—Mira, mamá. ¡Hemos decorado la terraza! ¡La hemos decorado!
Dance besó a su hija.
—Qué bonito, Mags.
Sabía que la niña estaba a punto de estallar de ganas de contárselo.
La Cubierta estaba preciosa. Los niños habían estado atareados toda la tarde preparando la fiesta. Por todas partes había banderines, velas y farolillos chinos. (Habían aprendido de su madre; cuando tenía invitados, Kathryn Dance sabía cómo crear un buen ambiente, aunque no agasajara a sus invitados con comida de gourmet).
—¿Cuándo puede abrir los regalos el abuelo?
Wes y Maggie habían estado ahorrando parte de su paga para comprarle a Stuart Dance equipación de pesca: una red y unas botas de goma altas. Kathryn sabía que a su padre le encantaría cualquier cosa que le compraran sus nietos, pero a aquel regalo seguro que le sacaba partido.
—Los regalos, después de la tarta —anunció Edie Dance—. O sea, después de cenar.
—Hola, mamá.
Dance y su madre no siempre se abrazaban; esa noche, sin embargo, Edie la estrechó con fuerza y aprovechó para susurrarle que quería hablar con ella sobre Juan Millar.
Entraron en el cuarto de estar. La agente comprendió enseguida que su madre estaba preocupada.
—¿Qué ocurre?
—Sigue aguantando. Ha vuelto en sí un par de veces. —Una mirada alrededor, posiblemente para asegurarse de que los niños no estaban por allí—. Sólo han sido unos segundos cada vez. Es imposible que declare, pero…
—¿Qué, mamá?
Edie bajó la voz aún más.
—Yo estaba a su lado. No había nadie más cerca. Miré hacia abajo y tenía los ojos abiertos. El que no tiene vendado, quiero decir. Estaba moviendo los labios. Me incliné y dijo… —Miró de nuevo a su alrededor—. Dijo: «Máteme». Lo dijo dos veces. Luego cerró los ojos.
—¿Tanto le duele?
—No, está tan sedado que no siente nada. Pero puede ver las vendas. Y las máquinas. No es tonto.
—¿Su familia está allí?
—Casi todo el tiempo. Bueno, su hermano, de sol a sol. Nos vigila como un halcón. Está convencido de que no le estamos dando el tratamiento adecuado por ser latino. Y ha hecho más comentarios sobre ti.
Dance hizo una mueca.
—Lo siento, pero he pensado que debías saberlo.
—Gracias por decírmelo.
Estaba muy preocupada. No por Julio Millar, claro. Con él podía arreglárselas. Era la desesperación del joven policía herido lo que la angustiaba.
Máteme…
—¿Ha llamado Betsey? —preguntó.
—Ah, tu hermana no puede venir —dijo su madre con una despreocupación bajo la que se adivinaba su enfado por que su hija pequeña no hubiera querido hacer el trayecto de cuatro horas en coche desde Santa Bárbara para la fiesta de cumpleaños de su padre. Naturalmente, de haber estado en su lugar, Kathryn tampoco habría ido hasta allí sabiendo que Pell andaba suelto. Pero según una importante norma familiar, las faltas hipotéticas no son ofensas y el hecho de que Dance estuviera allí significaba, aunque fuera por omisión, que esta vez era Betsey la que puntuaba en negativo.
Regresaron a la Cubierta y Maggie preguntó:
—Mamá, ¿podemos dejar salir a Dylan y a Patsy?
—Ya veremos. —Los perros podían ponerse un poco revoltosos en las fiestas. Y tendían a comer más de la cuenta—. ¿Dónde está tu hermano?
—En su habitación.
—¿Qué está haciendo?
—Cosas.
Dance guardó el arma en la caja fuerte: había un ayudante del sheriff apostado fuera, vigilando la casa. Se dio una ducha rápida y se cambió.
Se encontró con Wes en el pasillo.
—Nada de camiseta. Es el cumpleaños de tu abuelo.
—Pero si está limpia, mamá.
—Un polo. O tu camisa azul y blanca. —Conocía el contenido de su armario mejor que el propio Wes.
—Vale.
Kathryn lo miró con detenimiento. La actitud de su hijo no tenía nada que ver con el cambio de camisa.
