—Bienvenida otra vez —dijo Rebecca Sheffield a Dance al abrir la puerta de la cabaña del Point Lobos Inn—. Hemos estado chismorreando y gastándonos su dinero en el servicio de habitaciones. —Señaló una botella de cabernet Jordan de la que sólo estaba bebiendo ella.
Miró a Samantha, pero no la reconoció.
—Hola —saludó, pensando probablemente que era otra policía involucrada en el caso.
Entraron en la cabaña. Kathryn cerró y echó la llave.
Samantha las miró a ambas. Parecía haberse quedado sin habla y la agente temió por un momento que diera media vuelta y huyera.
Rebecca la miró de nuevo y pestañeó.
—Espera. Dios mío, pero si…
Linda arrugó el entrecejo, desconcertada.
—¿No la reconoces? —preguntó Rebecca.
—¿Qué…? Espera. ¿Eres tú, Sam?
—Hola. —La esbelta joven parecía angustiada. No lograba sostener la mirada más de un par de segundos.
—Tu cara —observó Linda—. Madre mía, qué cambiada estás.
Samantha se sonrojó, encogiéndose de hombros.
—Estás más guapa. Y por fin tienes un poco de carne en los huesos. Antes era un espárrago. —Rebecca se acercó y la abrazó con firmeza. Luego, apoyando las manos sobre sus hombros, se echó hacia atrás—. Un trabajo estupendo. ¿Qué te has hecho?
—Implantes, en la mandíbula y los pómulos. Y también labios y ojos. Y la nariz, claro. Y luego… —Miró su pecho redondeado y esbozó una tenue sonrisa—. Pero eso quería hacerlo hacía años.
—No puedo creerlo —dijo Linda, llorando, y también la abrazó.
—¿Cómo te llamas ahora?
—Prefiero no decíroslo —contestó sin mirarlas—. Y escuchadme las dos, por favor. No podéis hablarle a nadie de mí. Si cogen a Daniel y queréis hablar con la prensa, por favor, no me mencionéis.
—Por mí no hay problema.
—¿Tu marido no lo sabe? —preguntó Linda, lanzando una mirada a su anillo de compromiso y su alianza de boda.
Samantha negó con la cabeza.
—¿Y cómo te las apañas? —preguntó Rebecca.
Samantha tragó saliva.
—Pues mintiendo.
Dance sabía que las parejas casadas se mentían entre sí con cierta frecuencia, aunque menos a menudo que los novios que aún no se habían casado. Pero casi siempre eran mentiras triviales. Muy rara vez entrañaban un engaño del calibre del de Samantha.
—Tiene que ser un fastidio —comentó Rebecca—. Debes de tener muy buena memoria.
—No me queda más remedio —repuso Samantha.
Kathryn reconoció diversos indicios kinésicos: encogimiento, crispación, cruce y flexión de diversas partes del cuerpo, muestras de rechazo… Samantha era un volcán lleno de estrés.
—Pero sabrá que estuviste en prisión, ¿no? —preguntó Rebecca.
—Sí.
—Entonces, ¿cómo…?
—Le dije que había sido por un desfalco. Que ayudé a mi jefe a malversar unos bonos porque su mujer necesitaba una operación.
—¿Y se lo creyó?
Samantha miró a Rebecca con timidez.
—Es un buen hombre. Pero me dejaría si supiera la verdad. Que estuve en una secta…
—No era una secta —se apresuró a decir Linda.
—Fuera lo que fuese, Daniel Pell estaba detrás. Esa es razón suficiente para que me deje. Y no se lo reprocharía.
—¿Y tus padres? —preguntó Rebecca—. ¿Tampoco saben nada?
—Mi madre murió y mi padre tiene tan poco interés en mi vida como siempre. O sea, ninguno. Pero, si me perdonáis, la verdad es que preferiría no hablar de estas cosas.
—Claro, Sam —dijo Rebecca.
La agente regresó a los pormenores del caso. Expuso primero los detalles del asesinato de Susan Pemberton y el robo de los archivos de su empresa.
—¿Están seguros de que fue él? —preguntó Linda.
—Sí. Las huellas son suyas.
Linda cerró los ojos y murmuró una oración. El rostro de Rebecca se crispó, lleno de ira.
Ninguna de ellas había oído hablar de Pemberton, ni de su empresa. Tampoco recordaban ningún evento organizado al que Pell hubiera podido ir.
—No llevábamos una vida muy de traje y corbata —comentó Rebecca.
Dance preguntó a Samantha por la cómplice de Pell, pero, al igual que sus compañeras, la joven ignoraba quién podía ser aquella mujer. Tampoco recordaba haber oído hablar de Charles Pickering, de Redding. Kathryn les contó que había recibido un correo electrónico de Richard Pell y preguntó si alguna vez habían tenido contacto con él.
