Kathryn Dance y Winston Kellogg caminaban por una carretera cubierta por una fina capa de arena húmeda, hacia donde les esperaban TJ y Michael O’Neil, parados junto al maletero abierto de un Lexus último modelo. Había otra persona con ellos, un representante de la oficina del forense, que en el condado de Monterrey está adscrita a la Oficina del Sheriff.
—Kathryn —dijo a modo de saludo el hombre gordo y con entradas.
Dance le presentó a Kellogg y se asomó al maletero. La víctima, una mujer, yacía de lado. Tenía las piernas dobladas y le habían atado las manos con la misma cinta aislante que había servido para amordazarla. Toda su cara era de un color rojo intenso. Los vasos sanguíneos estaban rotos.
—Susan Pemberton —les informó O’Neil—. Vivía en Monterrey. Treinta y nueve años, soltera.
—¿La causa probable de la muerte es la asfixia?
—También presenta dilatación capilar e inflamación y distensión de membranas —respondió el colaborador del forense—. ¿Ese residuo de ahí? Estoy seguro de que es Oleoresina capsicum.
—La roció con aerosol de pimienta y luego la amordazó.
El forense asintió con un gesto.
—Qué horror —masculló O’Neil.
Agonizar sola, entre dolores, con un maletero como ignominioso ataúd. Un arrebato de furia se apoderó de Dance.
O’Neil le explicó que la desaparición que había estado investigando era la de Susan.
—¿Estamos seguros de que ha sido Pell?
—Ha sido él —contestó el colaborador del forense—. Las huellas coinciden.
—Ya he ordenado que se cotejen las huellas de todos los homicidios que ocurran en esta zona —dijo O’Neil.
—¿Alguna idea del móvil?
—Quizá. La víctima trabajaba para una empresa que organizaba eventos. Al parecer, Pell la utilizó para entrar y para que le dijera dónde estaban todos los archivos. Lo robó todo. Los técnicos ya han estado en la oficina. Nada concluyente de momento, excepto sus huellas.
—¿Alguna idea de por qué? —preguntó Kellogg.
—Ninguna.
—¿Cómo la encontró?
—Su jefa dice que ayer se marchó de la oficina a eso de las cinco para ir a tomar una copa con un posible cliente.
—¿Crees que era Pell?
O’Neil se encogió de hombros.
—Ni idea. Su jefa no sabía quién era. Puede que Pell los viera y los siguiera.
—¿Tiene familia?
—Aquí, parece que no —contestó el colaborador del forense—. Sus padres están en Denver. Les llamaré cuando llegue al despacho.
—¿Hora aproximada de la muerte?
—Anoche, entre las siete y las nueve. Después de la autopsia podré deciros algo más.
Pell había dejado pocas pruebas, salvo un par de pisadas difusas en la arena que parecían llevar hacia la playa y que luego se perdían entre la hierba rala y descolorida de las dunas. No se veía ninguna otra huella, ni marcas de neumáticos.
¿Qué había en los archivos que había robado? ¿Qué les estaba ocultando Pell?
Kellogg se paseaba intentando hacerse una composición de lugar, como si contemplara la escena del crimen a la luz de sus conocimientos sobre la mentalidad sectaria.
Dance contó a O’Neil lo que había recordado Rebecca: que Pell estaba tramando dar un gran golpe, posiblemente para poder comprarse una guarida en alguna parte.
—«La cima de la montaña», dijo Linda. Y puede que ese gran golpe fuera el robo en casa de los Croyton. —Añadió que quizá Pell hubiera escondido alguna pertenencia del empresario informático en el coche en el que se dio a la fuga—. Quizá por eso miró en Visual-Earth. Para echarle un vistazo al sitio.
—Una teoría interesante —comentó O’Neil.
Kathryn y él solían intercambiar ideas cuando trabajaban juntos en un caso. De vez en cuando daban con alguna hipótesis absolutamente rocambolesca sobre los crímenes que estaban investigando. Y a veces eran esas hipótesis las que acertaban de lleno.
La agente pidió a TJ que comprobara qué había sido del vehículo que conducía Pell la noche del asesinato de la familia Croyton y si había un inventario de su contenido.
—Y comprueba si Pell tiene alguna propiedad inmobiliaria en algún lugar del estado.
—Vale, jefa.
Dance miró a su alrededor.
—¿Por qué abandonaría aquí el coche? Podría haberlo llevado al monte, más al este, y habríamos tardado días en encontrarlo. Aquí es mucho más visible.
Michael O’Neil señaló el estrecho pantalán que se adentraba en el mar.