—¿Qué ocurre?
—Nada.
—Vamos, desembucha.
—¿Que desembuche?
—Es de mi época. Dime qué te pasa.
—Nada.
—Ve a cambiarte.
Diez minutos después estaba colocando sobre las mesas los deliciosos aperitivos, por los que daba gracias para sus adentros a las tiendas de comida preparada.
Wes pasó a su lado y agarró un puñado de frutos secos; llevaba puesta su camisa de vestir con los puños abotonados y los faldones remetidos, y dejó a su paso un perfume a loción de afeitar. Tenía buen aspecto. Ser madre era todo un reto, pero había muchas cosas de las que enorgullecerse.
—Mamá… —Lanzó un anacardo al aire y lo cogió con la boca.
—No hagas eso. Puedes atragantarte.
—Mamá…
—¿Qué?
—¿Quién viene esta noche?
Desvió la mirada y volvió el hombro hacia ella. Lo cual significaba que la pregunta ocultaba otra intención. Dance sabía lo que inquietaba a su hijo: lo mismo que la noche anterior. Y ahora había llegado el momento de hablar.
—Sólo nosotros y unas cuantas personas. —El domingo por la tarde habría una fiesta más grande en el club náutico, cerca del acuario de Monterrey, a la que irían muchos de los amigos de Stuart. Pero hoy, el día en que su padre cumplía años, Kathryn sólo había invitado a cenar a unas ocho personas—. Michael y su mujer —prosiguió—, Steve y Martine, los Barber… Y ya está. Ah, y un investigador que nos está ayudando con un caso. Es de Washington.
Su hijo asintió con un gesto.
—¿Eso es todo? ¿Nadie más?
—Eso es todo. —Le lanzó una bolsa de galletas saladas que él agarró con una mano—. Sácalas. Y deja algunas para los invitados.
Wes se alejó, aliviado, para empezar a llenar cuencos.
Lo que preocupaba al chico era la posibilidad de que su madre hubiera invitado a Brian Gunderson. El hombre del que procedía el libro colocado allí cerca, en lugar bien visible y de cuya llamada a la sede del CBI le había informado Maryellen Kresbach con tanta diligencia.
Ha llamado Brian…
El analista financiero de cuarenta años había sido una cita a ciegas cortesía de Maryellen, que tenía tanta vocación (y tanto talento) para las labores de casamentera como para la repostería, el café y la gestión de la vida profesional de agentes del CBI.
Brian era listo, franco y divertido. En su primera cita, tras escuchar atentamente la explicación de Dance sobre la kinesia, se había quedado inmóvil.
—Para que no puedas descubrir mis intenciones.
Aquella cena había sido bastante agradable. Brian estaba divorciado, no tenía hijos (aunque quería tenerlos) y su negocio de inversión lo mantenía muy ocupado. Entre la agenda de trabajo de uno y otro, era inevitable que la relación avanzara despacio, cosa que a ella le convenía. Había estado mucho tiempo casada y la muerte de su marido todavía era reciente: no tenía ninguna prisa.
Después de meses de cenas, cafés y películas, Brian y ella habían ido a dar una larga caminata por el campo y se habían descubierto en la playa, en Asilomar. Un atardecer dorado, un montón de nutrias marinas jugando junto a la orilla… ¿Cómo resistirse a un beso o dos? No se habían resistido. Dance recordaba que le había gustado. Y que luego se había sentido culpable por que le gustara. Pero se acordaba más de lo primero que de esto último.
De esa parte de la vida se puede prescindir un tiempo, pero no eternamente.
Kathryn no tenía planes concretos de futuro con Brian y se contentaba con tomarse las cosas con calma y ver qué ocurría.
Pero entonces había intervenido Wes. Su hijo nunca se ponía grosero, ni la avergonzaba, pero le dejó claro de mil formas evidentes para una madre que no quería saber nada de Brian. Dance ya no iba a terapia para sobrellevar el duelo, pero de vez en cuando todavía iba a ver a su psicóloga. Esta le había dicho cómo plantear a sus hijos una posible relación amorosa, y la agente había seguido todos los pasos. Pero Wes le había ganado la partida. Se enfurruñaba y adoptaba una actitud pasivo-agresiva cada vez que salía a relucir el nombre de Brian, o cuando su madre volvía de una cita con él.
