Era un hombre curioso, pensaba Kathryn Dance.
Morton Nagle se tiró de los pantalones caídos antes de sentarse ante la mesa baja de su despacho y abrir un maletín desvencijado.
Era un poco desastre: el cabello escaso y despeinado, la perilla cortada desigualmente, los puños de la camisa gris deshilachados, el cuerpo esponjoso. Pero parecía sentirse cómodo con su apariencia, pensó la experta en análisis kinésico. Sus ademanes, precisos y económicos, estaban libres de estrés. Sus ojos, con aquel brillo de duende, discriminaban sin cesar, decidiendo al instante lo que era importante y lo que no. Al entrar en el despacho hizo caso omiso de la decoración, se fijó en lo que desvelaba el rostro de Dance (cansancio, seguramente), dedicó al joven Rey Carraneo una mirada cordial pero intrascendente y se concentró de inmediato en Winston Kellogg.
Y al saber que trabajaba para el FBI, sus ojos se achicaron un poco más, como si se preguntara qué estaba haciendo allí un agente federal.
Kellogg no iba vestido de federal, como la víspera: llevaba una americana de cuadros beige, pantalones oscuros y camisa azul de vestir. No se había puesto corbata. Su actitud, sin embargo, cortada por el patrón de la agencia, era tan esquiva como lo era siempre la de un agente federal. Le dijo a Morton Nagle que estaba allí como observador, para «echar una mano».
El escritor soltó una de sus risas, que parecía significar: «Ya conseguiré que hables».
—Rebecca y Linda han accedido a ayudarnos —le informó Kathryn.
Nagle levantó una ceja.
—¿En serio? ¿Y la otra? ¿Samantha?
—No, ella no.
El hombre extrajo tres hojas de papel de su maletín. Las dispuso sobre la mesa.
—Mi miniopus, si es que eso no es un oxímoron. Una breve historia de Daniel Pell.
Kellogg arrimó su silla a la de Dance. A diferencia de O’Neil, no exhalaba ningún olor a loción de afeitar; al menos, la agente no detectó ninguno.
El escritor repitió lo que le había dicho el día anterior: que su libro no versaba sobre el propio Pell, sino sobre sus víctimas.
—Estoy investigando a todas las personas que se vieron afectadas por las muertes de los Croyton. Incluso a sus empleados. La empresa de Croyton la compró al final una gran desarrolladora de software y hubo cientos de despidos. Tal vez no hubiera ocurrido si Croyton no hubiera muerto. Y en cuanto al gremio al que pertenecía… También es una víctima. Croyton era uno de los creadores de programas informáticos más innovadores de Silicon Valley en aquel momento. Tenía decenas de copyrights sobre programas y hardwares muy adelantados a su época. Algunos eran tan avanzados que ni siquiera tenían patentes sobre ninguna aplicación de esa época. Ahora han desaparecido. Puede que algunos de esos programas hubieran revolucionado la medicina, la ciencia o las comunicaciones.
Dance recordó haber pensado lo mismo al pasar por el campus de la Universidad de California, en la que se guardaba gran parte del legado de Croyton.
Nagle señaló con la cabeza lo que había escrito y añadió:
—Es interesante que Pell cambie su autobiografía dependiendo de con quién esté hablando. Pongamos que necesita establecer un vínculo con alguien cuyos padres murieron tempranamente. Pues Pell dice que se quedó huérfano a los diez años. O que quiere aprovecharse de alguien cuyo padre estaba en el ejército. En ese caso, se convierte en hijo de un militar muerto en combate. Oyéndole hablar, se diría que hay unos veinte Pells distintos. En fin, he aquí la verdad: Daniel Pell nació en Bakersfield en octubre de mil novecientos sesenta y tres. El día siete. Pero le dice a todo el mundo que su cumpleaños es el veintidós de noviembre, el día en que Lee Harvey Oswald disparó a Kennedy.
—¿Admira al asesino de un presidente? —preguntó Kellogg.
—No, al parecer considera a Oswald un fracasado. Le parece demasiado simple y maleable. Lo que admira es el hecho de que un solo hombre, con un solo acto, haya causado un efecto de tal calibre. Que haya hecho llorar a tanta gente, que haya cambiado por completo el rumbo de un país… Bueno, del mundo.
