—¿Te has enterado? —preguntó Susan Pemberton a César Gutiérrez, sentado frente a ella en el bar del hotel, mientras añadía azúcar a su café con leche. Señaló el televisor en el que un presentador leía las noticias, y en la base de la pantalla aparecía un número de teléfono local.
Teléfono para aportar información sobre el fugitivo.
—¿No debería decir «fugado»? —preguntó Gutiérrez.
Susan pestañeó.
—No lo sé.
—No lo digo porque me lo tome a la ligera —prosiguió el empresario—. Es terrible. Ha matado a dos personas, según he oído. —El apuesto hispano espolvoreó canela en su capuchino, bebió un sorbo y vertió un poco en sus pantalones de vestir—. Vaya, fíjate. Qué torpe soy. —Se rio—. No se me puede llevar a ningún sitio.
Frotó la mancha y sólo consiguió empeorarla.
—Vaya.
Era una reunión de trabajo: Susan, que trabajaba para una empresa organizadora de eventos, iba a preparar una fiesta de aniversario para los padres de César. Pero, como no tenía pareja, la mujer de treinta y nueve años había calibrado automáticamente a Gutiérrez desde un punto de vista personal, y se había fijado en que sólo era unos años mayor que ella y no llevaba anillo de casado.
Habían terminado de hablar de los pormenores de la fiesta: pescado y pollo, bebidas por cuenta del invitado, cóctel al aire libre, quince minutos para intercambiar los nuevos votos nupciales y luego baile con pinchadiscos.
Ahora estaban charlando mientras tomaban un café, antes de que Susan regresara a la oficina para hacer el presupuesto.
—Lo lógico sería que lo hubieran cogido ya. —Gutiérrez miró fuera y arrugó el ceño.
—¿Pasa algo? —preguntó Susan.
—Sé que vas a reírte, pero al llegar he visto parar un coche. Y se ha bajado un tipo que se parecía a Pell. —Señaló el televisor.
—¿A quién? ¿Al asesino?
Gutiérrez asintió con la cabeza.
—Y conducía una mujer.
El presentador acababa de repetir que el cómplice de Pell era una joven.
—¿Hacia dónde fue?
—No presté atención. Creo que hacia el aparcamiento subterráneo, al lado del banco.
Susan miró hacia allí.
Luego el empresario le sonrió.
—Pero es una tontería. No va a venir aquí. —Señaló con la cabeza más allá de donde estaban mirando—. ¿Qué es esa pancarta? La he visto antes.
—Ah, el concierto del viernes. Forma parte de un homenaje a John Steinbeck. ¿Lo has leído?
—Claro —contestó Gutiérrez—. Al este del Edén, El largo valle. ¿Has estado alguna vez en King City? Me encanta ese sitio. El abuelo de Steinbeck tenía un rancho allí.
Susan se llevó la mano al pecho, emocionada.
—Las uvas de la ira… El mejor libro jamás escrito.
—¿Y dices que el viernes hay un concierto? ¿De qué tipo de música?
—De jazz. Ya sabes, por el Festival de Jazz de Monterrey. Es mi preferida.
—A mí también me encanta —respondió Gutiérrez—. Voy al festival siempre que puedo.
—¿En serio? —Susan refrenó el impulso de tocarle el brazo.
—Puede que coincidamos en el próximo.
—Me preocupa… —dijo ella—. Bueno, es sólo que me gustaría que hubiera más gente que escuchara ese tipo de música. Música de verdad. No creo que a los jóvenes les interese.
—Brindo por eso. —Gutiérrez entrechocó su taza con la de Susan—. Mi exmujer… Deja que nuestro hijo escuche rap. Y algunas de esas letras… Son repugnantes. Y sólo tiene doce años.
—Eso no es música —proclamó Susan, y pensó: Así que está separado. Qué bien. Había hecho votos de no salir nunca con ningún hombre de más de cuarenta años que no hubiera estado casado.
Gutiérrez preguntó tras un titubeo:
—¿Crees que irás… al concierto?
—Sí, claro.
—Bueno, no sé cuál es tu situación, pero ya que vas a ir, ¿qué te parece si nos vemos allí?
—Sería estupendo, César.
Verse allí…
En los tiempos que corrían, aquello equivalía a una invitación formal.
