15

—¿No es lo mejor que has comido en tu vida?

—Están buenísimos, cielo. Poquerones.

—Boquerones —la corrigió Pell. Estaba pensando en pedir otro sándwich.

—Así que ese es mi ex —continuó ella—. No he vuelto a verle, ni a saber de él. Por suerte.

Acababa de hablarle con detalle de su marido: un contable metido a empresario, cobarde y esmirriado, que, por más que costara creerlo, la había mandado dos veces al hospital con lesiones internas y una con el brazo roto. Si Jennie olvidaba planchar las sábanas, le gritaba; si no se quedaba embarazada cuando llevaban un mes intentándolo, le gritaba; y si perdían los Lakers, también le gritaba. Le decía que tenía tetas de chico y que por eso no se empalmaba. Y comentaba delante de sus amigos que estaría «bien» si se operara la nariz.

Un tipo mezquino, pensó Pell, que se dejaba dominar por todo y por todos, salvo por sí mismo.

Escuchó después los episodios siguientes de aquel vodevil: los novios posteriores al divorcio. Se parecían a él, eran chicos malos. Pero descafeinados, concluyó Pell. Uno era un ladrón de tres al cuarto que vivía en Laguna, entre Los Ángeles y San Diego, y se dedicaba a timos de poca monta. Otro vendía drogas. Uno era motero. Y otro sólo un mierda.

Pell había hecho mucha terapia. Era absurdo casi siempre, pero a veces un psiquiatra daba en el clavo, y él tomaba buena nota de sus consejos (no para él, claro, sino porque eran armas muy útiles para usarlas contra otros).

Así pues, ¿por qué tenía Jennie esa inclinación por los chicos malos? Para él era obvio. Eran como su madre. Inconscientemente, la chica seguía entregándose a ellos con la esperanza de que cambiaran y la quisieran, en lugar de ignorarla y utilizarla.

A él le convenía saberlo, claro, pero podría haberle dicho: «Por cierto, encanto, no te molestes: no cambiamos. No cambiamos jamás. Toma nota y tenlo siempre presente».

Pero, naturalmente, se lo calló.

Jennie dejó de comer.

—Cariño…

—¿Mmm?

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro, preciosa.

—Nunca me has dicho nada sobre esas…, bueno, ya sabes, sobre esas chicas con las que vivías. Cuando os detuvieron. La Familia.

—Creo que no.

—¿Seguiste en contacto con ellas? ¿Cómo se llamaban?

Pell recitó sus nombres:

—Samantha, Rebecca y Linda. Y también Jimmy, el que intentó matarme.

Jennie parpadeó.

—¿Preferirías que no te preguntara por ellas?

—No, no pasa nada. Puedes preguntarme lo que quieras.

Nunca había que decirle a alguien que no te hablara de tal o cual tema. Por el contrario, había que mantener la sonrisa y tomar nota de cada dato que pudiera conseguirse. Aunque doliera.

—¿Fueron ellas las que te denunciaron?

—No exactamente. Ni siquiera sabían que Jimmy y yo íbamos a ir a casa de los Croyton. Pero cuando me detuvieron, no me respaldaron. Linda quemó ciertas pruebas y mintió a la policía. Pero hasta ella acabó por ceder y se prestó a ayudarles. —Soltó una risa amarga—. Fíjate, con lo que yo hice por ellas. Les di un hogar. A sus padres les importaban una mierda. Yo les di una familia.

—¿Estás enfadado? No quiero que te enfades.

—No. —Pell sonrió—. No pasa nada, preciosa.

—¿Piensas mucho en ellas?

Ah, así que era eso. Él se había esforzado siempre por leer entre líneas, por detectar lo que se ocultaba bajo los comentarios de los demás. Comprendió de pronto que Jennie estaba celosa. Era una emoción mezquina, un sentimiento fácil de sofocar, pero también una de las fuerzas centrales del universo.

—No, qué va. Hace años que no sé nada de ellas. Les escribí una temporada. Linda era la única que contestaba. Pero luego me dijo que su abogado le había dicho que no le convenía, por su libertad condicional, y dejó de escribirme. La verdad es que me sentó muy mal.

—Lo siento, cariño.

—Que yo sepa, podrían estar muertas. O puede que estén felizmente casadas. Al principio me enfadé, pero después comprendí que me había equivocado con ellas. Elegí mal. No como contigo. Tú sí que eres buena, no ellas.

Jennie se llevó la mano de Pell a la boca y besó sus nudillos uno por uno.