»Su padre, Joseph Pell, era vendedor; su madre, recepcionista, cuando conseguía trabajo. Una familia de clase media. La madre, Elizabeth, bebía mucho. Deduzco que era distante, aunque no lo maltrataba, y no estuvo nunca en prisión. Murió de cirrosis cuando Daniel tenía unos quince años. Muerta su mujer, el padre hizo lo que pudo por criar al chico, pero Daniel no soportaba que nadie mandara sobre él. No hacía buenas migas con las figuras autoritarias: maestros, jefes, y sobre todo su padre.
Dance habló de la cinta que había visto con Michael O’Neil, de los comentarios de Pell acerca de que su padre le cobraba alquiler, le pegaba y había abandonado a la familia, y de la posterior muerte de sus padres.
—Todo mentira —afirmó Nagle—. Aunque es indudable que su padre tenía un carácter difícil y que a Pell le costaba tratar con él. Era religioso, mucho, y muy estricto. Se había ordenado sacerdote de no sé qué confesión presbiteriana conservadora de Bakersfield, pero nunca llegó a tener parroquia propia. Trabajó como auxiliar de párroco, pero al final acabaron por despedirlo. La gente se quejaba de que era demasiado intolerante, de que juzgaba con demasiada dureza a los miembros de la congregación. Intentó fundar su propia Iglesia, pero el sínodo presbiteriano ni siquiera quiso hablar con él, así que acabó vendiendo libros religiosos y estampas, cosas así. Cabe suponer, sin embargo, que le amargó la vida a su hijo.
La religión no ocupaba un lugar central en la vida de Kathryn. Wes, Maggie y ella celebraban la Pascua y la Navidad, pero los principales iconos de su fe eran un conejo y un anciano campechano vestido con traje rojo. Dance repartía a sus hijos su ética propia: normas sólidas e incontrovertibles, comunes a la mayoría de las grandes confesiones religiosas. Llevaba, sin embargo, el tiempo suficiente en la policía para saber que la religión era a menudo un ingrediente importante en la gestación de un crimen. Y no sólo en cuestión de actos terroristas premeditados, sino también en incidentes más prosaicos. Michael O’Neil y ella habían pasado casi diez horas juntos en un garaje atestado en la localidad de Marina, cerca de allí, negociando con un sacerdote fundamentalista empeñado en matar a su mujer y a su hija en nombre de Jesucristo porque la chica, adolescente, estaba embarazada. (Salvaron a la familia, pero Kathryn salió de aquel incidente con la inquietante certeza de que la rectitud espiritual podía ser extremadamente peligrosa).
—El padre de Pell se jubiló —prosiguió Nagle—, se fue a vivir a Phoenix y volvió a casarse. Su segunda esposa murió hace dos años y Joseph el año pasado, de un ataque al corazón. Al parecer, Pell y él no estaban en contacto. No tiene tíos ni maternos ni paternos, y sólo le queda una tía, en Bakersfield.
—¿La que tiene Alzheimer?
—Sí. Eso sí, Pell tiene un hermano.
Así pues, no era hijo único, como aseguraba.
—Es mayor que él. Se trasladó a Londres hace años. Es director de ventas de una empresa de importación-exportación estadounidense. No concede entrevistas. Sólo tengo su nombre. Richard Pell.
—Ordenaré que le localicen —dijo Dance a Kellogg.
—¿Algún primo? —preguntó el agente del FBI.
—La tía no se casó. —Nagle dio unos golpecitos con la mano sobre la biografía que había escrito—. Durante los años finales de su adolescencia, Pell estuvo continuamente entrando y saliendo de reformatorios. Casi siempre por robos, pequeños hurtos y robo de coches. No tiene, en cambio, un historial largo de actos violentos. Sus antecedentes son, al menos al principio, sorprendentemente pacíficos. No hay pruebas de que se metiera nunca en una pelea callejera, ni de agresiones violentas, ni indicios de que haya perdido jamás los nervios. Un policía comentó una vez que daba la impresión de que Pell sólo hacía daño a los demás si le convenía tácticamente, que no disfrutaba de la violencia, pero tampoco la odiaba. Era sólo una herramienta.
Dance pensó en su valoración previa de Pell: un hombre capaz de matar sin emoción alguna siempre que conviniera a sus fines.