Gutiérrez se estiró. Dijo que quería ponerse en camino. Luego añadió que le había encantado conocerla y, sin dudarlo un momento, le dio la santa trinidad de los números de teléfono: el del trabajo, el de casa y el móvil. Cogió su maletín y echaron a andar juntos hacia la puerta. Susan notó, sin embargo, que se detenía un momento y que, a través de las gafas de montura oscura, sus ojos examinaban el vestíbulo. Frunció el ceño de nuevo y se acarició el bigote, inquieto.
—¿Ocurre algo?
—Creo que ese tipo —murmuró él—. El que vi antes. Allí, ¿lo ves? Estaba ahí, en el hotel. Mirando hacia aquí.
El vestíbulo estaba lleno de plantas tropicales. Susan recordaba vagamente que alguien había dado media vuelta y había salido por la puerta.
—¿Daniel Pell?
—No puede ser. Es una tontería… Ya sabes, el poder de la sugestión.
Se acercaron a la puerta y se detuvieron. Gutiérrez miró fuera.
—Se ha ido.
—¿Crees que deberíamos avisar en recepción?
—Voy a llamar a la policía. Seguramente me equivoco, pero ¿qué mal puede hacer? —Sacó su móvil y marcó el número de la policía. Habló un par de minutos y colgó—. Me han dicho que mandarán a alguien a comprobarlo. No parecían muy entusiasmados. Claro que seguramente reciben cientos de llamadas cada hora. Puedo acompañarte al coche, si quieres.
—No me importaría. —No le preocupaba demasiado el preso fugado, pero le apetecía pasar más tiempo con Gutiérrez.
Echaron a andar por Alvarado, la calle principal del centro de la ciudad. Ahora estaba plagado de restaurantes, tiendas para turistas y cafeterías, no como hacía cien años, cuando reinaba en él la ley del Salvaje Oeste y los soldados y obreros de Cannery Row iban allí a beber y a visitar los burdeles, y de vez en cuando se liaban a tiros en plena calle.
Mientras caminaban languideció la conversación. Ambos miraban a su alrededor. Susan se dio cuenta de que las calles estaban extrañamente desiertas. ¿Sería por la fuga? Empezó a inquietarse.
Su coche estaba a una manzana de Alvarado, junto a un solar en obras repleto de pilas de materiales de construcción. Si Pell había ido en esa dirección, se dijo, muy bien podía haberse escondido allí. Aflojó el paso.
—¿Ese es tu coche? —preguntó Gutiérrez.
Ella asintió.
—¿Pasa algo?
Susan hizo una mueca y dejó escapar una risilla avergonzada. Le dijo que le preocupaba que Pell estuviera escondido entre los materiales de construcción.
Él sonrió.
—Aunque estuviera aquí, no atacaría a dos personas. Vamos.
—Espera, César —dijo, y hurgó en su bolso. Luego le pasó un pequeño cilindro rojo—. Ten.
—¿Qué es esto?
—Un aerosol de pimienta. Sólo por si acaso.
—No creo que vaya a pasar nada. Pero ¿cómo funciona? —Se rio—. No quiero rociarme.
—Sólo hay que apuntar y apretar aquí. Está listo para usar.
Siguieron andando hacia el coche y, cuando llegaron, Susan se sentía un poco estúpida. No había ningún asesino psicópata acechando tras los montones de ladrillos. Se preguntó si su nerviosismo le habría hecho perder puntos a ojos de Gutiérrez. No lo creía. Él parecía disfrutar asumiendo el papel de caballero galante.
Ella abrió las puertas del coche.
—Más vale que te devuelva esto —dijo César, tendiéndole el aerosol.
Susan se dispuso a cogerlo.
Pero Gutiérrez se abalanzó hacia ella de repente, la agarró del pelo y tiró de su cabeza hacia atrás con violencia. Le metió la boquilla del aerosol en la boca, que ella había abierto en un grito sofocado.
Y apretó el botón.
*****
El dolor, reflexionó Daniel Pell, es quizá la forma más rápida de controlar a una persona.
Disfrazado todavía de empresario hispano (una caracterización que, al parecer, le había dado resultado), llevó el coche de Susan Pemberton hasta un lugar desierto, cerca del mar, al sur de Carmel.