Él había vuelto a estudiar el mapa. Le encantaban los mapas. Cuando te extraviabas, estabas indefenso, perdías el control. Recordaba que los mapas (o su falta) habían desempeñado un papel importante en la historia de aquella parte de California, y más concretamente de la bahía de Monterrey, donde se hallaban ahora. Hacía años, cuando vivían en familia, Linda les leía en voz alta después de la cena, sentados todos en corro. Pell, que solía elegir obras de autores californianos y libros ambientados allí, se acordaba de uno en concreto: una historia de Monterrey. Descubierta por los españoles a principios del siglo XVII, la bahía de Monte Rey (así bautizada en honor de un rico patrono de la expedición) fue considerada una auténtica perita en dulce: no sólo era una ensenada perfecta, sino que estaba situada en un punto estratégico y su tierra era muy fértil. El gobernador quiso fundar en ella una colonia importante, pero, desafortunadamente, los exploradores fueron incapaces de volver a encontrarla después de seguir bordeando la costa del Pacífico.

Varias expediciones intentaron localizarla de nuevo, sin éxito, y con el paso de los años la bahía de Monterrey fue adquiriendo proporciones legendarias. Uno de los contingentes más numerosos partió de San Diego y se dirigió hacia el norte por tierra, decidido a encontrar la bahía. Expuestos constantemente al embate de los elementos y al peligro de los osos pardos, los conquistadores recorrieron el estado palmo a palmo, hasta San Francisco, y aun así pasaron por alto la enorme bahía.

Y todo por no tener un buen mapa.

Cuando había logrado tener acceso a Internet en Capitola, le había entusiasmado una web llamada Visual Earth, en la que, con sólo pinchar en un mapa, aparecía una fotografía hecha por satélite del lugar que quisieras ver. Era asombroso. Tenía otras cosas importantes que mirar y no se había entretenido mucho, pero estaba deseando que su vida estuviera más asentada para poder pasar horas y horas explorando aquella página.

Jennie estaba señalando algunos puntos en el mapa y Pell tomaba buena nota de la información, pero, como siempre, se mantenía atento a cuanto le rodeaba.

—Es un buen perro. Sólo hay que adiestrarlo un poco más.

—El viaje es largo, pero si vamos con tiempo será una pasada, ¿sabes?

—Pedí hace diez minutos. ¿Puede preguntar por qué están tardando tanto?

Al oír este último comentario, Pell miró hacia el mostrador.

—Perdone —contestó el hombre de mediana edad que se ocupaba de la caja—. Es que hoy andamos un poco escasos de personal. —El hombre, encargado o propietario, parecía intranquilo y miraba a todos lados, menos a Jennie y a Pell.

La gente lista sabe descubrir por qué cambias, y luego usarlo contra ti.

Cuando él había pedido la comida, había tres o cuatro camareras yendo y viniendo entre la cocina y las mesas. Ahora sólo estaba aquel hombre. Había mandado esconderse a todos sus empleados.

Pell se levantó de un salto, volcando la mesa. Jennie dejó caer su tenedor y se puso en pie.

El encargado los miró, alarmado.

—Hijo de puta —masculló Pell, y se sacó la pistola del cinto.

Jennie chilló.

—No, no… Yo… —El encargado dudó un segundo y luego huyó a la cocina, abandonando a sus clientes, que empezaron a gritar y se arrojaron al suelo.

—¿Qué ocurre, cielo? —preguntó Jennie, asustada.

—Vamos. ¡Al coche! —Agarró el mapa y huyeron.

Fuera, a lo lejos en dirección sur, vio el destello de unas sirenas.

Jennie se quedó paralizada y comenzó a susurrar, muerta de miedo:

—Canciones de ángeles, canciones de ángeles…

—¡Vamos!

Subieron al coche. Pell metió la marcha atrás y el vehículo reculó bruscamente, cambió de marcha y pisó el acelerador. Cruzando el estrecho puente, se dirigió a la carretera 1. Jennie estuvo a punto de resbalar del asiento cuando pisaron el badén del otro lado del puente. Al salir a la carretera, Pell torció hacia el norte, recorrió otros cien metros y luego, de pronto, se detuvo. Por el otro lado se acercaba otro coche de policía.

Miró a su derecha y, pisando a fondo el acelerador, enfiló la verja de la planta energética, una enorme y fea estructura más propia de las refinerías de Gary, Indiana, que de aquellas playas de postal.

*****

Dance y O’Neil estaban a no más de cinco minutos de Moss Landing.

