17

En California hay posiblemente diez mil calles con el nombre de «Mission», y James Reynolds, el fiscal jubilado que ocho años antes había conseguido que se condenara a Daniel Pell, vivía en una de las más bonitas.

Tenía un código postal de Carmel, pero su calle no estaba en la parte pintoresca de la ciudad: esa zona de cuento de hadas que los fines de semana inundan los turistas, a los que los vecinos aman y odian al mismo tiempo. Reynolds vivía en el Carmel obrero, aunque no exactamente en un barrio de mala fama. Tenía una preciosa parcela vallada de trescientos metros cuadrados, no muy lejos del Barnyard, el centro comercial con jardines y bancales en el que podían comprarse joyas, piezas de artesanía, ingeniosos utensilios de cocina, regalos y recuerdos del lugar.

Al enfilar el largo camino de entrada a la casa, Dance pensó que la gente que tenía parcelas tan grandes era o bien la élite de los nuevos ricos (neurocirujanos o genios de la informática que habían sobrevivido a las turbulencias de Silicon Valley), o bien vecinos del pueblo de toda la vida. Reynolds, que se había ganado la vida como fiscal, tenía que ser de estos últimos.

El hombre bronceado y con entradas, de unos sesenta y cinco años, salió a recibirla a la puerta y la hizo pasar.

—Mi mujer está trabajando. Haciendo labores de voluntaria, en realidad. Estaba preparando la cena. Pase a la cocina.

Mientras le seguía por el pasillo de la casa bien iluminada, Dance pudo leer la historia de su vida en los muchos marcos que colgaban de la pared. Colegios de la Costa Este, Facultad de Derecho de Stanford, boda y crianza de dos hijos varones y una hija, fiestas de graduación incluidas.

Las fotos más recientes aún no habían sido enmarcadas. Kathryn señaló con la cabeza un montón de ellas, la primera de las cuales era de una joven rubia y muy guapa, ataviada con un recargado vestido blanco y rodeada de damas de honor.

—¿Su hija? Enhorabuena.

—La última en volar del nido. —Levantó el pulgar, mirándola, y sonrió—. ¿Y usted?

—Bueno, las bodas quedan todavía muy lejos. Lo próximo en mi agenda es el instituto.

Se fijó también en varias páginas de periódico enmarcadas: grandes procesos ganados por Reynolds. La agente comprobó, divertida, que también había algunos que había perdido. El hombre la vio mirando una página y se echó a reír.

—Los triunfos son para el ego; los fracasos, para la humildad. Podría ponerme ecuánime y decir que aprendí algo de mis fracasos. Pero la verdad es que a veces los jurados no tienen ni idea.

Dance lo sabía muy bien: había trabajado como asesora en la selección de jurados.

—Como ocurrió en el caso de nuestro amigo Pell. El jurado debió recomendar la pena de muerte. Pero no lo hizo.

—¿Por qué? ¿Por circunstancias atenuantes?

—Sí, si el miedo puede llamarse así. Les daba pánico que la Familia fuera tras ellos buscando venganza.

—Pero no tuvieron problemas para condenarle.

—No, claro. El caso estaba muy bien fundado. Y mi actuación fue muy dura. Insistí en el asunto del Hijo de Manson. En realidad, fui yo quien le llamó así por primera vez. Puse de manifiesto todos los parecidos: Manson aseguraba tener el poder de controlar a la gente; tenía antecedentes por delitos de poca monta y una secta de mujeres sometidas a su voluntad. Era el responsable del asesinato de una familia rica. Y en casa de Pell se encontraron decenas de libros sobre Manson, subrayados y con anotaciones.

»Pell, de hecho, contribuyó a que le condenaran —añadió con una sonrisa—. Hizo su papel. Se sentaba en la sala del tribunal y miraba fijamente a los miembros del jurado, intentando intimidarlos, asustarlos. Conmigo también lo intentó. Yo me reí de él y dije que no creía que los poderes psíquicos surtieran efecto con los abogados. El jurado también se rio. Y eso rompió el hechizo. —Sacudió la cabeza—. No bastó para que le condenaran a la inyección letal, pero me di por satisfecho con que le condenaran a varias cadenas perpetuas consecutivas.

