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La localidad de Vallejo Springs, en Napa, California, es conocida por varios motivos: por ser la sede de un museo en el que se exhiben numerosas obras de Eadweard Muybridge, el fotógrafo del siglo XIX al que se atribuye la invención de la fotografía en movimiento (y que tras reconocer ante el juez que había asesinado al amante de su esposa, salió impune del crimen, suceso este mucho más interesante que su producción artística); y por sus viñedos, que producen una variedad de uva merlot, una de las tres más famosas de las que se emplean para elaborar vino tinto. Pese a la mala fama que cosechó gracias a una película reciente, la merlot no es la más deleznable de las uvas. Prueba de ello es el Pétrus, un borgoña de la región de Pomerol hecho casi íntegramente de merlot y quizás el caldo más caro del mundo.

Si Morton Nagle estaba cruzando los límites de Vallejo Springs era, sin embargo, por la tercera atracción de la localidad, una atracción que muy pocos conocían: era allí donde vivía Theresa Croyton, la Muñeca Dormida, acompañada de sus tíos.

Nagle había hecho los deberes. Tras un mes siguiendo pistas retorcidas, dio con un periodista de Sonoma que le proporcionó el nombre de un abogado que se había encargado de ciertos asuntos legales en nombre de la tía. El abogado se resistió a darle información, pero le dijo, en cambio, que la señora en cuestión era una mujer autoritaria e insoportable, además de una tacaña. Al parecer, le había pedido explicaciones por una factura. Finalmente, tras convencerse de que era escritor, le reveló en qué pueblo vivía la familia y le proporcionó su nuevo apellido, a condición de que Nagle le garantizara que su nombre no saldría a relucir.

La expresión «fuente confidencial» es, en realidad, simplemente un sinónimo de «cobardía».

Nagle había visitado varias veces Vallejo Springs para reunirse con la tía de la Muñeca Dormida. Tenía la esperanza de conseguir una entrevista con la chica (el tío, al parecer, no figuraba en la ecuación). Ella era reacia, pero Nagle creía que, con el tiempo, acabaría por acceder.

Ahora, de vuelta en el pueblo pintoresco, aparcó cerca de la espaciosa casa, confiando en que se presentara la ocasión de hablar a solas con la tía. Podía llamar por teléfono, claro. Pero en su opinión el teléfono, como el correo electrónico, era un modo ineficaz de comunicarse. Por teléfono, la persona con la que hablas es tu igual. Uno tiene mucho menos control y mucho menos poder de persuasión que si está allí en persona.

Y, además, el otro puede colgar.

Debía tener cuidado. Había notado que la policía pasaba con frecuencia por delante de la casa. Ese dato no significaba nada por sí solo (Vallejo Springs era un pueblo acaudalado, con un cuerpo de policía amplio y bien equipado), pero Nagle también había notado que los coches patrulla parecían aminorar la marcha al pasar frente a la casa de Tod y Mary Bolling, como se llamaba ahora la familia.

Reparó asimismo en que había muchos más coches patrullando que la semana anterior, lo cual vino a confirmar lo que ya sospechaba: que Theresa era la niña mimada del pueblo. La policía se había puesto en estado de máxima alerta para asegurarse de que no le ocurría nada. Por eso, si se pasaba de la raya, lo acompañarían hasta los límites del pueblo y lo arrojarían al polvo, igual que a un pistolero indeseable en un mal western.

Se recostó en el asiento y, sin quitar ojo a la puerta, se puso a pensar en cómo daría comienzo a su libro.

Carmel by the Sea es un pueblecito lleno de contradicciones: meca turística y joya de la corona de la Costa Central, esconde bajo su primorosa apariencia el mundo secreto y despiadado de los ricachones de Hollywood, San Francisco, Silicon Valley.

Mmm… Habrá que pulirlo.

Nagle se echó a reír.

