23

Sentado delante de la ventana abierta del motel Sea View, Daniel Pell escribía con torpeza en el teclado del ordenador. En San Quintín y en Capitola había conseguido acceder varias veces a un ordenador, pero nunca había tenido tiempo de sentarse y aprender de verdad cómo funcionaban. Llevaba toda la mañana aporreando el portátil de Jennie. Anuncios, noticias, porno… Era alucinante.

Pero aún más tentadora que el sexo era la posibilidad de obtener información, de encontrar cosas sobre los demás. Pell había prescindido del porno y había trabajado con denuedo. Primero leyó todo lo que pudo sobre Jennie (recetas a montones, correos electrónicos, páginas favoritas) para asegurarse de que era realmente quien decía ser. Y lo era. Buscó luego a algunas personas de su pasado (era importante encontrarlas), pero no tuvo mucha suerte. Luego probó a buscar datos en Hacienda, en catastros, en el registro civil. Pero descubrió que para casi todo se necesitaba una tarjeta de crédito. Y las tarjetas de crédito, lo mismo que los teléfonos móviles, dejaban rastros muy visibles.

Después de barajar distintas posibilidades, buscó en los archivos de los periódicos y las cadenas de televisión locales. Ahí tuvo mejor suerte. Anotó un montón de información.

Entre los nombres de su lista estaba el de Kathryn Dance.

Disfrutó rodeándolo con una corona mortuoria garabateada.

No consiguió toda la información que necesitaba, pero era un comienzo.

Siempre atento a su entorno, vio que un Toyota Camry negro entraba en el aparcamiento y se detenía frente a la ventana. Agarró la pistola. Luego sonrió al ver que el coche aparcaba exactamente siete plazas más allá.

Jennie salió del coche.

«Esa es mi chica».

Aguanta…

Ella entró.

—Lo has conseguido, preciosa. —Pell miró el Camry—. Tiene buena pinta.

Jennie le dio un beso rápido. Le temblaban las manos. Y no podía controlar su emoción.

—¡Ha sido genial! Lo he conseguido de verdad, cariño. Al principio se asustó y pensé que no iba a hacerlo. No le gustó nada lo de las matrículas, pero hice todo lo que me dijiste y aceptó.

—Muy bien hecho, preciosa.

Jennie había utilizado parte de su dinero (había retirado nueve mil doscientos dólares de su cuenta para pagar la fuga y mantenerse de momento) para comprarle un coche a un individuo que vivía en Marina. Era demasiado arriesgado registrarlo a su nombre, de modo que había persuadido al vendedor para que le dejara su matrícula. Le había dicho que su coche se había averiado en Modesto y que las nuevas matrículas estarían listas en un día o dos. Que las cambiaría y le enviaría las suyas por correo. Lo cual era ilegal, además de una estupidez. Ningún hombre habría hecho una cosa así por otro, ni aunque le pagaran en metálico. Pero Pell había mandado a Jennie: una chica con vaqueros ceñidos, la blusa medio desabrochada y el sujetador rojo bien a la vista. (De haber sido mujer la vendedora, Pell habría vestido a Jennie con ropa de andar por casa, le habría hecho quitarse todo el maquillaje y le habría dado cuatro hijos, un militar muerto por marido y un lacito rosa contra el cáncer de mama. Sabía por experiencia que nunca se es demasiado obvio).

—Estupendo. Oye, ¿puedes darme las llaves del coche?

Jennie se las pasó.

—Aquí tienes las otras cosas que querías. —Dejó dos bolsas de la compra sobre la cama. Él les echó un vistazo y asintió, satisfecho.

Ella sacó un refresco del minibar.

—Cielo, ¿puedo preguntarte una cosa?

La reticencia natural de Pell a responder preguntas (al menos sinceramente) afloró de nuevo.

—Claro —contestó con una sonrisa—. Lo que quieras.

—Anoche, cuando estabas dormido, dijiste algo. Estabas hablando de Dios.

—De Dios. ¿Y qué dije?

—No sé. Pero dijiste «Dios», eso seguro.

Pell volvió lentamente la cabeza hacia ella. Notó que su corazón se aceleraba. Descubrió que había empezado a mover el pie y se detuvo.

—Estabas asustadísimo. Iba a despertarte, pero no es bueno hacerlo. Lo leí no sé dónde. En el Reader’s Digest. O en Health. No sé. Cuando alguien está teniendo una pesadilla, no hay que despertarle. Y además dijiste: «No, joder».

—¿Dije eso?

Jennie asintió.

—Y es muy raro, porque tú nunca dices palabrotas.

