—Desde que vino a verme, no he podido dormir. Y cuando me enteré de que había asesinado a otra persona, a esa mujer, comprendí que tenía que venir.
Samantha estaba con Dance y Kellogg en el despacho de la agente. Se sentaba muy erguida, agarrada a los brazos de la silla, y miraba alternativamente a los dos policías, sin detenerse nunca más de un segundo en cada uno.
—¿Están seguros de que fue Daniel quien la asesinó?
—Sí —contestó Kellogg.
—¿Por qué lo hizo?
—No lo sabemos. Aún estamos investigando. Se llamaba Susan Pemberton. Trabajaba para Eve Brock. ¿Le dicen algo esos nombres?
—No.
—Es una empresa que se dedica a organizar eventos. Pell se llevó todos sus archivos. Suponemos que los destruyó porque contenían algo que quería ocultar. O puede que esté interesado en alguno de los eventos que va a organizar próximamente la empresa. ¿Se le ocurre qué podría ser?
—No, lo siento.
—Quiero que se reúna con Linda y Rebecca lo antes posible —le dijo Dance.
—¿Están las dos aquí?
—Así es.
Samantha asintió lentamente.
—Yo tengo que ocuparme de un par de asuntos —comentó Kellogg—. Luego me reuniré con ustedes.
Kathryn informó a Maryellen Kresbach de dónde iba a estar y Samantha y ella abandonaron las oficinas del CBI. La agente le hizo aparcar su coche en el garaje del edificio para que nadie lo viera. Después subieron ambas a su Ford.
Samantha se puso el cinturón de seguridad y se quedó mirando fijamente hacia delante. De pronto balbuceó:
—Una cosa. Mi marido, su familia, mis amigos… Siguen sin saber nada.
—¿Qué le dijo a su marido para justificar su ausencia?
—Que iba a asistir a un evento editorial. Prefiero que Linda y Rebecca no se enteren de cómo me llamo ahora, ni de que tengo familia.
—Por mí no hay problema. No les he contado nada que no supieran ya. Bueno, ¿está lista?
Una sonrisa trémula.
—No. No estoy lista en absoluto. Pero vamos.
Cuando llegaron al hotel, Kathryn habló un momento con el ayudante del sheriff que montaba guardia fuera y supo por él que no había habido ningún movimiento sospechoso en los alrededores de la cabaña. Dance le indicó a Samantha que saliera del coche. Ella vaciló un momento y, al descender del vehículo, entornó los ojos y miró atentamente a su alrededor. Era lógico que estuviera alerta, dadas las circunstancias, pero la agente intuyó que su actitud obedecía a otra cosa.
Samantha esbozó una sonrisa.
—Los olores, el ruido del mar… No había vuelto a la península desde el juicio. Mi marido no para de decirme que vengamos algún fin de semana, pero siempre me invento alguna excusa. Que tengo alergia, que me mareo en el coche, o que tengo que corregir un manuscrito urgentemente. —Su sonrisa se desdibujó. Miró hacia la cabaña—. Es bonita.
—Sólo tiene dos habitaciones. No la esperábamos.
—Puedo dormir en el sofá, si hay uno. No quiero molestar a nadie.
Samantha, la discreta, la tímida, recordó Dance.
El Ratón.
—Confío en que sólo sea una noche. —Kathryn Dance dio un paso adelante y llamó a la puerta del pasado.
*****
El Toyota olía a humo de tabaco, y Daniel Pell odiaba aquel olor.
El nunca fumaba, aunque en San Quintín y Capitola hubiera traficado con cigarrillos como un broker en la Bolsa. A los chicos de la Familia les dejaba fumar (las adicciones de los demás pueden ser ventajosas, claro está), pero el olor siempre le había repugnado. Le recordaba a su infancia, a su padre sentado en su butacón, leyendo la Biblia y tomando notas para sermones que nadie oiría jamás mientras fumaba un pitillo detrás de otro. Su madre también andaba por allí, pero ella sólo fumaba y bebía, no hacía otra cosa. Su hermano, en cambio, no fumaba ni probaba el alcohol, pero se dedicaba a sacarle de sus escondites, del armario, de la casa del árbol, del cuarto de baño del sótano.
No voy a hacer yo solo todo el trabajo.
Pero al final nunca hacía nada: se limitaba a dar a Daniel el cubo de la fregona, la escobilla o el trapo del baño y se iba por ahí con sus amigos. De vez en cuando volvía a casa y le pegaba si no estaba todo impecable.
La limpieza, hijo, va pareja a la santidad. Esa es la verdad. Ahora, limpia los ceniceros. Quiero que brillen.
Así pues, Jennie y él iban con las ventanillas bajadas, y el olor a pinos y el aire fresco y salobre entraban al coche en remolinos.
