Kathryn Dance y TJ estaban en el despacho de Charles Overby, en cuyas ventanas se estrellaba la lluvia. Los turistas creían que la península de Monterrey tenía una climatología propensa a los cielos nublados que amenazaban lluvia. En realidad, la lluvia escaseaba casi siempre y el gris del cielo no era más que la típica niebla de la Costa Oeste. Ese día, sin embargo, estaba lloviendo de verdad.
—Necesito una cosa, Charles.
—¿Cuál?
—Que autorices ciertos gastos.
—¿Para qué?
—No hemos hecho ningún progreso. En Capitola no hay pistas, las pruebas forenses no ofrecen respuestas y Pell ha desaparecido del mapa. Y lo que es más importante: todavía no sé por qué se ha quedado en esta zona.
—¿A qué gastos te refieres? —Charles Overby era un hombre difícil de despistar.
—Quiero a las tres mujeres que formaban parte de la Familia.
—¿Quieres detenerlas? Creía que no tenían cuentas pendientes.
—No, quiero entrevistarlas. Vivían con él. Tienen que conocerle muy bien.
«Bueno, si te portas bien, Daniel, no hay razón para que no tengas familia…».
Era ese pasaje del interrogatorio policial el que le había inspirado la idea.
De A a B, y de B a X…
—Queremos celebrar una reunión familiar —dijo alegremente TJ.
Dance sabía que había estado de juerga hasta tarde, pero bajo el pelo rizado y rojo su cara redondeada parecía tan fresca como si acabara de salir de un balneario.
Overby no hizo caso.
—Pero ¿por qué iban a querer ayudarnos? Supongo que Pell les dará lástima, ¿no?
—No. He hablado con dos de ellas, y no le tienen ninguna simpatía. La tercera cambió de nombre para empezar de cero. Así que tampoco parece que se la tenga.
—¿Para qué quieres traerlas aquí? ¿Por qué no las entrevistas donde viven?
—Quiero que estén juntas. Es una técnica Gestalt. Los recuerdos de una dispararán los de la otra. Anoche estuve despierta hasta las dos de la mañana, leyendo sobre ellas. Rebecca no estuvo mucho tiempo con la Familia, sólo un par de meses, pero Linda vivió con Pell más de un año, y Samantha dos.
—¿Has hablado ya con ellas? —Era una pregunta taimada, como si Overby sospechara que Dance estaba haciendo trampas.
—No —contestó—. Quería hablar contigo primero.
Su jefe pareció darse por satisfecho al comprobar que no le estaba dando gato por liebre. Aun así, sacudió la cabeza.
—Los billetes de avión, la escolta, el transporte… Imposible. Dudo mucho que Sacramento lo autorice. Se sale demasiado del presupuesto. —Vio un hilillo en el puño de su camisa y tiró de él—. Me temo que tengo que decirte que no. Utah. Estoy seguro de que es ahí adónde se dirige. Después de la espantada de Moss Landing, sería una locura que se quedara por aquí. ¿La policía de Utah ha montado un dispositivo de vigilancia?
—Sí —contestó TJ.
—Utah estaría muy bien. Estupendamente.
Kathryn comprendió lo que quería decir su jefe: si la policía de Utah atrapaba a Pell, el CBI se llevaría todo el mérito, y no se perderían más vidas en California. Y si le dejaba escapar, la culpa sería sólo suya.
—Estoy segura de que lo de Utah es una pista falsa, Charles. Va a dirigirnos hacia allí y luego…
—A no ser —repuso su jefe, triunfante— que sea una doble maniobra. Piénsalo.
—Ya lo he pensado, y no encaja en el perfil de Pell. Me gustaría mucho seguir adelante con mi idea.
—No estoy seguro…
—¿Puedo preguntar cuál es esa idea? —preguntó una voz tras ella.
Al darse la vuelta, Dance vio a un hombre vestido con traje oscuro, camisa azul y corbata a rayas azules y negras. No era guapo en el sentido clásico: tenía un poco de tripa, orejas prominentes y posiblemente papada si bajaba la cabeza. Pero sus ojos castaños tenían una mirada firme y divertida, y un mechón de pelo, también castaño, le caía sobre la frente. Su postura y su apariencia denotaban un carácter campechano y sus labios finos dibujaban una leve sonrisa.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó Overby.
