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Desde el coche patrulla, el ayudante del sheriff vigilaba atentamente su territorio: el campo, los árboles, los jardines, la carretera…

Las guardias eran posiblemente la parte más aburrida del oficio de policía. Les seguían a corta distancia las labores de vigilancia, pero al menos en esos casos uno sabía que el sujeto en cuestión era posiblemente un mal tipo, de modo que siempre cabía la posibilidad de que hubiera que sacar el arma y encararse con él.

Hacer algo, por lo menos.

Pero hacer de niñera a testigos y buena gente (sobre todo cuando los malos ni siquiera sabían dónde estaban los buenos) era aburridísimo.

Acababa uno con dolor de espalda y los pies entumecidos, y tenía que dosificar la ingesta de café y los descansos para ir al baño y…

—Vaya por Dios —masculló el ayudante. Ojalá no hubiera pensado eso. Ahora se daba cuenta de que tenía que ir a hacer pis.

¿Podía arriesgarse a hacerlo entre los matorrales? No era buena idea, teniendo en cuenta lo bonito que era aquel sitio. Tendría que buscar un baño. Primero haría una ronda rápida, para asegurarse de que estaba todo en orden, y luego llamaría a la puerta.

Salió del coche y echó a andar calle abajo, mirando entre los árboles y los arbustos. No vio nada raro. Lo normal allí: una limusina circulaba lentamente, conducida por un chófer con gorra, como los de las películas. Y al otro lado de la calle, un ama de casa hacía colocar tiestos con flores a su jardinero bajo el buzón antes de plantarlas en la tierra. El pobre hombre parecía enfadado por su indecisión.

La mujer levantó la vista y, al verlo, lo saludó con una inclinación de cabeza.

El ayudante respondió con el mismo gesto y fantaseó fugazmente con la posibilidad de que ella se acercara y le dijera lo mucho que le gustaban los hombres de uniforme. Había oído contar anécdotas acerca de policías que paraban a un coche y mujeres que «pagaban la multa» detrás de unos árboles, cerca de la carretera, o en la parte de atrás de un coche patrulla (en algunas versiones figuraba también el asiento de una Harley Davidson). Pero eran siempre historias de segunda o tercera mano. A sus amigos no les había pasado nunca, y él sospechaba, además, que si alguien le propusiera un revolcón (aunque fuera aquella mujer desesperada) ni siquiera se empalmaría.

Lo cual le hizo pensar de nuevo en sus partes bajas y le recordó lo mucho que necesitaba aliviarse.

Vio entonces que la señora le hacía señas mientras se acercaba. Se detuvo.

—¿Va todo bien, agente?

—Sí, señora. —Siempre reservado.

—¿Está aquí por ese coche? —preguntó ella.

—¿Qué coche?

Ella hizo un gesto.

—El de ahí arriba. Lo vi aparcar hace unos diez minutos, pero el conductor paró entre unos árboles. Me extrañó un poco que aparcara así. Últimamente ha habido algunos robos en casas de por aquí, ¿sabe?

Alarmado, el ayudante dirigió la vista hacia el lugar al que señalaba la mujer. Vio entre los matorrales un destello de chapa o cristal. Sólo podía haber un motivo para dejar un coche tan lejos de la carretera, y era ocultarlo.

Pell, pensó.

Echó mano de su pistola y dio un paso calle arriba.

Sssssshhh.

Miró hacia atrás al oír aquel extraño sonido, pero en ese instante la pala, empuñada por el jardinero, golpeó su hombro y su cuello emitiendo un ruido sordo.

Un gruñido. El ayudante cayó de rodillas, los ojos llenos de una luz amarilla y mate. Delante de él estallaban negros fogonazos.

—No, por favor —suplicó.

Pero la respuesta fue otro golpe de la pala, esta vez más certero.

Vestido con su indumentaria de jardinero manchada de tierra, Daniel Pell arrastró al policía entre los matorrales, donde no pudieran verlo. No estaba muerto, sólo mareado y dolorido.

Le quitó rápidamente el uniforme, se lo puso y se enrolló las perneras, demasiado largas. Amordazó al policía con cinta aislante y le puso sus propias esposas. Se guardó en el bolsillo su pistola y sus cargadores de repuesto y colocó en su funda la Glock que había llevado consigo; estaba acostumbrado a ella, y la había disparado las veces suficientes para sentirse cómodo con el juego del gatillo.

Al mirar atrás vio que Jennie sacaba las flores del trozo de tierra que rodeaba el buzón de la casa vecina y las metía en una bolsa. Había estado bien en el papel de ama de casa. Había distraído al policía a la perfección y apenas había dado un respingo cuando atizó al pobre diablo con la pala.

La lección del «asesinato» de Susan Pemberton había dado resultado: Jennie estaba ahora más cerca del negro núcleo de su ser. Pero ahora tendrían que tener cuidado. Matar al ayudante del sheriff sería pasarse de la raya. Aun así, Jennie se estaba portando bien. Pell estaba eufórico. Nada le hacía más feliz que transformar a una persona en un ser de su propia creación.

—Trae el coche, preciosa. —Le pasó la ropa de jardinero.

Ella dibujó una amplia sonrisa.

—Lo tendré listo. —Dio media vuelta y enfiló la calle a toda prisa, con la ropa, la bolsa y la pala. Miró hacia atrás y murmuró—: Te quiero.

Pell observó satisfecho su paso decidido.

