19

Llamaban a aquello «la Cubierta».

La plataforma de madera gris, de seis metros por nueve, se extendía desde la cocina de la casa hasta el jardín de atrás y estaba llena de sillas de jardín desparejadas, mesas y tumbonas. Sus principales adornos eran unos faroles de color ámbar, un fregadero y una gran nevera, además de bombillitas de Navidad y unas cuantas plantas anémicas en macetas de terracota. Una escalera estrecha llevaba al jardín que, aunque descuidado, estaba lleno de plantas autóctonas: encinillos y arces, mimulus, ásteres, altramuces, solanos, tréboles y hierbajos.

Una valla de madera alta separaba el jardín de la casa contigua. De una rama, cerca de las escaleras, colgaban dos pilas para pájaros y un comedero de colibríes. En el suelo, donde Dance, en pijama, los había dejado a las tres de la madrugada, una noche especialmente tormentosa de hacía un mes, había dos carillones de viento.

La casa, de estilo típicamente Victoriano (de color verde oscuro y gris, con barandas, contraventanas y molduras descoloridas por la intemperie), estaba en la parte noroeste de Pacific Grove: si uno se atrevía a inclinarse lo suficiente, podía vislumbrar desde allí el océano a un kilómetro de distancia.

Kathryn pasaba mucho tiempo en la Cubierta. A menudo hacía frío o había mucha niebla para desayunar allí a primera hora de la mañana, pero los fines de semana, cuando tenía tiempo libre, después de que el sol disipara la niebla, sus hijos y ella salían a la terraza después de dar un paseo por la playa con los perros y desayunaban bollitos de pan con queso cremoso, café y chocolate caliente. Sobre su suelo de planchas irregulares se habían celebrado cientos de cenas, grandes y pequeñas.

Había sido allí donde Bill, su marido, les dijo a sus padres con firmeza que no iba a casarse con la niña bien de Napa con la que su madre llevaba intentando emparejarle varios años, sino con Kathryn Dance, para colmo de males. Lo cual había exigido de él mucha más valentía que cualquiera de sus actuaciones en el FBI.

Allí era donde habían celebrado su funeral, y era también un punto de reunión para sus amigos de dentro y fuera de la policía. Kathryn disfrutaba de la amistad, pero desde la muerte de Bill prefería pasar su tiempo libre con los niños y, como no quería llevarlos a bares y restaurantes con otros adultos, había integrado a sus amigos en su mundo privado.

En la nevera de la terraza había cerveza y refrescos, y normalmente también una botella o dos de chardonnay de la Costa Central, o de pinot grigio y cabernet. Había también una parrilla oxidada, pero todavía en uso, y un cuarto de baño abajo al que podía accederse desde el jardín de atrás. A menudo, cuando volvía a casa, se encontraba a su madre o a su padre, o algún amigo o compañero del CBI o de la Oficina del Sheriff, tomando un café o una cerveza.

Todos eran bien recibidos, estuviera ella o no en casa, y al margen de que anunciaran su visita o llegaran sin avisar. Kathryn, sin embargo, podía no unirse a ellos aunque estuviera en casa. Había una norma tácita, pero asumida por todos, según la cual los amigos siempre eran bienvenidos en la Cubierta, pero la casa en sí misma les estaba vedada, salvo cuando había una fiesta planeada de antemano. La intimidad, el sueño y las tareas de los niños eran sagrados.

Dance subió la empinada escalera del jardín lateral y salió a la Cubierta acarreando la caja de fotocopias y cintas de vídeo, sobre la cual llevaba en equilibrio el pollo precocinado que había comprado en Albertsons. Los perros, un retriever negro y un pastor alemán negro y marrón, se acercaron a saludarla. Kathryn les acarició las orejas y les lanzó un par de peluches raídos; después se acercó a los dos hombres sentados en sillas de plástico.

—Hola, cariño. —Stuart Dance tenía setenta años, pero aparentaba menos. Era alto y de espaldas anchas, y tenía una densa mata de pelo blanco y crespo. Las muchas horas que había pasado en el mar y la playa habían hecho mella en su piel, en la que se veían las cicatrices que le había dejado el láser y el bisturí del dermatólogo. Técnicamente jubilado, seguía trabajando en el acuario varios días a la semana, y por nada del mundo dejaba de frecuentar los bajíos rocosos de la costa.