Eso era lo que había querido preguntarle la noche anterior, cuando estaba leyendo El Señor de los Anillos.
Esa noche, al preguntarle como de pasada quién iba a ir a la fiesta, lo que el chico quería decir en realidad era si iba a ir Brian.
Y su corolario: «¿De veras habéis roto?».
Sí, de veras. (Aunque Dance se preguntaba si Brian estaba de acuerdo. A fin de cuentas, había llamado varias veces desde su ruptura).
La terapeuta decía que el comportamiento de Wes era normal, y que Kathryn podía solventar el problema con paciencia y decisión. Pero lo más importante era que no se dejara controlar por su hijo. Al final, sin embargo, Dance había llegado a la conclusión de que no tenía ni la paciencia ni el tesón suficientes. Por eso había roto con Brian hacía dos semanas. Había tenido mucho tacto, le había explicado que había pasado muy poco tiempo desde la muerte de su marido y que no estaba preparada. Brian se había disgustado, pero se había tomado bien la noticia. Se habían despedido sin acritud. Y habían dejado la cuestión abierta.
Vamos a darnos un tiempo…
A decir verdad, romper con él había sido un alivio. Los padres siempre tenían que saber en qué batallas emplear sus fuerzas, y ella había decidido que de momento no valía la pena pelearse con su hijo por una aventura. Aun así, le agradaba que Brian siguiera llamándola y había descubierto que lo echaba de menos.
Al sacar el carrito del vino a la Cubierta, se encontró a su padre con Maggie. Stuart Dance sostenía un libro y estaba señalando una fotografía de un pez abisal que resplandecía.
—Oye, Mags, eso tiene que estar buenísimo —dijo Dance.
—Qué asco, mamá.
—Felicidades, papá. —Abrazó a su padre.
—Gracias, cariño.
Kathryn colocó las fuentes, metió cerveza en el frigorífico y entró en la cocina en busca de su móvil. Llamó a TJ y a Carraneo para ver cómo iban las cosas. La búsqueda de Pell no había dado resultado, ni habían dado con la pista del Ford Focus desaparecido; tampoco habían encontrado a nadie con el nombre o el apodo de Nimue o Alison, ni hoteles, moteles o pensiones donde pudieran estar alojándose Pell y su cómplice.
Le dieron tentaciones de llamar a Winston Kellogg, pensando que quizá le diera reparo ir, pero decidió no hacerlo. Kellogg tenía todas las variables; o aparecía, o no.
Ayudó a su madre a sacar más comida y al volver a la terraza saludó a los vecinos, Tom y Sarah Barber, que traían vino, un regalo de cumpleaños y a Fawlty, su desgarbado perro mestizo.
—¡Mamá, por favor! —gritó Maggie. Estaba claro lo que quería.
—De acuerdo, de acuerdo. Déjalos salir de la cárcel perruna.
Maggie sacó a Patsy y a Dylan del dormitorio y los tres perros se internaron al galope en el jardín, atropellándose entre ellos y buscando nuevos olores.
Unos minutos después llegó otra pareja. Steven Cahill era un hombre de cuarenta y tantos años que podría haber sido modelo de Birkenstock con pantalón de pana y el pelo canoso recogido en una coleta. Su mujer, Martine Christensen, tenía muy poco de nórdica, pese a su apellido: era morena, voluptuosa y sensual. Se habría dicho que por sus venas corría sangre española o mexicana, pero sus antepasados vivían en California ya antes de la colonización. Era en parte india ohlone. Los ohlones, una difusa confederación de comunidades tribales dedicadas a la caza y la recolección, vivían entre Big Sur y la bahía de San Francisco, y durante cientos, posiblemente miles de años habían sido los únicos pobladores de aquella región.
Dance la había conocido hacía años en una escuela universitaria de Monterrey, en un concierto heredero del famoso Festival de Folk de Monterrey en el que Bob Dylan hizo su debut en la Costa Oeste en 1965 y que unos años después se transformó en el aún más famoso Festival Pop de Monterrey, donde Jimi Hendrix y Janis Joplin se dieron a conocer al gran público.
