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Mientras caminaban por los pasillos de la sede central del CBI, Dance preguntó a Kellogg dónde vivía.

—En el Distrito. En Washington D. C., quiero decir. O en ese lugar al que en los programas de los domingos por la mañana los expertos llaman «el cinturón del poder». Me crie en el noroeste, en Seattle, pero la verdad es que no me importó mudarme al este. No me gusta mucho la lluvia.

La conversación derivó hacia cuestiones personales y Kellogg le contó que estaba divorciado y no había tenido hijos, a pesar de que procedía de una familia numerosa. Sus padres vivían aún, en la Costa Este.

—Tengo cuatro hermanos. Yo soy el pequeño. Creo que mis padres se quedaron sin nombres y tiraron de artículos de consumo. Así que me llamo Winston, como el tabaco. Lo cual es un error, cuando te apellidas como una marca de cereales. Si mis padres hubieran tenido mala idea, me habrían puesto de segundo nombre una marca de coches.

Kathryn rio.

—Yo estoy convencida de que en primero de instituto nadie me invitó a ir al baile de fin de curso porque no les apetecía danzar con una chica apellidada Dance[3].

Kellogg había estudiado psicología en la Universidad de Washington y luego ingresó en el ejército.

—¿En la CID[4]? —La agente estaba pensando en el último destino de su marido en el ejército como agente de la División de Investigación Criminal.

—No. En planificación táctica. Ya sabes, papeles, papeles y más papeles. Bueno, ordenadores, ordenadores y más ordenadores. Estaba inquieto. Necesitaba acción, así que me marché y entré en la policía de Seattle. Ascendí a detective y me especialicé en perfiles psicológicos y negociación. Pero empezó a interesarme la mentalidad sectaria. Así que pensé en especializarme en ella. Sé que parece una obviedad, pero no me gustaba la idea de que unos cuantos abusones se cebaran con gente vulnerable.

A Dance no le parecía una obviedad.

Siguieron por los pasillos.

—¿Y tú? ¿Cómo te metiste en esto? —preguntó Kellogg.

Kathryn le ofreció una versión reducida de la historia: había trabajado varios años como cronista judicial; de hecho, conoció a su marido mientras cubría un juicio (él le concedió una entrevista en exclusiva a cambio de una cita). Cuando se cansó del oficio de periodista, regresó a la universidad, donde estudió psicología y ciencias de la comunicación, lo que le permitió perfeccionar su don natural de observación y su capacidad para intuir lo que pensaban y sentían los demás. Se dedicó después al asesoramiento para la elección de jurados, pero la insidiosa insatisfacción que le dejaba aquel oficio y el convencimiento de que sus capacidades serían más útiles en la policía acabaron por conducirla al CBI.

—¿Y tu marido era un federal, como yo?

—¿Has estado documentándote? —William Swenson, su difunto marido, había sido agente especial del FBI; un agente eficaz, pero igual que decenas de miles de policías federales. No había razón para que un especialista como Kellogg hubiera oído hablar de él, a no ser que se hubiera tomado la molestia de hacer averiguaciones.

Kellogg sonrió, avergonzado.

—Me gusta saber adónde voy cuando me encargan una misión. Y con quién voy a encontrarme. Espero que no te ofendas.

—En absoluto. Cuando entrevisto a un sujeto, procuro informarme de todo lo relativo a su «terrario». —No le dijo, sin embargo, que le había pedido a TJ que se informara sobre él a través de su amigo en la delegación del FBI en Chico.

Pasó un momento; luego Kellogg preguntó:

—¿Puedo preguntarte qué le pasó a tu marido? ¿Fue en acto de servicio?

El vuelco que sentía en el estómago cada vez que le hacían esa pregunta había ido remitiendo con el paso de los años.

—Fue un accidente de tráfico.

—Lo siento.

—Gracias. Bueno, bienvenido a Chez CBI. —Le indicó que pasara al comedor.

Se sirvieron un café y se sentaron a una de las mesas baratas de la sala.

Sonó el teléfono de Dance. Era TJ.

—Malas noticias. Mis días de ir de bar en bar han acabado. Y eso que acababan de empezar. He averiguado dónde estuvo Susan Pemberton antes de que la mataran.

—¿Y?

—Estuvo con un tipo latino, en el bar del Doubletree. Una reunión de trabajo sobre no sé qué evento que él quería que organizara, o eso opina el camarero. Se marcharon a eso de las seis y media.

—¿Tienes el recibo de la tarjeta de crédito?

—Sí, pero pagó ella. Gastos de empresa. Oye, jefa, creo que deberíamos adoptar esa medida.

—¿Alguna cosa más sobre él?

—Cero. Pero la foto de la chica va a salir en las noticias, así que es posible que la vea y que venga a vernos.

—¿Y el registro de llamadas de los teléfonos de Susan?

—Ayer recibió unas cuarenta. Las comprobaré cuando esté en la oficina. Ah, y en cuanto a los datos catastrales… No, Pell no tiene ninguna propiedad a su nombre, ni en la cima de una montaña ni en ninguna otra parte del estado. También he mirado en Utah. Y allí tampoco hay nada.