Era cierto. La gente que decía obscenidades tenía mucho menos control que quienes no las decían.

—¿Qué estabas soñando? —preguntó ella.

—No me acuerdo.

—¿Por qué estarías soñando con Dios?

Por un momento, Pell sintió el extraño impulso de hablarle de su padre. Luego pensó: Pero ¿cómo se te ocurre?

—Ni idea.

—A mí me atrae la religión —comentó ella, insegura—. Un poco. Cosas más espirituales que Jesucristo, ¿sabes?

—Bueno, respecto a Jesucristo, yo no creo que fuera el hijo de Dios, ni nada por el estilo, pero te diré que lo respeto. Podía conseguir que cualquiera hiciera lo que él quería. Porque incluso ahora mencionas su nombre y, ¡zas!, la gente reacciona a lo bestia. Eso es poder. Pero todas esas religiones, las organizadas, hay que renunciar a demasiadas cosas para pertenecer a ellas. No puede uno pensar como quiere. Te controlan.

Pell miró su blusa, el sujetador. La hinchazón comenzó de nuevo, un frente de altas presiones creciendo dentro de su vientre.

Intentó ignorarlo y volvió a mirar las notas que había tomado mientras miraba el mapa y buscaba en Internet. Estaba claro que Jennie quería preguntarle qué se traía entre manos, pero no se atrevía. Confiaba en que estuviera buscando rutas para salir de la ciudad, carreteras que llevaran, en último término, al condado de Orange.

—Tengo que ocuparme de un par de cosas, nena. Voy a necesitar que me lleves.

—Claro, sólo tienes que decirme cuándo.

Pell, que estaba examinando detenidamente el mapa, levantó los ojos y vio que Jennie se había alejado.

Regresó un momento después llevando unas cuantas cosas que había sacado de la bolsa del armario. Las dejó sobre la cama, delante de él, y se arrodilló en el suelo. Era como un perro llevándole una pelota a su amo, ansioso por jugar.

Él vaciló. Luego se recordó que de vez en cuando, dependiendo de las circunstancias, estaba bien ceder un poco el control.

Alargó el brazo, pero Jennie se tumbó y ella sólita se puso boca abajo.

*****

Hay dos rutas para llegar de Monterrey a San José. Se puede tomar la carretera 1, que serpentea por la costa cruzando Santa Cruz, y atajar luego por la vertiginosa 17 y atravesar el pueblo de Los Gatos, donde venden artesanía, incienso y vestidos desteñidos al estilo de Janis Joplin (y, sí, también de Roberto Cavalli y D&G).

O se puede tomar sencillamente el atajo de la 156 hasta la 101 y, si conduces un coche oficial, quemar tanta gasolina como quieras y llegar a la ciudad en una hora.

Kathryn Dance eligió la segunda.

El gospel había acabado e iba escuchando música latina: a la cantante mexicana Julieta Venegas. Su apasionado tema Verdad resonaba en los altavoces.

El Taurus circulaba casi a ciento cincuenta cuando atravesó Gilroy, la capital mundial del ajo. No muy lejos de allí estaban Castroville (la capital mundial de la alcachofa) y Watsonville, con su piel tendida de campos de bayas y cultivos de setas. Le gustaban aquellos pueblos, y le exasperaban sus detractores, que se reían de la idea de coronar a una reina de la alcachofa o de hacer cola ante los tanques de peces durante la Feria del Calamar de Monterrey. A fin de cuentas, esos urbanitas tan relamidos eran los que pagaban precios obscenos por aceite de oliva y vinagre balsámico de importación para aliñar esas mismas alcachofas y anillas de calamar.

Aquellos pueblos eran bonitos y amables y estaban llenos de historia. Y, además, eran su terreno de juego: quedaban dentro de la sección centro-oeste del CBI.

Vio un letrero que animaba a los turistas a visitar un viñedo en Morgan Hill, y tuvo una idea.

Llamó a Michael O’Neil.

—Hola —contestó él.

—Estaba pensando en el ácido que encontraron en el Thunderbird en Moss Landing. ¿Se sabe algo?

—Los técnicos de Peter siguen investigando, pero todavía no tienen ninguna pista significativa.

—¿Cuántos efectivos tenemos buscando en huertos y viñedos?

—Unos quince de la Patrulla de Caminos, cinco de los nuestros y algunos agentes de Salinas. No han encontrado nada.

—Tengo una idea. ¿Qué ácido es exactamente?

—No cuelgues.

Dividiendo su atención entre la carretera y la libreta apoyada en sus rodillas, Dance anotó los términos incomprensibles que le deletreaba O’Neil.

—Así que no te basta con la kinesia. ¿También tienes que dominar la ciencia forense?