—¿También procesó a las tres mujeres de la Familia?

—Se declararon culpables y les conseguí una reducción de condena. Eran cosas de poca importancia. No tuvieron nada que ver con lo de los Croyton, de eso no me cabe ninguna duda. Antes de toparse con Pell, tenían, como mucho, algún arresto por beber en público o por posesión de marihuana, creo. Pell les lavó el cerebro. Lo de Jimmy Newberg fue distinto. Tenía antecedentes violentos, cargos por tráfico de drogas con agravantes.

En la espaciosa cocina, decorada por completo en amarillo y beis, Reynolds se puso un delantal. Al parecer, se lo había quitado para ir a abrir la puerta.

—Empecé a cocinar cuando me jubilé. Es un contraste interesante. Los fiscales no le gustan a nadie. Pero mi caldereta de pescado… —Señaló con la cabeza una cazuela grande, de color naranja, llena de un guiso de pescado y marisco—. Eso le gusta a todo el mundo.

Dance frunció el ceño exageradamente y miró a su alrededor.

—Así que esto es una cocina —comentó.

—¡Ah, veo que lo suyo es la comida para llevar! Igual que yo, cuando era soltero y trabajaba.

—Mis pobres hijos… Lo bueno es que están haciendo sus pinitos en la gastronomía. El Día de la Madre me hicieron crepes de fresa.

—Y usted sólo tuvo que limpiar. Tenga, pruebe un poco.

Kathryn no pudo resistirse.

—De acuerdo, sólo para probar.

Reynolds le sirvió un cuenco.

—Hay que acompañarla con vino tinto.

—Eso sí que no. —Probó la caldereta—. ¡Está buenísima!

Reynolds, que había hablado con Sandoval y el sheriff de Monterrey, estaba al corriente de los últimos acontecimientos relacionados con la búsqueda, y sabía que Pell se había quedado en la zona. (Dance advirtió que, en lo relativo al CBI, había preferido llamarla a ella y no a Charles Overby).

—Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarla a atrapar a ese canalla —dijo el exfiscal mientras cortaba meticulosamente un tomate—. Estoy a su disposición. Ya he llamado a la empresa de almacenaje que utiliza el condado para que me traigan todas mis notas sobre el caso. El noventa y nueve por ciento no servirá de nada, seguramente, pero tal vez haya alguna cosa que ayude. Las repasaré hoja por hoja, si hace falta.

La agente se fijó en sus ojos: tenía una mirada decidida y negra como el carbón, muy distinta a la chispa que animaba los ojos de Morton Nagle. Nunca había trabajado en un caso con Reynolds, pero estaba segura de que era un fiscal feroz e irreductible.

—Sería de gran ayuda, James. Se lo agradezco. —Acabó el guiso de pescado, aclaró el cuenco y lo dejó en la pila—. Ni siquiera sabía que vivía por aquí. Tenía entendido que se había retirado a Santa Bárbara.

—Tenemos una casita allí, pero pasamos aquí casi todo el año.

—Cuando me llamó, me puse en contacto con la Oficina del Sheriff. Me gustaría que un ayudante del sheriff montara guardia fuera.

Reynolds desdeñó la idea.

—Tengo un buen sistema de alarma. Y es casi imposible encontrarme. Cuando me convertí en fiscal jefe, empecé a recibir amenazas por el juicio contra esa banda de Salinas. Mandé quitar mi número de la guía telefónica y transferí la titularidad de la casa a un fondo fiduciario. Pell no tiene forma de encontrarme. Y tengo permiso de armas, además de un revólver.

Dance no pensaba admitir un no por respuesta.

—Hoy ya ha matado a varias personas.

Reynolds se encogió de hombros.

—Está bien, qué demonios. Acepto una niñera. Mal no puede hacerme. Además, mi hijo pequeño está pasando unos días aquí. ¿Para qué arriesgarse?

Kathryn se sentó en un taburete, apoyando las sandalias marrones de cuña en las barras. Las tiras tenían incrustadas margaritas de colores brillantes. En cuestión de zapatos (una de sus pasiones), hasta Maggie, su hija de diez años, tenía gustos menos atrevidos que ella.