Su hija y él se rozaron las mejillas.

—Mmm —dijo Albert Stemple, otro agente de la brigada de Delitos Mayores del CBI. Corpulento y con la cabeza afeitada, Stemple llevaba botas, vaqueros y camiseta negra. Él también tenía cicatrices en la cara, y otras de las que hablaba alguna vez, en sitios que no veían mucho la luz del sol. Pero no era el dermatólogo quien se las había hecho. Estaba bebiendo una cerveza con las piernas estiradas delante de sí. El CBI no era famoso por sus cowboys, pero Albert Stemple era el típico Wild Bill Hickock: un vaquero que marcaba sus propias normas. Era el agente con más detenciones a sus espaldas, y también con más quejas oficiales, de lo cual se enorgullecía enormemente.

—Gracias por montar guardia, Al. Y perdona que sea más tarde de lo previsto. —Pensando en las amenazas de Pell durante el interrogatorio, y teniendo en cuenta que seguía rondando por allí, Dance había pedido a Stemple que vigilara la casa hasta que ella volviera. (O’Neil también había arreglado las cosas para que varios agentes de la policía local vigilaran su domicilio mientras el prófugo siguiera suelto).

Stemple soltó un gruñido.

—No pasa nada. Overby va a invitarme a cenar.

—¿Te lo ha dicho él?

—No, pero va a invitarme. Por aquí todo está tranquilo. He dado una vuelta un par de veces. No he visto nada raro.

—¿Quieres llevarte un refresco para el camino?

—Claro. —Stemple sacó dos cervezas Anchor Steam del frigorífico—. No te preocupes. Pienso acabármelas antes de subirme al coche. Hasta la próxima, Stu. —Cruzó pesadamente la Cubierta, que crujió bajo su peso.

Desapareció, y quince segundos después, al oír que el Crown Victoria arrancaba y se alejaba a toda velocidad, Dance no tuvo ninguna duda de que las cervezas irían, abiertas, entre los fornidos muslos de Stemple.

Kathryn miró por las ventanas empañadas que daban al cuarto de estar. Sus ojos se posaron en un libro que había en la mesa baja. De pronto se acordó de algo.

—Oye, ¿ha llamado Brian?

—¿Tu amigo? ¿El que vino a cenar?

—Sí.

—¿Cómo se apellidaba?

—Gunderson.

—El experto en inversiones.

—Ese. ¿Ha llamado?

—Que yo sepa, no. ¿Quieres que se lo pregunte a los niños?

—No, no importa. Gracias, papá.

—No hay de qué —contestó y, dándose la vuelta, tocó en la ventana—. ¡Adiós!

—¡Espera, abuelo! —Maggie salió a toda prisa, agitando la trenza castaña a su espalda. Llevaba un libro en la mano—. ¡Hola, mamá! —dijo con entusiasmo—. ¿Cuándo has llegado?

—Ahora mismo.

—¡Y no has dicho nada! —exclamó la niña de diez años, subiéndose las gafas por la nariz.

—¿Dónde está tu hermano?

—No lo sé. En su habitación. ¿Cuándo cenamos?

—Dentro de cinco minutos.

—¿Qué hay de cena?

—Ya lo verás.

Maggie levantó el libro para enseñárselo a su abuelo y señaló una pequeña caracola de color gris púrpura.

—Mira, tenías razón. —Maggie no se esforzó por pronunciar el nombre.

—Una Amphissa columbiana —dijo Stuart Dance, sacó el bolígrafo y la libreta que siempre llevaba encima y anotó algo. Tres décadas más viejo que su hija y no necesitaba gafas. Claro que Kathryn sabía ya que la mayoría de sus tendencias genéticas procedían de su madre.

—Una caracola arrastrada por la marea, muy rara aquí. Pero Maggie ha encontrado una.

—Estaba justo allí —dijo la niña.

—Bueno, me voy a casa. Me espera la sargento. Está preparando la cena y se exige mi presencia. Buenas noches a todos.

—Adiós, abuelo.

Su padre bajó las escaleras y, como hacía tantas veces, Dance dio gracias a Dios o al destino, o a lo que fuese, porque sus hijos y ella pudieran contar con una figura masculina buena y fiable.