Entonces vio salir un todoterreno Escalade blanco de la finca de los Bolling. Mary, la tía de Theresa, iba sentada al volante, sola. Bien. Si iba con Theresa, Nagle no conseguiría acercarse a ella.

Puso en marcha su coche, un Buick que valía lo que la transmisión del todoterreno, y la siguió. La señora Bolling se detuvo en una estación de servicio y llenó el depósito con gasoil de primera calidad. Charló con la mujer del surtidor de al lado. Parecía agobiada. No se había cepillado el pelo gris y tenía aspecto de cansada. Nagle veía sus ojeras desde el borde del aparcamiento.

Al salir de la gasolinera, Mary Bolling atravesó el bonito centro del pueblo, tan típicamente californiano: una calle adornada con plantas, flores y estrafalarias esculturas, y flanqueada por cafeterías, discretos restaurantes, un vivero, una librería independiente, un centro de yoga y pilates y pequeñas tiendas que vendían vino, artesanía de vidrio, regalos y ropa de estilo náutico.

Unos centenares de metros calle adelante se hallaba el centro comercial en el que compraban los vecinos del pueblo, flanqueado por un supermercado y una farmacia. Mary Bolling dejó el coche en el aparcamiento y entró en el supermercado. Nagle aparcó cerca del todoterreno y se desperezó. Hacía veinte años que no fumaba, pero se moría de ganas de fumarse un cigarrillo.

Prosiguió aquel interminable debate consigo mismo.

De momento, no había cometido ninguna trasgresión. No había quebrantado ninguna norma.

No había hecho daño moral alguno, aún podía irse a casa.

Pero ¿debía hacerlo?

No estaba seguro.

Morton Nagle creía tener un propósito en la vida, y era denunciar el mal. Una misión importante por la que sentía auténtica pasión. Un noble empeño.

Pero su objetivo no era combatir el mal, sino desvelarlo y dejar que la gente juzgara por sí misma. Porque cuando uno se extralimitaba, cuando su fin dejaba de ser el esclarecimiento de los hechos y pasaba a ser la búsqueda de justicia, corría riesgos. A diferencia de la policía, él no podía recurrir a la Constitución para que le dijera qué era lo que podía o no podía hacer, lo que significaba que había espacio para el abuso. Al pedirle a Theresa Croyton que les ayudara a encontrar a un asesino, estaría exponiéndoles a ella y a su familia (y a sí mismo y a la suya) a peligros muy concretos. Estaba claro que a Daniel Pell le importaba muy poco que sus víctimas fueran menores.

Era mucho mejor escribir sobre las personas y sus conflictos que emitir juicios acerca de esos mismos conflictos. Que sus lectores decidieran lo que estaba bien y lo que estaba mal y actuaran en consecuencia. Aunque, por otro lado, ¿debía quedarse de brazos cruzados y dejar que Pell siguiera matando, pudiendo hacer algo por remediarlo?

La hora de aquel escurridizo debate tocó a su fin, sin embargo. Mary Bolling acababa de salir del supermercado empujando un carro lleno de compra.

¿Sí o no?

Morton Nagle dudó sólo unos segundos; luego abrió la puerta, salió y, tirándose de los pantalones, echó a andar.

—Disculpe. Hola, señora Bolling. Soy yo.

La señora Bolling se detuvo, parpadeó y le miró fijamente.

—¿Qué hace usted aquí?

—Yo…

—No he accedido a que hable con Theresa.

—Lo sé, lo sé. No es eso…

—¿Cómo se atreve a presentarse aquí por las buenas? ¡Nos está acosando!

Tenía el teléfono móvil en la mano.

Nagle sintió un ansia repentina de convencerla.

—Por favor —dijo—, esto es distinto. He venido por hacerle un favor a otra persona. Más adelante podemos hablar del libro.

—¿Un favor?

—He venido desde Monterrey para hacerle una pregunta. Quería verla en persona.

—¿De qué está hablando?

—Sabe usted lo de Daniel Pell.

—Claro que lo sé —contestó Mary Bolling como si Nagle fuera el tonto del pueblo.