El desconocido se acercó y le mostró un carné del FBI. Agente especial Winston Kellogg.
—Ha llegado la niñera —murmuró TJ tapándose la boca con la mano. Dance no le hizo caso.
—Charles Overby. Gracias por su visita, agente Kellogg.
—Llámeme Win, por favor. Pertenezco a la BDCVM.
—¿Eso es…?
—La Brigada de Delitos Coercitivos con Víctimas Múltiples.
—¿Así se llama ahora a las sectas? —preguntó Dance.
—Antes se llamaba Brigada Antisectas, de hecho. Pero no era muy PC.
TJ frunció el ceño.
—¿Muy comunista?
—Muy políticamente correcto.
A ella le hizo gracia aquello y se rio.
—Soy Kathryn Dance.
—TJ Scanlon.
—¿Thomas Jefferson?
TJ le dedicó una sonrisa enigmática. Ni siquiera Dance sabía cuál era su nombre completo. Quizá fuera simplemente TJ.
—Quiero decirles algo desde el principio —anunció Kellogg, dirigiéndose a todos ellos—. Sí, soy de los federales. Pero no quiero herir susceptibilidades. Estoy aquí en calidad de asesor, para explicarles hasta donde me sea posible cómo piensa y actúa Pell. Me contento con estar en segundo plano.
Aunque no fuera cierto al cien por cien, a Kathryn le pareció encomiable que intentara tranquilizarles en ese aspecto. Los cuerpos policiales estaban tan plagados de egos que era poco frecuente oír a un agente de Washington expresarse de esa forma.
—Se lo agradezco —dijo Overby.
Kellogg se volvió hacia el jefe del CBI.
—Tengo que decirle que su actuación de ayer, comprobando los restaurantes, fue admirable. A mí nunca se me habría ocurrido.
Overby titubeó; luego dijo:
—La verdad es que creo que le dije a Amy Grabe que la idea fue de Kathryn.
TJ carraspeó suavemente y Dance no se atrevió a mirarle.
—Bueno, de quien haya sido, fue una idea estupenda. —Se volvió hacia la agente—. ¿Qué estaba proponiendo hace un momento?
Ella se lo repitió.
El agente del FBI asintió con la cabeza.
—Volver a reunir a la Familia. Bien. Muy bien. Ya habrán pasado por un proceso de desprogramación. Aunque no hayan hecho terapia, el paso del tiempo se habrá encargado de borrar cualquier rastro de síndrome de Estocolmo. Dudo mucho que le guarden lealtad a Pell. En mi opinión, deberíamos poner en práctica la propuesta de la agente Dance.
Se hizo un silencio. Kathryn se negó a sacar a Overby del apuro y su jefe dijo por fin.
—Es buena idea. Desde luego que sí. El único problema es el presupuesto. Verá, últimamente hemos tenido que…
—Pagaremos nosotros —contestó Kellogg. Luego se quedó callado y se limitó a mirar fijamente a Overby.
A ella le dieron ganas de reír.
—¿Ustedes?
—Haré que un avión del FBI las traiga hasta aquí, si es necesario. ¿Le parece bien?
Despojado de repente del único argumento que se le ocurría, el director del CBI contestó:
—¿Cómo voy a rechazar un regalo de Navidad del Tío Sam? Gracias, amigo.
Kellogg, TJ y Dance estaban en el despacho de esta última cuando entró Michael O’Neil. Michael y Kellogg se presentaron y se estrecharon las manos.
—Los restos materiales encontrados en Moss Landing no han revelado nada más —anunció O’Neil—, pero confiamos en encontrar algo en las Praderas del Cielo y los viñedos. Los del Departamento de Salud Pública también están analizando muestras de cultivos. Por si acaso Pell los ha adulterado con ácido. —Le contó a Kellogg lo de los restos encontrados en el Thunderbird tras la fuga de Pell.
—¿Qué motivo podría tener para hacerlo?
—Podría ser una maniobra de distracción. O quizá sólo quiera hacer daño.
—Las pruebas materiales no son mi fuerte, pero parece una buena pista.