Cuando iba camino de la cocina sonó su teléfono. Rey Carraneo le informó de que el Ford Thunderbird de Moss Landing había sido robado en el aparcamiento de un restaurante de lujo de Sunset Boulevard, en Los Ángeles, el viernes anterior. No había sospechosos. Estaban esperando el informe de la policía de Los Ángeles, pero, como sucedía en la mayoría de los robos de coches, no se habían hecho pesquisas forenses. Tampoco había tenido suerte en su búsqueda del motel, hotel o pensión en el que podía haberse alojado la cómplice de Pell.

—Los hay a montones —confesó.

Bienvenido a la península de Monterrey.

—En alguna parte hay que meter a los turistas, Rey. Sigue en ello. Y saluda a tu mujer de mi parte.

Dance empezó a desenvolver la cena.

Un muchacho delgado, con el cabello rubio, entró tranquilamente en el solario que había junto a la cocina. Iba hablando por teléfono. Aunque sólo tenía doce años, Wes ya era casi tan alto como su madre. Kathryn le miró meneando un dedo y el chico se acercó. Su madre le besó en la frente, y él no dio un respingo, lo cual venía a decir: «Te quiero muchísimo, madre querida».

—Deja el teléfono —le dijo su madre—. Es hora de cenar.

—Tío, tengo que colgar.

—No digas «tío».

—¿Qué hay de cena? —El chico colgó.

—Pollo —contestó Maggie con reticencia.

—A ti te gusta el de Albertsons.

—Pero ¿y la gripe aviar?

Wes sonrió, satisfecho.

—¿Es que no te enteras de nada? Sólo se coge de pollos vivos.

—Ese antes estaba vivo —replicó su hermana.

—Ya, pero no es un pollo asiático —contestó Wes a la defensiva.

—Para que lo sepas, los pollos migran. Y te mueres vomitando.

—¡Mags, que vamos a cenar! —exclamó Dance.

—Pues es la verdad.

—Ah, ¿conque los pollos migran? Sí, claro. Bueno, los de aquí no tienen gripe aviar. Si no, nos habríamos enterado.

Discusiones entre hermanos. Pero Kathryn tenía la impresión de que se trataba de algo más. Wes seguía profundamente afectado por la muerte de su padre. Por eso, era mucho más sensible a la muerte y la violencia que la mayoría de los chicos de su edad. Ella procuraba desviar su atención de esos temas, lo cual era difícil, teniendo en cuenta que se dedicaba a perseguir delincuentes.

—No pasa nada, siempre y cuando el pollo esté cocinado —anunció, aunque no tenía la certeza de que así fuera y se preguntaba si Maggie le llevaría la contraria.

Su hija, sin embargo, estaba absorta en su libro de caracolas.

—Ah, también hay puré de patatas —dijo Wes—. Eres guay, mamá.

Maggie y Wes pusieron la mesa y sacaron la comida mientras Dance se aseaba.

Cuando regresó del cuarto de baño, su hijo miró su traje negro y preguntó:

—¿No vas a cambiarte, mamá?

—Estoy muerta de hambre. No puedo esperar. —No dijo, en cambio, que había preferido dejarse el traje puesto para poder llevar el arma. Normalmente, lo primero que hacía al llegar a casa era ponerse unos vaqueros y una camiseta y guardar la pistola en la caja fuerte, junto a su cama.

Sí, es dura la vida del policía. Los pequeñuelos pasan mucho tiempo solos, ¿verdad? Seguro que les encantaría tener amiguitos con los que jugar…

Wes volvió a mirar su traje como si supiera perfectamente lo que estaba pensando.

Pero enseguida se pusieron a cenar y a hablar de cómo habían pasado el día. Los niños, al menos. Ella, claro, no dijo nada sobre cómo había pasado el suyo. Wes iba a un campamento deportivo en Monterrey, y Maggie a uno musical en Carmel. A los dos parecía estar gustándoles la experiencia. Por suerte ninguno le preguntó por Daniel Pell.

Cuando acabaron de cenar, recogieron la mesa y fregaron los platos entre los tres. Sus hijos siempre hacían parte de las tareas domésticas. Al acabar, Wes y Maggie se fueron al cuarto de estar a leer o a jugar con la consola.

Dance se conectó a Internet para mirar su correo. No había nada sobre el caso, aunque tenía varios mensajes de su otro «trabajo». Su amiga Martine Christensen y ella tenían una página web llamada American Tunes, en honor de la famosa canción que Paul Simón creó en la década de 1970.