El dolor… Hazles daño, dales un poco de tiempo para recuperarse y amenázalos luego con volver a hacerles daño. Los expertos afirman que la tortura no es eficaz. Pero se equivocan. No es elegante. Ni pulcra. Pero funciona a la perfección.
La descarga del aerosol que había inundado la boca y la nariz de Susan Pemberton sólo había durado un segundo, pero supo por su grito ahogado y por cómo se retorcía que el dolor era casi insoportable. Dejó que se recuperara. Después blandió el aerosol delante de sus ojos llorosos y aterrorizados, e inmediatamente obtuvo de ella lo que quería.
No tenía previsto lo del aerosol, claro. Llevaba cinta adhesiva y un cuchillo en el maletín, pero había decidido cambiar de planes cuando vio, divertido, que ella le pasaba el bote a César Gutiérrez, su álter ego.
Tenía cosas que hacer en público y, dado que su fotografía aparecía cada media hora en la televisión local, había tenido que asumir otra identidad. Después de comprar el Toyota a un vendedor crédulo interesado en su escote, Jennie Marston había comprado tinte para ropa y bronceador instantáneo, que él había mezclado siguiendo una receta para darse un baño que oscurecería su piel. Se tiñó de negro el pelo y las cejas y usó un adhesivo de látex y algunos recortes de pelo para hacerse un bigote que pareciera real. Respecto a sus ojos no podía hacer nada. Si había lentes de contacto que convertían los ojos azules en castaños, no sabía dónde encontrarlas. Pero las gafas (unas gafas de leer baratas, de montura oscura y cristales tintados) disimularían su color.
Unas horas antes había llamado a Brock, la empresa en la que trabajaba Susan Pemberton, y había hablado con ella, que había accedido a reunirse con él para tratar sobre la preparación de una fiesta de aniversario. Se vistió con un traje barato que Jennie había comprado en Mervyns y se encontró con la chica en el Doubletree, donde se puso manos a la obra haciendo lo que mejor se le daba.
Había sido estupendo. Marear a Susan como si fuera un pez había sido un subidón, un lujo aún mejor que ver a Jennie cortarse el pelo o tirar su blusa, o hacer muecas de dolor cuando usaba la percha con su estrecho trasero.
Rememoró ahora sus técnicas: encontrar un temor común (el asesino fugado) y aficiones comunes (John Steinbeck y el jazz, del que sabía muy poco, pero se le daba bien jugar de farol); poner sobre la mesa la carta del sexo (su forma de mirar su dedo anular y su sonrisa estoica cuando él mencionó a su hijo habían bastado para desvelarle por completo la vida amorosa de Susan Pemberton); hacer alguna tontería y reírse de ella (verter la canela); despertar su compasión (la zorra de su exmujer estaba echando a perder a su hijo); hacerle ver que era un buen tipo (la fiesta para sus queridos padres, su caballerosidad al acompañarla hasta el coche); y disipar sospechas (la falsa llamada a la policía).
Ganarse poco a poco su confianza… y, por tanto, el dominio de la situación.
Qué gozada, practicar de nuevo su arte en el mundo real.
Vio el desvío. Llevaba a una densa arboleda que se extendía hacia el océano. Jennie había pasado el sábado anterior a la fuga haciendo labores de reconocimiento y había descubierto aquel lugar aislado. Siguió por la carretera barrida por la arena, dejó atrás un letrero que advertía de que estaba penetrando en propiedad privada y detuvo el coche de Susan en la arena, al final de la carretera, muy lejos de la autopista. Al salir oyó estrellarse las olas en un viejo pantalán, no muy lejos de allí. El sol, ya bajo, era espectacular.
No tuvo que esperar mucho. Jennie llegó con tiempo. Pell se alegró de ello. La gente que llega pronto, está bajo tu control. Desconfía siempre de quienes te hacen esperar. La chica aparcó, salió del coche y se acercó.
—Espero que no lleves mucho tiempo esperando, cariño. —Cerró ansiosamente la boca alrededor de la suya, sujetando su cara entre las manos. Ávida.
Pell tomó aire.
Ella se rio.
—No me acostumbro a verte así. Sabía que eras tú, claro, pero aun así he tenido que mirar dos veces, ¿sabes? Pero es como yo con mi pelo corto. A mí me crecerá, y tú volverás a ser blanco.
—Ven aquí. —Tomó su mano, se sentó en una duna de arena baja y tiró de ella para que se sentara a su lado.