Dance advirtió que el agente del FBI había estado mirando hacia un lado mientras O’Neil le explicaba los detalles, como si estuviera concentrado memorizándolos.
Kellogg añadió:
—Quizá les ayude tener alguna información sobre la mentalidad sectaria. La BDCVM ha preparado un perfil general, y estoy seguro de que en parte podrá aplicarse a Pell. Confío en que les ayude a formular una estrategia.
—Muy bien —dijo O’Neil—. No creo que nos hayamos enfrentado nunca a un tipo como este.
El escepticismo con que Kathryn había acogido en principio la utilidad de un experto en sectas se había desvanecido al quedar claro que Pell tenía planes que no lograban adivinar. Además, tampoco estaba segura de que se pareciera a los demás criminales con los que se había cruzado.
Kellogg se apoyó en su mesa.
—En primer lugar, como se deduce del nombre de mi unidad, a los miembros de una secta los consideramos víctimas, y lo son, desde luego. Pero hay que recordar que pueden ser tan peligrosos como el líder mismo. Charles Manson ni siquiera estaba presente en la matanza Tate-Labianca. Fueron los miembros de su grupo los que cometieron los asesinatos.
»En cuanto al cabecilla, suelo referirme a él en masculino, aunque las mujeres pueden ser tan eficaces e implacables como los hombres. Y, a menudo, más astutas. De modo que el perfil elemental es el siguiente: el líder de una secta no rinde cuentas a ninguna autoridad, excepto a la suya propia. Siempre está al mando al cien por cien. Él dicta cómo han de invertir sus subalternos cada minuto de su tiempo. Asigna las tareas y los mantiene ocupados, aunque sea en cosas absurdas. No deben disponer de tiempo libre para pensar por su cuenta.
»El líder de una secta crea su propia moral, definida únicamente por lo que le conviene a él y conviene a la secta para su perpetuación. Las leyes externas son irrelevantes. Hace creer a sus subalternos que hacer lo que les dice, o lo que les sugiere, es lo moralmente correcto. Los líderes sectarios son expertos en hacerse entender de manera sutil, de modo que, aunque sus comentarios queden registrados en una grabación, no les incriminen en nada concreto. Sus seguidores, no obstante, captan el mensaje.
»El líder lleva las situaciones a su extremo y crea conflictos basados en una dinámica de ellos contra nosotros, o blanco o negro. La secta es lo mejor y cualquiera que no pertenezca a ella se equivoca y quiere destruirla.
»No permite disensiones de ningún tipo. Adopta posiciones extremas, grotescas, y espera a que alguno de sus subalternos le cuestione; de ese modo pone a prueba su lealtad. Se espera que sus seguidores se lo den todo: su tiempo, y también su dinero.
Dance le habló de los nueve mil doscientos dólares.
—Al parecer, la chica está financiando la fuga de Pell.
Kellogg asintió con un gesto.
—También se espera de ellos que pongan su cuerpo a disposición del líder. Y a veces que le entreguen a sus hijos. El líder ejerce un control absoluto sobre sus súbditos, que deben renunciar a su pasado. El líder les pone nombres nuevos. A menudo son nombres caprichosos, o reflejan la opinión que tiene de ellos. Tiende a escoger a personas vulnerables para poder jugar con sus inseguridades. Busca individuos solitarios y les hace abandonar a su familia y a sus allegados. Ellos acaban viéndole como una fuente de apoyo y un refugio. Él amenaza con abandonarlos. Esa es probablemente su arma más poderosa.
»Podría seguir durante horas, pero eso basta para que se hagan una idea somera de la mentalidad de Daniel Pell. —Kellogg levantó las manos. Parecía un profesor—. ¿De qué nos sirve todo esto a nosotros? Por de pronto, nos revela algo acerca de sus puntos débiles. Ser el cabecilla de una secta es muy cansado. Uno tiene que vigilar constantemente a sus seguidores, buscar disensiones y erradicarlas tan pronto las descubre. De modo que, cuando hay influencias externas, cuando están en la calle, por ejemplo, en un lugar público, se muestran especialmente recelosos. En su entorno, en cambio, están más relajados. Y por tanto son menos cuidadosos y más vulnerables.
