20

—Hola, Michael —dijo Wes chocándole la mano.

—Hey, hola.

Hablaron del campamento de tenis (O’Neil también jugaba) y de encordar raquetas. A Wes, un chico delgado y musculoso, se le daban bien casi todos los deportes, pero se estaba centrando en el tenis y el fútbol. Quería probar el kárate y el aikido, pero Dance procuraba disuadirle; no quería que practicara artes marciales. Su hijo hervía a veces de rabia por la muerte de su padre, y no quería fomentar su lado belicoso.

O’Neil, por su parte, se había propuesto mantener ocupada la mente de los chicos con entretenimientos saludables y les había introducido en dos aficiones que eran polos opuestos: coleccionar libros y pasar el tiempo en su lugar preferido, la bahía de Monterrey. (Kathryn pensaba a veces que su compañero había nacido en la época equivocada; no le costaba ningún trabajo imaginársele como capitán de un antiguo barco velero, o de un pesquero de la década de 1930). En ocasiones, cuando hacía una de sus salidas madre-hija con Maggie, Wes pasaba la tarde en el barco de O’Neil, pescando o avistando ballenas. Ella se mareaba si no se tomaba una pastilla, pero su hijo tenía madera de marinero.

Hablaron de salir a pescar dentro de un par semanas y después Wes les dio las buenas noches y se fue a su habitación.

Kathryn sirvió vino. O’Neil, que solía beber vino tinto, prefirió el cabernet. Ella tomó un pinot grigio. Entraron en el cuarto de estar y se sentaron en el sofá. Por casualidad, él se sentó en el lado que quedaba justo debajo de la foto de boda de Dance. El detective y su marido, Bill Swenson, habían sido buenos amigos y habían trabajado juntos algunas veces. Durante una breve temporada, antes de la muerte de Bill, habían formado parte los tres de las fuerzas de la ley; incluso habían llegado a trabajar juntos en un caso. Bill, en la jurisdicción federal; ella, en la estatal; y O’Neil, en la local.

El detective destapó el recipiente de sushi que había llevado, y la caja de plástico emitió un fuerte chasquido al abrirse. Aquel ruido era una moderna campanilla de Pavlov, y los dos perros se levantaron de un salto y se acercaron al trote: Dylan, el pastor alemán bautizado así (cómo no) en honor del cantautor, y Patsy, la retriever de pelo liso cuyo nombre rendía tributo a Patsy Cline, la cantante de country favorita de Dance.

—¿Puedo darles…? —O’Neil levantó un trozo de atún con los palillos.

—No, a no ser que quieras cepillarles los dientes.

—Lo siento, chicos —les dijo el detective a los perros.

Kathryn también rechazó el sushi y O’Neil empezó a comer sin molestarse en abrir la salsa de soja, ni el wasahi. Parecía muy cansado. Quizá no le quedaran fuerzas para luchar con los recipientes.

—Quería preguntarte una cosa —dijo ella—. ¿Al sheriff no le importa que el CBI esté dirigiendo la búsqueda?

O’Neil dejó los palillos y se pasó la mano por el pelo entrecano.

—Bueno, una cosa puedo decirte. Cuando mi padre estuvo en Vietnam, su pelotón tenía que limpiar en algunas ocasiones túneles del Vietcong. A veces encontraban bombas trampa. Y, a veces, enemigos armados. Era el trabajo más peligroso de toda la guerra, y mi padre desarrolló una fobia que luego conservó toda su vida.

—¿Claustrofobia?

—No. Fobia a ofrecerse voluntario. Una vez despejó un túnel, y luego nunca más volvió a levantar la mano. Nadie se explica por qué te has ofrecido para esto.

Dance se echó a reír.

—Estás dando por hecho que me ofrecí voluntaria. —Le habló de la jugada de Overby para hacerse con el control de la operación de busca y captura, relegando a la Patrulla de Caminos y la oficina de O’Neil.

—Ya me parecía. Dicho sea de paso, echamos de menos a Fish tanto como vosotros.

Stanley Fishburne, el exdirector del CBI.

—No tanto como nosotros, te lo aseguro —contestó Kathryn rotundamente.

—Bueno, seguramente no. Pero en respuesta a tu pregunta, todo el mundo está encantado de que te hayas hecho cargo tú. Bendita seas.

Ella apartó varios montones de revistas y libros y desplegó ante ellos el material de Morton Nagle. Tal vez aquellas páginas representaran un pequeño porcentaje de los libros, recortes y notas de los que iba a nutrirse el estudio de Nagle, pero aun así su cantidad resultaba apabullante.

