27

Kathryn Dance estaba sentada en una cabaña del Point Lobos Inn. Era la primera vez que visitaba aquel costoso lugar, un hotel exclusivo con cabañas privadas situado junto a una tranquila carretera al sur de Carmel, cerca de la uno, en los límites del bello y escarpado parque natural que le daba nombre. El edificio de estilo Tudor estaba aislado (una larga avenida de entrada lo separaba de la carretera) y el ayudante del sheriff que ocupaba el coche patrulla apostado delante de la puerta veía a la perfección a cualquiera que se acercara; de ahí que la agente lo hubiera elegido.

Dance llamó a O’Neil para ver cómo iban las cosas. Su compañero estaba haciendo averiguaciones sobre una denuncia de desaparición presentada en Monterrey. Luego llamó también a TJ y Carraneo. El primero no tenía nada que contarle, y el segundo le dijo que seguía sin tener suerte: aún no había encontrado un motel barato o una pensión donde Pell pudiera estar alojado.

—He probado hasta Gilroy y…

—¿Hoteles baratos?

Una pausa.

—Eso es, agente Dance. Con los caros no me he molestado. He pensado que un preso fugado no tendría dinero suficiente para pagarlos.

Kathryn se acordó de la conversación telefónica que Pell había mantenido en secreto desde Capitola, en la que había hablado de aquellos nueve mil doscientos dólares.

—Seguro que Pell está convencido de que eso es justamente lo que vamos a pensar. Lo que significa… —Dejó que Carraneo completara la frase por su cuenta.

—Que le conviene alojarse en un hotel caro. Está bien. Me pondré con ello. Espere. ¿Dónde está, agente Dance? ¿Cree que Pell…?

—Aquí ya he hecho todas las comprobaciones necesarias —le aseguró ella. Colgó, miró de nuevo su reloj y se preguntó si aquel plan descabellado serviría de algo.

Cinco minutos después llamaron a la puerta. Al abrir, vio a Albert Stemple, el fornido agente del CBI, detrás de una mujer de veintitantos años. Linda Whitfield, una joven robusta, tenía un rostro atractivo, sin una pizca de maquillaje, y el cabello pelirrojo y corto. Sus ropas estaban un poco raídas: pantalones elásticos negros con las rodillas relucientes y jersey rojo deshilachado, cuyo cuello de pico enmarcaba una cruz de peltre. Kathryn no detectó ni rastro de perfume, y Linda tenía las uñas cortas y sin pintar.

Se estrecharon las manos. El apretón de la chica era fuerte.

Stemple levantó las cejas como diciendo «¿Algo más?».

Dance le dio las gracias y el corpulento policía dejó la maleta de Linda en el suelo y se marchó sin prisas. Cuando la agente cerró la puerta, la joven entró en el cuarto de estar de la cabaña de dos dormitorios. Miraba su elegante interior como si no hubiera visto nunca nada parecido.

—Madre mía.

—Estoy preparando café. —Kathryn hizo un gesto hacia la pequeña cocina.

—Té, si hay.

Dance preparó una taza.

—Confío en que no tenga que quedarse mucho tiempo. Ni siquiera una noche, quizá.

—¿Se sabe algo de Daniel?

—Nada nuevo.

Linda miró los dormitorios como si por elegir uno fuera a comprometerse a permanecer allí más tiempo del que quería. Su serenidad se tambaleó y luego se rehízo. Escogió una habitación, llevó dentro su maleta y al regresar un momento después aceptó la taza de té, le añadió leche y se sentó.

—Hacía años que no viajaba en avión —comentó—. Y ese reactor… Ha sido fabuloso. Tan pequeño, y aun así me clavé en el asiento cuando despegamos. Había una agente del FBI a bordo. Fue muy amable.

Los sofás en los que se habían sentado, con una gran mesa baja en medio, eran muy cómodos. Linda paseó de nuevo la mirada por la cabaña.

—Madre mía, qué bonito es esto.

Lo era, sí. Dance se preguntó qué dirían los contables del FBI cuando vieran la factura. La cabaña costaba casi seiscientos dólares por noche.

—Rebecca viene para acá. Pero quizá nosotras podríamos empezar ya.

—¿Y Samantha?

—No ha querido venir.

—Entonces, ¿habló con ella?

—Fui a verla.

—¿Dónde está? No, espere, no puede decírmelo.

Kathryn sonrió.

—Oí que se había hecho la cirugía estética y se había cambiado de nombre y todo.

—Es cierto, sí.

—He comprado el periódico en el aeropuerto para ver qué estaba pasando.

A Dance le extrañaba que no hubiera televisor en la casa del hermano de Linda, donde ella vivía. ¿Era una opción ética o cultural, o más bien económica? Hoy en día, se podía tener televisión por cable por un par de cientos de dólares. Aun así, la agente advirtió que los tacones de los zapatos de la joven estaban tan gastados que prácticamente habían desaparecido.