—Dejó inservible el Thunderbird y ya habrá abandonado el Ford Focus. Puede que escapara en barco.
—¿En barco? —preguntó la mujer.
—Sus huellas se dirigen hacia allí. Ninguna vuelve hacia la carretera.
Kellogg asintió con la cabeza, pero muy despacio, como si dijera «creo que no».
—El mar está un poco revuelto para atracar un barco ahí, ¿no crees?
—No, si uno sabe lo que hace.
—¿Tú podrías?
—¿Yo? Claro. Depende del viento.
Se hizo un silencio mientras Winston Kellogg contemplaba el lugar de los hechos. La lluvia comenzaba a arreciar, pero él no parecía notarlo.
—En mi opinión, echó a andar hacia allí por la razón que fuese, quizá para despistarnos. Pero luego dio media vuelta, regresó a la carretera por las dunas y se reunió con su cómplice más o menos por aquí.
Expresiones como «en mi opinión» o «tengo la impresión de que…» son lo que Dance llamaba anestésicos verbales. Su fin es suavizar el escozor que puede causar una respuesta crítica o una opinión contraria. Kellogg, el recién llegado, se resistía a polemizar con O’Neil, pero estaba convencido, evidentemente, de que este se equivocaba respecto a lo del barco.
—¿En qué te basas? —preguntó Kathryn.
—En ese viejo molino.
En el desvío en el que la carretera de la playa se desgajaba de la carretera principal, había una gasolinera abandonada sobre la cual se erguía un molino decorativo de dos plantas.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí?
—Cuarenta o cincuenta años, diría yo. Los surtidores sólo tienen dos ventanitas para el precio, como si en sus tiempos creyeran que la gasolina jamás pasaría de los noventa y nueve centavos.
—Pell conoce la zona —prosiguió Kellogg—. Y es probable que su cómplice no sea de aquí. Él escogió este lugar porque está desierto, pero también porque no tiene pérdida. «Tuerce a la derecha en el molino».
El semblante de O’Neil permaneció impasible.
—Podría ser. Pero, naturalmente, si esa fuera la única razón, cabría preguntarse por qué no escogió un lugar más próximo a la ciudad. Así sería más fácil dar indicaciones a su cómplice, y hay un montón de lugares abandonados que servirían para ese propósito. Además, el Lexus era robado y llevaba un cadáver en el maletero. Está claro que le convenía deshacerse de él lo antes posible.
—Puede ser, tiene sentido —reconoció Kellogg, y volvió a mirar a su alrededor, entornando los ojos en medio de la bruma—. Pero yo me inclino por otra cosa. Creo que se sintió atraído por este sitio no por el embarcadero, sino porque está desierto y es una playa. Pell no es un asesino ritual, pero la mayoría de los líderes sectarios tienen inclinaciones místicas, y el agua suele figurar entre sus debilidades. Yo diría que aquí tuvo lugar una especie de ceremonia. Puede que estuviera involucrada la mujer que va con él. Sexo después del asesinato, quizá. O puede que otra cosa.
—¿Qué?
—No lo sé. Creo que ella vino a su encuentro aquí. Para lo que fuese que planeaba Pell.
—Pero no hay rastros de otro coche —repuso O’Neil—, ni pruebas de que diera media vuelta y regresara a pie a la carretera. Lo lógico sería que hubiera alguna huella.
—Puede que las borrara —contestó Kellogg, y señaló una parte de la carretera cubierta de arena—. Esas marcas no parecen naturales. Puede que barriera sus huellas con una brocha, o una rama. O incluso con una escoba. Yo revisaría toda esa zona.
—Creo que conviene comprobar las denuncias de embarcaciones robadas. Y que los técnicos forenses inspeccionen el pantalán inmediatamente.
La volea prosiguió:
—Con este viento y esta lluvia… —añadió el agente del FBI—. Opino que la carretera debería ser lo primero.
—¿Sabes, Win?, creo que vamos a decantarnos por el embarcadero.
Kellogg inclinó la cabeza como diciendo: «El equipo forense es tuyo. Yo me retiro».
—Está bien. Si no te importa, voy a ver si encuentro algo en la carretera.
—Claro. Adelante.
Sin mirar a Kathryn (no tenía deseo alguno de poner a prueba su lealtad), el agente federal regresó a la zona de las marcas sospechosas.
Dance dio media vuelta y echó a andar por una zona limpia, de regreso a su coche. Se alegraba de dejar atrás la escena del crimen. Las pruebas forenses no eran su fuerte.