»Fíjense en lo que ocurrió en ese restaurante. Pell no bajó la guardia porque estaba en un lugar público. Si hubiera estado en su casa, seguramente lo habrían cogido. De todo esto cabe extraer otra conclusión: esa mujer, su cómplice, sin duda cree que Pell está en lo cierto moralmente y que tiene justificación para matar. Lo cual significa dos cosas: que no vamos a obtener ayuda de ella, y que es tan peligrosa como él. Es una víctima, sí, pero eso no quiere decir que no esté dispuesta a matarnos, si tiene la oportunidad. En fin, esas son algunas ideas generales.
Dance miró a O’Neil. Sabía que su compañero estaba tan impresionado como ella por el conocimiento que Kellogg demostraba de su especialidad. Quizá, por una vez, Charles Overby había tomado la decisión correcta, aunque hubiera sido para cubrirse las espaldas.
Pero, al pensar en lo que Kellogg acababa de decirles sobre Pell y en lo que tenían por delante, se sintió desalentada. Sabía de primera mano lo inteligente que era el asesino y, si el perfil de Kellogg era acertado, aunque fuera sólo en parte, Pell representaba una amenaza particularmente seria.
Kathryn Dance dio las gracias al agente del FBI y la reunión se disolvió: O’Neil se marchó al hospital para ver cómo evolucionaba Juan Millar y TJ fue a buscar un despacho en el que Kellogg pudiera instalarse temporalmente.
La experta en kinesia sacó su móvil y vio el número de Linda Whitfield entre las llamadas perdidas. Pulsó la tecla de rellamada.
—Ah, agente Dance. ¿Se sabe algo nuevo?
—Me temo que no.
—Hemos estado pendientes de la radio. Tengo entendido que ayer estuvieron a punto de atraparle.
—Sí, así es.
Kathryn la oyó mascullar de nuevo y dedujo que estaba rezando.
—¿Señora Whitfield?
—Sigo aquí.
—Voy a pedirle una cosa y me gustaría que se lo pensara antes de contestar.
—Adelante.
—Nos gustaría que viniera aquí, a ayudarnos.
—¿Qué? —susurró Linda.
—Daniel Pell es un misterio para nosotros. Estamos seguros de que se ha quedado en la península, pero no entendemos por qué. Nadie lo conoce mejor que usted, Samantha y Rebecca. Confiamos en que puedan ayudarnos a descubrir sus motivaciones.
—¿Ellas van a ir?
—Usted es la primera a la que llamo.
Un silencio.
—Pero ¿qué puedo hacer yo?
—Quiero que hablen de él, ver si se les ocurre algo que nos dé una idea de cuáles pueden ser sus planes o adónde ha podido ir.
—Pero hace siete u ocho años que no sé nada de él.
—Puede que entonces dijera o hiciera algo que nos dé una pista. Se está arriesgando mucho al quedarse aquí. Estoy segura de que tiene un motivo.
—Bueno…
Dance sabía bien cómo funcionan los procesos defensivos de la psique humana. Se imaginó a su interlocutora buscando frenéticamente excusas para no hacer lo que le pedía, rechazándolas o aferrándose a ellas. No se sorprendió cuando Linda contestó:
—El problema es que estoy ayudando a mi hermano y a su cuñada con sus hijos de acogida. No puedo marcharme sin más.
Kathryn recordó que vivía con el matrimonio. Preguntó si podían arreglárselas sin ella un día o dos.
—No será más que eso.
—No, no creo que puedan.
El verbo «creer» es muy significativo para los expertos en interrogatorios. Es una expresión que denota cerrazón y autoengaño, como «No me acuerdo» o «Probablemente no». En realidad, quiere decir: «Estoy yéndome por la tangente, no diciendo rotundamente que no». Dance entendió que el hermano de Linda y su cuñada podían ocuparse perfectamente de los niños.
—Sé que es mucho pedir, pero necesitamos su ayuda.
Después de una pausa, Whitfield ofreció la segunda excusa:
—Y aunque pudiera escaparme, no tengo dinero para viajar.
—Pondríamos a su disposición un avión privado.
—¿Un avión privado?
—Del FBI.
—Madre mía.
