28

Unos años mayor que su compañera, Rebecca Sheffield era una mujer muy guapa y de complexión atlética a la que el pelo muy corto y prematuramente canoso, las joyas metálicas y la ausencia de maquillaje daban, en opinión de Dance, un aspecto demasiado austero. Vestía pantalones vaqueros, camiseta de seda blanca y, sobre ella, chaqueta de ante marrón.

Apretó con firmeza la mano de Kathryn, pero inmediatamente fijó su atención en Linda, que se había levantado y la miraba con una sonrisa fija.

—Vaya, mira quién está aquí. —Se acercó a abrazarla.

—Después de tantos años. —A Linda se le quebró la voz—. Madre mía, creo que voy a llorar. —Y así fue, en efecto.

Dejaron de abrazarse, pero Rebecca siguió sujetando sus manos con fuerza.

—Qué alegría verte, Linda.

—Ay, Rebecca. He rezado mucho por ti.

—¿Ahora andas metida en eso? Antes no distinguías una cruz de una estrella de David. Bueno, gracias por tus oraciones. Aunque no sé si habrán servido de algo.

—No, no, estás haciendo cosas buenísimas. ¡De verdad! En la oficina de la parroquia hay un ordenador. He visto tu página web. Mujeres que montan su propio negocio. Es estupendo. Estoy segura de que hace muchísimo bien.

Rebecca pareció sorprendida de que Linda le hubiera seguido la pista.

Dance le indicó la habitación que quedaba libre y Rebecca llevó a ella su mochila y entró en el aseo.

—Si me necesitas, jefa, dame una voz. —TJ se marchó y Kathryn cerró la puerta con llave.

Linda recogió su taza de té y se puso a juguetear con ella sin llegar a beber. Cuánto le gustan a la gente los objetos en situaciones de estrés, se dijo la agente. Había interrogado a sospechosos que manoseaban bolígrafos, ceniceros, envoltorios de comida y hasta sus propios zapatos para aliviar su nerviosismo.

Cuando regresó Rebecca, le preguntó si quería un café.

—Sí, claro.

Dance sirvió el café y les ofreció leche y azúcar.

—El hotel no tiene restaurante, pero hay servicio de habitaciones. Pidan lo que les apetezca.

Rebecca bebió unos sorbos de café. Luego dijo:

—La verdad es que tienes muy buen aspecto, Linda.

Su compañera se sonrojó.

—Bueno, no sé. No estoy tan en forma como me gustaría. Tú estás guapísima. Y tan delgada… Me encanta tu pelo.

Rebecca se rio.

—No hay nada como pasar un par de años en prisión para que te salgan canas… Oye, no llevas anillo. ¿No te has casado?

—No.

—Yo tampoco.

—Será una broma. Si ibas a casarte con un escultor italiano que estaba buenísimo… Estaba convencida de que te habías casado.

—No es fácil encontrar a tu media naranja cuando se enteran de que fuiste novia de Daniel Pell. Leí algo sobre tu padre en Business Week. Que su banco iba a expandirse o algo así.

—¿Ah, sí? Ni idea.

—¿Seguís sin hablaros?

Linda asintió con un gesto.

—Mi hermano tampoco habla con mis padres. Somos dos pobres ratas de iglesia. Pero estamos mejor así, te lo aseguro. ¿Tú sigues pintando?

—Un poco. Pero no en plan profesional.

—¿No? ¿En serio? —Linda se volvió hacia Dance con un brillo en la mirada—. ¡Rebecca era buenísima! Debería ver su trabajo. Es la mejor, en serio.

—Ahora ya sólo dibujo por diversión.

Pasaron unos minutos charlando y poniéndose al día. A Kathryn le sorprendía que, pese a que ambas vivían en la Costa Oeste, no hubieran mantenido contacto desde el juicio.

Rebecca la miró.

—¿Samantha, o como se llame ahora, va a sumarse a la reunión?

—No, sólo están ustedes dos.

—Sam fue siempre la tímida.

—«Ratón», ¿te acuerdas? —dijo Linda.

—Sí. Así era como la llamaba Pell: su ratón.