Ni lo eran los topetazos que se daban dos carneros, a cual más testarudo.
*****
El rostro de la aflicción.
Kathryn Dance lo conocía bien. De sus tiempos de periodista, cuando entrevistaba a supervivientes de crímenes y accidentes. Y de su época como consultora judicial, cuando contemplaba las caras de testigos y de víctimas en el acto de narrar injusticias y traumas personales.
Y de su propia vida, también. De cuando, viuda ya, se miraba al espejo, cara a cara con una Kathryn muy distinta, el lápiz de labios en suspenso un instante antes de apartarse del rostro convertido en una máscara.
¿Para qué molestarse? ¿Para qué?
Ahora, sentada en el despacho de Susan Pemberton, veía aquella misma expresión en el rostro de Eve Brock, la jefa de la mujer asesinada.
—No me parece real.
No, nunca lo parece.
Había dejado de llorar, aunque sólo temporalmente, pensó Dance. Brock, una mujer recia de mediana edad, se dominaba con mano firme. Se inclinaba hacia delante, con las piernas metidas bajo la silla, los hombros rígidos, los dientes apretados. La manifestación kinésica del dolor coincidía con la expresión de su cara.
—No entiendo lo del ordenador y los archivos. ¿Para qué los quería?
—Supongo que había algo que quería ocultar. Puede que hace años estuviera en algún evento y que no quiera que nadie se entere.
Lo primero que había preguntado la agente era si la empresa ya funcionaba antes de que Pell fuera a prisión. Y así era, en efecto.
Eve Brock empezó a llorar de nuevo.
—Hay una cosa que quiero saber. ¿La…?
Dance captó la inquietud de la mujer y respondió a la pregunta inconclusa:
—No hubo agresión sexual.
Le preguntó por el cliente al que Susan iba a ver, pero Brock desconocía los detalles.
—¿Me disculpa un momento? —Eve Brock estaba a punto de rendirse a las lágrimas.
—Desde luego.
Se dirigió al aseo de señoras.
Dance miró las paredes del despacho de Susan Pemberton, llenas de fotos de eventos pasados: bodas, ceremonias judías, fiestas de aniversario, excursiones y galas para empresas locales, bancos y asociaciones, campañas de recogida de fondos para partidos políticos y celebraciones en institutos y universidades. La empresa trabajaba también con diversas funerarias, ocupándose de la recepción posterior al sepelio.
Kathryn vio con sorpresa el nombre de la casa de pompas fúnebres que se había hecho cargo del entierro de su marido.
Eve Brock regresó con la cara colorada y los ojos hinchados.
—Disculpe.
—No tiene importancia. Entonces, ¿quedó con ese cliente después del trabajo?
—Sí.
—¿Es probable que fueran a tomar una copa o un café a alguna parte?
—Sí, es probable.
—¿Por aquí cerca?
—Normalmente, sí. A Alvarado. —La calle principal del centro de Monterrey—. O quizás al centro comercial Del Monte, en el puerto.
—¿Tenía predilección por algún bar en concreto?
—No. Iban donde quisiera ir el cliente.
—Perdone. —Dance sacó su teléfono y llamó a Rey Carraneo.
—Agente Dance —respondió este.
—¿Dónde estás?
—Cerca de Marina, comprobando todavía las denuncias de barcos robados, como me ordenó el detective O’Neil. Nada, todavía. Y tampoco ha habido suerte con los moteles.
—Está bien. Sigue en ello. —Colgó y llamó a TJ—. ¿Dónde estás tú?
—El énfasis me dice que soy plato de segunda mesa.
—¿Y cuál es la respuesta?
—En Monterrey, cerca del centro.
—Bien. —Le dio la dirección de la empresa de Eve Brock y le dijo que se reuniera con ella en la calle diez minutos después. Le daría una fotografía de Susan Pemberton para que recorriera los bares y restaurantes a los que podía llegarse a pie desde allí, así como los del centro comercial y los del puerto pesquero. Y también los de Cannery Row.
—Se nota que me quieres, jefa. Bares y restaurantes. Mi especialidad.
Le pidió también que hablara con la compañía telefónica y se informara sobre las llamadas que había recibido Susan. No creía que el cliente fuera Pell; era muy osado, pero no se habría atrevido a presentarse en el centro de Monterrey a plena luz del día. El cliente, sin embargo, podía tener información valiosa respecto adónde iba Susan después de su cita, por ejemplo.
Dance pidió a Eve los números de teléfono de Susan y se los recitó a TJ.
Después de colgar, preguntó:
—¿Qué había en los archivos robados?