—Una mujer sensata conoce sus limitaciones. Luego te llamo.

Marcó un número de su agenda y oyó sonar un teléfono a tres mil doscientos kilómetros de allí.

Después un chasquido cuando contestaron.

—Amelia Sachs.

—Hola, soy Kathryn.

—¿Cómo te va?

—Bueno, he estado mejor.

—Me lo imagino. Hemos estado pendientes del caso. ¿Cómo está ese agente que se quemó?

Le sorprendió que Lincoln Rhyme, el renombrado científico forense de Nueva York, y Amelia Sachs, su compañera e inspectora de la policía neoyorquina, hubieran seguido la fuga de Pell.

—No muy bien, me temo.

—Lincoln y yo estuvimos hablando de Pell. Él se acordaba del caso, en el noventa y nueve. Cuando asesinó a esa familia. ¿Habéis hecho algún progreso?

—No mucho. Es listo. Demasiado listo.

—Eso se desprende de las noticias. ¿Cómo están los niños?

—Bien. Todavía estamos esperando vuestra visita. Mis padres también. Quieren conoceros.

Sachs se rio.

—Pronto conseguiré que salga de la casa. Me lo he tomado como un reto.

A Lincoln Rhyme no le gustaba viajar, y no por los problemas derivados de su discapacidad (era tetrapléjico). Sencillamente, no le gustaba viajar.

Kathryn había conocido a Rhyme y a Sachs el año anterior cuando, mientras impartía un seminario en Nueva York, le pidieron que les echara una mano con un caso. Desde entonces se mantenían en contacto. Sachs y ella, en particular, se habían hecho muy amigas. Suele suceder entre mujeres que trabajan en el duro mundo policial.

—¿Alguna noticia de nuestro otro amigo? —preguntó Sachs.

Se refería al asesino al que habían perseguido el año anterior en Nueva York. Había conseguido escapar y esfumarse, posiblemente en California. Dance había abierto un expediente del CBI, pero la pista se había enfriado y cabía la posibilidad de que el criminal se hallara ya fuera del país.

—Me temo que no. Nuestra oficina en Los Ángeles sigue tras su pista. Pero te llamaba por otra cosa. ¿Lincoln está disponible?

—Espera un momento. Está aquí al lado.

Se oyó otro chasquido y la voz de Rhyme resonó en el teléfono.

—Kathryn…

Rhyme no era de los que perdían el tiempo charlando, pero estuvo unos minutos conversando con ella, aunque no le preguntara, por supuesto, por su vida privada o sus hijos. Se interesó, en cambio, por los casos en los que estaba trabajando. Era un científico con muy poca paciencia para el «lado humano» de la labor policial, como decía él. Sin embargo, mientras trabajaron juntos el año anterior, había llegado a comprender el valor de la kinesia, si bien se apresuraba a puntualizar que era una disciplina basada en el método científico y no, añadía desdeñosamente, en la intuición visceral.

—Ojalá estuvieras aquí —comentó ahora—. Tengo un testigo de un caso de homicidio múltiple al que nos encantaría que interrogaras. Por mí puedes usar un trozo de manguera de goma dura, si quieres.

Dance se lo imaginaba en su silla de ruedas roja motorizada, mirando la gran pantalla plana conectada a un microscopio o un ordenador. A Rhyme le gustaban tanto las pruebas materiales como a ella los interrogatorios.

—Ojalá pudiera. Pero aquí no doy abasto.

—Eso tengo entendido. ¿Quién está haciendo el trabajo de laboratorio?

—Peter Bennington.

—Ah, claro. Lo conozco. Se formó en Los Ángeles. Asistió a uno de mis seminarios. Un buen hombre.

—Tengo una pregunta sobre el caso Pell.

—Por supuesto. Adelante.

—Tenemos algunas pruebas que quizá nos ayuden a descubrir qué se trae entre manos o dónde se esconde. Puede que esté contaminando alimentos. Pero para comprobarlo hace falta mucha gente. Necesito saber si vale la pena emplear a tantos efectivos en eso. Nos vendría muy bien destinarlos a otras labores.

—¿Qué pruebas son?

—Voy a intentar pronunciarlo lo mejor posible. —Mirando entre la carretera y su libreta, añadió—: Ácido carboxílico, etanol y ácido málico, aminoácidos y glucosa.

—Dame un minuto.

Dance escuchó su conversación con Amelia Sachs, que al parecer se conectó a Internet y accedió a las bases de datos personales de Rhyme. Oía claramente sus palabras; a diferencia de la mayoría de la gente, el criminalista no podía tapar el teléfono con la mano cuando hablaba con otra persona presente en la habitación.