Jennie no decía nada; iba frotándose la nariz como si intentara borrar el bulto de su puente a fuerza de restregarlo. Estaba contenta; no ronroneaba, pero se había calmado. El distanciamiento de Daniel la noche anterior, después de que se negara a ayudarlo a «matar» a Susan Pemberton en la playa, había surtido efecto. Al regresar al Sea View, Jennie había hecho lo único que sabía para intentar ganarse de nuevo su afecto, y había pasado dos horas agotadoras demostrando a lo que estaba dispuesta. Él se había mostrado remiso y enfurruñado al principio, y ella había puesto aún más empeño. Hasta estaba empezando a disfrutar del dolor. A Daniel le había recordado la vez en que la Familia se paró en el monasterio de Carmel, hacía años, y supo que los monjes gozaban fustigándose en nombre de Dios hasta hacerse sangre.
Pero eso le recordó también a su padre, a aquel hombre gordinflón que lo miraba inexpresivamente por encima de la Biblia, entre la nube de humo de sus cigarrillos Camel.
Pell ahuyentó aquel recuerdo.
Esa noche, después del sexo, se había puesto cariñoso con ella. Pero luego había salido, fingiendo que tenía que hacer una llamada.
Sólo para tenerla en ascuas.
Al volver, Jennie no le había preguntado por la llamada y él había seguido hojeando el material que había sacado de la oficina de Susan Pemberton. Después había vuelto a conectarse a Internet.
Esa mañana le había dicho a Jennie que tenía que ir a ver a alguien. Había dejado que ella asimilara la noticia, había visto crecer sus inseguridades (toques en el bulto de la nariz, media docena de «cielos»); después, por fin, había dicho:
—Me gustaría que me acompañaras.
—¿En serio? —Un perrillo sediento bebiendo agua.
—Sí. Pero no sé. Puede que sea demasiado duro para ti.
—No, quiero ir. Por favor.
—Ya veremos.
Jennie lo había arrastrado de vuelta a la cama y allí había proseguido su tira y afloja. Él se dejó llevar temporalmente a su terreno. Ahora, sin embargo, mientras avanzaban por la carretera, su cuerpo no le interesaba lo más mínimo. Volvía a estar al mando.
—¿Entiendes lo que pasó ayer, en la playa? Estaba de un humor raro. Me pongo así cuando está en peligro algo que para mí es un tesoro. —Era una especie de disculpa (¿y quién podía resistirse a ella?). Pero también un recordatorio de que podía volver a ocurrir.
—Esa es una de las cosas que más me gustan de ti, cariño.
Ya no lo llamaba «cielo». Bien.
Cuando tenía la Familia y vivían todos recogidos y a gusto en Seaside, usaba un montón de técnicas para controlar a las chicas y a Jimmy. Les proponía objetivos comunes, dispensaba recompensas equitativamente, repartía las tareas reservándose siempre el motivo para hacerlas y los mantenía en suspenso hasta que les angustiaba la incertidumbre.
Y lo más importante para cimentar la lealtad y evitar el desacuerdo: creaba un enemigo común.
—Tenemos otro problema, preciosa —le dijo a Jennie.
—Ah. ¿A eso vamos ahora? —Se frotó la nariz. Era un barómetro maravilloso.
—Sí.
—Ya te dije que no me importa el dinero, cielo. No tienes que devolvérmelo.
—Esto no tiene nada que ver con el dinero. Es más importante. Mucho más. No voy a pedirte que hagas lo que yo hice ayer. No voy a pedirte que hagas daño a nadie. Pero necesito un poco de ayuda. Y espero que tú me ayudes —añadió, jugando cuidadosamente con el énfasis.
Ella estaría pensando en la falsa llamada de esa noche. ¿Con quién habría hablado Daniel? ¿Con otra persona que podía echarle un cable?
—Claro, haré todo lo que pueda.
Pasaron junto a una morena muy guapa, aún adolescente. Pell se fijó enseguida en su postura y su expresión (el andar decidido, la cara enfadada y abatida, el cabello revuelto). Daba la impresión de haber huido tras una discusión, con su novio, quizás, o con sus padres. Parecía tan maravillosamente vulnerable… Un solo día de esfuerzo y Daniel Pell le marcaría el camino a seguir.
El Flautista de Hamelin…
Pero aquel no era el momento, claro, así que la dejó marchar con la frustración de un cazador que no puede parar en la cuneta para abatir a un ciervo magnífico en un campo cercano. De todos modos, no le preocupaba; habría muchas otras jóvenes como aquella a lo largo de su vida.
Además, cuando notaba la pistola y el cuchillo que llevaba en el cinto, sabía que no tardaría mucho en satisfacer su sed de sangre.