El concierto en el que se conocieron Kathryn y Martine había sido menos rompedor que sus predecesores, pero más relevante en el terreno de lo personal. Las dos mujeres habían congeniado de inmediato y habían seguido hablando de música mucho después de que acabara la última actuación. Poco después eran grandes amigas. Había sido Martine quien prácticamente había echado abajo la puerta de Dance en varias ocasiones, tras la muerte de Bill. Y quien había hecho campaña con insistencia para que su amiga no se hundiera en la solitaria reclusión de una viuda, por tentadora que le resultara la idea. Mientras unos la esquivaban y otros (su madre, por ejemplo) la acosaban con una compasión abrumadora, Martine se embarcó en una campaña que podría haber denominado «ignoremos la pena». La engatusaba, bromeaba, discutía y maquinaba. Y Kathryn era consciente de que, a pesar de su reticencia, la táctica de su amiga había funcionado. Martine era quizá la principal responsable de que su vida hubiera vuelto a su cauce.
Los hijos de Steve y Martine, dos niños gemelos un año más pequeños que Maggie, subieron las escaleras detrás de sus padres, uno acarreando la guitarra de su madre y el otro el regalo para Stuart. Después de los saludos, Maggie se los llevó al jardín.
Los adultos fueron acercándose a una mesa endeble iluminada por la luz de las velas.
Hacía mucho tiempo que Dance no veía a Wes tan contento. Su hijo, que era un líder nato, estaba organizando un juego para los niños.
Dance pensó de nuevo en Brian y enseguida ahuyentó aquel recuerdo.
—La fuga… ¿la estás…? —preguntó Martine, y su voz melodiosa se desvaneció al ver que Kathryn comprendía a qué se refería.
—Sí, me estoy encargando del caso.
—Así que te ha tocado la china —comentó su amiga.
—Ya lo creo. Si tengo que irme corriendo antes de la tarta y las velas, es por eso.
—Tiene gracia —dijo Tom Barber, periodista local y escritor independiente—, últimamente nos pasamos la vida pensando en terroristas. Son los nuevos villanos de moda. Y de pronto, sin saber cómo, aparece alguien como Pell. Uno tiende a olvidar que son personas como él las que pueden suponer el mayor peligro para la mayoría de nosotros.
—La gente no sale de casa —añadió su esposa—. En toda la península. Tienen miedo.
—Si estoy aquí —comentó Steven Cahill— es porque sabía que había gente armada.
Dance se echó a reír.
Michael y Anne O’Neil llegaron con sus dos hijos, Amanda y Tyler, de nueve y diez años. Maggie subió corriendo las escaleras y acompañó a los dos pequeños al jardín después de hacer acopio de refrescos y patatas fritas.
Kathryn indicó a sus invitados dónde había vino y cerveza y entró en la cocina a ayudar a su madre. Pero Edie le dijo:
—Tienes otro invitado. —Señaló la puerta de la calle, donde Dance vio a Winston Kellogg.
—Vengo con las manos vacías —confesó él.
—Hay comida de sobra. Puedes llevarte una bolsa a casa, si quieres. ¿Eres alérgico, por cierto?
—Al polen, sí. A los perros, no.
Kellogg había vuelto a cambiarse. La americana era la misma, pero ahora llevaba vaqueros y un polo, náuticos y calcetines amarillos.
El agente advirtió su mirada.
—Sí, lo sé. Es curioso, pero para ser un federal, parezco un papá de clase media.
Dance le hizo pasar a la cocina y le presentó a Edie. Luego salieron a la Cubierta, donde arreciaron las presentaciones. La agente no desveló qué hacía en la ciudad y Kellogg se limitó a decir que había llegado de Washington y que estaba «colaborando con Kathryn en un par de proyectos».
Ella lo llevó después por las escaleras que bajaban al jardín para presentarle a los niños. Notó que Wes y Tyler lo miraban con atención, sin duda buscando armamento, y se dio cuenta de que murmuraban entre sí.
O’Neil se reunió con los dos agentes.