—Dicen que no hay duda de que mató a esos guardias. —Dejó el té—. Eso me sorprendió. Daniel no era violento. Sólo hacía daño a los demás en defensa propia.

Por eso precisamente había matado a los guardias, desde su punto de vista, claro.

—Pero —continuó Linda— sí que dejó con vida a otro. A ese conductor.

Sólo porque le convenía.

Dance le preguntó por el asesinato del empleado público de Redding.

—¿Charles Pickering? —Linda recorrió con la mirada los electrodomésticos de la cocina mientras pensaba—. Nunca oí que Daniel hablara de él. Pero si la policía le dejó marchar, imagino que fue porque no le mató él.

Un argumento interesante.

—¿Cómo conoció a Pell?

—Fue hace unos diez años. En el parque del Golden Gate, en San Francisco. Yo me había escapado de casa y estaba durmiendo allí. Daniel, Samantha y Jimmy vivían en Seaside con unas cuantas personas más. Viajaban por la costa como gitanos, de acá para allá. Vendían cosas que compraban o que hacían. Sam y Jimmy tenían mucho talento. Hacían marcos para fotos, soportes para discos, perchas para corbatas… Cosas así.

»El caso es que yo me había escapado de casa ese fin de semana, no por nada, lo hacía todo el tiempo, y Daniel me vio cerca del jardín japonés. Se sentó y nos pusimos a hablar. Él tiene ese don. Te escucha. Hace que te sientas como si fueras el centro del universo. Es muy seductor, ¿sabe?

—¿Y ya no volvió a casa?

—No, sí que volví. Siempre quise marcharme para no volver. Mi hermano lo hizo. Se marchó de casa a los dieciocho y no volvió a mirar atrás. Pero yo no era tan valiente. Mis padres… Vivíamos en San Mateo… Eran muy estrictos. Como instructores del ejército. Mi padre era el presidente del Banco de Santa Clara y…

—Espere, ¿ese Whitfield?

—Whitfield el multimillonario. El que financió buena parte de Silicon Valley y sobrevivió al desplome. El que iba a meterse en política… hasta que cierta hija suya apareció en la prensa a lo grande. —Una sonrisa irónica—. ¿No conocía a nadie a quien hubieran desheredado sus padres? Pues ya lo conoce.

»Cuando yo era pequeña eran muy autoritarios. Se empeñaban en controlarlo todo: cómo recogía mi habitación, lo que me ponía, lo que daba en clase y las notas que sacaba… Mi padre me azotó en el culo hasta los catorce años y creo que sólo dejó de hacerlo porque mi madre le dijo que no era buena idea, teniendo yo esa edad… Decían que era porque me querían, porque querían que triunfara y que fuera feliz. Pero no: eran sólo unos obsesos del control. Intentaban convertirme en una muñequita a la que vestir y con la que jugar.

»Así que volví a casa, pero aunque estaba allí no me quitaba de la cabeza a Daniel. Sólo hablamos, no sé, un par de horas. Pero fue maravilloso. Me trató como si fuera una persona de verdad. Me dijo que confiara en mi criterio. Que era lista, y guapa. —Una mueca—. No era ninguna de esas cosas, claro, pero lo decía él y me lo creía.

»Una mañana, mi madre vino a mi habitación y me dijo que me levantara y me vistiera. Íbamos a ir a visitar a mi tía o a no sé quién. Y se suponía que tenía que ponerme falda. Pero yo quería ponerme vaqueros. No era ninguna celebración: sólo íbamos a comer. Pero ella se puso hecha una fiera y empezó a gritar. “Ninguna hija mía…”, ya se hace usted una idea. En fin, que agarré mi mochila y me marché. Me daba miedo no poder encontrar a Daniel, pero recordaba que me había dicho que esa semana estaría en Santa Cruz, en un mercadillo que había en el paseo marítimo.

En el paseo marítimo de Santa Cruz, junto a la playa, había un famoso parque de atracciones lleno de gente joven a todas horas. Dance se dijo que era un buen territorio de caza para Pell si andaba en busca de víctimas.

—Daniel iba mucho por allí. Allí fue donde conoció a Jimmy, y luego a Rebecca. Así que hice autostop en la uno, y allí estaba él. Pareció alegrarse de verme, cosa que no puede decirse de mis padres. —Se rio—. Le pregunté si sabía de algún sitio donde pudiera quedarme. Estaba nerviosa. En realidad, era una indirecta. Pero él me dijo: «Claro que sí: con nosotros».

—¿En Seaside?

—Ajá. Teníamos un bungalow pequeño allí. Era bonito.