—Todo tipo de cosas relativas a la empresa. Clientes, hoteles, proveedores, iglesias, pastelerías, servicios de catering, restaurantes, licorerías, floristas, fotógrafos, departamentos de relaciones públicas de empresas que nos contrataban… De todo. —La respuesta pareció dejarla agotada.
¿Qué era lo que preocupaba a Pell hasta el punto de haberse molestado en hacer desaparecer los archivos?
—¿Trabajaron alguna vez para William Croyton o su empresa?
—¿Para…? Ah, el hombre al que asesinó, esa familia. No, nunca.
—¿Para alguna filial de su empresa, quizá, o para alguno de sus proveedores?
—Supongo que es posible. Trabajamos para muchas empresas.
—¿Tienen copias de seguridad del material robado?
—Hay algunas archivadas en papel. Declaraciones de impuestos, cheques cancelados, cosas así. Y seguramente también copias de las facturas. Pero con muchas otras cosas no me molesto. No se me había pasado por la cabeza que pudieran robarme algo así. Las copias las tendrá mi contable, en San José.
—¿Puede conseguirnos todas las que sea posible?
—Hay tantas… —Su mente parecía bloqueada.
—Con un límite de ocho años atrás, hasta mayo de 1999.
La mente de Dance hizo entonces otra de sus deducciones imprevistas. ¿Podía Pell estar interesado en algún evento que Brock fuera a organizar en un futuro?
—También de todos sus trabajos a corto plazo.
—Claro, haré lo que pueda.
Parecía abrumada por la tragedia, paralizada.
Pensando en La muñeca dormida, el libro de Morton Nagle, Kathryn se dio cuenta de que tenía ante sí a otra víctima de Daniel Pell.
Veo el crimen violento como una piedra que cae a un estanque. Sus consecuencias son como ondas: pueden extenderse casi hasta el infinito.
La agente pidió una fotografía de Susan para dársela a TJ y bajó a la calle a reunirse con él. Sonó su teléfono.
En la pantalla aparecía el número del móvil de O’Neil.
—Hola —dijo, contenta de ver que era él.
—Tengo que decirte una cosa.
—Adelante.
Su compañero habló con calma y Kathryn recibió la noticia sin un solo gesto que revelara emoción.
—Iré en cuanto pueda.
*****
—En realidad es una bendición —dijo entre lágrimas la madre de Juan Millar.
De pie en el pasillo del hospital de Monterrey, junto a un Michael O’Neil muy serio, Dance veía a la mujer haciendo lo posible por tranquilizarlos y desviar, al mismo tiempo, sus muestras de compasión.
Llegó Winston Kellogg y se acercó a la familia, les dio el pésame y estrechó la mano de O’Neil apoyando su otra mano en el antebrazo del detective, un gesto que, entre hombres de negocios, políticos y deudos de un fallecido, denotaba sinceridad.
—Lo siento muchísimo.
Estaban en la unidad de quemados de la UCI. A través de la cristalera veían la enrevesada cama y los accesorios de nave espacial que la rodeaban: cables, válvulas, medidores, instrumental vario. Y, en medio, un bulto inmóvil tapado con una sábana verde.
Una sábana del mismo color había cubierto el cadáver de su marido. Kathryn recordaba que, al verla, había pensando frenética: «Pero ¿dónde ha ido la vida? ¿Dónde ha ido?». De ese instante databa su aversión por ese tono de verde en particular.
Miraba fijamente el cadáver y oía en su cabeza las palabras que le había susurrado su madre.
Dijo «máteme». Lo dijo dos veces. Luego cerró los ojos…
Dentro de la sala, el padre de Millar hacía preguntas al médico cuyas respuestas probablemente no entendía. Aun así, era lo que exigía de él el papel de padre que había sobrevivido a su hijo. Y exigiría mucho más durante los días siguientes.
Kellogg también dio el pésame a la madre, que se puso a parlotear y repitió que era preferible que su hijo hubiera muerto, qué duda había: los años de tratamientos, los sucesivos injertos…
—Absolutamente de acuerdo —contestó Kellogg, sirviéndose de una muletilla propia de Charles Overby.
Edie Dance, que ese día, de improviso, había tenido que trabajar de tarde, apareció por el pasillo. Parecía apenada, pero decidida. Su hija conocía bien aquel semblante, que, unas veces fingido y otras sincero, le había prestado grandes servicios en el pasado. Hoy era, sin duda, reflejo fiel de sus sentimientos.