Luego se volvió y echó a andar tranquilamente por el camino que llevaba a la casa del hombre que había cometido un pecado imperdonable contra él, un pecado que sería su sentencia de muerte: el exfiscal James Reynolds.

*****

Pell miró por una rendija de la cortina de una de las ventanas delanteras. Vio a Reynolds hablando por un teléfono inalámbrico, con una botella de vino en la mano, pasando de una habitación a otra. Una mujer (su esposa, dedujo) entró en lo que parecía ser la cocina. Iba riéndose.

Él pensaba que hoy en día, con los ordenadores, Internet y Google, sería fácil localizar prácticamente a cualquiera. Había descubierto cierta información sobre Kathryn Dance que podía serle útil. Pero James Reynolds era invisible. No aparecía en ningún listín telefónico, ni en registros tributarios, ni figuraba en ninguno de los antiguos directorios del estado y el condado, ni en la nómina del colegio de abogados.

Suponía que habría acabado por encontrar al fiscal a través de algún registro público, pero no podía ponerse a rebuscar en los archivos del mismo edificio administrativo del que acababa de escapar. Además, tenía muy poco tiempo. Tenía que zanjar sus asuntos en Monterrey y largarse de allí.

Después de dar muchas vueltas al tema, había consultado los archivos en línea de los periódicos locales. En el Península Times encontró un breve artículo acerca de la boda de la hija del fiscal. Llamó al establecimiento donde se había celebrado el enlace, el hotel balneario Del Monte, y averiguó el nombre de la empresa organizadora de la boda. Un café con Susan Pemberton, un poco de aerosol de pimienta y ya eran suyos los archivos que contenían el nombre y la dirección de la persona que había pagado el banquete: James Reynolds.

Y ahora estaba allí.

En el interior de la casa seguía habiendo movimiento.

Al parecer también había en el domicilio un hombre de veintitantos años. Un hijo, quizá. El hermano de la novia. Tendría que matarlos a todos, claro, y a cualquiera que hubiera dentro de la casa. Le traía sin cuidado hacerles daño, pero no podía dejar a nadie con vida. Sus muertes eran una cuestión puramente práctica; de ese modo, Jennie y él dispondrían de más tiempo para escapar. A punta de pistola los obligaría a entrar en un espacio cerrado (un cuarto de baño o una salita de estar) y luego utilizaría el cuchillo para que no se oyeran disparos. Con un poco de suerte, podría acabar su otra misión y marcharse de la península antes de que se descubrieran los cadáveres.

Vio que el fiscal colgaba el teléfono y empezaba a volverse. Agachó la cabeza, comprobó su pistola y pulsó el timbre. Se oyeron ruidos dentro. Una sombra cubrió la mirilla. Pell se mantuvo donde pudiera verse su uniforme, pero bajó la mirada tranquilamente.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Señor Reynolds, soy el agente Ramos.

—¿Quién?

—El ayudante del sheriff, he venido a sustituir a mi compañero. Me gustaría hablar con usted.

—Un segundo, tengo una cosa en el fuego.

Pell empuñó su pistola y tuvo la sensación de que una enorme irritación empezaba a aliviarse. De pronto se sentía sexualmente excitado. Estaba deseando volver con Jennie al Sea View. Quizá ni siquiera llegaran al motel. Lo harían en el asiento de atrás.

Se colocó bajo la sombra de un árbol grande y enmarañado, junto a la puerta, y se deleitó sintiendo el peso de la pistola en la mano. Pasó un minuto. Luego otro. Llamó otra vez.

—¿Señor Reynolds?

—¡No te muevas, Pell! —gritó alguien. La voz procedía del exterior, de detrás de él—. ¡Tira el arma! —Era James Reynolds—. ¡Voy armado!

¡No! ¿Qué había pasado? Pell tembló de rabia. Estaba tan furioso que estuvo a punto de vomitar.

—Escúchame, Pell. Si mueves un solo dedo, te pego un tiro. Coge el arma con la mano izquierda, por el cañón, y déjala en el suelo. ¡Vamos!

—¿Qué? Pero ¿qué dice, señor?

¡No, no! ¡Lo había planeado todo a la perfección! La rabia apenas lo dejaba respirar. Miró un momento a su espalda. Allí estaba Reynolds, sujetando un gran revólver con las dos manos. Sabía lo que hacía y parecía en perfecta calma.

—Espere, espere, fiscal Reynolds. Me llamo Héctor Ramos, soy el…

Oyó un chasquido; Reynolds acababa de amartillar su arma.

—¡De acuerdo! No sé de qué va todo esto, pero de acuerdo. Santo Dios. —Cogió el cañón de la pistola con la mano izquierda y se agachó para dejarla en el suelo del porche.

En ese instante, con un chirrido, el Toyota negro apareció en el camino de entrada y se detuvo de golpe, haciendo sonar el claxon.

Pell se arrojó al suelo de bruces, recogió la pistola y comenzó a disparar hacia Reynolds. El fiscal se agachó, asustado, y efectuó varios disparos, pero falló. Pell oyó a los lejos el estrépito de las sirenas. Dudó un instante, dividido entre el impulso de huir y el ansia de aniquilar a aquel hombre. Finalmente, venció el afán de supervivencia, y corrió por el camino hacia Jennie, que le había abierto la puerta del copiloto.

Se arrojó dentro del coche y, mientras arrancaban a toda velocidad Pell se dio la triste satisfacción de acribillar la casa hasta quedarse sin balas, con la esperanza de asestar al menos un disparo mortal.