—¿Samantha, Jimmy, Pell y usted?

Sus ademanes evidenciaban que el recuerdo la hacía disfrutar: la posición relajada de los hombros, las arrugas junto a los ojos y los movimientos de las manos, gestos ilustradores que recalcaban el contenido de su discurso y delataban la intensidad de sus emociones respecto a lo que estaba diciendo.

Cogió de nuevo su té y bebió un sorbo.

—Todo lo que dijeron los periódicos, todo eso de la secta, de las drogas y las orgías, era mentira. En realidad, era todo muy casero y muy acogedor. Quiero decir que no había drogas en absoluto, ni siquiera alcohol. Un poco de vino en la cena, a veces. Era muy agradable. Me encantaba estar con gente que te veía tal y como eras, que no intentaba cambiarte, que te respetaba. Yo me encargaba de la casa. Supongo que podría decirse que era una especie de madre. Era tan agradable estar al mando para variar, y que no te gritaran por tener tu propia opinión…

—¿Y los delitos?

Linda se puso tensa.

—Bueno, también estaba eso. Hubo algunos. No tantos como dice la gente. Hurtos pequeños en tiendas, cosas así. Y a mí nunca me gustó. Nunca.

Dance detectó algunos gestos de negación, pero tenía la impresión de que Linda no estaba mintiendo; su estrés kinésico obedecía al hecho de estar quitando importancia a la gravedad de los delitos. La agente sabía que la Familia había hecho cosas mucho peores que hurtar en tiendas. Había sido acusada de robo con allanamiento de morada, de hurto mayor, de robo de carteras y bolsos mediante el procedimiento del tirón, estos últimos delitos contra las personas y, por tanto, pertenecientes al código penal y mucho más graves que los delitos contra la propiedad.

—Pero no nos quedaba otro remedio. Para estar en la Familia, había que participar.

—¿Cómo era vivir con Daniel?

—Pues no estaba tan mal como podría pensarse. Uno sólo tenía que hacer lo que él quería.

—¿Y si no?

—Daniel nunca nos hizo daño físicamente. La mayoría de las veces sólo se… retraía.

La agente recordó el perfil del líder sectario trazado por Kellogg.

Amenaza con separarse de ellos, y esa es su arma más poderosa.

—Te dejaba de lado. Y tú te asustabas. Nunca sabías si era el fin, si iban a expulsarte. Una señora de la parroquia me habló de uno de esos programas de telerrealidad. Gran hermano o Supervivientes.

Dance asintió con una inclinación de cabeza.

—Me contó lo populares que eran. Creo que por eso está tan obsesionada con ellos la gente. Porque hay algo aterrador en la idea de que te echen a patadas de tu familia. —Se encogió de hombros y jugueteó con la cruz que llevaba sobre el pecho.

—A usted la condenaron a más tiempo que a las demás. Por destruir pruebas. ¿Qué pasó?

Los labios de Linda se tensaron.

—Fue una idiotez. Me entró el pánico. Lo único que sabía era que Daniel me había llamado y me había dicho que Jimmy estaba muerto y que las cosas se habían torcido en esa casa en la que tenían una reunión. Que lo recogiéramos todo y estuviéramos listos para marcharnos, que la policía podía ir a buscarlo en cualquier momento. Él tenía en su cuarto un montón de libros sobre Charles Manson, y también recortes y otras cosas. Quemé algunos antes de que llegara la policía. Pensé que, si se enteraban de que tenía esa obsesión con Manson, eso le perjudicaría.

Y así había sido, pensó Dance al recordar cómo había utilizado el fiscal el asunto de Manson para propiciar la condena de Pell.

Linda contó algunas cosas más acerca de su vida reciente, respondiendo a preguntas de la agente. Mientras estaba en prisión se consagró a la religión y después de su puesta en libertad se trasladó a Portland, donde encontró trabajo en una iglesia protestante local de la que su hermano era diácono; por eso se unió a ella.

Salía con un «buen chico cristiano» de Portland y era, en efecto, la niñera de los hijos de acogida de su hermano y su cuñada. Ella también quería ser madre de acogida (no podía tener hijos propios por motivos de salud), pero era difícil, habiendo estado en prisión.

—No tengo muchas cosas materiales —añadió a modo de conclusión—, pero me gusta mi vida. Es una vida rica, en el buen sentido de la palabra.

Les interrumpió una llamada a la puerta. Dance deslizó la mano hacia su pesada pistola.

—Soy TJ, jefa. He olvidado la contraseña secreta.

La agente abrió la puerta y el joven agente entró acompañado de otra mujer. De unos treinta y cinco años, alta y delgada, llevaba colgada del hombro una mochila de piel.

Kathryn Dance se irguió para saludar a la segunda integrante de la Familia.