Dance encontró un inventario de las pruebas y otros objetos recogidos en la casa de Pell en Seaside tras el asesinato de los Croyton. Había docenas de libros sobre Charles Manson, varias carpetas grandes y una nota del agente a cargo del registro:

Artículo núm. 23. Hallado en la caja en la que estaban guardados los libros de Manson: Trilby, novela de George du Maurier. El libro había sido leído numerosas veces. Tenía muchas notas en los márgenes. Nada relevante para el caso.

—¿Te suena? —preguntó Dance.

O’Neil leía mucho y su enorme colección de libros, que llenaba el salón de su casa, abarcaba prácticamente todos los géneros existentes. Pero no había oído hablar de aquella obra.

Kathryn se acercó a su ordenador, se conectó a Internet y la buscó.

—Aquí hay algo interesante. George du Maurier era el abuelo de Daphne du Maurier. —Leyó varios resúmenes y reseñas del libro—. Parece que Trilby fue un gran éxito de ventas, el Código Da Vinci de su época. ¿Te dice algo «Svengali»?

—Conozco el nombre. Significa «hipnotizador», pero no sé nada más.

—Qué interesante. El libro trata de un músico fracasado, Svengali, que conoce a una joven y bella cantante, Trilby. La chica no tenía mucho éxito. Svengali se enamora de ella, pero ella no quiere saber nada de él. Así que el tipo la hipnotiza. Consigue triunfar como cantante, pero se convierte en su esclava mental. Al final, Svengali muere y, como al parecer Du Maurier no creía que un robot pudiera sobrevivir sin su amo, ella también muere.

—Imagino que no hubo segunda parte. —O’Neil hojeó unas notas—. ¿Nagle tiene alguna idea sobre lo que puede estar tramando Pell?

—No. Va a hacernos un resumen de su biografía. Puede que encontremos algo en ella.

Estuvieron una hora ojeando las fotocopias en busca de referencias a algún lugar o persona de la zona en los que pudiera estar interesado Pell, algún motivo para que se quedara en la península. Tampoco encontraron allí nada en relación con Alison o Nimue, las palabras que el asesino había buscado en Google.

Nada.

Las cintas de vídeo eran en su mayor parte reportajes de televisión sobre Pell, el asesinato de la familia Croyton o el propio Croyton, el ostentoso y arrollador empresario de Silicon Valley.

—Porquería sensacionalista —comentó O’Neil.

—Superficial porquería sensacionalista. —Justamente lo que Morton Nagle reprochaba al tratamiento que la prensa daba a los delitos de sangre y a la guerra.

Había, sin embargo, otras dos cintas con interrogatorios policiales que a Dance le resultaron muy esclarecedoras. Una era de una detención por robo, trece años antes.

—¿Quién es tu familiar más próximo, Daniel?

—Ninguno. No tengo familia.

—¿Y tus padres?

—Murieron. Hace mucho tiempo. Soy huérfano, como quien dice.

—¿Cuándo murieron?

—Cuando yo tenía diecisiete años. Pero mi padre se marchó mucho antes.

—¿Te llevabas bien con él?

—¿Con mi padre? Es una historia dura.

Pell relataba al agente cómo lo había maltratado su padre, que desde los trece años lo obligaba a pagar alquiler. Le pegaba si no conseguía el dinero, y pegaba también a su madre si le defendía. Por eso, explicaba, había empezado a robar. Al final, su padre les había abandonado. Por pura coincidencia, sus padres habían muerto el mismo año: su madre, de cáncer; su padre, en un accidente de coche, cuando conducía borracho. A los diecisiete años, Pell se quedó solo.

—¿Y tampoco tienes hermanos?

—No, señor. Siempre he pensado que, si hubiera tenido un hermano con el que compartir esa carga, las cosas habrían sido muy distintas. Y tampoco tengo hijos. Es una pena, la verdad. Pero soy joven. Tengo tiempo, ¿no?

—Bueno, si te portas bien, Daniel, no hay razón para que no puedas tener una familia.

—Le agradezco que diga eso, agente. Lo digo en serio. Gracias. ¿Y usted qué, agente? ¿Tiene hijos? Veo que lleva anillo de casado.

La otra cinta era de un pueblecito de Central Valley, en el que, doce años antes, Pell había sido detenido por hurto.

—Oye, Daniel, voy a hacerte unas preguntas. No vayas a mentirnos, ¿eh? Te perjudicaría.

—No, señor sheriff. Estoy aquí para decir la verdad, lo juro por Dios.

—Hazlo y nos llevaremos bien. A ver, ¿qué hacían el televisor y el vídeo de Jake Peabody en la parte de atrás de tu coche?