—De momento, ¿podría contarme algo sobre los asesinatos de hace ocho años? Quizás así me haga una idea de qué puede estar tramando.

Reynolds se acomodó en otro taburete y bebió un sorbo de vino antes de proceder a repasar los hechos del caso: Pell y Jimmy Newberg habían entrado por la fuerza en la casa de William Croyton en Carmel y asesinaron a cuchilladas al empresario, a su mujer y a dos de sus tres hijos. Newberg había muerto del mismo modo.

—Mi teoría es que se acobardó cuando llegó el momento de matar a los niños y se peleó con Pell, que le mató.

—¿Pell y Croyton tenían alguna relación?

—No, que se sepa. Pero en aquel momento Silicon Valley estaba en su apogeo y Croyton era un pez gordo. Salía constantemente en la prensa. No sólo diseñaba él mismo la mayor parte de los programas, sino que también era el jefe de ventas. Uno de esos tipos desbordantes. Grandullón, bronceado, extrovertido… Trabajaba mucho y jugaba fuerte. Como víctima, no inspiraba mucha compasión, que digamos. Era un empresario implacable, se rumoreaba que tenía aventuras extramatrimoniales y había descontento entre sus empleados. Pero si el asesinato sólo fuera delito cuando se mata a santos, los fiscales nos quedaríamos sin trabajo.

»Su empresa sufrió varios robos el año anterior a la matanza. Los ladrones se llevaron ordenadores y software, pero la policía del condado de Santa Clara no dio con ningún sospechoso. Nada indica que Pell tuviera que ver con eso. Pero yo siempre tuve mis dudas.

—¿Qué fue de la compañía cuando murió él?

—La compró otra corporación, Microsoft, o Apple, o una empresa de videojuegos, no sé.

—¿Y su herencia?

—La mayoría fue a parar al fondo fiduciario de su hija, aunque creo que una parte le correspondió a la hermana de su mujer, la que se hizo cargo de la custodia de la niña. Croyton estaba en el mundillo de la informática desde que era un crío. Tenía ordenadores y programas antiguos por valor de unos diez o veinte millones de dólares que dejó a la Universidad de California en Monterrey. El museo de computación que tienen allí es realmente impresionante. Viene gente de todo el mundo a investigar en los archivos.

—¿Todavía?

—Eso parece. Por lo visto, Croyton era un adelantado a su tiempo.

—Además de rico.

—Riquísimo.

—¿Ese fue el móvil de los asesinatos?

—Bueno, eso nunca lo supimos con certeza. Atendiendo a los hechos, era un robo con fuerza clarísimo. Creo que Pell leyó acerca de Croyton y pensó que podía forrarse y que el asunto sería pan comido.

—Pero leí que su botín había sido muy escaso.

—Un par de miles de dólares. Habría sido un robo de poca monta, de no ser por los cinco cadáveres, claro. Casi seis. Por suerte, esa niñita estaba en la planta de arriba.

—¿Qué fue de ella?

—Pobrecilla. ¿Sabe cómo la llamaban?

—La Muñeca Dormida.

—Sí. No declaró en el juicio. Aunque hubiera visto algo, no la habría hecho subir al estrado estando ese capullo en la sala. De todos modos, tenía pruebas suficientes.

—¿No recordaba nada?

—Nada útil. Esa noche se fue temprano a la cama.

—¿Dónde está ahora?

—Ni idea. La adoptaron sus tíos y se fueron a vivir a otra parte.

—¿Qué alegó Pell en su defensa?

—Que habían ido a casa de Croyton para explicarle una idea que tenían y que a Newberg se le cruzaron los cables y mató a todo el mundo. Dijo que intentó detenerle, que se pelearon y que él, y cito literalmente, «tuvo» que matarle. Pero no había pruebas de que Croyton estuviera esperando una visita de negocios. La familia estaba cenando cuando aparecieron. Además, las pruebas forenses no dejaban lugar a dudas: la hora de las muertes, las huellas dactilares, los restos materiales, las salpicaduras de sangre, todo demostraba que Pell era el asesino.