—¿Con quién? —preguntó Rebecca.
La agente se lo explicó.
—¿Su hermano mayor? —la interrumpió Linda—. No, Scotty era más pequeño. Y murió un año antes de que yo conociera a Daniel.
—¿Daniel tenía un hermano? —preguntó Rebecca—. Pero si era hijo único.
Dance les contó lo de los hurtos que había cometido Pell con la cuñada de su hermano.
Linda sacudió la cabeza.
—No, no. Está usted equivocada. Su hermano se llamaba Scott y era discapacitado psíquico. Por eso, entre otras cosas, conectamos tan bien. Mi primo tiene parálisis cerebral.
—Y a mí me dijo que era hijo único, como yo —repuso Rebecca, y se echó a reír—. Mentía para suscitar nuestra compasión. ¿A ti qué te dijo, Sam?
Samantha pareció reacia a contestar. Luego dijo:
—Que Richard era mayor. Y que no se llevaban nada bien. Richard era un matón. Su madre se pasaba el día borracha, así que nunca limpiaba, y su padre se empeñaba en que lo hicieran ellos. Pero Richard obligaba a Daniel a hacer todo el trabajo. Y si no lo hacía, le pegaba.
—¿A ti te dijo la verdad? —preguntó Linda, crispada.
—Bueno, sólo lo mencionó.
—El Ratón se anota un tanto. —Rebecca se echó de nuevo a reír.
—A mí me dijo que no quería que nadie de la Familia se enterara de lo de su hermano —comentó Linda—. Que sólo confiaba en mí.
—También se suponía que yo no debía decirle a nadie que era hijo único —dijo Rebecca.
Linda parecía alterada.
—Todos contamos mentiras a veces. Seguro que ese incidente con la sobrina… Eso que le contaba su hermano en el correo… Seguro que no pasó, o que no fue para tanto y que su hermano lo puso como excusa para cortar con Daniel.
Saltaba a la vista que Rebecca no estaba de acuerdo.
Dance dedujo que, en opinión de Pell, Linda y Rebecca suponían una amenaza mayor que Samantha. Linda era la madre de la familia y tendría cierta autoridad. Rebecca, por su parte, era descarada y extrovertida. Samantha, en cambio… A ella Pell podía controlarla mucho mejor, y sabía, por tanto, que podía confiarle la verdad. O al menos parte de la verdad.
Kathryn se alegró de que hubiera decidido ayudarles. Advirtió que miraba la cafetera.
—¿Quiere uno?
—Estoy un poco cansada. No he dormido mucho últimamente.
—Bienvenida al club —comentó Rebecca.
Samantha hizo amago de levantarse, pero la agente le indicó que se quedara sentada.
—¿Leche o azúcar?
—No, no se moleste. De verdad.
Kathryn notó que Linda y Rebecca cambiaban una leve sonrisa al comprobar que Samantha seguía siendo igual de tímida.
El Ratón…
—Leche, gracias.
Dance siguió con las preguntas:
—Linda nos ha dicho que Pell quizá quisiera mudarse al campo, a la cima de una montaña. ¿Tiene usted idea de a qué podía referirse?
—Bueno, Daniel me dijo muchas veces que quería irse al campo. Que la Familia se mudara allí. Era muy importante para él alejarse de todo el mundo. No le gustaba tener vecinos, ni le gustaban las autoridades. Quería tener espacio para más gente. Quería aumentar la Familia.
—¿Ah, sí? —preguntó Rebecca.
Linda no dijo nada.
—¿Alguna vez habló de Utah?
—No.
—¿En qué lugar podía estar pensando?
—No me lo dijo. Pero parecía haberlo pensado muy seriamente.
Al recordar que quizá Pell hubiera escapado en barco del lugar donde había asesinado a Susan Pemberton, Dance tuvo una idea.
—¿Alguna vez habló de una isla? —preguntó.
Samantha se rio.
—¿Una isla? No, imposible.
—¿Por qué?
—Porque le aterra el agua. Daniel no se sube a nada que flote.
Linda parpadeó.
—No lo sabía.
Rebecca tampoco. Una sonrisa irónica.
—Pero es lógico. Sus miedos sólo los compartía con su Ratón.
—Decía que el mar era un mundo ajeno. Que las personas no tenían nada que hacer en él. Que no debía uno aventurarse en un lugar que es incapaz de controlar. Pensaba lo mismo de volar. No se fiaba de los pilotos, ni de los aviones.
—Pensábamos que quizás hubiera escapado en barco del lugar del crimen.
—Imposible.
—¿Está segura?
—Sí.
