Cuando llegaron a Moss Landing, no había ni rastro de Pell y su novia.
Aparcaron y un momento después TJ paró su coche junto al Ford Thunderbird quemado, que todavía humeaba.
—El coche de Pell —señaló Dance—. El que robaron el viernes en Los Ángeles. —Ordenó a TJ buscar al encargado del restaurante.
El policía de Watsonville, O’Neil y otros agentes se desplegaron en busca de testigos. Muchos se habían marchado, posiblemente asustados por las llamaradas del coche y por la estruendosa sirena de la central eléctrica. Quizás incluso hubieran pensado que era un reactor nuclear que se estaba derritiendo.
Kathryn entrevistó a varias personas cerca de la planta eléctrica. Le informaron de que el Ford (que antes del incendio era azul turquesa), en el que iban un hombre delgado y una rubia, había cruzado el puente a toda velocidad desde el restaurante y luego se había detenido bruscamente delante de la central. Sus ocupantes habían salido y un momento después el coche había estallado en llamas.
Una persona informó de que la pareja había cruzado la carretera corriendo, hacia el lado de la costa. Después de eso, sin embargo, nadie parecía saber qué había sido de ellos. Al parecer era el propio Pell quien había llamado a emergencias para informar de que la central estaba en llamas y de que había varios heridos y dos muertos.
Dance miró a su alrededor. Necesitarían otro coche; no podían escapar de allí a pie. Luego, sin embargo, fijó los ojos en la bahía. Con el atasco de tráfico, sería más lógico robar un barco. Reunió a varios agentes de la policía local, cruzaron corriendo la carretera y pasaron quince minutos frenéticos hablando con las personas que encontraron en la zona de la playa para averiguar si Pell se había llevado alguna embarcación. Nadie había visto a la pareja, ni faltaba ningún barco.
Una pérdida de tiempo.
Al regresar a la carretera, Dance se fijó en una tienda que había frente a la central: un cobertizo que vendía recuerdos y chucherías. Tenía un letrero de cerrado en la puerta, pero a Dance le pareció ver la cara de una mujer asomándose.
¿Estaría Pell dentro, con ella?
Kathryn hizo una seña a un ayudante del sheriff, le explicó lo que sospechaba y juntos se acercaron a la puerta. La agente llamó. No hubo respuesta.
Llamó otra vez y la puerta se abrió despacio. Una mujer gruesa, con el cabello corto y rizado, miró alarmada sus manos, empuñando las pistolas, y preguntó casi sin aliento:
—¿Sí?
—¿Puede salir, por favor? —preguntó Dance con los ojos fijos en el interior en penumbra.
—Eh, claro.
—¿Hay alguien más ahí dentro?
—No. ¿Qué…?
El ayudante pasó a su lado por la fuerza y encendió la luz. Kathryn le siguió. Un registro somero les bastó para comprobar que el minúsculo local estaba vacío.
Dance regresó junto a la mujer.
—Lamento las molestias.
—No, no pasa nada. Qué miedo he pasado. ¿Adónde han ido?
—Todavía estamos buscando. ¿Ha visto usted lo que ocurrió?
—No. Estaba dentro. Cuando me asomé, había un coche ardiendo. No paraba de pensar en el incendio de ese tanque de gasoil, hace unos años. Ese sí que fue grave. ¿Estuvo usted aquí cuando pasó?
—Sí. Se veía desde Carmel.
—Sabíamos que el tanque estaba vacío. O casi. Pero estábamos muertos de miedo. Y esos cables… La electricidad puede ser muy traicionera.
—Entonces, ¿ya ha cerrado?
—Sí. Hoy iba a marcharme temprano, de todos modos. No sabía cuánto tiempo iba a estar cortada la carretera. Y no van a parar muchos turistas a comprar golosinas habiendo una central eléctrica en llamas al otro lado de la carretera.
—Imagino que no. ¿Le importaría decirme por qué nos ha preguntado dónde habían ido?
—Bueno, un hombre peligroso como ese… Espero que le detengan cuanto antes.
—Pero usted ha hablado en plural. ¿Cómo sabe que había varias personas?
Un silencio.
—Bueno…
Dance sonrió, pero la miró con fijeza.
—Ha dicho que no había visto nada. Que se había asomado al oír la sirena.
—Creo que me lo ha dicho alguien. Fuera.
Creo…
Una expresión típica de autoengaño. Inconscientemente, la mujer sentía que no estaba mintiendo, sino dando una opinión.
—¿Quién se lo dijo? —insistió Kathryn.