Volvieron a llenar sus tazas y la agente se puso manos a la obra, formulando a Rebecca las mismas preguntas básicas que le había hecho a Linda.

—Yo fui la última a la que el señor Pell llevó a su redil —contó con amargura la delgada mujer—. Fue en… ¿Cuándo? —Lanzó una mirada a Linda, que dijo:

—En enero. Sólo cuatro meses antes de que pasara lo de los Croyton.

«Lo de los Croyton», no «el asesinato».

—¿Cómo se conocieron usted y Pell? —preguntó Dance.

—En aquella época yo andaba vagabundeando por la Costa Oeste, me ganaba la vida haciendo retratos en la calle, en ferias o en la playa, ya sabe. Había montado mi caballete y Pell se paró. Quería que le hiciera un retrato.

Linda esbozó una sonrisa coqueta.

—Creo recordar que no dibujaste mucho. Acabasteis los dos en la parte de atrás de la furgoneta. Y tardasteis un montón en salir.

Rebecca sonrió avergonzada.

—Bueno, sí, claro, Daniel tenía también esa faceta… En cualquier caso, también pasamos mucho tiempo hablando. Y me preguntó si me apetecía quedarme con ellos en Seaside. Al principio no estaba segura. Porque todos conocíamos la fama que tenía Pell, lo de los robos en tiendas y esas cosas. Pero me dije: «Qué demonios, soy una bohemia, una rebelde, una artista». Y lo era. La cosa salió bien. Estaba rodeada de buena gente, con Linda y Sam. No tenía que trabajar de nueve a cinco y podía pintar tanto como quisiera. ¿Qué más se puede pedir? Al final resultó, claro, que también me había asociado con Bonnie y Clyde, una banda de ladrones. Y eso no estuvo tan bien.

Dance advirtió que el plácido semblante de Linda se ensombrecía al oír aquel comentario.

Tras salir de prisión, explicó Rebecca, se involucró en el movimiento feminista.

—Pensé que, después de haberme humillado ante Pell, de haberlo tratado como al gallito del corral, había hecho retroceder varios años la causa feminista, y me apetecía compensarles.

Finalmente, tras mucha terapia, creó un servicio de consultoría para ayudar a otras mujeres a abrir y financiar pequeñas empresas. A eso se dedicaba desde entonces. Debía de ganarse bien la vida, pensó Kathryn, a juzgar por sus joyas, su ropa y sus zapatos italianos, que, si no calculaba mal (y ella sabía mucho de calzado), costaban lo mismo que sus dos mejores pares juntos.

Llamaron de nuevo a la puerta. Había llegado Winston Kellogg. Dance se alegró de verlo. La noche anterior había disfrutado de su compañía. El agente era sorprendentemente sociable para ser un federal tan bregado. Ella había asistido a numerosas veladas con compañeros de su marido y la mayoría de los federales le habían parecido taciturnos y reconcentrados, reacios a hablar. Win Kellogg, en cambio, había sido el último en marcharse de la fiesta, junto con sus padres.

El agente federal saludó a las dos mujeres y les mostró su identificación, como exigía el protocolo. Después se sirvió un café. Hasta ese momento, Dance había estado preguntando acerca de sus invitadas, pero con Kellogg presente era hora de ir al grano.

—Muy bien, esta es la situación: es probable que Pell siga en esta zona. No sabemos dónde, ni por qué. No tiene sentido. La mayoría de los fugados se marchan tan lejos como pueden del lugar de la fuga.

Les refirió con detalle cómo había tenido lugar la evasión del juzgado y lo sucedido hasta la fecha. Linda y Rebecca escucharon con interés (y con espanto y repulsión) los pormenores de la huida.

—Primero, permítanme preguntarles por su cómplice.

—¿Esa mujer sobre la que leí? —preguntó Linda—. ¿Quién es?

—No lo sabemos. Al parecer es rubia y joven. De unos veinticinco años, aproximadamente.

—Así que tiene una nueva novia —comentó Rebecca—. Así es nuestro Daniel. Nunca le falta una.

—Ignoramos cuál es su relación exacta —precisó Kellogg—. Es probable que la mujer fuera una de sus admiradoras. Por lo visto hay un montón de mujeres dispuestas a arrojarse a los pies de un presidiario, incluso del peor de ellos.