—Pell tuvo acceso a un ordenador en prisión. Sin supervisión.

—Eso no es bueno.

Ella asintió con un gesto.

—Hemos encontrado algunas de las cosas que buscó. Una era «Alison». ¿Le dice algo?

—Ninguna de las chicas de la Familia se llamaba así. Y no conozco a ninguna otra persona relacionada con él que se llame así.

—Otra palabra que buscó fue «Nimue», un personaje mitológico, de la leyenda del rey Arturo, aunque sospecho que es el nombre o el apodo de alguien con quien Pell quería ponerse en contacto.

—No, nada, lo siento.

—¿Alguna otra idea sobre qué puede traerse entre manos?

Reynolds sacudió la cabeza.

—Lo lamento. Fue un gran caso, para mí y para el condado. Pero la verdad es que no tuvo nada de particular. Pell fue pillado prácticamente con las manos en la masa, las pruebas forenses eran clarísimas y era un reincidente con un historial delictivo que se remontaba a los primeros años de su adolescencia. Porque tanto él como la Familia figuraban en las listas de sospechosos habituales de todas las localidades costeras entre Big Sur y Marin. Muy mal tendría que haberlo hecho para perder el caso.

—Muy bien, James. Será mejor que me vaya —dijo ella—. Le agradezco la ayuda. Si encuentra algo en sus archivos, avíseme.

Reynolds asintió solemnemente. No era ya el jubilado inquieto, ni el amable padre de la novia. Dance veía en sus ojos la fiera determinación que sin duda había caracterizado su forma de abordar los casos en la sala del tribunal.

—Haré todo lo que pueda para ayudar a devolver a ese hijo de perra al lugar que le corresponde. O a la tumba.

*****

Separados por unos cientos de metros, se dirigían a pie hacia un motel de Pacific Grove, un pueblo pintoresco situado justo en el corazón de la península.

Pell caminaba sin prisas y con los ojos muy abiertos, como un turista pasmado que sólo hubiera visto el mar en Los vigilantes de la playa.

Llevaban puesta la ropa que habían comprado en la tienda de beneficencia de un barrio pobre de Seaside (donde Pell había disfrutado viendo titubear a Jennie antes de desprenderse de su adorada blusa rosa). Él vestía impermeable gris claro, pantalón de pana, deportivas baratas y una gorra de béisbol vuelta hacia atrás. Llevaba, además, una cámara desechable. De vez en cuando se paraba a fotografiar el atardecer, animado por la teoría de que los asesinos fugados de prisión rara vez se paran a inmortalizar panorámicas marinas, por impresionantes que estas sean.

Desde Moss Landing, se habían dirigido hacia el este en el Ford Focus robado, eludiendo las carreteras principales y hasta cruzando un campo de coles de Bruselas con olor a flatulencia. Pasado un tiempo, habían vuelto hacia Pacific Grove. Pero en cuanto entraron en una zona más habitada, Pell comprendió que era hora de dejar el coche. La policía se enteraría pronto de lo del Focus. Lo escondió entre la hierba crecida, en medio de un solar con un letrero que decía «En venta. Uso comercial», no muy lejos de la carretera 68.

Decidió que se separaran para ir a pie hasta el motel. A Jennie no le gustó la idea, pero se mantenían en contacto a través de sus móviles de prepago. Ella estuvo llamándole cada cinco minutos, hasta que Pell le dijo que convenía que no lo hiciera porque era posible que la policía estuviera escuchando.

No era cierto, claro, pero estaba harto de su cháchara empalagosa y quería pensar.

Estaba preocupado.

¿Cómo había seguido su rastro la policía hasta el Jack’s?

Barajó distintas posibilidades. Tal vez la gorra, las gafas de sol y la cara afeitada no habían bastado para engañar al encargado del restaurante, aunque ¿quién iba a creer que un asesino fugado iba a sentarse a devorar un plato de sabrosos boquerones, como si fuera un dominguero de San Francisco, a veinticinco kilómetros del centro de detención que acababa de redecorar a sangre y fuego?

