —intervino Linda—. Están haciendo todo lo que pueden. Ya conoces a Daniel. Piensa en todo. Es imposible llevarle la delantera.

No, tiene usted razón, Rebecca —señaló el agente del FBI—. Tenemos que ponernos las pilas. Estamos a la defensiva. Pero lo atraparemos, les doy mi palabra.

Samantha advirtió que Kellogg miraba a Kathryn Dance y pensó: «Vaya, está prendado de ella», una expresión típica de los viejos libros que había leído por centenares durante los veranos de su infancia. Y en cuanto a Dance… Mmm, podría ser. Sam no estaba segura. Pero no malgastó mucho tiempo pensando en la vida amorosa de dos personas a las que había conocido la víspera. Formaban parte de un mundo que quería dejar atrás lo antes posible.

Rebecca reculó.

—Bueno, si esta vez han estado a punto de atraparlo, quizá la próxima lleguen cinco minutos antes.

Dance asintió con una inclinación de cabeza.

—Gracias. Por eso, y por todo. Les estamos muy agradecidos. Ahora, un par de cosas. Sólo para que estén más tranquilas, he ordenado que haya otro ayudante del sheriff montando guardia fuera. Nada indica que Pell sepa que están aquí, pero me ha parecido que no estaba de más.

—Eso no se lo discuto —dijo Rebecca.

La agente miró el reloj. Eran las diez y cuarto.

—Si les parece, lo dejamos por esta noche. Si se les ocurre alguna otra cosa sobre Pell o el caso y quieren contárnoslo, puedo estar aquí en veinte minutos. Si no, nos veremos por la mañana. Imagino que estarán agotadas.

—Es lo que tienen los reencuentros —comentó Samantha.

*****

Aparcaron detrás del Sea View y Jennie apagó el motor del Toyota. Daniel Pell no salió. Estaba aturdido y todo le parecía irreal: el aura fantasmal de las luces entre la niebla, el sonido como retardado de las olas amontonándose en la playa de Asilomar.

Un mundo paralelo, salido de una de esas películas absurdas de las que los reclusos de Capitola se pasaban meses hablando después de haberlas visto.

Y todo por el extraño incidente en casa del fiscal.

—¿Estás bien, cielo?

No dijo nada.

—No me gusta que estés triste. —Jennie apoyó una mano en su muslo—. Lamento que te hayan salido mal las cosas.

Pell estaba pensando en aquella vez durante el juicio, hacía ocho años, en que fijó sus ojos azules, azules como el hielo, en el fiscal James Reynolds con intención de intimidarlo, de hacerle perder la concentración. Pero Reynolds se limitó a mirarlo y a sonreír, burlón. Luego se volvió hacia los miembros del jurado con un guiño y soltó una broma hiriente.

Y ellos también se rieron.

En ese instante vio tirados por tierra todos sus esfuerzos. El hechizo se había roto. Estaba convencido de que podía conseguir la absolución, de que podía convencer al jurado de que el asesino era Jimmy Newberg, de que él también era una víctima, de que había actuado en defensa propia.

Reynolds, riéndose como si él, Daniel Pell, fuera una especie de mocoso haciendo muecas a los adultos.

Reynolds, llamándole el Hijo de Manson…

¡Controlándome!

Ese era su pecado imperdonable. No enjuiciarle (no, eso lo había hecho mucha gente), sino controlarle. Manejarle como a un títere digno de risa.

Poco después de eso, el portavoz del jurado leyó el veredicto y él vio desvanecerse su preciosa montaña, su libertad, su independencia, su Familia… Lo perdió todo. Su vida entera destruida por una risa.

Y ahora Reynolds (una amenaza para él tan seria como Kathryn Dance) desaparecería sin dejar rastro, sería mucho más difícil encontrarlo.

Se estremeció de rabia.

—¿Estás bien, cielo?

Sintiéndose aún como si estuviera en otra dimensión, Pell le contó la historia de Reynolds en la sala del tribunal y el peligro que representaba para él. Una historia que nadie conocía.

Y, curiosamente, a Jennie no le chocó.

—Es terrible. Mi madre también lo hacía, se reía de mí delante de los demás. Y me pegaba. Pero creo que era peor que se riera. Mucho peor.

Su compasión conmovió a Pell.

—Oye, preciosa… Esta noche sí que has aguantado.

Jennie sonrió y cerró los puños como si le enseñara las letras tatuadas: A-G-U-A-N-T-A.

—Estoy orgulloso de ti. Ven, vamos dentro.

Pero ella no se movió. Su sonrisa se había borrado.

—Estaba pensando en una cosa.

—¿En qué?

—¿Cómo se dio cuenta?

—¿Quién?

—Ese hombre, Reynolds.

—Me vio, supongo. Me reconoció.

—No, yo creo que no. Tengo la impresión de que las sirenas empezaron a sonar antes de que llamaras a la puerta.

—¿Sí?

—Creo que sí.

Kathryn… Ojos tan verdes como azules son los míos, uñas cortas y rosas, una goma roja en la trenza, una perla en el dedo y una concha pulida en la garganta. Agujeros en los lóbulos, pero no pendientes.

Podía imaginársela perfectamente. Casi podía sentir su cuerpo junto a él. El globo que tenía dentro empezó a hincharse.

—Bueno, está esa policía. Es un problema.

—Háblame de ella.

Pell besó a Jennie, deslizó la mano por su espalda huesuda, más allá del broche del sujetador, y siguió hacia abajo, hasta meterla bajo la cinturilla del pantalón y tocar el encaje de las bragas.

—Aquí no. Vamos dentro. Dentro te hablaré de ella.