—Bien. Eso no se me había ocurrido.

—Ni en Oregón, ni en Nevada, ni en Arizona. Y no es que estuviera haciendo méritos. Sólo intentaba prolongar al máximo mis días de vino y rosas.

Después de que colgaran, Dance informó a Kellogg y este hizo una mueca de fastidio.

—Conque hay un testigo, ¿eh? Seguro que, cuando vea la foto de la víctima en la tele, pensará que este es un momento ideal para tomarse unas vacaciones en Alaska.

—Y no se lo reprocho.

El agente del FBI sonrió y miró por encima del hombro de Kathryn. Ella miró hacia atrás. Su madre y sus hijos acababan de entrar en el comedor.

—Hola, cariño —le dijo a Maggie, y luego abrazó a su hijo. Llegaría un día, no muy lejano, en que los abrazos en público quedarían vedados, y estaba haciendo acopio de ellos para cuando llegara la sequía. Hoy, Wes lo soportó bastante bien.

Edie Dance y su hija se miraron; ambas estaban pensando en la muerte de Juan Millar, pero ninguna se refirió expresamente a la tragedia. Edie y Kellogg se saludaron y cambiaron una mirada parecida.

—Mamá, ¡Carly movió la papelera del señor Bledsoe! —le contó Maggie, emocionada—. Y cada vez que tiraba algo, ¡se caía al suelo!

—¿Conseguisteis contener la risa?

—Un rato sí. Pero luego Brendon empezó a reírse, y ya no pudimos parar.

—Di hola al agente Kellogg.

Maggie saludó al agente federal. Wes, en cambio, se limitó a inclinar la cabeza. Luego desvió la mirada. Kathryn advirtió de inmediato su hostilidad.

—¿Os apetece un chocolate caliente, chicos? —preguntó.

—¡Bien! —gritó Maggie. Wes dijo que él también quería uno.

La agente se palpó los bolsillos de la chaqueta. El café era gratis, pero para cualquier otra cosa hacía falta dinero, y se había dejado el monedero en el bolso, en el despacho. Edie tampoco tenía cambio.

—Yo invito —dijo Kellogg, hurgándose en el bolsillo.

—Mamá, yo prefiero café —se apresuró a decir Wes. Había probado un sorbo de café una o dos veces en su vida, y no le había gustado nada.

—Yo también quiero café —añadió Maggie.

—Café, no. O chocolate caliente o un refresco. —Dance dedujo que su hijo no quería nada que hubiera pagado el agente del FBI. ¿Qué le pasaba? Se acordó entonces de cómo había observado a Kellogg la noche anterior, en la Cubierta. Entonces había pensado que tenía curiosidad por saber dónde llevaba el arma; de pronto entendía, en cambio, que estaba calibrando al hombre al que su madre había llevado a la fiesta del abuelo. ¿Era a sus ojos Winston Kellogg un nuevo Brian?

—Vale —dijo su hija—, chocolate.

—Da igual —masculló Wes—, no quiero nada.

—Vamos, será un préstamo que le hago a vuestra madre —dijo Kellogg ofreciéndoles las monedas.

Los niños las cogieron; Wes, a regañadientes y sólo después de que su hermana cogiera la suya.

—Gracias —dijo.

—Muchísimas gracias —añadió Maggie.

Edie sirvió café. Se sentaron a la endeble mesa. Kellogg volvió a dar las gracias a la madre de Dance por la cena de la víspera y le preguntó por Stuart. Después se volvió hacia los niños y les preguntó si les gustaba pescar.

Maggie dijo que un poco. En realidad no le gustaba.

A Wes, en cambio, le encantaba, pero respondió:

—Qué va. Es un aburrimiento.

Kathryn sabía que sólo se lo había preguntado por romper el hielo, acordándose, seguramente, de que en la fiesta había hablado con su padre de la pesca en la bahía de Monterrey. Notó varias reacciones de estrés y dedujo que Kellogg se estaba esforzando por causarles buena impresión.

Wes se quedó callado bebiendo su chocolate mientras Maggie les contaba entusiasmada lo que había pasado esa mañana en su campamento de música, incluido el relato detallado de la broma de la papelera.

La agente se dio cuenta de que estaba enfadada porque el problema de Wes había vuelto a asomar la cabeza. Y sin motivo alguno. Porque ni siquiera estaba saliendo con Kellogg.

Conocía, sin embargo, los trucos que usaban todos los padres, y unos minutos después consiguió que Wes les contara con entusiasmo su partido de tenis de esa mañana. Kellogg cambió de postura un par de veces, y Dance comprendió por sus gestos que él también era aficionado al tenis y quería participar en la conversación, pero había notado la hosquedad de Wes y se limitaba a sonreír y a escuchar sin decir nada.

Pasado un rato, Kathryn les dijo que tenía que volver al trabajo y que los acompañaría hasta la puerta. Kellogg le informó de que iba a hablar con su delegación en San Francisco.

—Me alegro de haberos visto —dijo, y saludó con la mano.