Otra posibilidad era que hubieran descubierto que el Thunderbird era robado. Pero ¿por qué iba nadie a comprobar la matrícula de un coche robado a seiscientos kilómetros de allí? Y aunque así hubiera sido, ¿para qué llamar a la caballería por un coche robado, a no ser que supieran que tenía alguna relación con él?

Se suponía, además, que la policía creía que iba camino del camping de las afueras de Salt Lake City al que había telefoneado.

¿Kathryn?

Tenía la impresión de que la agente Dance no se había tragado lo de Utah, a pesar del truco del teléfono de Billy y de haber dejado al conductor vivo con ese único fin, y se preguntaba si era ella quien había hecho público lo de Utah adrede para hacerle salir a la luz.

Cosa que, de hecho, había logrado, se dijo Pell con enfado.

Presentía que, allá donde fuera, Dance estaría supervisando su busca y captura.

¿Dónde viviría?, se preguntaba. Pensó de nuevo en las conclusiones que había sacado sobre ella durante el interrogatorio (sus hijos, su marido) e intentó recordar cuándo había mostrado alguna reacción, por sutil que fuese, y cuándo no.

¿Hijos? Sí. Marido, probablemente no. Parecía poco probable que estuviera divorciada. Tenía la impresión de que era una mujer leal y con la cabeza bien puesta sobre los hombros.

Se detuvo a hacer una foto al sol que iba hundiéndose en el océano Pacífico. Era una vista impresionante, a decir verdad.

Kathryn era viuda. Una idea interesante. Sintió de nuevo aquella hinchazón dentro de sí.

Pero de algún modo logró sofocarla.

De momento.

Compró un par de cosas en una tienda, una pequeña bodega que eligió porque sabía que su fotografía no aparecería cada cinco minutos en las noticias. No se equivocó: allí el pequeño televisor de la tienda estaba emitiendo una teleserie en español.

Se reunió con Jennie en Asilomar, un hermoso parque natural provisto de una playa en forma de media luna para surfistas empedernidos. Más allá, en dirección a Monterrey, la costa, cada vez más abrupta, estaba plagada de riscos en los que se estrellaba el oleaje.

—¿Todo bien? —preguntó ella con cautela.

—Muy bien, preciosa. Muy bien.

Jennie le llevó por las apacibles calles de Pacific Grove, un antiguo retiro metodista lleno de coloridas villas victorianas y de estilo Tudor.

—Ya estamos aquí —anunció a los cinco minutos, y señaló el motel Sea View.

Era un edificio marrón con ventanucos de cristal emplomado, tejado de tablillas de madera y placas con mariposas encima de las puertas. Si de algo podía presumir el pueblo, aparte de ser la última localidad de California en la que había imperado la ley seca, era de sus mariposas monarca, que se congregaban allí por decenas de miles entre otoño y primavera.

—¿A que es mono?

Pell suponía que sí. Para él, «mono» no significaba nada. Lo que importaba era que la habitación no daba a la carretera y que del aparcamiento trasero salían varios caminos asfaltados que serían perfectos para escapar. Jennie había encontrado exactamente el lugar que debía encontrar.

—Es perfecto, preciosa. Igual que tú.

Otra sonrisa de su cara tersa, aunque desganada: seguía impresionada por lo ocurrido en el restaurante. A Pell no le importó. La burbuja que notaba dentro estaba creciendo otra vez. No sabía si era por Jennie o por Kathryn.

—¿Cuál es la nuestra?

Ella la señaló.

—Vamos, cariño. Tengo una sorpresa para ti.

Mmm. A Pell no le gustaban las sorpresas.

Ella abrió la puerta.

—Tú primero, preciosa —dijo él, señalándola con la cabeza. Echó mano de la pistola que llevaba sujeta en la cinturilla del pantalón y se tensó, listo para empujar a Jennie hacia delante como escudo humano y empezar a disparar en cuanto oyera la voz de un policía.

Pero no era una trampa. La habitación estaba vacía. Pell miró a su alrededor. Era aún más bonita de lo que dejaba adivinar el exterior. Elegante y lujosa. Muebles caros, cortinas, toallas, hasta albornoces. Y también cuadros bonitos. Marinas, pinares y otra vez aquellas dichosas mariposas.

