En el motel Sea View, Daniel Pell apartó la mirada del ordenador de Jennie, con el que se había conectado a Internet, y vio que ella se le acercaba con aire seductor.
Ronroneó y dijo con un susurro:
—Vuelve a la cama, cariño. Fóllame.
Pell cambió de pestaña para que no viera lo que estaba buscando y deslizó el brazo por su estrecha cintura.
Hombres y mujeres ejercían el poder los unos sobre los otros a diario. A los hombres les costaba más al principio. Tenían que abrirse paso entre las defensas que levantaban las mujeres, construir puentes sutiles y descubrir sus gustos, sus manías y sus miedos, que ellas intentaban ocultar. Ponerles la correa podía costarte semanas o meses, pero cuando lo conseguías tú estabas al mando todo el tiempo que se te antojara.
Somos como almas gemelas, ¿sabes…?
Las mujeres, por su parte, tenían tetas y coño, y lo único que tenían que hacer era acercarlos a un hombre (a veces ni siquiera eso) para conseguir que hiciera prácticamente cualquier cosa. Su problema llegaba después. Una vez pasado el sexo, su control se reducía hasta hacerse invisible.
Jennie Marston había estado al mando un par de veces desde la fuga, sin ninguna duda: en el asiento delantero del Thunderbird y luego en la cama, atada con las medias, y otra vez en el suelo (con más calma y mucho mejor), con algunos accesorios por los que Daniel Pell sentía una enorme atracción. (A Jennie, desde luego, no le gustaba especialmente ese tipo de sexo, pero su aceptación reticente resultaba mucho más excitante que si de veras hubiera estado excitada).
Pero el sortilegio que había tejido se había debilitado ahora. Un buen maestro, sin embargo, nunca permite que su alumno se dé cuenta de que no le presta atención. Pell sonrió y miró su cuerpo como si le costara enormemente resistirse a la tentación. Suspiró.
—Ojalá pudiera, preciosa. Pero me has dejado agotado. Además, necesito que hagas un recado por mí.
—¿Yo?
—Sí. Saben que estoy aquí, así que vas a tener que hacerlo tú sola. —Las noticias informaban de que seguramente se hallaba todavía en aquella zona. Debía tener mucho cuidado.
—Ah, vale. Pero preferiría follarte. —Un mohín. Era, posiblemente, una de esas mujeres que creían que sus pucheros funcionaban con los hombres. No funcionaban, en su caso, y en algún momento se lo demostraría. Pero primero tenía que aprender cosas mucho más importantes.
—Ahora ve a cortarte el pelo —dijo.
—¿El pelo?
—Sí. Y tíñetelo. Te vieron en el restaurante. Compré tinte castaño en la tienda chicana. —Sacó una caja de la bolsa.
—Ah. Pensaba que era para ti.
Sonrió azorada, sujetándose unos mechones de pelo entre los dedos.
Pell sólo quería que se cortara el pelo para que fuera más difícil reconocerla. Comprendió, sin embargo, que había también algo más, otra cuestión en juego. El cabello de Jennie era como su preciada blusa rosa, y ello le intrigó de inmediato. La recordó sentada en el Thunderbird la primera vez que la vio, en el aparcamiento de Whole Foods, cepillándose airosamente.
Ah, la información que desvelamos…
Jennie no quería cortarse el pelo. No quería de verdad. Llevar el pelo largo era importante para ella. Pell dedujo que se lo había dejado crecer en algún momento para defenderse de la imagen negativa que tenía de sí misma. Era una suerte de patético triunfo sobre su pecho plano y su nariz poco agraciada.
Jennie siguió sentada en la cama. Pasado un momento dijo:
—Cielo, voy a cortármelo, claro. Como tú quieras. —Otra pausa—. Pero estaba pensando si no sería mejor que nos fuéramos ya, después de lo que pasó en el restaurante. No podría soportar que te pasara nada. ¿Y si robamos otro coche y nos vamos a Anaheim? Allí viviríamos bien, te lo prometo, cariño. Te haré feliz. Trabajaré por los dos. Tú puedes quedarte en casa hasta que se olviden de ti.
—Eso suena maravilloso, preciosa. Pero no podemos irnos todavía.
—Ah.