—Los compré, sheriff. Se lo juro. En la calle, a un chicano. Nos pusimos a rajar y me dijo que necesitaba dinero. Que él y su mujer tenían un chaval enfermo.

—¿Ves lo que está haciendo? —preguntó Dance.

O’Neil negó con la cabeza.

—El primer entrevistador es inteligente. Habla bien, no comete errores gramaticales, ni sintácticos. Pell responde exactamente del mismo modo. El otro… No es tan culto como el primero. Se expresa peor. Pell se da cuenta e imita su tono. «Nos pusimos a rajar» o «él y su mujer». Es un truco que suelen usar los altomaquiavélicos. —Señaló la pantalla con la cabeza—. Pell es quien controla ambos interrogatorios.

—No sé, en cuestión de historias lacrimógenas, yo le pondría un siete raspado —comentó O’Neil—. A mí no me ha dado ninguna lástima.

—Veamos. —Dance buscó los informes procesales que Nagle había adjuntado a las cintas de vídeo—. Lo siento, profesor, pero ellos le pusieron un diez. Redujeron el primer cargo de robo a receptación de bienes robados y se suspendió la pena. Y, en el segundo caso, fue puesto en libertad sin cargos.

—Reconozco mi error.

Pasaron media hora más estudiando el material. No encontraron ninguna cosa de utilidad.

O’Neil miró su reloj.

—Tengo que irme. —Se levantó cansinamente y Kathryn le acompañó fuera. El detective acarició la cabeza a los perros.

—Espero que mañana puedas venir al cumpleaños de mi padre.

—Y yo espero que para entonces esto se haya acabado ya. —Subió a su Volvo y enfiló la calle brumosa.

El teléfono de Dance comenzó a croar.

—¿Diga?

—Hola, jefa.

Kathryn apenas le entendía; de fondo se oía una música atronadora.

—¿No puedes bajar la música?

—Tendría que pedírselo al grupo que está tocando. ¿Se sabe algo de Juan?

—Sigue igual.

—Mañana me pasaré a verle. Escucha…

—Eso intento.

—Ja. Primero, la tía de Pell. Se llama Barbara Pell. Pero está gagá. La policía de Bakersfield dice que tiene Alzheimer o algo parecido. No sabe ni en qué día vive, pero detrás de su casa hay un taller o un garaje, con algunas herramientas y otras cosas que eran de su sobrino. Podría haber entrado cualquiera y haberse llevado el martillo. Los vecinos no vieron nada. Sorpresa, sorpresa, sorpresa.

—¿Eso no lo decía Andy Griffith?

—No, otro personaje de la serie: Gomer Pyle.

—¿La policía de Bakersfield va a vigilar la casa de la tía?

—Afirmativo. Y ahora otra cosa, jefa: la verdad sobre Winston.

—¿Sobre quién?

—Sobre Winston Kellogg, ese tío del FBI. Al que va a traer Overby para que te haga de niñera.

De niñera…

—¿No podrías haber elegido otra expresión?

—Para que te supervise. Para que te meta en vereda. Para que te subyugue.

—TJ…

—Está bien, iré al grano. Tiene cuarenta y cuatro años. Ahora vive en Washington, pero es de la Costa Oeste. Y exmilitar; estuvo en el Ejército.

Igual que mi marido, pensó Dance. Por la edad, y porque Bill también había sido militar.

—Fue inspector en el Departamento de Policía de Seattle. Después se pasó al FBI. Pertenece a una brigada que investiga sectas y delitos relacionados. Siguen la pista a los cabecillas, se ocupan de negociar la liberación de rehenes y ponen en contacto a las víctimas con desprogramadores. La brigada se creó después de lo de Waco.

El callejón sin salida al que se llegó en Texas entre la policía y la secta dirigida por David Koresh. El asalto para rescatar a los miembros de la secta acabó en tragedia. El rancho ardió y murieron casi todos sus ocupantes, incluidos varios niños.

—Tiene buena reputación dentro de la agencia. Es muy estirado, pero no se le caen los anillos. Y cito literalmente a mi amigo, aunque no tengo ni idea de qué quiere decir eso. Ah, y otra cosa, jefa. Lo de la búsqueda de Nimue. No hay referencias en ninguna base de datos oficial. Sólo he comprobado unos doscientos apodos de Internet. La mitad han expirado y los que todavía están activos parecen pertenecer a frikis de dieciséis años. La mayoría tiene apellidos europeos, y no he encontrado a nadie que pueda tener relación con el caso. Pero he dado con una variación que puede ser interesante.

—¿En serio? ¿Cuál?

—Es un juego de rol en línea. ¿Sabes lo que son?