Wes lo saludó con entusiasmo y, lanzándole otra mirada a Kellogg, regresó al juego que al parecer había improvisado sobre la marcha. Estaba explicando las normas. Por lo visto, el juego incluía dragones invisibles y espacios interestelares. Los perros eran alienígenas. Los gemelos eran reyes de alguna especie y una piña podía ser una esfera mágica o una granada de mano, o quizás ambas cosas.
—¿Le has dicho a Michael lo de Nagle? —preguntó Kellogg.
Dance resumió brevemente lo que habían descubierto acerca del pasado de Pell y añadió que el escritor iba a ir a ver a Theresa Croyton, por si accedía a hablar con ellos.
—¿Crees que Pell se ha quedado por los asesinatos de entonces? —preguntó O’Neil.
—No lo sé —contestó Kathryn—. Pero necesito toda la información que pueda conseguir.
El apacible detective sonrió y dijo dirigiéndose a Kellogg:
—No dejar piedra sin remover. Así defino yo su estilo policial.
—Que aprendí de él —dijo Dance, riendo, y señaló a O’Neil.
—Se me estaba ocurriendo algo —añadió a continuación el policía—. ¿Recordáis ese dinero del que habló Pell por teléfono, desde Capitola?
—Nueve mil doscientos dólares —contestó Kellogg.
A Kathryn le impresionó su memoria.
—Bueno, pues se me ha ocurrido que, ya que sabemos que el Thunderbird lo robaron en Los Ángeles, es lógico pensar que la novia de Pell sea de allí. ¿Y si nos ponemos en contacto con los bancos del condado de Los Ángeles para ver si alguna de sus clientas ha retirado esa suma en el último mes o dos meses, pongamos?
A Dance le gustó la idea, aunque suponía un montón de trabajo.
O’Neil dijo a Kellogg:
—Tendríais que encargaros vosotros: la Tesorería Federal, Hacienda o Seguridad Nacional, supongo.
—Es buena idea. Pero así, a bote pronto, yo diría que tenemos un problema de personal. —Kathryn opinaba lo mismo—. Estamos hablando de millones de clientes. Sé que la delegación de Los Ángeles no puede asumir ese trabajo, y los de Seguridad Nacional se echarían a reír. Además, si esa chica es lista, habrá ido sacando el dinero poco a poco a lo largo del tiempo. O habrá cobrado en efectivo cheques endosados y habrá ido guardando el dinero.
—Sí, claro. Posiblemente. Pero sería estupendo identificar a la chica. Ya sabes: «Un segundo sospechoso…».
—«Multiplica exponencialmente las posibilidades de localizar al sospechoso y efectuar su detención» —añadió Kellogg, completando la cita de un viejo libro de texto policial. Dance y O’Neil lo citaban a menudo.
El agente del FBI le sostuvo la mirada, sonriente.
—Los federales no tenemos tantos recursos como se cree la gente. Estoy seguro de que no podríamos reunir personal suficiente para que hiciera esas llamadas. Sería un trabajo ímprobo.
—Es curioso. Lo lógico sería que fuera muy fácil consultar al menos las bases de datos de los grandes bancos. —Michael O’Neil podía ser muy tenaz.
—¿No se necesitaría una orden judicial? —preguntó la agente.
—Seguramente sí, para que te dieran el nombre del cliente —contestó O’Neil—. Pero si los bancos quisieran cooperar, no tendrían más que cotejar cifras y decirnos si encuentran alguna coincidencia. En media hora podríamos tener la orden judicial para que nos dieran el nombre y el domicilio.
Kellogg bebió un sorbo de su vino.
—La verdad es que hay otro problema. Me preocupa que, si recurrimos a mis superiores o a Seguridad Nacional para algo así, tan inconsistente, podamos perder un apoyo que quizá nos haga falta después para algo más sólido.
—Pedro y el lobo, ¿eh? —O’Neil hizo un gesto de asentimiento—. Imagino que a ese nivel hay que ser más diplomático que a este.
—Pero vamos a pensarlo. Haré algunas llamadas.
O’Neil miró al padre de Kathryn.
—Eh, feliz cumpleaños, jovencito.