—¿No nos vamos? —preguntó Jennie.
—Todavía no.
Ella señaló el Lexus con la cabeza.
—¿De quién es ese coche? Pensaba que iba a traerte un amigo.
Él no dijo nada. Miraban hacia el Pacífico, de cara a poniente. El sol era un disco desvaído que se acercaba al horizonte, más refulgente a cada minuto.
Ella estaría pensando:
¿Quiere hablar? ¿Quiere follar? ¿Qué está pasando?
Pell dejó que creciera su incertidumbre. Ella habría notado que no sonreía.
La angustia subía como la marea alta. Pell sintió la tensión de su mano y su brazo.
Por fin preguntó:
—¿Cuánto me quieres?
Ella no vaciló, aunque Pell advirtió cierta cautela en su respuesta.
—¿Ves ese sol? Pues así de grande es mi amor.
—Desde aquí parece pequeño.
—Tan grande como es el sol en realidad, quiero decir. No, tan grande como el universo —añadió apresuradamente, como si hubiera metido la pata al contestar en clase y quisiera corregirse.
Pell se quedó callado.
—¿Qué ocurre, Daniel?
—Tengo un problema. Y no sé qué hacer.
Ella se puso tensa.
—¿Un problema, cielo?
Así que es «cariño» cuando está contenta, y «cielo» cuando está preocupada. Es bueno saberlo. Pell tomó nota.
—Esa reunión que he tenido… —Le había dicho sólo que iba a encontrarse con una persona para tratar «un asunto».
—Ajá.
—Se torcieron las cosas. Lo tenía todo planeado. Esa mujer tenía que devolverme un montón de dinero que le había prestado. Pero me mintió.
—¿Qué ha pasado?
Pell la miraba directamente a los ojos. De pronto pensó que la única persona que lo había descubierto mintiendo era Kathryn Dance. Pero pensar en ella lo distraía, de modo que la alejó de su mente.
—Resulta que ella también tenía planes. Quería utilizarme. Y a ti también.
—¿A mí? ¿Es que me conoce?
—No sabe tu nombre, pero sabe por las noticias que estamos juntos. Quería que te dejara.
—¿Por qué?
—Para que estuviéramos juntos. Quería que me fuera con ella.
—¿La conocías de antes?
—Sí.
—Ah. —Jennie se quedó callada.
Celos…
—Le dije que no, claro. Ni siquiera me lo pensé.
Un conato de ronroneo. No funcionó.
Cariño…
—Y Susan se enfadó. Dijo que iría a la policía. Que nos denunciaría a los dos. —Su rostro se crispó de dolor—. Intenté convencerla. Pero no quiso escucharme.
—¿Qué ocurrió?
Miró el coche.
—La traje aquí. No me quedó más remedio. Intentaba llamar a la policía.
Jennie levantó la mirada, alarmada, y no vio a nadie en el coche.
—Está en el maletero.
—Dios mío… ¿Está…?
—No —contestó Pell lentamente—, está bien. La he atado. Ese es el problema. No sé qué hacer ahora.
—¿Todavía quiere entregarte?
—¿Te lo puedes creer? —preguntó él con voz ahogada—. Se lo supliqué. Pero está mal de la cabeza. Igual que tu marido, ¿recuerdas? Seguía haciéndote daño, aunque sabía que lo detendrían. Susan es igual. No puede controlarse. —Suspiró, enfadado—. Fui justo con ella. Y me engañó. Se ha gastado todo el dinero. Iba a utilizarlo para devolverte lo tuyo. Por el coche. Y por todo lo que has hecho.
—No te preocupes por el dinero, cielo. Quiero gastármelo contigo.
—No, voy a devolvértelo. —Nunca, jamás, permitas que una mujer descubra que la quieres por su dinero.
La besó con preocupación.
—Pero ¿qué vamos a hacer ahora?
Jennie esquivó sus ojos y se quedó mirando el sol.
—Yo… no lo sé, cielo. No soy… —Su voz se quedó sin fuelle, igual que su mente.
Pell le apretó la pierna.
—No puedo permitir que nos hagan daño. Te quiero tanto…
—Yo también te quiero, Daniel —contestó ella débilmente.
Él se sacó el cuchillo del bolsillo. Le miró con fijeza.