Quería una explicación. Pero Pell se limitó a decir:
—Anda, ve a cortártelo. —Y añadió en un susurro—: Déjatelo corto. Muy, muy corto.
Le pasó las tijeras. A Jennie le temblaban las manos cuando las cogió.
—De acuerdo. —Entró en el pequeño cuarto de baño y encendió la luz. Como había trabajado en una peluquería, o simplemente por remolonear, estuvo un rato sujetándose con horquillas los mechones de pelo antes de empezar a cortar. Se miró al espejo fijamente y acarició las tijeras, inquieta. Entornó la puerta.
Pell se situó en un punto de la cama desde el que podía verla con claridad. A pesar de su resistencia de un rato antes, sintió que su cara se sonrojaba y que la burbuja comenzaba a hincharse dentro de él.
Adelante, preciosa, ¡hazlo!
Con las lágrimas corriéndole por las mejillas, Jennie levantó un mechón de pelo y empezó a cortar. Respiraba hondo y luego cortaba. Se enjugaba la cara y cortaba otra vez.
Inclinado hacia delante, Pell la observaba.
Se bajó los pantalones y los calzoncillos. Agarró su miembro con fuerza. Cada vez que un puñado de pelo rubio caía al suelo, se masturbaba.
Jennie avanzaba despacio. Intentaba hacerlo bien. Y tenía que detenerse a menudo para recobrar el aliento y enjugarse las lágrimas.
Pell estaba absolutamente concentrado en ella.
Su respiración se hizo cada vez más rápida. Córtatelo, preciosa. ¡Córtatelo!
Estuvo a punto de acabar una o dos veces, pero consiguió refrenarse justo a tiempo.
A fin de cuentas, era el rey del control.
*****
El Hospital de la Bahía de Monterrey es un sitio precioso, enclavado en un tramo sinuoso de la carretera 68, una ruta polifacética que discurre a lomos de autopistas, vías de servicio y hasta calles de pueblo desde Pacific Grove hasta Salinas, pasando por Monterrey. La 68 es la vena yugular del país de John Steinbeck.
Kathryn Dance conocía bien el hospital. Allí había dado a luz a sus dos hijos; había sostenido la mano de su padre después de una operación a corazón abierto y había permanecido sentada junto a un compañero del CBI que luchaba por sobrevivir a tres balazos en el pecho.
Y allí, en el depósito de cadáveres del Hospital de la Bahía de Monterrey, había identificado el cuerpo sin vida de su marido.
El complejo hospitalario estaba en las inmediaciones de Pacific Grove, entre cerros cubiertos de pinos. Un bosque rodeaba el recinto, cuyos edificios bajos y laberínticos estaban adornados con jardines. Cuando despertaban después de una operación, los pacientes podían descubrir, tras los cristales de las ventanas, colibríes revoloteando o ciervos observándoles con curiosidad.
Pero la sala de la Unidad de Cuidados Intensivos en la que estaba ingresado Juan Millar no tenía vistas al exterior. Tampoco había ningún adorno pensado para tranquilizar al paciente, sólo carteles con números de teléfono, protocolos incomprensibles para los legos y un montón de equipamiento médico. Millar se hallaba en una salita rodeada de paredes de cristal y sellada para reducir al mínimo el riesgo de infección.
Dance se reunió con O’Neil frente a la sala. Sus hombros se rozaron. Ella sintió el impulso de agarrar su brazo, pero no lo hizo.
Se quedó mirando al detective herido, recordando su sonrisa tímida en el despacho de Sandy Sandoval.
A los de criminología les encantan sus juguetes… Lo he oído no sé dónde.
—¿Ha dicho algo desde que estás aquí? —preguntó.
—No. Ha estado todo el tiempo inconsciente.
Mirando los vendajes que cubrían las heridas, Dance pensó que era mejor así. Mucho mejor.
Regresaron a la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos, donde se encontraba parte de la familia de Millar: sus padres, una tía y dos tíos, si Kathryn entendió bien las presentaciones. Sus caras reflejaban angustia, y ella les dijo lo mucho que lo sentía.
—Katie…
Al volverse, vio a una mujer rotunda, de cabello corto y gris y grandes gafas. Llevaba una bata de colores de la que colgaba una placa que la identificaba como E. Dance, enfermera, y otra que indicaba que estaba adscrita a la unidad de cardiología.