Stuart Dance, que lucía una insignia confeccionada a mano por Maggie y Wes en la que se leía «Hoy es mi cumple», les estrechó las manos, rellenó la copa de O’Neil y de su hija y dijo a Kellogg:
—Estáis hablando de trabajo y eso está prohibido. Ven conmigo, deja a estos mocosos y ven a jugar con los adultos.
Kellogg soltó una risa tímida y siguió al padre de Dance a la mesa iluminada por las velas, donde Martine, que había sacado de la funda su vieja guitarra Gibson, estaba organizando un recital a coro. Kathryn y O’Neil se quedaron solos. La agente vio que su hijo miraba hacia allí. Parecía haber estado observando a los mayores. Un instante después, Wes dio media vuelta y regresó a su improvisación sobre La guerra de las galaxias.
—Parece de fiar —comentó O’Neil, señalando a Kellogg con la cabeza.
—¿Quién, Winston? Sí.
El detective, como era propio de él, no se había tomado a mal que se desestimara su propuesta. Era la antítesis de la mezquindad.
—¿Le hirieron hace poco? —O’Neil se tocó el cuello.
—¿Cómo lo sabes? Esta noche no se le ve el vendaje.
—Se lo tocaba como se toca una herida.
Dance se rio.
—Un buen análisis kinésico. Sí, fue hace muy poco. Estaba en Chicago. Imagino que el sospechoso disparó primero, y Win se lo cargó. No entró en detalles.
Se quedaron callados mirando el jardín, a los niños, los perros, las luces que brillaban cada vez más a medida que se extendía la oscuridad.
—Lo atraparemos.
—¿Sí? —preguntó ella.
—Sí. Cometerá algún error. Siempre lo cometen.
—No sé. Este tiene algo distinto. ¿Tú no lo notas?
—No. No es distinto. —Michael O’Neil, la persona más leída que conocía Kathryn, hacía gala de una filosofía vital sorprendentemente sencilla. No creía en el bien ni en el mal, y menos aún en Dios o el diablo. Esas eran abstracciones que te distraían de tu trabajo, el cual consistía en atrapar a quienes quebrantaban las normas que los humanos creaban para su seguridad y su bienestar.
Ni bien, ni mal. Sólo fuerzas destructivas que había que atajar. Para Michael O’Neil, Daniel Pell era un tsunami, un terremoto, un tornado. Estuvo un rato mirando jugar a los niños; luego dijo:
—Imagino que ese tipo con el que salías… ¿Lo habéis dejado?
Ha llamado Brian…
—Así que lo sabías, ¿mmm…?, pillada por mi propia ayudante.
—Lo siento. De veras.
—Ya sabes cómo son estas cosas —contestó Dance, y advirtió que acababa de pronunciar una de esas frases que eran como pecios sin sentido dentro de una conversación.
—Claro.
La agente se volvió para ver cómo iba su madre con la cena. Notó que la esposa de O’Neil les estaba mirando. Anne sonrió.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Bueno —dijo—, vamos a unirnos al coro.
—¿Tengo que cantar?
—Desde luego que no —se apresuró a contestar ella.
O’Neil tenía una voz de orador maravillosa, grave y con un vibrato natural. Pero ni bajo amenaza de tortura era capaz de dar bien una nota.
Después de media hora de música, risas y chismorreos, Edie Dance, su hija y su nieta sirvieron lomo de ternera marinado con ensalada, espárragos y patatas gratinadas. Kathryn se sentó junto a Winston Kellogg, que parecía encontrarse a sus anchas entre desconocidos. Incluso contó algunos chistes con una cara de póquer que a ella le recordó a su difunto marido, con quien el agente federal tenía en común no sólo la profesión, sino también el carácter afable y tranquilo; al menos, cuando se guardaba la insignia del FBI.
La conversación pasó de la música a la crítica de arte de la mano de Anne O’Neil, y después a la política en Oriente Próximo, Washington y Sacramento, y al relato, mucho más importante, del nacimiento en cautividad de una cría de nutria marina en el acuario, dos días antes.
Fue una reunión amena y relajada: amigos, risas, comida, música y vino.
Kathryn Dance, sin embargo, no pudo relajarse del todo. La idea de que Daniel Pell seguía suelto impregnaba la hermosa velada del mismo modo que la impregnaban los acordes sinuosos de la vieja guitarra de Martine.