—No quiero. De verdad que no. Ayer resultaron heridas algunas personas por nuestra culpa.
Nuestra, no mía.
Jennie captó la diferencia. Pell lo notó por cómo se agarrotaban sus hombros.
—Pero no fue a propósito —continuó—. Fue un accidente. Esto, en cambio… No sé. —Daba vueltas al cuchillo una y otra vez.
Jennie se arrimó a él y miró la hoja, que relumbraba al atardecer. Estaba temblando.
—¿Vas a ayudarme, preciosa? No puedo hacerlo solo.
Ella empezó a llorar.
—No sé, cielo. Creo que no puedo. —Miraba fijamente el maletero del coche.
Pell besó su cabeza.
—No podemos permitir que nos hagan daño. No podría vivir sin ti.
—Yo tampoco. —Respiró hondo. Su barbilla temblaba tanto como sus dedos.
—Ayúdame, por favor —susurró él. Luego se levantó, la ayudó a ponerse en pie y se acercaron al Lexus. Le dio el cuchillo y cerró las manos alrededor de las suyas—. No tengo fuerza suficiente —confesó—. Pero juntos… Juntos podemos hacerlo. —La miró fijamente, los ojos brillantes—. Será como un pacto. Ya sabes, como un pacto entre amantes. Significa que estamos todo lo unidos que pueden estar dos personas. Como hermanos de sangre. Seremos amantes de sangre.
Metió el brazo en el coche y pulsó el botón que abría el maletero. Jennie dejó escapar un grito sofocado al oír aquel sonido.
—Ayúdame, preciosa. Por favor. —La llevó hacia el maletero.
Ella se detuvo.
Le pasó el cuchillo, sollozando.
—Por favor. Lo siento… Lo siento mucho, cielo. No te enfades. No puedo hacerlo. No puedo.
Pell no dijo nada, se limitó a asentir con una inclinación de cabeza. Los ojos angustiados de Jennie, sus lágrimas reflejando el rojo del sol que se derretía.
Una visión embriagadora.
—No te enfades conmigo, Daniel. No podría soportar que te enfadaras.
Pell vaciló tres segundos, el tiempo suficiente para que cuajara su incertidumbre.
—No importa. No estoy enfadado.
—¿Sigo siendo tu preciosa?
Otro silencio.
—Claro que sí. —Le dijo que esperara dentro del coche.
—Yo…
—Ve a esperarme. No pasa nada. —Dijo algo más y Jennie regresó al Toyota. Él se acercó al maletero del Lexus y miró hacia abajo.
Hacia el cuerpo sin vida de Susan Pemberton.
La había matado una hora antes, en el aparcamiento de su edificio. La había asfixiado con cinta adhesiva.
Nunca había tenido intención de que Jennie lo ayudara a matarla. Sabía que recularía. Aquella escena era simplemente una lección más en la educación de su pupila.
Jennie había dado un paso más hacia el lugar donde quería situarla. Ahora, la muerte y la violencia estaban sobre el tapete. Durante cinco o diez segundos, como mínimo, había contemplado la posibilidad de hundir un cuchillo en un cuerpo humano, se había preparado para ver brotar la sangre, para contemplar cómo se desvanecía una vida. Una semana antes, ni siquiera se le habría pasado por la cabeza; a la semana siguiente, contemplaría esa posibilidad más largamente.
Y después quizás accediera a ayudarlo a matar a alguien. Más adelante… Quizá pudiera inducirla a cometer un asesinato por sí sola. Las chicas de la Familia habían hecho por él cosas que no querían hacer. Pero sólo habían sido delitos menores. Nada violento.
Daniel Pell creía, sin embargo, que tenía talento para convertir a Jennie Marston en una autómata que haría todo lo que le ordenara, incluso matar.
Cerró el maletero. Luego agarró una rama de pino y la usó para borrar las huellas de la arena. Regresó al coche barriendo las huellas tras él. Le dijo a Jennie que siguiera el camino hasta que llegara a la grava, y después borró también las marcas de los neumáticos. Se reunió con ella.
—Yo conduzco —dijo.
—Lo siento, Daniel —respondió Jennie, enjugándose la cara—. Te compensaré.
Le estaba suplicando que la tranquilizara.
Pero el plan de estudios exigía que no diera ninguna respuesta.