—Hay una investigadora de la policía que desea hablar con su sobrina. Cree que quizá Theresa pueda ayudarla a encontrar a Pell.

—¿Qué?

—No se preocupe. No hay ningún riesgo. Es…

—¿Ningún riesgo? ¿Es que se ha vuelto loco? ¡Ese hombre podría haberlo seguido hasta aquí!

—No. Está en Monterrey, en alguna parte.

—¿Les ha dicho usted dónde vivimos?

—¡No! Esa investigadora de la policía se reunirá con su sobrina donde ustedes quieran. Aquí, o en cualquier otra parte. Sólo quiere hablar con Theresa…

—Theresa no va a hablar con nadie. Ni va a ver a nadie. —Mary Bolling se inclinó hacia delante—. Si no se marcha inmediatamente, aténgase a las consecuencias.

—Señora Bolling, Daniel Pell ha matado a…

—He visto las putas noticias. Dígale a esa policía, sea quien sea, que Theresa no puede decirle absolutamente nada. Y olvídese de hablar con ella para su dichoso libro.

—No, espere, por favor…

Mary Bolling dio media vuelta y regresó corriendo al Escalade. Su carro de la compra, abandonado, se deslizó en dirección contraria por la suave pendiente. Nagle logró agarrarlo, casi sin aliento, justo antes de que chocara con un Mini Cooper, mientras el todoterreno salía derrapando del aparcamiento.

*****

Hacía no mucho tiempo, un agente del CBI ya jubilado había llamado a aquello «el Ala de las Chicas».

Se refería a esa parte de las oficinas de Monterrey que, por pura casualidad, albergaba los despachos de dos investigadoras (Dance y Connie Ramírez), además de los de Maryellen Kresbach y Grace Yuan, la severa jefa de administración.

El inventor de tan desafortunada expresión era un agente cincuentón, uno de esos muebles que pueblan las oficinas de todo el mundo, que se despiertan cada mañana contando los días que les quedan para la jubilación, y que no han hecho otra cosa desde que tenían veinte años. Años atrás, mientras formaba parte de la Patrulla de Caminos, había detenido a unos cuantos delincuentes, pero trasladarlo al CBI había sido un error. No estaba a la altura de los retos que planteaba aquel trabajo.

Y al parecer carecía, además, de instinto de conservación.

«Y esta es el Ala de las Chicas», había dicho en voz alta, para que todo el mundo le oyera, un día a la hora de comer, mientras enseñaba las oficinas a una joven a la que intentaba impresionar.

Dance y Connie Ramírez habían intercambiado una mirada.

Esa misma tarde salieron a comprar medias y, al día siguiente, cuando el pobre agente llegó a la oficina, encontró su despacho lleno de medias de encaje, rejilla y licra, colgadas como si fueran telarañas. Entre la decoración había también diversos artículos de higiene íntima. El agente fue corriendo a quejarse a Stan Fishburne, el entonces jefe del CBI, quien, bendito sea, apenas logró contener la risa durante las pesquisas.

«¿Cómo que sólo dijiste el Ala de las Chicas, Barton? ¿De verdad dijiste eso? ¿Es que estás loco?».

Barton amenazó con quejarse a Sacramento, pero no duró lo suficiente en el CBI para cumplir su amenaza. Irónicamente, tras su partida, las ocupantes de esa parte de la oficina adoptaron de inmediato el apelativo, y ahora todo el mundo en el CBI conocía aquel pasillo como «el Ala de las Chicas».

Era por aquel mismo pasillo sin adornos por el que avanzaba ahora Kathryn Dance.

—Hola, Maryellen.

—Ah, Kathryn, cuánto siento lo de Juan. Vamos a hacer una donación entre todos. ¿Sabes a qué les gustaría a sus padres que la dediquemos?

—Michael está hablando con ellos ahora mismo.

—Ha llamado tu madre. Luego se pasará por aquí con los niños, si te parece bien.