Ella tamborileaba con los dedos sobre la empuñadura de la Glock que descansaba sobre su cadera derecha. Nunca había disparado estando de servicio y no tenía muy buena puntería: carecía de inclinación natural por las armas. Además, habiendo niños en casa le intranquilizaba llevar el arma encima (en su domicilio la guardaba junto a su cama, en una caja fuerte de la que sólo ella sabía la combinación).

Michael O’Neil era, en cambio, un tirador excelente, al igual que TJ. Kathryn se alegraba de tenerlos a su lado.

Pero ¿se produciría un enfrentamiento armado?, se preguntaba. No podía adivinarlo, desde luego. Pero sabía que haría todo lo que fuera necesario para detener al asesino.

El Ford tomó una curva con un chirrido de neumáticos y comenzó a subir una colina.

Al llegar a lo alto, O’Neil masculló:

—Mierda. —Pisó a fondo el pedal del freno—. ¡Agárrate!

Dance sofocó un grito y se agarró al salpicadero mientras derrapaban violentamente. El coche se detuvo atravesado en la cuneta, a apenas un metro y medio de un tráiler parado en medio de la calzada. La carretera estaba completamente taponada hasta Moss Landing. Los carriles en sentido contrario se movían, pero despacio. Kathryn divisó luces intermitentes con destellos unos kilómetros más allá y comprendió que la policía estaba haciendo dar media vuelta a los vehículos.

¿Un control de carretera?

O’Neil llamó a la jefatura del condado de Monterrey con su radio.

—Soy O’Neil.

—Adelante, señor. Cambio.

—Estamos en la uno, en dirección norte, muy cerca de Moss Landing. El tráfico está parado. ¿Qué está pasando?

—Así es. Le informo de que hay… Están evacuando la central eléctrica. Se ha producido un incendio. La cosa es grave. Hay múltiples heridos. Y dos víctimas mortales.

Dios mío, no, pensó Dance, exhalando un suspiro. Más muertes no.

—¿Un incendio? —preguntó O’Neil.

—Lo mismo que hizo Pell en los juzgados. —La agente entornó los ojos. Veía una columna de humo negro. Los encargados de protección civil se tomaban muy en serio el riesgo de una conflagración. Unos años antes, se había incendiado un tanque de gasoil abandonado allí. La planta funcionaba ahora con gas y las probabilidades de que se produjera un incendio a gran escala eran mucho menores. Aun así, los equipos de seguridad habrían cortado el tráfico en la carretera 1 en ambos sentidos y habrían empezado a evacuar los alrededores.

O’Neil ordenó con aspereza:

—Dígales a los de la Patrulla de Carreteras o a los bomberos de Monterrey o a quien esté al mando que dejen paso. Tenemos que cruzar. Estamos persiguiendo a ese preso fugado. Cambio.

—Recibido, detective…, Espere… —No se oyó nada durante un minuto. Después—: Atención, acabo de hablar con los bomberos de Watsonville. No sé… La planta no está ardiendo. El fuego sólo ha afectado a un coche que hay delante de la verja principal. No sé quién notificó el incidente. No hay heridos, que se sepa. Ha sido una denuncia falsa. Y hemos recibido algunas llamadas del Jack’s. El sospechoso huyó a punta de pistola.

—Mierda, se ha olido que íbamos para allá —masculló O’Neil.

Dance agarró el micrófono.

—Recibido. ¿Hay algún policía en el lugar de los hechos?

—Espere… Afirmativo. Un agente de la policía de Watsonville. Los demás son bomberos y personal de emergencias.

Kathryn frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Un agente.

—Dígale que Daniel Pell está allí, en alguna parte. Y que no tendrá reparos en disparar contra civiles y policías.

—Recibido. Enseguida lo notifico.

Dance se preguntó qué tal se las arreglaría el agente. En Moss Landing, los peores delitos que se cometían eran infracciones de tráfico y robos de coches y embarcaciones.

—¿Lo has oído, TJ?

—Joder —se oyó decir por el altavoz. El joven agente pelirrojo no hacía mucho caso de los códigos de radio.

O’Neil dejó de golpe el micrófono en su soporte, exasperado.

El tráfico, pese a su petición, seguía sin moverse.

—Vamos a intentar llegar de todos modos. Me da igual que tenga que ser por la fuerza —dijo Kathryn.

O’Neil asintió con un gesto. Conectó la sirena y empezó a avanzar por la cuneta, que en algunos tramos estaba cubierta de arena y en otros de piedras, y en varios lugares era casi intransitable.

Lentamente, sin embargo, la caravana fue avanzando.