Y velas. A montones. Allá donde pudiera ponerse una vela, había una.

Conque esa era la sorpresa. Por suerte no estaban encendidas. Era lo que le hacía falta: fugarse para encontrar su escondite ardiendo.

—¿Tienes las llaves?

Jennie se las dio.

A Pell le encantaban las llaves. Ya fueran de un coche, de una habitación de motel, de una caja fuerte o de una casa, quien estaba en poder de las llaves controlaba la situación.

—¿Qué hay ahí? —preguntó ella, mirando la bolsa. Pell sabía que la había mirado con curiosidad un rato antes, cuando se habían reunido en la playa. Pero no le había dicho que había dentro a propósito.

—Sólo unas cosas que necesitamos. Y algo de comida.

Jennie parpadeó, sorprendida.

—¿Has comprado comida?

¿Era la primera vez que un novio le hacía la compra?

—Podría haberlo hecho yo —se apresuró a decir ella. Luego señaló la pequeña cocina y añadió mecánicamente—: Entonces te prepararé algo de comer.

Curiosa reacción. Era lo que le había enseñado a pensar su exmarido, o alguno de aquellos novios que la maltrataban. Tim el motero, quizá.

Cállate y ve a hacerme la cena…

—No pasa nada, preciosa. Ya la hago yo.

—¿Tú?

—Claro. —Conocía a hombres que se empeñaban en que su mujer les diera de comer. Se creían reyes del hogar, con derecho a que les sirvieran. Extraían de ello cierta sensación de poder. Pero no entendían que, cuando dependes de alguien para cualquier cosa, te debilitas. (¿Y cómo podían ser tan tontos, además? ¿No se daban cuenta de lo fácil que era echar matarratas en la sopa?) Pell no era ningún chef, pero años atrás, cuando Linda era la cocinera de la Familia, le gustaba rondar por la cocina, ayudarla y estar atento a todo.

—¡Ah! ¡Y has comprado comida mexicana! —Jennie se echó a reír al sacar la ternera, las tortillas, los tomates, los chiles en lata y las salsas.

—Dijiste que te gustaba. Que te tranquilizaba. Oye, preciosa. —La besó en la cabeza—. Te has portado muy bien en el restaurante.

Ella dejó la compra y bajó la vista.

—Me asusté un poco, ¿sabes? Tenía miedo. No quería gritar.

—No, no, aguantaste muy bien. ¿Sabes por qué lo digo?

—No.

—Es una expresión que antes usaban los marineros. Se lo tatuaban en los dedos para que se viera al cerrar los puños. «Aguanta». Significa: «No huyas».

Ella se rio.

—Yo no huiría de ti.

Pell pegó los labios a su frente y sintió un olor a sudor y a perfume barato.

Jennie se frotó la nariz.

—Somos un equipo, preciosa. —Al oírle, ella dejó de frotarse la nariz. Pell lo notó.

Entró en el cuarto de baño, orinó largo y tendido y se aseó. Al salir se encontró con otra sorpresa.

Jennie se había desnudado. Llevaba sólo un sujetador y unas bragas y sostenía un mechero con el que iba encendiendo las velas.

Levantó la mirada.

—Dijiste que te gustaba el rojo.

Pell sonrió, acercándose a ella. Pasó la mano por su espalda huesuda.

—¿O prefieres comer?

Él la besó.

—Ya comeremos luego.

—Mmm, cuánto te deseo, cielo —murmuró ella. Había usado aquella frase muy a menudo en el pasado, saltaba a la vista. Pero eso no significaba que en ese instante fuera mentira. Pell cogió el encendedor.

—Luego ambientaremos esto. —La besó otra vez, apretándole las caderas contra sí.

Jennie sonrió sin reservas y se apretó contra su bragueta.

—Creo que tú también me deseas.

—Un ronroneo.

—Sí que te deseo, preciosa.

—Me encanta que me llames así.

—¿Tienes medias? —preguntó él.

Jennie asintió.

—Negras. Voy a ponérmelas.

—No. No las quiero para eso —susurró él.