—Vamos a comer boquerones.
—Vale —contestó Jennie—. ¿Qué es?
—Son los pececitos con que se preparan las anchoas cuando se ponen en salmuera. Los pediremos en sándwich. Yo quiero dos. ¿Tú también?
—Yo sólo uno, cielo.
—Ponles vinagre. Hay en las mesas.
Estaban en Moss Landing, al norte de Monterrey. Por el lado de tierra se alzaban al cielo las dos chimeneas idénticas de la central eléctrica de Duke. Al otro lado de la carretera había una pequeña lengua de tierra, una isla en realidad, a la que sólo se podía acceder a través de un puente. En aquella franja de suelo arenoso, flanqueada por muelles y empresas de reparación naval, se alzaba también el enorme y destartalado local del Jack’s Seafood, donde se encontraban Jennie y Pell. El restaurante llevaba setenta y cinco años abierto. John Steinbeck, Joseph Campbell y Henry Miller (además de Flora Woods, la madame más famosa de Monterrey) se habían sentado en torno a sus mesas sucias y arañadas, a discutir, a reír y a beber hasta que cerraba el local, y a veces hasta mucho después.
Ahora, el Jack’s era una tienda de pescado y marisco y un enorme e inhóspito restaurante, todo en uno. El ambiente era mucho menos bohemio y explosivo que en las décadas de 1950 y 1960, pero en compensación el local había aparecido en el Canal Cocina.
Pell lo recordaba de los tiempos en que vivían no muy lejos de allí, en Seaside. La Familia no salía mucho a comer, pero a veces mandaba a Jimmy o a Linda a comprar sándwiches de boquerones, patatas fritas y ensalada de col. Le encantaba la comida y se alegraba un montón de que el restaurante siguiera abierto.
Tenía unos asuntos que resolver en aquella zona, pero eso tendría que esperar: primero había que buscar información, hacer ciertos preparativos. Además, estaba muerto de hambre y creía que podía arriesgarse a dejarse ver en público. La policía no estaría buscando a una pareja de turistas rebosantes de felicidad, y menos allí; a esas alturas creían que estaba ya a medio camino de Utah, según las noticias que había oído en la radio. Lo había anunciado un tal Charles Overby, un cretino que se daba muchos aires.
El restaurante tenía un patio al aire libre con vistas a la bahía y los barcos pesqueros, pero Pell prefirió quedarse dentro para vigilar la puerta. Con cuidado de no ajustarse la incómoda pistola automática que llevaba en la cinturilla, a la altura de los riñones, se había sentado a una mesa al lado de Jennie, y ella había pegado la rodilla a la suya.
Pell bebió un trago de té con hielo. Miró a la chica y la vio contemplando un expositor giratorio en el que se exhibían grandes tartas.
—¿Quieres postre después de los boquerones?
—No, cielo. No tienen muy buena pinta.
—¿No? —Para él no la tenían. No era muy goloso. Pero eran unos trozos de tarta enormes. En la trena, en Capitola, podía cambiarse un trozo de tarta por un cartón entero de tabaco.
—Son sólo azúcar, harina blanca y aromatizantes. Jarabe de maíz y chocolate barato. Dan el pego y están dulces, pero no saben a nada.
—¿Tú no los harías así, para tus encargos de catering?
—No, no, qué va —contestó con viveza, señalando con un gesto el carrusel de dulces—. La gente come mucho de eso porque se quedan con hambre, y quieren más. Yo hago una tarta de chocolate sin nada de harina. Sólo chocolate, azúcar, cacahuetes, vainilla y yemas de huevo. Luego le pongo por encima una capa fina de confitura de frambuesa. Un par de bocados y se te alegra el día.
—Suena muy bien. —Le parecía repulsivo, pero Jennie le estaba hablando de sí misma, y siempre había que animar a la gente a hablar de sí misma. Dejar que se emborracharan, que divagaran. El conocimiento era mejor arma que un cuchillo—. ¿A eso te dedicas sobre todo?, ¿a la repostería?
—Bueno, la repostería es lo que más me gusta, porque tengo más control. Lo hago todo yo misma. En los demás tipos de comidas, hay gente que te prepara parte de los platos.
Control. Qué interesante, se dijo Pell, y archivó aquel dato.