—Hola, mamá.
O’Neil y Edie Dance se sonrieron.
—¿No hay cambios? —preguntó Kathryn.
—No, la verdad.
—¿Ha dicho algo?
—Nada inteligible. ¿Has visto al doctor Olson, el especialista en quemados?
—No —contestó su hija—. Acabo de llegar. ¿Qué noticias hay?
—Se ha despertado un par de veces más y se ha movido un poco, lo cual nos ha sorprendido. Pero tiene puesto un gotero de morfina, así que está tan sedado que no dijo nada comprensible cuando la enfermera le hizo algunas preguntas. —Sus ojos se deslizaron hacia el paciente de la sala acristalada—. No he visto el diagnóstico oficial, pero debajo de esos vendajes casi no queda piel. Nunca había visto quemaduras como esas.
—¿Tan grave es?
—Me temo que sí. ¿Cómo va lo de Pell?
—No hay muchas pistas, pero está en esta zona. No sabemos por qué.
—¿Todavía quieres hacer la fiesta de tu padre esta noche? —preguntó Edie.
—Claro. A los niños les hace ilusión. Puede que sólo pueda pasarme un momento, depende, pero aun así quiero hacerla.
—¿Tú vas a ir, Michael?
—Creo que sí. Depende.
—Entiendo. Bueno, espero que se resuelva. —Sonó su buscapersonas. Le echó un vistazo—. Tengo que volver a Cardiología. Si veo al doctor Olson le pediré que se pase por aquí para hablar con vosotros.
Su madre se marchó. Dance miró a O’Neil, que asintió con la cabeza. Este enseñó su identificación a la enfermera de Cuidados Intensivos, que les ayudó a ponerse batas y mascarillas. Entraron en la sala. Él permaneció de pie; ella, en cambio, acercó una silla y se inclinó hacia delante.
—Juan, soy Kathryn. ¿Puedes oírme? Michael también está aquí.
—Hola, socio.
—¿Juan?
Aunque el ojo derecho, el que estaba destapado, no se abrió, a Dance le pareció que se movía ligeramente.
—¿Puedes oírme?
Otro movimiento.
—Juan —dijo O’Neil en voz baja y reconfortante—, sé que lo estás pasando mal. Vamos a asegurarnos de que recibas el mejor tratamiento del país.
—Queremos atrapar a ese tipo —añadió la agente—. Lo estamos deseando. Está en esta zona. Sigue aquí.
Millar movió la cabeza.
—Necesitamos saber si viste u oíste algo que pueda ayudarnos. No sabemos qué está tramando.
Otro gesto con la cabeza. Fue muy sutil, pero Dance vio que la barbilla vendada del policía se movía ligeramente.
—¿Viste algo? Di que sí con la cabeza, si viste u oíste algo.
Millar no se movió.
—Juan —insistió Kathryn—, ¿tú…?
—¡Eh! —gritó un hombre desde la puerta—. ¿Se puede saber qué cojones están haciendo?
Dance pensó primero que era un médico y que su madre iba a meterse en un lío por dejarla pasar sin supervisión. Pero quien hablaba era un joven hispano, trajeado y de complexión robusta. El hermano de Juan.
—Julio… —dijo O’Neil.
La enfermera llegó corriendo.
—No, no, por favor, ¡cierre la puerta! No puede entrar sin mascarilla…
Julio Millar la rechazó con un ademán y siguió dirigiéndose a la agente:
—¿Le interrogan a pesar del estado en que se encuentra?
—Soy Kathryn Dance, del CBI. Puede que su hermano sepa algo de utilidad sobre el hombre que causó todo esto.
—Joder, pues no va a servirles de mucho si le matan.
—Llamaré a seguridad si no cierra la puerta inmediatamente —le advirtió la enfermera con aspereza.
Julio siguió en sus trece. Kathryn y O’Neil salieron al pasillo y cerraron la puerta de la sala. Se quitaron las batas y las mascarillas.
El hermano se encaró con ella.
—No puedo creerlo. No tienen ningún respeto…
—Julio —dijo el padre de Millar, acercándose a su hijo. Le acompañaba su esposa, una mujer fornida y de cabello negro y despeinado. Él seguía concentrado en Dance.
—Eso es lo único que le importa, ¿verdad? Que les diga lo que sabe, y luego que se muera.