—No se le conoce relación con las drogas. Por lo visto nunca las ha consumido. Y tampoco bebe, o no bebía, alcohol.
—¿Qué hay de su educación?
—Eso es interesante. Es muy inteligente. Cuando estaba en el instituto, sobresalía de la media. Sacaba sobresalientes en las asignaturas optativas, pero nunca aparecía cuando se exigía la asistencia a clase. En prisión estudió leyes por su cuenta y él mismo llevó su apelación en el caso Croyton.
Dance recordó su comentario durante la entrevista acerca de la Facultad de Derecho de Hastings.
—Consiguió llevarlo hasta la Corte Suprema de California, que falló en su contra el año pasado. Por lo visto fue un mazazo para él. Estaba seguro de que lo absolverían.
—Bueno, puede que sea listo, pero no tanto como para librarse de la cárcel. —Kellogg señaló un párrafo de la biografía en el que se enumeraban unos setenta y cinco arrestos—. Menudo historial.
—Y es sólo la punta del iceberg. Pell normalmente se las ingeniaba para que los delitos los cometieran otros. Probablemente hay cientos de delitos de los que es responsable y por los que pagó otra persona. Robo de carteras, robos en casas, hurtos en tiendas… De eso vivía. De hacer que los que lo rodeaban se encargaran del trabajo sucio.
—Oliver —dijo Kellogg.
—¿Qué?
—Charles Dickens. Oliver Twist. ¿Lo han leído?
—He visto la película —contestó Dance.
—Buena comparación. Fagin, el tipo que dirige la banda de carteristas. Ese era Pell.
—«Por favor, señor, quiero un poco más» —dijo Kellogg imitando el acento londinense. Le salió fatal, Kathryn se echó a reír y él se encogió de hombros.
—Pell se marchó de Bakersfield y se fue a vivir a Los Ángeles, y luego a San Francisco. Allí se relacionó con ciertas personas y lo detuvieron un par de veces, nada serio. Después no se sabe nada de él durante un tiempo, hasta que lo detienen en el norte de California por un caso de homicidio.
—¿Homicidio?
—Sí. La muerte de Charles Pickering, en Redding. Pickering era un empleado público. Fue encontrado muerto a cuchilladas en las colinas de las afueras de la ciudad, aproximadamente una hora después de que lo vieran hablando con alguien que se parecía a Pell. Hubo ensañamiento. Pickering tenía decenas de puñaladas. Una carnicería. Pero Pell tenía una coartada. Se la proporcionó una novia con la que estaba. Y no había pruebas materiales que lo incriminaran. La policía local lo retuvo una semana por vagabundeo, pero al final tuvieron que soltarlo. El caso nunca se resolvió.
»Después reunió a la Familia en Seaside. Pasó un par de años más dedicándose a robos y hurtos en tiendas. Algunos atracos. Uno o dos incendios provocados. Fue sospechoso de dar una paliza a un motero que vivía allí cerca, pero la víctima no lo denunció. El asesinato de los Croyton sucedió un mes después, más o menos. Desde entonces ha estado en prisión. Bueno, hasta ayer.
—¿Qué sabe la niña? —preguntó Dance.
—¿La niña?
—La Muñeca Dormida. Theresa Croyton.
—¿Qué podría decirles ella? Estaba dormida cuando se produjeron los asesinatos. Eso quedó demostrado.
—¿Sí? —preguntó Kellogg—. ¿Quién lo demostró?
—Los investigadores, en su momento, supongo. —Nagle parecía confuso. Al parecer, nunca lo había pensado.
—Ahora tendrá… veamos… diecisiete años —calculó la agente—. Me gustaría hablar con ella. Quizá sepa algo que pueda ayudarnos. Vive con sus tíos, ¿no?
—Sí, ellos la adoptaron.
—¿Podría darme su número?
Nagle titubeó. Recorrió con la mirada la superficie de la mesa. Sus ojos habían perdido su brillo.
—¿Hay algún problema?
—Bueno, le prometí a su tía que no le diría nada a nadie sobre la chica. Intenta proteger a su sobrina a toda costa. Ni siquiera yo la he visto todavía. Al principio, su tía se opuso terminantemente a que hablara con ella. Creo que acabará por acceder, pero si les doy su número dudo mucho que quiera hablar con ustedes, y sospecho que no volveré a saber de ella.