Dance se disculpó un momento, llamó a Rey Carraneo y le dijo que abandonara la búsqueda de embarcaciones robadas. Al colgar, pensó que la hipótesis de O’Neil era equivocada y que Kellogg, en cambio, tenía razón.
—Ahora me gustaría que pensáramos en sus motivos para quedarse aquí. ¿Qué me dicen del dinero? —Mencionó el comentario de Rebecca acerca de un gran golpe: un robo o un atraco de importancia—. Se me ha ocurrido que quizás esté aquí porque escondió dinero o algo de valor en alguna parte. O porque tiene un asunto pendiente. Quizás algo relacionado con el asesinato de la familia Croyton.
—¿Dinero? —Samantha hizo un gesto negativo con la cabeza—. No, no creo que sea eso.
—Sé que lo dijo —añadió Rebecca con firmeza.
—No me refería a que no lo hubiera dicho —se apresuró a matizar el Ratón—. Quería decir solamente que quizá no se refería a «grande» en el que sentido que le damos nosotros. No le gustaba cometer delitos demasiado visibles. Entrábamos en casas…
—Bueno, casi en ninguna —puntualizó Linda.
Rebecca suspiró.
—Pues sí, Linda, en muchas. Y antes de que llegara yo habíais estado muy ocupados.
—Qué exageración.
Samantha no dijo nada en apoyo de una o la otra. Parecía nerviosa, como si temiera que volvieran a pedir su opinión para romper el empate. Continuó:
—Decía que, si alguien hacía algo demasiado ilegal, la prensa se hacía eco y la policía se lanzaba a por ti a lo bestia. Por eso evitábamos los bancos y las oficinas de cambio. Demasiada seguridad, demasiados riesgos. —Se encogió de hombros—. El caso es que todos esos robos… Nunca se trató de dinero, en realidad.
—¿No? —preguntó Dance.
—No. Podríamos haber ganado lo mismo en un trabajo normal. Pero eso a Daniel no le interesaba. Lo que le gustaba era conseguir que la gente hiciera cosas que no quería hacer. Eso era lo que de verdad le satisfacía.
—Lo dices como si no hiciéramos otra cosa —comentó Linda.
—No lo decía en ese sentido…
—No éramos una panda de ladrones.
Rebecca ignoró a Linda.
—Opino que estaba muy interesado en ganar dinero.
Samantha sonrió, indecisa.
—Bueno, es sólo que yo tenía la sensación de que se trataba más de manipular a la gente. Daniel no necesitaba mucho dinero. No lo quería.
—De algún modo tendría que pagar su cima de la montaña —señaló Rebecca.
—Tienes razón, supongo. Puede que me equivoque.
Dance tenía la impresión de que se trataba de una clave importante para entender a Pell, de modo que les preguntó por sus actividades delictivas con la esperanza de desencadenar algún recuerdo concreto.
—A Daniel se le daba bien —contestó Samantha—. A pesar de que sabía que lo que hacíamos estaba mal, yo no podía evitar admirarlo. Conocía los mejores sitios para ir a robar carteras o para entrar en casas. Cómo funcionaba la seguridad en las grandes superficies, qué etiquetas tenían alarmas y cuáles no, qué clase de dependientes aceptaban devoluciones sin tique de compra.
—Todo el mundo habla como si fuera un criminal terrible —comentó Linda—. Pero en realidad para él era todo un juego. Era como si nos disfrazáramos. ¿Os acordáis? Pelucas, ropa distinta, gafas falsas… Era todo una diversión inofensiva.
La agente se inclinaba a creer, como Samantha, que si Pell mandaba a la Familia a robar era más por una cuestión de poder que de dinero.
—Pero ¿qué hay de la relación con Charles Manson?
—Ah —dijo Samantha—, no había ninguna relación con Manson.
Kathryn se sorprendió.
—Pero la prensa coincidía en que la había.
—Bueno, ya conoce a la prensa.
Samantha seguía resistiéndose a mostrarse en desacuerdo, pero saltaba a la vista que estaba convencida de lo que acababa de afirmar.
—Daniel opinaba que Manson era un ejemplo de lo que no debía hacerse.
Linda sacudió la cabeza.
—No, no. Tenía un montón de libros y de artículos sobre él.
Dance recordó que Linda había sido sentenciada a más tiempo de prisión por destruir parte del material sobre Manson la noche del asesinato de los Croyton. Parecía preocuparle que su heroicidad careciera de pronto de sentido.
—Sólo se parecían en que Daniel vivía con varias mujeres y nos hacía cometer delitos en su provecho. Daniel decía que Manson no era dueño de sí mismo. Afirmaba que era Jesucristo, se tatuó una esvástica en la frente, creía tener poderes paranormales y despotricaba hablando de política y cuestiones raciales.