Consciente de que Julio Millar no era dueño de sus actos, Kathryn conservó la calma. No se tomaba su ira como algo personal.
—Estamos deseando atrapar al hombre que le hizo eso.
—¡Hijo, por favor! Nos estás avergonzando. —La madre le tocó el brazo.
—¿Avergonzándoos, yo? —replicó, burlón. Se encaró de nuevo con Dance—. He preguntado por ahí. He hablado con la gente. Sé muy bien lo que pasó. Le mandó usted derecho al fuego.
—¿Disculpe?
—En los juzgados. Le mandó usted abajo, al incendio.
La agente sintió que O’Neil se tensaba y se contenía. Su compañero sabía que ella no permitía que otros dieran la cara en su lugar. Se inclinó hacia Julio.
—Está usted angustiado, todos lo estamos. ¿Por qué no…?
—Lo escogió usted a él. No a Mickey, ni a uno de los del CBI. Era el único policía chicano, y le mandó a él.
—Julio —intervino su padre con severidad—, no digas eso.
—¿Quiere saber algo sobre mi hermano? ¿Eh? ¿Sabe que quiso entrar en el CBI? Pero no le dejaron. Por ser quien era.
Aquello era absurdo. Había un alto porcentaje de hispanos en todos los cuerpos de policía de California, incluido el CBI. La mejor amiga de Dance en la agencia, la agente de Delitos Mayores Connie Ramírez, tenía más condecoraciones que cualquier otro agente en la historia de la delegación centro-oeste.
Pero no eran las cuotas étnicas en los organismos oficiales del estado lo que encolerizaba a Julio Millar, desde luego. Era el miedo a que su hermano muriera. Kathryn conocía bien las manifestaciones de la ira; al igual que el autoengaño y la depresión, era una de las respuestas al estrés que mostraban quienes mentían. Cuando alguien tiene una rabieta, lo mejor es dejar que se desahogue. Los arrebatos de furia sólo pueden sostenerse un rato.
—No era digno de trabajar con usted, pero sí de mandarle a que se quemara.
—Julio, por favor —le imploró su madre.
—No hagas eso, mamá. Cada vez que dices cosas así, estás dejando que se salgan con la suya.
Las lágrimas que corrían por las mejillas empolvadas de la mujer dejaban marcas en el maquillaje.
El joven se volvió hacia Dance.
—Fue al latino al que mandó. Fue al chulo.
—¡Ya basta! —gritó su padre, agarrándole del brazo.
Julio se desasió de un tirón.
—Voy a llamar a los periódicos. Voy a llamar a la televisión. Mandarán un reportero y averiguarán lo que ha hecho. Saldrá en todos los noticieros.
—Julio… —comenzó a decir O’Neil.
—Tú cállate, Judas. Trabajabais juntos. Y dejaste que esta le sacrificara. —Sacó su teléfono móvil—. Voy a llamarles ahora mismo. Os van a hacer la vida imposible.
—¿Puedo hablar con usted un momento, los dos solos? —preguntó Dance.
—Vaya, conque se ha asustado.
La agente se apartó.
Julio se puso frente a ella, listo para la batalla, y se inclinó hasta invadir su zona proxémica, empujando el teléfono como un cuchillo.
A Kathryn no le importó. Sin moverse ni un ápice, le miró a los ojos.
—Siento mucho lo de su hermano y sé lo doloroso que es para usted. Pero no le consiento que me amenace.
Millar soltó una amargada carcajada.
—Es usted igual que…
—Escúcheme —dijo Dance con calma—. No sabemos con certeza qué ocurrió, pero sí sabemos que un preso desarmó a su hermano. Tenía a Pell a punta de pistola y perdió el control del arma y de la situación.
—¿Está diciendo que fue culpa suya? —preguntó Julio, sorprendido.
—Sí, eso es justamente lo que estoy diciendo. No fue culpa mía, ni de Michael, sino de su hermano. Eso no lo convierte en un mal policía, pero cometió un error. Y si convierte usted esto en un asunto público, la prensa lo sacará a relucir.
—¿Me está amenazando?
—Le estoy diciendo que no voy a permitir que ponga en peligro esta investigación.
—No sabe usted lo que hace, señora. —Dio media vuelta y se alejó con paso decidido por el pasillo.