Edie y Maggie le dijeron adiós. Wes hizo lo mismo, pero un momento después y sólo (dedujo su madre) por no ser menos que su hermana.

El agente echó a andar por el pasillo, hacia su despacho temporal.

—¿Vas a venir a cenar a casa de la abuela? —preguntó Maggie.

—Voy a intentarlo, Mags. —Nunca prometas nada, si cabe la posibilidad de que no lo cumplas.

—Pero si no puede —intervino Edie—, ¿qué os apetece cenar?

Pizza —contestó Maggie enseguida—. Con pan de ajo. Y de postre galletitas de chocolate con menta.

—Y yo quiero un par de Ferragamos —comentó Dance.

—¿Qué es eso?

—Unos zapatos. Pero no siempre se consigue todo lo que se quiere.

Su madre puso otra propuesta sobre la mesa.

—¿Qué os parece una buena ensalada con gambas a la plancha?

—Vale.

—Qué rico —dijo Wes. Los niños eran infinitamente amables con sus abuelos.

—Aunque creo que lo del pan de ajo podrá arreglarse —añadió Edie, arrancándole por fin una sonrisa.

*****

Frente a las oficinas del CBI, un empleado administrativo se disponía a ir a entregar unos documentos a la Oficina del Sheriff de Monterrey en Salinas cuando se fijó en un coche negro que estaba entrando en el aparcamiento. La conductora, una joven que llevaba gafas de sol pese a que había niebla, observó atentamente la explanada. «Está inquieta por algo», pensó el administrativo. Pero, naturalmente, eso era normal allí: la gente iba a sus oficinas voluntariamente, como sospechosos, o de mala gana y protestando, a declarar como testigos. La mujer se miró en el espejo, sacó una gorra y bajó del coche. Pero en lugar de dirigirse hacia la puerta se acercó a él.

—Disculpe.

—¿Sí, señora?

—¿Esto es el Departamento de Investigación Criminal de California?

Si había mirado el edificio, tenía que haber visto el enorme letrero en el que figuraba el nombre de la institución por la que acababa de preguntarle. Pero, como era un buen funcionario público, el administrativo contestó:

—Sí, exacto. ¿Puedo servirla en algo?

—¿Es aquí donde trabaja la agente Dance?

—Kathryn Dance. Sí.

—¿Está ahora?

—Pues no lo sé… —El empleado miró hacia el otro lado del aparcamiento y de pronto se echó a reír—. Vaya, fíjese, es esa, aquella de allí, la joven. —Vio a Dance con su madre y sus dos hijos, a los que había visto un par de veces.

—Vale, gracias, agente.

El administrativo no la sacó de su error. Le gustaba que lo confundieran con un auténtico agente de la ley. Subió a su coche y arrancó. Al mirar por el retrovisor, vio a la mujer parada en el mismo sitio donde la había dejado. Parecía preocupada.

Podría haberle dicho que no tenía por qué estarlo. Kathryn Dance era, en su opinión, una de las personas más amables de todo el CBI.

*****

La agente cerró la puerta del Prius híbrido de su madre. El coche salió del aparcamiento con un suave zumbido y Dance les dijo adiós con la mano. Vio alejarse el utilitario plateado por la sinuosa calle que llevaba a la carretera 68. Estaba angustiada. Seguía oyendo dentro de su cabeza lo que había dicho Juan Millar.

Máteme…

Pobre hombre.

Al margen de los ataques de su hermano, se sentía culpable por haberlo elegido para ir a comprobar qué estaba pasando en los calabozos del juzgado. Juan era la alternativa más lógica, pero Dance se preguntaba si, debido a su juventud, no habría sido menos cauto que un agente con más experiencia. Era imposible imaginar que Michael O’Neil, el grandullón de Albert Stemple, o ella misma, se hubieran dejado desarmar por Pell.

Mientras regresaba al edificio recordó los primeros instantes del incendio y la fuga. Habían tenido que actuar rápidamente. Pero ¿debería haber esperado, haber pensado mejor su estrategia?

Dudas propias del oficio de policía.

Al acercarse a la entrada principal se puso a canturrear la canción de Julieta Venegas. Sus notas giraban como un torbellino embriagador alrededor de sus ideas, haciéndola olvidarse de las terribles heridas y las terribles palabras de Juan Millar y de la muerte de Susan Pemberton… y de los ojos de su hijo, que habían pasado de alegres a pétreos nada más verla con Winston Kellogg.

¿Qué podía hacerse al respecto?

Siguió cruzando el aparcamiento desierto en dirección a la puerta del CBI, contenta de que hubiera dejado de llover.

Casi había llegado a la escalinata cuando oyó pasos en el asfalto y, al volverse rápidamente, vio que una mujer se le había acercado sin que la oyera hasta ese instante. Estaba a unos dos metros de distancia e iba derecha hacia ella.

Kathryn se paró en seco.

La mujer también. Cambió de postura.

—Agente Dance, yo…

Se quedaron calladas un momento.

Luego Samantha McCoy dijo:

—He cambiado de idea. Quiero ayudar.