—Díganos solamente dónde vive. Buscaremos su nombre en el servicio de información telefónica. No diremos nada de usted.
Nagle negó con la cabeza.
—Se cambiaron de apellido y se fueron a vivir a otra parte. Temían que alguien de la Familia fuera tras ellos.
—Le dio a Kathryn los nombres de las mujeres de la Familia —señaló Kellogg.
—Figuraban en el listín telefónico y en los registros públicos. Podrían haberlos conseguido por sus propios medios. Theresa y sus tíos han desaparecido del mapa.
—Usted los encontró —apostilló Dance.
—Gracias a fuentes confidenciales, que tendrán aún más interés en permanecer en el anonimato ahora que ha escapado Pell, eso puedo garantizárselo. Pero sé que es importante, así que haremos una cosa: iré a ver en persona a la tía y le diré que quieren hablar con Theresa sobre Pell. No voy a intentar persuadirles. Si dicen que no, se acabó.
Kellogg asintió con el gesto.
—Es lo único que le pedimos. Gracias.
Kathryn echó un vistazo a la biografía.
—Cuanto más sé de él, menos lo entiendo —comentó.
El escritor se echó a reír. Aquella chispa había vuelto a su semblante.
—Ah, ¿conque quiere conocer el porqué de Daniel Pell? —Rebuscó en su maletín, encontró un mazo de papeles y los hojeó hasta encontrar un marcapáginas amarillo—. He aquí una cita de una entrevista con el psicólogo de la prisión. Por una vez fue sincero. Nagle comenzó a leer:
Pell: Quiere analizarme, ¿verdad? ¿Quiere saber qué impulsa mis actos? Seguro que ya lo sabe, doctor. Lo mismo que a todo el mundo: la familia, claro. Papá me pegaba, papá me ignoraba, mamá no me dio de mamar, el tío Joe hacía sabe Dios qué cosas… Lo innato y lo adquirido, todo puede achacarse a la familia de uno. Pero si piensas demasiado en ella, en cuanto te descuidas tienes a todos tus parientes y ancestros en la habitación y estás paralizado. No, no. El único modo de sobrevivir es dejar que se marchen todos y recordar que eres quien eres y que eso nunca va a cambiar.
Entrevistador: Entonces, ¿quién eres tú, Daniel?
Pell (riendo): ¿Yo? Soy el que tira de los hilos de tu alma y el que te hace hacer cosas de las que jamás te habrías creído capaz. Soy el que toca la flauta y te lleva a lugares a los que temes ir. Y permítame decirle, doctor, que se quedaría asombrado de cuánta gente ansia tener un titiritero, un Flautista de Hamelin. Absolutamente asombrado.
—Tengo que irme a casa —dijo Dance cuando se marchó Nagle. Su madre y los niños la estarían esperando ansiosos en la fiesta de su padre.
Kellogg se apartó el mechón de pelo que, como una coma, le caía sobre la frente. El mechón volvió a caer. Lo intentó de nuevo. Mientras observaba aquel gesto, Kathryn se fijó en algo que no había visto antes: por encima del cuello de su camisa asomaba un vendaje.
—¿Estás herido?
Él se encogió de hombros.
—Recibí un disparo. El otro día, durante una detención, en Chicago.
Dance comprendió por su lenguaje corporal que no quería hablar de ello, y no insistió. Pero luego Kellogg añadió:
—El sospechoso no sobrevivió. —Lo dijo en cierto tono y con cierta mirada. Así era como solía decir Kathryn que era viuda.
—Lo siento. ¿Lo estás llevando bien?
—Sí, bien. —Luego añadió—: Bueno, bien, no. Pero lo estoy sobrellevando. A veces no puede hacerse otra cosa.
—Oye, ¿tienes planes esta noche? —preguntó ella, llevada por un impulso.
—Tengo que informar a mi unidad. Y luego baño en el hotel, un whisky, una hamburguesa y a dormir. Bueno, dos whiskies.
—Una pregunta.
Kellogg levantó una ceja.
—¿Te gustan las tartas?
Él sólo dudó un momento.
—Son uno de mis grupos alimenticios preferidos.