Dance le siguió con la mirada, intentando calmarse. Respiró hondo. Luego se reunió con los demás.
—Lo siento mucho —dijo el señor Millar, que rodeaba los hombros de su esposa con el brazo.
—Está disgustado —contestó la agente.
—No le haga caso, por favor. Dice cosas de las que luego se arrepiente.
Dance no creía que el joven fuera a arrepentirse de una sola de sus palabras. Pero sabía que no iba a llamar a la prensa.
Su madre le dijo a O’Neil:
—Y Juan siempre habla tan bien de ustedes… No les culpa, ni a ustedes, ni a nadie. Sé que no les culpa.
—Julio quiere a su hermano —contestó O’Neil en tono tranquilizador—. Es sólo que está preocupado por él.
Llegó el doctor Olson. El médico, un hombre delgado y tranquilo, informó de la situación de Millar a la familia y los policías. Apenas había novedades. Seguían intentando estabilizar al paciente. En cuanto tuvieran bajo control los peligros derivados del trauma y la septicemia, lo enviarían a un hospital especializado en recuperación de grandes quemados. El médico reconoció que el estado de Millar era muy grave. No podía decirles si iba a sobrevivir, pero estaban haciendo todo lo que podían.
—¿Ha dicho algo de la agresión? —preguntó O’Neil.
El médico posó la mirada en el monitor.
—Ha dicho algunas palabras, pero nada coherente.
Los padres siguieron disculpándose con vehemencia por la conducta de su hijo pequeño. Dance pasó unos minutos tranquilizándolos; luego O’Neil y ella se despidieron y se marcharon.
El detective iba haciendo tintinear las llaves de su coche.
Los expertos en kinesia saben que es imposible ocultar las emociones violentas. «La emoción reprimida —escribió Charles Darwin— aflora casi siempre en forma de gestos». Normalmente se manifiesta en ademanes de la mano o los dedos, o en el tamborileo con los pies: podemos controlar fácilmente nuestras palabras, nuestras miradas y expresiones faciales, pero el dominio que ejercemos sobre nuestras extremidades es mucho menor.
Michael O’Neil no se daba cuenta de que estaba jugando con las llaves.
—Aquí están los mejores médicos de la zona —comentó Dance—. Y mi madre está pendiente de él. Ya la conoces. Si cree que necesita atenciones especiales, se las arreglará para llevar a esa sala al jefe del departamento.
Una sonrisa estoica. Michael O’Neil las dominaba a la perfección.
—Pueden hacer cosas casi milagrosas —añadió la agente. En realidad, ignoraba por completo qué podían hacer los médicos. O’Neil y ella habían tenido numerosas ocasiones de ofrecerse mutuo consuelo a lo largo de los últimos años, sobre todo profesionalmente, pero a veces también en el terreno de lo personal, como cuando murió el marido de ella o se deterioró el estado mental del padre de él. A ninguno se le daba bien expresar su compasión o su apoyo; los tópicos parecían devaluar su relación. Por lo general, la sola presencia del otro funcionaba mucho mejor.
—Ojalá.
Cuando se acercaban a la salida, Dance recibió una llamada de Winston Kellogg, el agente del FBI, desde su despacho temporal en el CBI. Kathryn se detuvo y O’Neil salió al aparcamiento.
Le contó a Kellogg lo de Millar y él le dijo a ella que, después de entrevistar a los vecinos casa por casa, el FBI de Bakersfield no había localizado a ningún testigo que hubiera visto a alguien entrando en el cobertizo o garaje de la tía de Pell para robar el martillo. En cuanto a la cartera con las iniciales «R. H.» hallada en el pozo, junto al martillo, los de criminalística federales habían sido incapaces de seguir su rastro hasta un comprador reciente.
—Otra cosa, Kathryn: tengo el avión esperando en Oakland, si Linda Whitfield recibe el visto bueno de arriba. ¿Hay alguna novedad? ¿Se sabe algo de esa otra mujer?
—¿De Samantha McCoy?
—Sí. ¿La has llamado?
En ese momento, Dance miró por casualidad hacia el aparcamiento y vio que Michael O’Neil se detenía y que una rubia alta y atractiva se acercaba a él. La mujer le sonrió, lo rodeó con los brazos y lo besó. Él le devolvió el beso.