Dance salió al paso de la tercera excusa antes de que Linda la mencionara:
—Y dispondría de fuertes medidas de seguridad. Nadie sabrá que está aquí, y contará con escolta veinticuatro horas al día. Por favor, ¿no puede ayudarnos?
Otro silencio.
—Tengo que preguntar.
—¿A su hermano? ¿A su jefe? Puedo llamarles y…
—No, no, a ellos no. Me refería al Señor. Ah…
—Bueno, muy bien. —Tras un corto silencio, Kathryn preguntó—: ¿Y podría preguntárselo pronto?
—Yo la llamaré, agente Dance.
Colgaron. Kathryn llamó a Winston Kellogg para informarle de que, en lo relativo a Whitfield, dependían de la intervención divina. A él pareció hacerle gracia.
—Eso sí que es una llamada de larga distancia.
Dance decidió no decirle a Charles Overby que se requería el permiso divino. A fin de cuentas, ¿era tan buena idea todo aquello?
Luego llamó a Mujeres Emprendedoras, en San Diego.
—Hola —dijo al ponerse Rebecca Sheffield—. Soy otra vez Kathryn Dance, de Monterrey. Estaba…
La mujer la interrumpió:
—Llevo veinticuatro horas pendiente de las noticias. ¿Qué ha pasado? ¿Casi le tenían y se les escapó?
—Me temo que sí.
Rebecca soltó un áspero suspiro.
—¿Y por fin se ha enterado?
—¿De qué?
—El incendio en los juzgados, y el fuego en la central eléctrica. Los dos provocados. Una pauta, ¿lo ve? Pell encontró algo que funcionaba. Y volvió a hacerlo.
Eso mismo había pensado Kathryn. Pero no intentó defenderse; se limitó a decir:
—Esta fuga no se parece a ninguna otra que hayamos visto.
—Sí, desde luego.
—Señora Sheffield, hay algo que…
—Espere. Primero quiero decirle una cosa.
—Adelante —respondió Dance, inquieta.
—Perdone, pero no tienen ustedes ni idea de a qué se están enfrentando. Tienen que hacer lo que le digo a la gente en mis seminarios. Son cursos sobre empoderamiento en el mundo de los negocios. Muchas mujeres creen que pueden juntarse con sus amigas a tomar una copa y poner verdes a los idiotas de sus jefes o a sus exmaridos, o a los novios que las tratan a patadas y que con eso basta para estar curadas. Pues las cosas no funcionan así. No puede una andar dando tumbos, no se puede improvisar sobre la marcha.
—Bueno, le agradezco…
—Primero se identifica el problema. Un ejemplo: no se siente usted cómoda saliendo con hombres. Segundo, se identifican los hechos que están en la raíz del problema. Una vez la violó un hombre con el que tenía una cita. Tercero, se estructura una solución. No se lanza una de cabeza a salir con hombres, ignorando sus miedos. Pero tampoco se hace una un ovillo y renuncia a los hombres para siempre. Hay que trazar un plan: se empieza lentamente, se queda con hombres para comer, en lugares públicos, y sólo se sale con los que no son físicamente arrolladores y no invaden tu espacio personal, que no beben, etcétera, etcétera. Se hace usted una idea. Luego, poco a poco, va expandiendo sus horizontes. Y pasados tres meses, seis, o un año, se ha resuelto el problema. Estructurar un plan y ceñirse a él. ¿Comprende lo que le digo?
—Sí, lo comprendo.
Dance pensó dos cosas: primero, que los seminarios de Rebecca Sheffield seguramente se llenaban hasta la bandera. Y segundo, que no le gustaría tener que frecuentar su compañía. Se preguntó si había acabado.
No.
—Muy bien, hoy tengo un seminario que no puedo cancelar, pero si mañana por la mañana aún no han detenido a Pell, me pasaré por allí. Puede que las cosas que recuerdo de hace ocho años les sirvan de ayuda. ¿O va contra las normas?
—No, en absoluto. Es buena idea.
—De acuerdo. Mire, tengo que colgar. ¿Qué iba a preguntarme?
—Nada importante. Confiemos en que se resuelvan las cosas antes, pero, si no, la llamaré para concretar los detalles del viaje.
—Me parece muy bien —contestó enérgicamente Sheffield, y colgó.