Rebecca se rio y miró a Linda.

—¿A ti te llegaban cartas de amor cuando estabas en la trena? A mí no.

Linda esbozó una sonrisa educada.

—Cabe la posibilidad —añadió Dance— de que no sea una desconocida. Tenía que ser muy joven cuando se reunió la Familia, pero me preguntaba si puede que sea alguien a quien conozcan.

Linda arrugó el entrecejo.

—Si ahora tiene unos veinticinco años, en aquella época tenía que ser una adolescente. No recuerdo a nadie de esa edad.

—Cuando yo estaba en la Familia —agregó Rebecca—, sólo estábamos los cinco.

Kathryn hizo una anotación.

—Ahora me gustaría que habláramos de cómo era su vida en aquella época. Lo que decía y hacía Pell, lo que le interesaba, qué planes tenía. Confío en que recuerden algo que pueda darnos una pista sobre lo que se trae entre manos.

Rebecca la miró con fijeza.

—Paso uno, definir el problema. Paso dos, conocer los hechos.

Linda y Kellogg parecieron desconcertados. Dance sabía a qué se refería, desde luego. (Y se alegró de que no pareciera estar de humor para soltar otro discurso como el de la víspera).

—Digan lo que se les ocurra. Si tienen una idea, aunque les parezca descabellada, adelante, cuéntennosla. Cualquier cosa nos vendrá bien.

—Por mí, bien —contestó Linda.

—Dispare —añadió Rebecca.

La agente preguntó cómo se organizaba la convivencia dentro de la Familia.

—Era una especie de comuna —respondió Rebecca—, lo cual a mí me resultaba muy extraño, porque me había criado en un barrio bien, ya saben, muy de teleserie.

Un cuadro del partido comunista no habría estado de acuerdo, sin embargo; tal y como la describían, su organización difería de una comuna. La norma parecía ser: «De cada uno, lo que Daniel Pell exigía de él; y para cada uno, lo que decidía Daniel Pell».

Aun así, la Familia funcionaba bastante bien, al menos en cuestiones prácticas. Linda se encargaba de que la casa funcionara como la seda y los otros contribuían a su mantenimiento. Comían bien y mantenían el bungalow limpio y en buen estado. Samantha y Jimmy Newberg se daban maña con las herramientas y las labores de bricolaje. Por razones obvias (guardaban la mercancía robada en un dormitorio), Pell no quería que el dueño de la casa se encargara de pintar o arreglar los electrodomésticos rotos, de modo que tenían que ser totalmente autosuficientes.

—Ese era uno de los preceptos de Daniel —comentó Linda—. Confianza en uno mismo, el ensayo de Ralph Waldo Emerson. Lo leí en voz alta un montón de veces. A Daniel le encantaba.

Rebecca sonreía.

—¿Te acuerdas de cuando leíamos por las noches?

Linda explicó que Pell era un apasionado de los libros.

—Le encantaban. Cuando tiramos la tele, montó un numerito. Casi todas las noches yo leía algo en voz alta, con los demás sentados en corro en el suelo. Eran noches muy bonitas.

—¿Había algún vecino u otros amigos en Seaside con los que Pell tuviera especial relación?

—No teníamos amigos —contestó Rebecca—. Ese no era su estilo.

—Pero a veces llegaba alguien a quien acababa de conocer y se quedaba una temporada y luego se marchaba. Daniel siempre estaba recogiendo gente.

—Piltrafas como nosotros.

Linda se tensó ligeramente. Luego observó:

—Bueno, personas que lo estaban pasando mal, diría yo. Daniel era generoso. Les daba comida, y a veces dinero.

Dale comida al hambriento y hará lo que quieras, pensó Dance, recordando lo que les había contado Kellogg sobre los líderes sectarios y sus seguidores.

Siguieron hablando del pasado, pero la conversación no hizo aflorar ningún recuerdo respecto a quiénes podían ser esos invitados. Kathryn pasó a otro asunto.

—Últimamente buscó algunas cosas en Internet. Una de ellas era «Nimue». Tengo la impresión de que puede ser un nombre. Un apodo, o un alias, quizá.