—Y a veces también sirvo. Cuando sirves, te dan propinas.
—Seguro que a ti te dan muchas.
—Sí, puede. Depende.
—¿Y te gusta…? ¿De qué te ríes?
—Es que… No recuerdo la última vez que alguien, un novio, quiero decir, me preguntó si me gustaba mi trabajo. Pero sí, claro, servir es divertido. Y a veces me imagino que no estoy simplemente sirviendo, que es mi fiesta, con mis amigos y mi familia.
Más allá de la ventana, una gaviota hambrienta planeó sobre un pilote, aterrizó torpemente y se puso a buscar migas. Pell había olvidado lo grandes que eran.
Jennie prosiguió:
—Es como cuando hago una tarta. Un pastel de bodas, por ejemplo. A veces pienso que los pequeños placeres son lo único con lo que podemos contar. Preparas la mejor tarta que sabes hacer y la gente la disfruta. Bueno, no es para siempre, claro. Pero ¿hay algo que nos haga felices para siempre?
Tenía razón.
—A partir de ahora sólo comeré tartas que hayas hecho tú.
Jennie soltó una risa.
—Sí, ya, seguro. Pero me alegra que lo digas, cariño. Gracias.
Esas pocas palabras la habían hecho parecer madura. Es decir, dueña de la situación. Pell se puso a la defensiva. Aquello no le gustaba. Cambió de tema.
—Bueno, espero que te gusten los boquerones. A mí me encantan. ¿Quieres otro té con hielo?
—No, ahora no quiero nada más. Sólo que te sientes cerca de mí. Eso es lo que quiero.
—Vamos a echar un vistazo a los mapas.
Ella abrió su bolso y los sacó. Desdobló uno y, al examinarlo, Pell notó cuánto había cambiado el plano de la península esos últimos ocho años. Luego cobró conciencia de una sensación extraña y se detuvo. No sabía a qué atribuir aquella sensación, pero era muy agradable.
Entonces cayó en la cuenta: era libre.
Su confinamiento (ocho años sometido al control de otras personas) había terminado, y ahora podía empezar de cero. Cuando concluyera la misión que le había llevado hasta allí, se marcharía para siempre y fundaría otra Familia. Miró a su alrededor, a los clientes del restaurante, y se fijó en varios de ellos: en la adolescente sentada dos mesas más allá, cuyos padres se encorvaban en silencio sobre sus platos como si mantener una conversación fuera una tortura. Sería fácil persuadir a la chica, un poco gruesa, para que se escapara de casa, cuando estuviera sola en un salón de juegos recreativos o un Starbucks. Tardaría dos días como máximo en convencerla de que podía subirse a su furgoneta sin ningún peligro.
Y en el mostrador había un chico de unos veinte años (se habían negado a servirle una cerveza al responder que había «olvidado» su documentación). Iba tatuado con absurdos dibujitos, de lo que probablemente se arrepentía, y su ropa harapienta y la sopa que estaba tomando dejaban claro que tenía problemas económicos. Recorría velozmente el local con la mirada, fijándose en todas las mujeres de más de dieciséis años. Pell sabía exactamente qué haría falta para reclutarlas en cuestión de horas.
Se fijó también en una madre joven y soltera, a juzgar por su desnudo dedo anular. Estaba arrellanada en una silla, deprimida. Problemas con los hombres, claro. Apenas prestaba atención al bebé sentado en un carrito, a su lado. No le miró ni una vez, y ay si empezaba a llorar. La madre no tardaría en perder la paciencia. Detrás de su postura derrengada y su mirada rencorosa había una historia, aunque a Pell no le importara cuál fuese. Lo único que le importaba era que su vínculo con el bebé era muy frágil. Pell sabía que, si conseguía persuadirla para que se uniera a ellos, no le costaría mucho trabajo separarla del bebé, y él se convertiría en padre instantáneamente.