—Está bien, espera un segundo, estoy mirando unas cosas…

—Puedes llamarme luego —dijo Kathryn, que no había llamado esperando una respuesta inmediata.

—No, espera. ¿Dónde se encontró esa sustancia?

—En el suelo del coche de Pell.

—Mmm… En un coche. —Un momento de silencio. Luego Rhyme empezó a mascullar para sí. Por fin preguntó—: ¿Cabe la posibilidad de que Pell acabara de comer en un restaurante? ¿En una marisquería o en un pub inglés?

Dance soltó una carcajada.

—En una marisquería, sí. ¿Cómo lo sabes?

—El ácido es vinagre. Vinagre de malta, en concreto, porque los aminoácidos y la glucosa indican la presencia de caramelo colorante. Según mi base de datos, se utiliza frecuentemente en la cocina británica, en la comida de pub y en las marisquerías. Thom… ¿Te acuerdas de él? Me ayudó con esa entrada.

—Claro que sí. Salúdalo de mi parte. —El cuidador de Rhyme era también un gran cocinero. El diciembre anterior le había servido la mejor ternera a la borgoñona que había probado nunca.

—Siento que no os conduzca hasta su puerta —dijo el criminalista.

—No, no, no importa, Lincoln. Así puedo retirar a nuestros efectivos de la búsqueda y destinarlos a labores más útiles.

—Llámanos cuando quieras. No me importaría ayudar a echarle el guante a Pell.

Se despidieron.

Kathryn desconectó, llamó a O’Neil y le dijo que era probable que el ácido procediera del restaurante y no sirviera, por tanto, para conducirles hasta Pell ni revelarles qué se proponía. Seguramente era preferible que los agentes se dedicaran a buscar al asesino.

Colgó y siguió circulando en dirección norte por aquella carretera que tan bien conocía y que la llevaba hasta San Francisco, donde la 101, una autopista de ocho carriles, desembocaba en otra gran vía urbana, la avenida Van Ness. Ahora, ciento treinta kilómetros al norte de Monterrey, se desvió al oeste y entró en los suburbios de San José, una ciudad que parecía la antítesis de Los Ángeles en una vieja canción de Burt Bacharach y Hal David. Ahora, sin embargo, San José también había sacado a relucir su ego por obra y gracia de Silicon Valley.

Las indicaciones de Mapquest la condujeron por un laberinto de grandes urbanizaciones, hasta que llegó a una llena de casas casi idénticas. Calculó que, si los árboles plantados simétricamente eran pimpollos cuando se plantaron, el barrio debía de tener unos veinte años. Las viviendas, pese a ser modestas, pequeñas e insulsas, costarían muy por encima del millón de dólares.

Encontró la casa que buscaba, pasó por delante y aparcó al otro lado de la calle, a una manzana de distancia. Regresó a pie. En la entrada para coches había aparcados un jeep rojo y un Acura azul oscuro. En el césped descansaba además un gran triciclo de plástico. Vio luces en el interior. Se acercó al porche delantero. Llamó al timbre. Había preparado una excusa por si abrían el marido o los hijos de Samantha McCoy. Era poco probable que la pareja de McCoy desconociera su pasado, pero convenía dar por sentado, en principio, que así era. Dance necesitaba que la mujer cooperara y no quería granjearse su enemistad.

Se abrió la puerta y Kathryn se descubrió mirando a una mujer delgada, con un rostro fino y agradable, parecido al de la actriz Cate Blanchett. Llevaba unas gafas de montura azul modernas y elegantes y tenía el cabello castaño y rizado. Permaneció en la puerta, adelantando la cabeza y agarrando el quicio con su huesuda mano.

—¿Sí?

—¿Señora Starkey?

—Sí. —Su rostro era muy distinto al que mostraban sus fotografías de hacía ocho años. Se había sometido a numerosas operaciones de cirugía estética, pero la agente comprendió al instante, al ver sus ojos, que no había duda respecto a su identidad. No por su apariencia, sino por su destello de horror y, un instante después, de desaliento.

—Soy Kathryn Dance —dijo la agente con voz suave—, del Departamento de Investigación Criminal de California.

La mujer miró tan deprisa su carné, que Dance sujetaba discretamente, sin levantarlo, que no pudo darle tiempo a leer nada.

—¿Quién es, cariño? —preguntó un hombre desde dentro.

Samantha fijó los ojos con firmeza en los de la agente y contestó:

—La vecina del fondo de la calle, la que te dije que había conocido en el supermercado.