—Kathryn —dijo Kellogg—, ¿estás ahí?
—¿Qué?
—Samantha McCoy.
—Perdona. —Apartó la mirada de O’Neil y de la rubia—. No. Ahora mismo voy a pasarme por San José. Si se ha tomado tantas molestias para ocultar su identidad, quiero verla en persona. Tengo la impresión de que no bastará con una llamada para convencerla de que nos ayude.
Desconectó y se acercó a O’Neil y a la mujer a la que todavía abrazaba.
—Kathryn…
—¿Cómo estás, Anne? —preguntó a la esposa de O’Neil.
—Bien, gracias.
—¿Y los niños?
—El viernes les dieron las vacaciones, así que están en la gloria. ¿Y Maggie y Wes?
—Ya han empezado sus campamentos.
Anne O’Neil señaló el hospital.
—He venido a ver a Juan. Mike me ha dicho que no está muy bien.
—No. Es bastante grave. Está inconsciente, pero sus padres están allí. Seguro que se alegran de tener compañía.
Anne llevaba una pequeña Leica colgada del hombro. Gracias al fotógrafo paisajista Ansel Adams y al Grupo f64, el norte y el centro de California eran una de las grandes mecas de la fotografía mundial. Anne dirigía en Carmel una galería que vendía fotografías de coleccionista, o sea, fotografías tomadas por fotógrafos que ya no se contaban entre los vivos: Adams, Alfred Stieglitz, Edward Weston, Imogen Cunningham o Henri Cartier-Bresson. Además, trabajaba como colaboradora de varios periódicos, entre ellos importantes rotativos de San José y San Francisco.
—¿Michael te ha dicho lo de la fiesta de esta noche? —preguntó Dance—. Es el cumpleaños de mi padre.
—Sí. Creo que podemos ir. —Anne besó otra vez a su marido y se dirigió hacia el hospital—. Luego nos vemos, cariño.
—Adiós, cielo.
Kathryn se despidió con una inclinación de cabeza, subió a su coche y dejó el bolso en el asiento del copiloto. Se paró en una gasolinera, aprovechó para comprar un café y un bollo y tomó la carretera en dirección norte. Las vistas de la bahía de Monterrey eran espléndidas. Se fijó en que pasaba por el campus de la Universidad de California-Bahía de Monterrey, en el antiguo solar de Fort Ord, seguramente la única universidad del país que lindaba con una zona restringida llena de artefactos explosivos sin detonar. Una enorme pancarta anunciaba lo que parecía una gran conferencia de informática ese fin de semana. Recordó que la universidad había recibido la mayor parte del hardware y el software de la herencia de William Croyton. Si ocho años después de su muerte los expertos en informática seguían haciendo investigaciones basadas en sus contribuciones, Croyton tenía que haber sido, se dijo, un verdadero genio. Los programas que usaban Wes y Maggie parecían quedar desfasados en un año, o en dos, a lo sumo. ¿De cuántas innovaciones brillantes había privado Daniel Pell al mundo al asesinar a William Croyton?
Hojeó su cuaderno y encontró el número de la empresa en la que trabajaba Samantha McCoy; llamó y pidió que la pasaran con ella, aunque pensaba colgar si la mujer se ponía al teléfono. Pero la recepcionista le dijo que ese día estaba trabajando en casa. Dance colgó y le pidió a TJ que le enviara al móvil por mensaje de texto las indicaciones de Mapquest para llegar al domicilio de McCoy.
Unos minutos después, cuando acababa de poner un CD, sonó el teléfono. Miró su pequeña pantalla. Por puro azar, los Fairfield Four retomaron su gospel en el instante en que Kathryn saludaba a Linda Whitfield, que llamaba desde la oficina de su parroquia.
Gracia asombrosa, qué dulce el sonido…
—Agente Dance…
—Llámeme Kathryn, por favor.
… que salvó a un infeliz como yo…
—Sólo quería que supiera que estaré ahí por la mañana para ayudarles, si todavía quiere.
—Sí, me encantaría que viniera. La llamará alguien de mi oficina para concretar los detalles. Muchísimas gracias.
Estaba perdido y me he encontrado…
Un titubeo. Luego Linda dijo en tono formal:
—De nada.
Dos de tres. Dance se preguntó si sería posible el reencuentro después de todo.