A Kathryn no se le daba mal la música, pero su fugaz intento de hacer carrera como cantante y guitarrista la había dejado insatisfecha (lo mismo que a su público, suponía). Después había llegado a la conclusión de que para lo que tenía verdadero talento era para escuchar música y para animar a los demás a escucharla.

Los fines de semana largos, o las pocas veces en que se tomaba vacaciones, se iba en busca de música casera, a menudo acompañada por sus hijos y sus perros. «Folkloristas», llamaban a quienes tenían esa vocación, o «cazadores de canciones». El más famoso era Alan Lomax, que durante las décadas centrales del siglo XX había ido recogiendo música desde Luisiana a los Apalaches para la Biblioteca del Congreso. Pero mientras que Lomax tenía predilección por el blues negro y la música montañesa, los intereses de Dance la llevaban por otros derroteros, a lugares que reflejaran la sociología cambiante de Norteamérica: música con raíces en la cultura hispana, caribeña, canadiense, de Nueva Escocia, de los nativos americanos o de los afroamericanos de entornos urbanos.

Martine y ella ayudaban a los músicos a registrar su material original, colgaban en su página las canciones grabadas y les repartían el dinero que pagaban los oyentes por descargarse su música.

Kathryn sabía que, el día en que ya no estuviera dispuesta a seguir persiguiendo criminales o no se sintiera capaz de ello, la música sería un buen modo de pasar su jubilación.

Sonó su teléfono. Miró el número en la pantalla.

—Vaya, hola.

—Hola —contestó Michael O’Neil—. ¿Qué tal te ha ido con Reynolds?

—No me ha contado nada especialmente útil, pero va a revisar sus archivos sobre el caso Croyton. —Añadió que también se había pasado a recoger el material de Morton Nagle, pero que aún no había tenido oportunidad de mirarlo.

O’Neil le informó de que todavía no habían localizado el Focus robado en Moss Landing y que no habían descubierto ninguna otra cosa de utilidad en el restaurante. Los de criminología habían tomado huellas en el Thunderbird y en los cubiertos: las de Pell y las de otra persona que aparecían en ambos lugares; presumiblemente, de su cómplice. Su cotejo en las bases de datos estatales y federales había revelado que carecía de antecedentes.

—Pero hemos descubierto una cosa que nos tiene un poco preocupados. Peter Bennington…

—Tu técnico de laboratorio.

—Sí. Dice que había ácido en el suelo del coche, en el lado del conductor, la parte que no se quemó. Era reciente. Según Peter, es un ácido corrosivo, muy diluido, pero los bomberos empaparon el coche para enfriarlo, así que es posible que fuera bastante fuerte cuando se marchó Pell.

—Ya sabes lo que me pasa con las pruebas, Michael.

—Está bien, lo que quiero decir es que estaba mezclado con una sustancia que se encuentra en manzanas, uvas y caramelos.

—¿Crees que Pell estaba envenenando algo?

La comida era la razón de ser del centro de California. Había miles de hectáreas de cultivos y huertos, una docena de grandes bodegas y otras industrias alimentarias, todo ello a una distancia de media hora en coche, como máximo.

—Es una posibilidad. O puede que se esté escondiendo en un huerto o un viñedo. Quizá, después del susto que le dimos en Moss Landing, no haya querido alojarse en un motel o una pensión. Piensa en las Praderas… Deberíamos ponernos a buscar.

—¿Tienes a alguien disponible? —preguntó ella.

—Puedo reunir algunos efectivos. Y avisar a la Patrulla de Caminos. No me gusta la idea de tener que apartarlos de la búsqueda en el centro de la ciudad y en la uno, pero creo que no queda otro remedio.

Dance estaba de acuerdo. Explicó a O’Neil lo que le había contado Carraneo sobre el Thunderbird.

—No estamos avanzando precisamente a la velocidad de la luz, ¿no?

—No —contestó ella.

—¿En qué estás tú ahora?

—Estoy haciendo deberes.

—Creía que los niños estaban de vacaciones.

—Deberes míos. Sobre Pell.

—Voy en dirección a tu casa. ¿Quieres que te ayude a afilar los lápices y a limpiar la pizarra?

—De acuerdo, con tal de que traigas una manzana para la maestra.