Se acordó del cuento que le leía su tía Barbara cuando se quedaba con ella en Bakersfield: el Flautista de Hamelin, el hombre que se llevó a los niños de un pueblecito alemán de la Edad Media bailando tras él, porque los vecinos se negaron a pagarle por eliminar una plaga de ratas. El cuento le había causado una honda impresión y aún lo tenía grabado en la memoria. Ya adulto, había leído más cosas sobre aquel incidente. Los hechos eran muy distintos a la historia de los hermanos Grimm y las versiones populares. Seguramente no hubo de por medio ratas, ni deudas impagadas. Sencillamente, desaparecieron unos cuantos niños de Hamelin y nunca más se supo de ellos. La desaparición (y la apatía que supuestamente demostraron los padres al respecto) siguieron siendo un misterio.
Una explicación era que los niños, contagiados de peste o de alguna enfermedad que producía espasmos semejantes a un baile, fueron llevados a morir fuera del pueblo porque los adultos temían el contagio. Otra era que el Flautista había organizado una peregrinación religiosa para niños y que estos murieron por el camino por causas naturales o al verse atrapados en algún conflicto militar.
Había, sin embargo, otra teoría que a Pell le gustaba más: que los niños abandonaron voluntariamente a sus padres para seguir al Flautista al este de Europa, por entonces tierra de colonización, donde crearon asentamientos propios con él como cabecilla indiscutible. A Pell le entusiasmaba la idea de que alguien tuviera el talento de arrancar a docenas de niños de sus familias (a más de cien, decían algunos) para convertirse en su padre sustituto. El Flautista había nacido con un don (o lo había perfeccionado), pero ¿qué clase de don era aquel?
La camarera que les llevó la comida le sacó de su ensoñación. Pell miró de pasada sus pechos y luego fijó los ojos en la comida.
—Tiene una pinta deliciosa, cariño —comentó Jennie, mirando su plato.
Pell le pasó una botella.
—Ten, el vinagre de malta. Ponle un poco. Sólo unas gotas.
—De acuerdo.
Echó otro vistazo al restaurante: la chica enfurruñada, el chaval nervioso, la madre abstraída… No iría tras ellos ahora, claro, pero le llenaba de euforia ver abrirse ante él tantas oportunidades. Un mes después, más o menos, cuando se hubiera establecido, empezaría a cazar otra vez: en los salones recreativos, en los Starbucks, en los parques, en los patios de los colegios y las universidades, en los McDonald’s.
El Flautista de California…
Fijó de nuevo la mirada en su plato y empezó a comer.
*****
Los coches circulaban a toda velocidad por la carretera 1.
Michael O’Neil iba al volante de su coche policial, un Ford sin distintivos, con Dance sentada a su lado. Los seguían TJ, en un Taurus del CBI, y otros dos coches patrulla de la policía de Monterrey. La Patrulla de Caminos también iba a mandar varios vehículos, y la localidad más cercana, Watsonville, había enviado un coche patrulla en dirección sur.
O’Neil iba casi a ciento treinta. Podrían haber ido más deprisa, pero había mucho tráfico. En algunos tramos la carretera nada más tenía dos carriles. Y sólo llevaban las luces puestas, no las sirenas.
Se dirigían al lugar donde creían que Daniel Pell y su rubia acompañante estarían, contra toda probabilidad, comiendo tranquilamente.
Kathryn Dance tenía sus dudas respecto a que Pell se dirigiera a Utah. Su intuición le decía que Utah era posiblemente una pista falsa, como lo era México; sobre todo, después de saber que Rebecca y Linda nunca habían oído a Pell hablar del estado y tras encontrar el teléfono móvil convenientemente abandonado cerca del coche del conductor de la furgoneta. Y lo que era más importante: Pell había dejado vivo al conductor para que informara a la policía del asunto del teléfono y les contara que le había oído hacer una llamada. El juego sexual al que había sometido a Billy no era más que una excusa para dejarle con vida, pero a Dance no dejaba de sorprenderla que un prófugo, por retorcido que fuera, perdiera el tiempo en escenitas porno como aquella.
Después había tenido noticias del informático de Capitola, que le había leído el mensaje que la cómplice de Pell había colgado en el foro de Homicidio, en la sección Helter Skelter.
El paquete estará allí en torno a las 9:20. La
furgoneta de reparto de WWE, en San Benito a Las
9:50. Pino con cinta naranja. Nos vemos enfrente del
supermercado del que hablamos.
Esa era la primera parte del mensaje, una última confirmación del plan de fuga. Pero lo que tanto había sorprendido a la agente era la frase final:
La habitación está lista y estoy mirando esos sitios
en los alrededores de Monterrey que querías.