Dance procuraba ver a sus hijos siempre que podía, incluso en horario de trabajo, si tenía que dedicar mucho tiempo a un caso y salía tarde del trabajo.

—Muy bien. ¿Cómo va lo de Davey?

—Ya está arreglado —contestó con firmeza su ayudante. Hablaban de su hijo, un chico de la edad de Wes que tenía problemas en el colegio debido a sus rencillas con una especie de banda preadolescente. Kathryn comprendió por la mirada de alegre malicia con que Maryellen le dio la noticia que se habían tomado medidas extremas para que los culpables fueran trasladados de centro o neutralizados del modo que fuese.

Maryellen Kresbach habría sido, en opinión de Dance, una policía magnífica.

Al entrar en su despacho dejó la chaqueta en la silla, colgó la molesta pistola a un lado y se sentó. Echó un vistazo a su correo electrónico. Sólo había un mensaje de importancia para el caso Pell. Richard Pell, el hermano del asesino, contestaba desde Londres.

Agente Dance:

La embajada estadounidense me ha hecho llegar su correo. Sí, me he enterado de la fuga; la noticia ha llegado hasta aquí. Hace doce años que no mantengo contacto alguno con mi hermano, desde que fue a visitarnos a mi esposa y a mí a Bakersfield, estando de visita la hermana de mi mujer, que había llegado de Nueva York y en aquel momento tenía veintitrés años. Un sábado nos llamó la policía para decirnos que la habían arrestado en una joyería del centro por hurto.

Mi cuñada era una estudiante modélica y estaba muy volcada en su parroquia. Hasta ese momento, jamás se había metido en un lío.

Al parecer, estuvo «charlando» con mi hermano y él la convenció de que robara «un par de cosas». Registré su habitación y encontré artículos por un valor aproximado de diez mil dólares. Mi cuñada recibió la libertad condicional y mi esposa estuvo a punto de dejarme a raíz de dicho asunto.

Desde entonces no he vuelto a querer saber nada de Daniel. Después de los asesinatos de Carmel, en el 99, decidí trasladarme con mi familia a Europa.

Le garantizo que, si tengo noticias suyas, se lo haré saber, aunque lo considero improbable. El mejor modo de describir nuestra relación actual es este: me he puesto en contacto con la Policía Metropolitana de Londres y en estos momentos hay un agente de policía vigilando mi casa.

Adiós a aquella pista.

Sonó su móvil. Era Morton Nagle.

—¿Ha asesinado a otra persona? —preguntó, alarmado—. Acabo de ver las noticias.

—Me temo que así es. —Le explicó los detalles—. Y Juan Millar, el policía herido en el incendio, también ha muerto.

—Lo siento mucho. ¿Hay alguna otra novedad?

—No, ninguna. —Dance le contó que había hablado con Rebecca y Linda, y que estas les habían proporcionado algunos datos que quizá resultaran útiles, pero ninguna pista que pudiera conducir directamente a Pell. Nagle, por su parte, no había encontrado ninguna referencia a un «gran golpe» o a la cima de una montaña en el transcurso de su investigación.

Tenía novedades respecto a sus gestiones, pero ninguna positiva: había hablado con la tía de Theresa Croyton, y esta se negaba a dejarles ver a la chica o hablar con ella, tanto a él como a la policía.

—Me ha amenazado —añadió, preocupado, y Kathryn pensó que en ese instante sus ojos carecerían de todo brillo.

—¿Dónde está?

Nagle no dijo nada.

—No va a decírmelo, ¿verdad? —preguntó Dance.

—Me temo que no puedo.

Ella miró el identificador de llamadas, pero Nagle estaba llamando desde su móvil, no desde un hotel o un teléfono público.

—¿Cree que la tía puede cambiar de idea?

—Lo dudo mucho. Debería haberla visto. Dejó abandonada una compra de unos cien dólares y salió corriendo.