—No. Yo nunca lo había oído. ¿Qué significa?

—Es un personaje de la leyenda del Rey Arturo.

Rebecca miró a su compañera más joven.

—Oye, ¿no nos leíste alguna de esas historias?

Pero Linda no se las había leído. Tampoco sabían quién podía ser Alison.

—Háblenme de cómo era un día típico en la Familia —dijo Dance a continuación.

Rebecca pareció no saber qué decir.

—Nos levantábamos, desayunábamos… No sé.

Linda se encogió de hombros.

—Éramos simplemente una familia —contestó—. Hablábamos de lo que hablan las familias. Del tiempo, de nuestros planes, de los viajes que íbamos a hacer. De problemas de dinero. De dónde iba a trabajar cada uno. Yo a veces me quedaba en la cocina después del desayuno, a fregar los platos, y me echaba a llorar de lo feliz que era. Por fin tenía una familia de verdad.

Rebecca estuvo de acuerdo en que su vida no era muy distinta a la de la media, aunque estaba claro que no era tan sentimental al respecto como su compañera.

Siguieron divagando sin revelar nada útil. Una norma bien conocida tanto de las entrevistas como de los interrogatorios es que las abstracciones tienden a ocultar los recuerdos, mientras que los datos concretos los desencadenan.

—Hagan una cosa —propuso Dance—: escojan un día en particular y háblenme de él. Un día que recuerden las dos.

Pero a ninguna se le ocurrió uno que destacar.

Kathryn sugirió entonces:

—Piensen en una fiesta. En Acción de Gracias, en Navidad…

—¿Qué le parece Pascua? —preguntó Linda.

—Mi primera fiesta allí. Y la única. Claro. Eso fue divertido.

Linda contó que preparó una cena especial con la comida que «consiguieron» Sam, Jimmy y Rebecca. La agente pescó al vuelo el eufemismo; quería decir que la habían robado.

—Hice pavo —añadió la joven—. Estuve todo el día ahumándolo en el jardín. Madre mía, qué bien nos lo pasamos.

—Así que allí estaban —insistió Dance—, ustedes dos y Samantha. Ella era la más callada, según dicen.

—El Ratón.

—Y el joven que estaba con Pell en casa de los Croyton —intervino Kellogg—. Jimmy Newberg. Háblennos de él.

—De acuerdo —contestó Rebecca—. Era gracioso como un cachorrillo. Él también se había escapado de casa. Era del norte, creo.

—Y muy guapo. Pero no estaba muy bien de aquí. —Linda se tocó la cabeza.

Su compañera se echó a reír.

—Había sido muy porrero.

—En cambio, con las manos era un genio. Carpintería, electrodomésticos, todo… Sabía mucho de ordenadores, hasta escribía programas. Nos hablaba de ellos, pero no entendíamos nada. Quería montar no sé qué página web, ¿te acuerdas? Y eso fue mucho antes de que todo el mundo tuviera una. La verdad es que creo que era muy creativo. Me dio mucha pena. A Daniel no le caía del todo bien. Perdía la paciencia con él. Creo que quería expulsarlo.

—Además, Daniel era muy de mujeres. No se sentía a gusto teniendo otros hombres alrededor.

Dance volvió a dirigir la conversación hacia la fiesta.

—Fue un día muy bonito —prosiguió Linda—. Había salido el sol y hacía calor. Pusimos música. Jimmy había montado un equipo buenísimo.

—¿Bendijeron la mesa?

—No.

—¿A pesar de que era Pascua?

—Lo sugerí —dijo Rebecca—, pero Pell dijo que no.

—Es verdad —añadió Linda—. Se enfadó.

Por su padre, supuso Kathryn.

—Estuvimos jugando en el jardín. A lanzarnos el disco de frisbee, y al bádminton. Luego serví la cena.

—Yo había birlado un buen cabernet —contó Rebecca— y las chicas y Jimmy tomamos vino. Pell no bebía. Me puse como una cuba. Y Sam también.

—Y comimos un montón. —Linda se llevó las manos al vientre.