Lo cual respondía a la cuestión de hasta qué punto era secreto su pasado. Tiene temple, pensó Dance. Los buenos mentirosos siempre tienen preparadas respuestas creíbles y conocen a la persona a la que mienten. Comprendió por la respuesta de Samantha que su marido tenía mala memoria para las cosas que se decían de pasada y que ella tenía pensadas todas las posibles situaciones en las que podía verse abocada a mentir.

Samantha salió, cerró la puerta a su espalda y echaron a andar hacia la calle. Sin el tamiz de la puerta mosquitera, que había suavizado sus rasgos, Kathryn pudo ver lo demacrada que estaba. Tenía los ojos enrojecidos y oscuras ojeras, la piel de la cara seca y los labios agrietados. Una de sus uñas estaba rota. Parecía no haber pegado ojo. Dance comprendió por qué ese día estaba «trabajando en casa».

Samantha lanzó una mirada hacia el domicilio familiar. Luego se volvió hacia ella y susurró con expresión implorante:

—Yo no he tenido nada que ver, se lo juro. Oí que una mujer lo estaba ayudando. Lo vi en las noticias, pero…

—No, no, no he venido por eso. Ya hemos hecho las comprobaciones necesarias. Trabaja usted para una editorial de Figueroa. Y ayer estuvo todo el día en la oficina.

Pareció alarmada.

—¿Les…?

—Nadie lo sabe. Llamé fingiendo que tenía que entregarle un paquete.

—Eso… Toni me dijo que alguien había intentado entregarme algo, que habían preguntado por mí. Era usted. —Se frotó la cara y cruzó los brazos. Gestos de negación. Estaba consumida por el estrés.

—¿Ese era su marido? —preguntó Dance.

Samantha asintió con un gesto.

—¿No lo sabe?

—Ni siquiera lo sospecha.

Increíble, pensó la agente.

—¿Lo sabe alguien?

—Un par de empleados del juzgado donde me cambié el nombre. Y mi supervisor de libertad condicional.

—¿Y sus amigos y su familia?

—Mi madre murió. Y a mi padre le importo un bledo. No querían saber nada de mí antes de que conociera a Pell y, después del asesinato de los Croyton, dejaron de contestar a mis llamadas. En cuanto a mis amigos de aquella época… Con algunos me mantuve en contacto algún tiempo, pero estar relacionada con un individuo como Daniel Pell… Digamos que buscaron excusas para desaparecer de mi vida en cuanto pudieron. A todas las personas con las que me relaciono ahora las conocí después de convertirme en Sarah. —Otra mirada a la casa; después miró de nuevo inquieta a Dance—. ¿Qué quiere? —susurró.

—Estoy segura de que ha visto las noticias. Todavía no hemos encontrado a Pell, pero sigue en la zona de Monterrey. Y no sabemos por qué. Rebecca y Linda van a venir a ayudarnos.

—¿Sí? —Pareció asombrada.

—Y me gustaría que usted también viniera.

—¿Yo? —Le tembló la barbilla—. No, no, no puedo. Ay, por favor… —Comenzó a quebrársele la voz.

Kathryn advirtió que estaba al borde de la histeria y se apresuró a añadir:

—No se preocupe. No voy a destrozar su vida. No voy a decir nada sobre usted. Sólo le estoy pidiendo ayuda. No conseguimos averiguar qué se propone Pell. Quizás usted sepa cosas que…

—Yo no sé nada. De verdad. Daniel Pell no es como un marido, o un hermano, o un amigo. Es un monstruo. Nos utilizó. Eso es todo. Viví con él dos años y aun así no podría decirle qué se le pasa por la cabeza. Tiene que creerme. Le doy mi palabra.

Típicas señales de cerrazón que indicaban, no engaño, pero sí el estrés propio de un pasado al que no podía hacer frente.

—Gozaría de la máxima protección, si es eso lo que…

—No. Lo siento. Ojalá pudiera. Tiene que entenderlo. Me he creado una nueva vida. Pero me ha costado tanto esfuerzo, y es tan frágil…

Un vistazo a su cara (los ojos horrorizados, la barbilla temblorosa) bastó para que Dance comprendiera que no había forma de hacerle cambiar de opinión.

—Entiendo.

—Lo siento, pero no puedo hacerlo.

Dio media vuelta y regresó a la casa. Al llegar a la puerta miró hacia atrás y le dedicó una gran sonrisa.

¿Ha cambiado de idea? La agente se hizo ilusiones momentáneamente.

Luego la mujer la saludó con la mano.

—¡Adiós! —dijo alzando la voz—. Me alegro de volver a verte.

Samantha McCoy y su mentira entraron de nuevo en la casa. La puerta se cerró.