—Para ordenador, ¿no? ¿Una de esas cajas grandes que tienen cables dentro?

Touché, jefa. Está ambientado en la Edad Media y se matan trols y dragones y se rescatan damiselas. Más o menos lo que hacemos nosotros, pensándolo bien. El caso es que al principio no aparecía porque se escribe de otra manera: N-i-X-m-u-e. El logotipo es la palabra «Nimue» con una gran equis roja en el medio. Es uno de los juegos en línea más de moda ahora mismo. Han ganado cientos de millones en ventas. Ah, ¿qué habrá sido de mi querido comecocos?

—No creo que Pell sea muy aficionado a los juegos de ordenador.

—Pero asesinó a un hombre que creaba software.

—Tienes razón. Continúa indagando. Aunque sigo pensando que es el nombre o el apodo de alguien.

—Descuida, jefa. Puedo comprobar las dos cosas, gracias a la cantidad de tiempo libre que me das.

—¿Te está gustando el concierto?

—Otra vez touché.

Dance dejó salir a Dylan y a Patsy para que fueran a hacer sus cosas antes de acostarse e hizo una rápida inspección de la finca. No había ningún coche desconocido aparcado cerca. Hizo entrar a los perros. Normalmente dormían en la cocina, pero esa noche dejó que deambularan por donde quisieran. Ladraban sin parar cuando se acercaba algún intruso. Después conectó la alarma de las ventanas y las puertas.

Entró en el cuarto de Maggie y estuvo escuchándola tocar una breve pieza de Mozart al teclado. Luego le dio un beso de buenas noches y apagó la luz.

Se sentó unos minutos con Wes mientras su hijo le hablaba de un chico nuevo que había en el campamento. Al parecer, se había mudado al pueblo hacía unos meses, con sus padres. Se lo habían pasado bien esa mañana, jugando partidillos amistosos.

—¿Quieres invitarle a que venga mañana con sus padres al cumpleaños del abuelo?

—No, creo que no.

Después de la muerte de su padre, Wes se había vuelto más tímido y solitario.

—¿Seguro?

—A lo mejor más adelante. No sé. Mamá…

—Sí, mi queridísimo hijo.

Un suspiro exasperado.

—¿Sí?

—¿Por qué no te has quitado el arma?

Los niños… Nada se les escapa.

—No me he dado cuenta. Voy a meterla en la caja fuerte ahora mismo.

—¿Puedo leer un rato?

—Claro. Diez minutos. ¿Qué estás leyendo?

El Señor de los Anillos. —Abrió el libro y volvió a cerrarlo—. Mamá…

—¿Sí?

Pero Wes no dijo nada más. Dance creía saber qué le rondaba por la cabeza y estaba dispuesta a hablar de ello, si él quería. Pero confiaba en que no quisiera. Había sido un día muy largo.

—Nada —dijo por fin su hijo en un tono que venía a decir «Hay algo, pero no quiero hablar de ello todavía». Después regresó a la Tierra Media.

—¿Dónde están los hobbits? —preguntó Kathryn, señalando el libro.

—En la Comarca. Los jinetes están buscándolos.

—Quince minutos.

—Buenas noches, mamá.

Dance guardó la pistola en la caja fuerte y cambió la combinación a una serie de tres números; de ese modo podría abrirla a oscuras, si era necesario. Lo intentó con los ojos cerrados. No tardó más de dos segundos.

Se duchó, se puso un chándal y se metió bajo el grueso edredón. Los desvelos de aquel día flotaban a su alrededor como el olor a lavanda que despedía un cuenco con hierbas secas que tenía allí cerca.

¿Dónde estás?, le preguntaba para sus adentros a Daniel Pell.

¿Quién es tu cómplice?

¿Qué estás haciendo en este momento? ¿Duermes? ¿Circulas en coche por las calles buscando algo o alguien? ¿Piensas volver a matar?

¿Cómo puedo descubrir qué tienes en mente?, ¿cómo puedo pegarme a ti?

Mientras se adormecía, recordaba pasajes de la cinta que acababa de escuchar con Michael O’Neil.

«Y tampoco tengo hijos. Es una pena, la verdad. Pero soy joven. Tengo tiempo, ¿no?».

«Bueno, si te portas bien, Daniel, no hay razón para que no puedas tener familia».

Dance abrió los ojos. Se quedó en la cama unos minutos, mirando el trazado de las sombras sobre el techo. Luego se puso unas zapatillas y se fue al cuarto de estar.

—Volved a dormiros —les dijo a los perros, que sin embargo siguieron observándola, atentos, durante la hora siguiente, mientras rebuscaba de nuevo en la caja que le había preparado Morton Nagle.