Edie se fue derecha a la madre de Millar. La agarró del brazo y, consciente de que estaba al borde de la histeria, comenzó a hablarle, interesándose por su estado, pero sobre todo por el de su marido y sus otros hijos con el único propósito de desviar su atención de aquella tragedia inasumible. Edie Dance era una maestra en el arte de la compasión. Por eso era una enfermera tan querida.
Rosa Millar comenzó a calmarse y luego se puso a llorar, y Kathryn advirtió que el horror que un momento antes la había hecho tambalearse se disolvía hasta convertirse en una pena más llevadera. Su marido se reunió con ellas y Edie dejó a Rosa en sus manos como una trapecista que, colgada de su trapecio, dejara a un acróbata en manos de otro.
—Señora Millar —dijo Dance—, me gustaría que…
De pronto se vio lanzada hacia un lado, gritó y, en lugar de bajar las manos para coger su arma, las levantó para no golpearse la cabeza con uno de los carros colocados allí cerca.
¿Cómo ha conseguido Daniel Pell entrar en el hospital?, fue lo primero que pensó.
—¡No! —gritó O’Neil.
O quizá fuera Kellogg. Seguramente los dos. Kathryn cayó de rodillas y se asió al carro, tirando al suelo rollos de tubo amarillo y vasos de plástico.
El médico también se acercó de un salto, pero fue Winston Kellogg quien agarró a Julio Millar y dobló hacia atrás el brazo del joven furioso, empujándole hacia abajo con facilidad y retorciéndole la muñeca. Fue una maniobra rápida, ejecutada sin aparente esfuerzo.
—¡Hijo! ¡No! —gritó el padre, y la madre se echó a llorar con más fuerza.
O’Neil ayudó a su compañera a levantarse. La agente no se había hecho nada, pero dio por hecho que al día siguiente tendría moratones.
Julio intentó desasirse, pero por lo visto Kellogg era mucho más fuerte de lo que parecía, porque se limitó a subirle el brazo ligeramente.
—Tranquilo, no te hagas daño. Tranquilo.
—¡Puta! ¡Jodida puta! ¡Lo has matado tú! ¡Has matado a mi hermano!
—Escucha, Julio —dijo O’Neil—. Tus padres ya están bastante apenados. No empeores las cosas.
—¿Empeorarlas? ¡Es imposible empeorarlas! —Intentó patalear.
Kellogg lo apartó y le levantó la muñeca. El joven hizo una mueca de dolor y dejó escapar un gemido.
—Relájate. No te dolerá si te relajas. —El agente del FBI miró a los padres, cuyos ojos reflejaban impotencia—. Lo lamento.
—Julio —dijo el padre—, has hecho daño a esta señora. Es policía. ¡Irás a la cárcel!
—¡Es ella la que debería ir a la cárcel! ¡Ella es la asesina!
—¡No! —gritó el señor Millar—. ¡Basta ya! Tu madre, piensa en tu madre. ¡Para de una vez!
O’Neil había sacado discretamente sus esposas, pero vacilaba. Miró a Kellogg. Estaban indecisos. Julio parecía estar calmándose.
—Vale, vale, suélteme.
—Tendremos que esposarte si no te controlas —le advirtió O’Neil—. ¿Entendido?
—Sí, sí, entendido.
Kellogg lo soltó y lo ayudó a incorporarse.
Miraron todos a Kathryn. Pero ella no iba a llevar el asunto a los juzgados.
—No pasa nada. No hay problema.
Julio la miró a los ojos.
—Claro que hay problema. Hay un problema, y grande. —Se marchó hecho una furia.
—Cuánto lo siento —comentó llorando Rosa Millar.
Dance intentó tranquilizarla.
—¿Su hijo vive con ustedes?
—No, en un apartamento, cerca de casa.
—Que esta noche se quede con ustedes. Dígale que necesita su ayuda. Para el entierro, para ocuparse de los asuntos de Juan, para lo que se le ocurra. Está tan apenado como todos los demás, pero no sabe qué hacer con su pena.
La madre se había acercado a la camilla en la que yacía su hijo. Masculló algo. Edie Dance la siguió y le susurró al oído, tocándole el brazo. Un gesto íntimo entre dos mujeres que un par de días antes eran perfectas desconocidas.
Pasado un momento, Edie regresó con su hija.
—¿Quieres que los niños duerman esta noche en mi casa?
—Gracias. Seguramente es lo mejor.
Kathryn se despidió de los Millar.
—¿Hay algo que podamos hacer? Lo que sea.
—No, no —contestó el padre, como si la pregunta lo dejara perplejo. Luego añadió—: ¿Qué más se puede hacer?