Tu preciosa.
Lo cual sugería, para asombro de todos, que Pell podía haberse quedado allí cerca.
Kathryn y O’Neil no entendían por qué motivo. Era una locura. Pero Dance decidió que, si se había quedado, convenía que se sintiera lo bastante seguro como para dejarse ver. Por eso había hecho lo que, de otro modo, jamás se le habría ocurrido: había utilizado a Charles Overby. Sabía que, en cuanto le dijera lo de Utah, su jefe se apresuraría a hacer público que la búsqueda se había centrado en las rutas hacia el este. Dance esperaba, con ello, hacer que Pell se sintiera a salvo y se dejara ver.
Pero ¿dónde podía estar?
Esperaba poder hallar la respuesta a esa incógnita en las pistas que había extraído de su conversación con Eddie Chang acerca de qué cosas atraían a Pell, cuáles eran sus intereses y sus impulsos. El sexo ocupaba un lugar dominante, le había dicho Chang, lo que significaba que tal vez Pell se hubiera dirigido a algún salón de masajes, a un burdel o a alguna agencia de contactos. Pero había pocos establecimientos de ese tipo en la península. Además, tenía a su cómplice, y era de suponer que ella estaría satisfaciéndole en ese terreno.
—¿Qué más? —le había preguntado a Chang.
—Bueno, me acuerdo de una cosa. De la comida.
Al parecer, Daniel Pell tenía debilidad por el pescado, y en especial por los boquerones. Varias veces había dicho que en la Costa Central sólo había cuatro o cinco restaurantes en los que supieran hacerlos bien. Y sus opiniones respecto a cómo debían prepararse eran muy rotundas. Dance había anotado los nombres de los restaurantes de los que se acordaba Chang. Tres habían cerrado desde que Pell estaba en prisión, pero dos seguían abiertos: uno en el puerto de Monterrey y otro en Moss Landing.
Ese era el inaudito encargo que Kathryn le había hecho a Rey Carraneo: llamar a los dos restaurantes (y a cualquier otro de la Costa Central con cartas parecidas) y avisar de que quizás apareciera por allí un prófugo acompañado de una mujer delgada y de cabello rubio.
Era una posibilidad remota, y Dance no tenía muchas esperanzas de que su idea diera fruto. Pero Carraneo acababa de recibir una llamada del encargado del Jack’s, el restaurante de Moss Landing. Había una pareja en el local que le parecía sospechosa: se habían sentado dentro, donde podían ver la puerta principal, a la que el hombre no quitaba ojo, cuando la mayoría de los clientes preferían sentarse fuera. Él iba afeitado y llevaba gafas de sol y gorra de visera, de modo que era imposible saber si de veras era Pell. En cuanto a la mujer, parecía rubia, pero también llevaba gorra y gafas. Sus edades, sin embargo, coincidían.
La agente había llamado directamente al encargado del restaurante para preguntar si alguien sabía en qué coche había llegado la pareja. El encargado no tenía ni idea, pero el aparcamiento no estaba muy lleno, y uno de los camareros había salido y había ido dictando a Dance en español los números de matrícula de todos los coches aparcados en la pequeña explanada.
Una consulta al Departamento de Vehículos a Motor les bastó para descubrir que uno de ellos, un Ford Thunderbird azul turquesa, había sido robado el viernes anterior, aunque curiosamente no en aquella zona, sino en Los Ángeles.
Tal vez fuera una falsa alarma. Dance decidió, no obstante, acudir de inmediato, aunque sólo fuera para detener a un ladrón de coches. Tras alertar a O’Neil, le había dicho al encargado:
—Llegaremos lo antes posible. Ustedes no hagan nada. Ignórenle y compórtense con naturalidad.
—Con naturalidad —había contestado el encargado con voz trémula—. Sí, ya.
Kathryn Dance esperaba ahora con delectación su siguiente conversación con Pell, cuando volviera a estar en su poder. Estaba ansiosa por preguntarle por qué se había quedado en aquella zona.
Al atravesar Sand City, una zona comercial paralela a la carretera 1, el tráfico se despejó y O’Neil pisó con fuerza el acelerador. Tardarían diez minutos en llegar al restaurante.