»Era otro ejemplo de falta de control sobre las propias emociones. Igual que los tatuajes, los piercings o los cortes de pelo raros, que dan información a la gente sobre ti. Y la información es poder. No. Daniel pensaba que Manson lo había hecho todo mal. Su héroe era Hitler…
—¿Hitler? —preguntó Kathryn.
—Sí. Aunque le reprochaba «lo de los judíos», porque era una debilidad. Decía que si Hitler hubiera podido aguantarse y convivir con los judíos, o incluso incluirlos en el gobierno, habría sido el hombre más poderoso de la historia. Pero no pudo dominarse, de modo que mereció perder la guerra. También admiraba a Rasputín.
—¿El monje ruso?
—Sí. Logró introducirse en el hogar de Nicolás y Alejandra. A Pell le gustaba cómo se servía del sexo para controlar a la gente. —Aquello hizo reír a Rebecca y sonrojarse a Linda—. Y Svengali, también.
—¿El de Trilby, el libro? —preguntó Dance.
—Ah, ¿ya lo sabía? —preguntó Samantha—. Le encantaba esa historia. Linda nos la leyó muchísimas veces.
—Y francamente —comentó Rebecca—, era muy mala. Era prosa tan antigua… Un dramón, ya sabe.
La agente miró su cuaderno y preguntó a la recién llegada por las palabras clave que Pell había buscado en prisión.
—¿Nimue? —repitió Samantha—. No. Pero una vez tuvo una novia llamada Alison.
—¿Qué? —preguntó Linda.
—La conoció cuando estaba en San Francisco. Antes de conocernos a nosotras. Ella también estaba en un grupo, una especie de Familia.
—¿De qué estás hablando? —insistió Linda.
Samantha asintió con un gesto. La miró, inquieta.
—Pero el grupo no era de Daniel. Él andaba vagabundeando por allí y conoció a Alison y también a otras personas de esa secta, o lo que fuese. Daniel no formaba parte de ella, él no aceptaba órdenes de nadie, pero estaba fascinado y solía verse con ellos. Aprendió mucho de cómo controlar a la gente. Pero empezaron a sospechar de él porque no quería unirse al grupo. Así que Alison y él se marcharon. Estuvieron un tiempo recorriendo el estado, haciendo autostop. Luego a él lo detuvo la policía o estuvo en prisión por algún asunto y ella regresó a San Francisco. Daniel intentó localizarla cuando estaba con nosotras. Por eso a veces iba a la zona de la bahía. Pero no sé qué interés puede tener ahora en localizarla.
—¿Cómo se apellidaba?
—No lo sé.
Dance se preguntó en voz alta si Pell podía estar buscando a Alison (o a alguien llamado Nimue) para vengarse.
—A fin de cuentas, debía de tener una razón muy poderosa para arriesgarse a conectarse a Internet en Capitola, si lo que quería era encontrar a una persona determinada.
—Bueno —contestó Samantha—, Daniel no creía en absoluto en la venganza.
—No sé, Sam —repuso Rebecca—. ¿Qué me dices de ese motero? ¿Ese bestia que vivía calle arriba? Daniel estuvo a punto de matarlo.
La agente recordaba que Nagle les había hablado de un vecino de Seaside al que había agredido Pell.
—En primer lugar —puntualizó Linda—, no fue él. Fue otra persona.
—No, nada de eso. Daniel molió a palos a ese tipo. Le dejó medio muerto.
—Pero la policía le soltó.
Curiosa prueba de inocencia, pensó Kathryn.
—Sólo porque el motero no lo denunció, no tuvo huevos. —Rebecca miró a Samantha—. ¿No fue él?
Ella desvió la mirada y se encogió de hombros.
—Creo que sí. Bueno, sí, Daniel le dio una paliza.
Linda no parecía convencida.
—Pero no fue una venganza. Verá, ese motero se creía una especie de padrino de barrio. Intentó chantajear a Daniel, amenazó con ir a la policía para denunciar una cosa que era mentira. Daniel fue a verlo e intentó engatusarlo. Pero el motero se rio de él y le dijo que le daba un día para conseguir el dinero. Y de repente había una ambulancia delante de la casa del motero. Tenía los tobillos y las muñecas rotas. Pero no fue por venganza. Fue porque era inmune a Daniel. Si eres inmune, Daniel no puede controlarte y eso te convierte en una amenaza para él. Y Daniel lo decía todo el tiempo: «Las amenazas hay que eliminarlas».
—Control —comentó Dance—. Esa es la clave de Daniel Pell, ¿no? Al parecer, esa era una premisa de su pasado en la que las tres integrantes de la Familia estaban de acuerdo.