La agente estaba decepcionada. Daniel Pell era un misterio y ella se había obsesionado con saber cuanto pudiera de él. El año anterior, en Nueva York, cuando ayudaba a Lincoln Rhyme, había advertido la fascinación obsesiva del criminalista con cada detalle de las pruebas materiales. Ella era exactamente igual, sólo que con el lado humano del crimen.

Pero había obsesiones como verificar dos veces cada pormenor de la coartada de un sospechoso y obsesiones como no pisar las grietas de la acera cuando se volvía a pie a casa. Había que saber cuáles eran vitales y cuáles no.

Decidió que tendrían que dejar correr la pista de la Muñeca Dormida.

—Le agradezco su ayuda.

—Lo he intentado, de verdad.

Tras colgar, Kathryn habló de nuevo con Rey Carraneo. Las pesquisas en los moteles habían sido infructuosas hasta el momento. Tampoco nadie había denunciado el robo de una embarcación en los puertos deportivos de la zona.

Cuando colgó, llamó TJ. Había tenido noticias del Departamento de Vehículos a Motor. El coche que conducía Pell el día del asesinato de la familia Croyton llevaba años dado de baja, lo que significaba que seguramente había acabado en un desguace. Si Pell había robado algo de valor en casa de los Croyton la noche de la matanza, lo más probable era que se hubiera perdido o hubiera acabado fundido para siempre. También había echado un vistazo al inventario posterior a la incautación del coche. La lista era corta y nada sugería que alguna de aquellas cosas procediera del domicilio del empresario.

Dance le contó lo de Juan Millar y el joven agente respondió con un completo silencio, señal de que estaba profundamente impresionado.

Un momento después volvió a sonar el teléfono. Era Michael O’Neil.

—Hola, soy yo —dijo, como hacía siempre. Su voz sonaba cargada de cansancio. La muerte de Millar le pesaba como una losa—. Lo que hubiera en el pantalán cerca del que encontramos el cadáver de Susan Pemberton, si es que había algo, ha desaparecido. Acabo de hablar con Rey. Dice que de momento no se ha denunciado el robo de ninguna embarcación. Puede que me equivocara. ¿Tu amigo encontró algo por el lado de la carretera?

Dance advirtió el tono con que había pronunciado la palabra «amigo».

—No ha llamado —replicó—. Supongo que no habrá encontrado la agenda de Pell, ni una llave de hotel.

—Es imposible rastrear el origen de la cinta aislante, y el aerosol de pimienta se vende en diez mil tiendas, además se puede comprar contra reembolso.

Ella le informó de que el intento de Nagle de contactar con Theresa Croyton había fracasado.

—¿No quiere cooperar?

—No quiere su tía. Y primero hay que contar con ella. De todos modos, no sé si serviría de algo.

—A mí me gustaba la idea —repuso O’Neil—. Es el único nexo entre Pell y esa noche.

—Tendremos que esforzarnos más y seguir sin ella —contestó Dance—. ¿Cómo estás?

—Bien.

Estoico…

Unos minutos después de que colgaran llegó Winston Kellogg.

—¿Hubo suerte en el lugar del crimen? —preguntó Kathryn.

—No. Estuvimos una hora buscando. Pero no había huellas de neumáticos, ni ningún resto material. Puede que Michael tenga razón. Quizá Pell se marchara en barco desde ese pantalán.

La agente se rio para sus adentros. Los dos machos dominantes acababan de reconocer, cada uno por su lado, que tal vez el otro tuviera razón, aunque dudaba de que estuvieran dispuestos a admitirlo delante del otro.

Le informó de las novedades respecto a los archivos robados en la oficina de Susan Pemberton y del fracaso de Nagle para fijar una entrevista con Theresa Croyton. TJ, añadió, estaba buscando al cliente con el que había quedado Susan justo antes de que la asesinara Pell.

Kathryn miró su reloj.

—Tengo una reunión importante. ¿Quieres venir?

—¿Es para hablar de Pell?

—No. Es para merendar.