Dance siguió indagando. Era consciente de que Winston Kellogg se había descolgado de la conversación. Era un experto en sectas, pero prefería delegar en ella el interrogatorio. La agente se lo agradeció.

—Después de la cena —siguió contando Linda— nos quedamos fuera, hablando. Sam y yo nos pusimos a cantar. Jimmy estaba trasteando con su ordenador. Y Daniel se puso a leer algo.

Los recuerdos surgían ahora de corrido, como una reacción en cadena.

—Una fiesta en familia, hablando y bebiendo.

—Sí.

—¿Recuerdan de qué hablaron?

—Uf, de cosas, ya sabe… —Linda se quedó callada. Luego dijo—: Espere. Eso me recuerda algo que quizá les interese. —Ladeó la cabeza ligeramente: un gesto de reconocimiento, aunque por lo difuso de su mirada, posada en un jarrón cercano lleno de amarilis artificiales, daba la impresión de que la idea no se había formado aún por completo. Dance no dijo nada; a menudo, los recuerdos vagos se borran si se pregunta directamente por ellos—. No fue en Pascua —continuó la joven—. Fue en otra cena. Pero me he acordado de ello al hablar de ese día de Pascua. Daniel y yo estábamos en la cocina. Él me estaba viendo cocinar. Y se oyó un ruido muy fuerte en la casa de al lado. Los vecinos se estaban peleando. Daniel me dijo que estaba deseando largarse de Seaside. A la cima de su montaña.

—¿La cima de su montaña?

—Sí.

—¿Su montaña? —insistió Kellogg.

—Eso fue lo que dijo.

—¿Tenía alguna finca en propiedad?

—Nunca nos contó nada concreto. Puede que dijera que era «suya» porque deseaba que algún día lo fuera.

Rebecca no sabía nada al respecto.

—Lo recuerdo claramente —agregó Linda—. Quería alejarse de todo el mundo. Que estuviéramos sólo nosotros, la Familia. Sin nadie más alrededor. Creo que no dijo nada sobre eso ni antes ni después.

—Pero ¿no era Utah? Ambas dijeron que nunca había hablado de ir allí.

—Así es —contestó Rebecca—. Pero espere. ¿Sabe?, pensando en eso… No sé si servirá de algo, pero yo también recuerdo una cosa. Algo muy parecido. Una noche estábamos en la cama y Daniel dijo: «Necesito dar un gran golpe. Reunir dinero suficiente para alejarme de todo el mundo». De eso me acuerdo. Dijo: «Un gran golpe».

—¿A qué se refería? ¿A un robo para comprar una finca?

—Puede ser.

—¿Linda?

La joven contestó que no lo sabía y pareció preocupada porque Pell no le hubiera hecho partícipe de todo.

Dance formuló la pregunta obvia:

—¿Es posible que ese gran golpe fuera el asalto a la casa de los Croyton?

—No lo sé —contestó Rebecca—. A nosotras no nos dijo adónde iban esa noche Jimmy y él.

Kathryn se dijo que tal vez, a fin de cuentas, Pell hubiera sustraído algo de gran valor de casa de los Croyton. Quizá lo hubiera escondido al verse acosado por la policía. Pensó en el coche en el que Pell había llegado hasta la casa. ¿Había sido registrado exhaustivamente? ¿Dónde estaba? Tal vez destruido; tal vez en poder de otra persona. Tomó nota de que debía intentar localizarlo. Y consultar el registro de la propiedad, por si Pell era dueño de algún bien inmueble.

La cima de la montaña… ¿Era eso acaso lo que había buscado en Visual-Earth al conectarse a Internet en Capitola? Alrededor de la península, a menos de una hora en coche, había decenas de picos montañosos.

Quedaban numerosos interrogantes, pero Dance se daba por satisfecha con los progresos que habían hecho. Por fin tenía la impresión de empezar a vislumbrar lo que ocultaba la mente de Daniel Pell. Se disponía a formular otra pregunta cuando sonó su teléfono.

—Disculpen.

—Kathryn, soy yo.

Se pegó el teléfono al oído.

—¿Qué ocurre, TJ? —Y se preparó para lo que iba a oír. No la había llamado «jefa» y eso sólo podía significar una cosa: que estaba a punto de darle malas noticias.