—No conocía a la persona que me lo dijo.
—¿Era un hombre o una mujer?
Otra vacilación.
—Una chica, una mujer. De fuera del estado. —Había girado la cabeza y se estaba frotando la nariz: señales de aversión/negación.
—¿Dónde está su coche? —preguntó Dance.
—¿Mi…?
Los ojos desempeñan un papel ambiguo en el análisis del lenguaje no verbal. Hay policías que creen que si un sospechoso mira a su izquierda mientras lo observas, es señal de que está mintiendo. Kathryn sabía que era un cuento viejo entre policías. Desviar la mirada (a diferencia del hecho de apartar la cara o el cuerpo para alejarse del interrogador) no es síntoma automático de engaño: la dirección de la mirada se controla muy fácilmente.
Pero aun así los ojos son muy reveladores.
Mientras hablaba con la mujer, Dance había notado que miraba un lugar concreto del aparcamiento. Cada vez que dirigía la mirada hacia allí, mostraba signos de estrés general: cambiaba de postura o se apretaba las manos. La agente dedujo que Pell le había robado el coche y le había dicho que mataría a su familia si se iba de la lengua. Igual que había hecho con el conductor de la furgoneta.
Kathryn suspiró con fastidio. Si la mujer hubiera sido sincera desde el principio, quizá ya tendrían a Pell.
O si yo no hubiera creído a ciegas que estaba cerrado y hubiera llamado antes a la puerta, se dijo para sus adentros con amargura.
—Yo… —La mujer se echó a llorar.
—Entiendo. Nos aseguraremos de que no le pase nada. ¿Qué coche es?
—Un Ford Focus azul oscuro. Tiene tres años. Lleva en el parachoques una pegatina sobre el calentamiento global. Y tiene una abolladura en…
—¿Hacia dónde fueron?
—Hacia el norte.
Dance anotó la matrícula y llamó a O’Neil, que a su vez envió un mensaje a la central de comunicaciones de la Oficina del Sheriff para que se notificaran los datos del coche a todas las unidades.
Mientras la dependienta llamaba a una amiga con la que iba a quedarse hasta que capturaran a Pell, Kathryn miró fijamente la nube de humo que aún envolvía el Thunderbird. Estaba furiosa. Había extraído una conclusión acertada de los datos que le había proporcionado Eddie Chang y habían dado con un plan sólido para atrapar a Pell. Todo para nada, al final.
TJ se reunió con ella, acompañado del encargado del restaurante, que le relató lo sucedido, omitiendo claramente algunos hechos, como que seguramente había sido su actitud la que había alertado a Pell de la llegada de la policía. Pero Dance, que recordaba lo desconfiado y despierto que era ese asesino, no podía reprochárselo.
El encargado describió a la mujer, que era delgada y guapa, aunque «muy poquita cosa», y se había pasado toda la comida mirando a Pell con adoración. Al principio, había pensado que estaban de luna de miel. Ella no paraba de tocar al hombre. Debía de tener unos veinticinco años. El encargado añadió que habían estado mirando un mapa casi toda la comida.
—¿Un mapa de qué?
—De aquí, del condado de Monterrey.
Michael O’Neil se acercó a ella cerrando su teléfono móvil.
—No hay noticias del Focus —anunció—. Pero con la evacuación se habrá perdido entre el tráfico. Qué demonios, puede que haya torcido hacia el sur y haya pasado delante de nuestras narices.
Dance llamó a Carraneo. El joven parecía cansado. Había tenido un día muy ajetreado, y aún no había acabado.
—Averigua todo lo que puedas sobre el Thunderbird. Y empieza a llamar a moteles y pensiones entre Watsonville y Big Sur, a ver si alguna rubia se ha registrado sola y ha indicado que tenía un Ford Thunderbird en el formulario de registro. O si alguien ha visto el coche. Si lo robaron el viernes, se habrá registrado el viernes, el sábado o el domingo.
—Claro, agente Dance.
O’Neil y ella miraron el horizonte en dirección oeste. El sol, un disco ancho y plano, pendía bajo sobre el mar en calma, sus fieros rayos amortiguados; la niebla no había caído aún, pero el cielo del atardecer estaba brumoso y veteado. La bahía de Monterrey parecía una yerma llanura azul.
—Pell se está arriesgando mucho quedándose por aquí —comentó O’Neil—. Debe de tener algo importante que hacer.
Justo entonces, Kathryn recibió la llamada de alguien que tal vez tuviera alguna idea acerca de lo que se proponía el asesino.