De vuelta en su despacho, Kathryn oyó otra vez croar a la rana y contestó a su teléfono móvil.
Era Rey Carraneo, para informarle de que el encargado de la empresa de mensajería de San Benito Way se acordaba de que había entrado una mujer hacía cosa de una semana.
—Pero no mandó nada, agente Dance. Sólo preguntó a qué hora pasaban por allí los distintos servicios de reparto. El encargado le dijo que el que pasaba a hora fija era Worldwide Express. Puntual como un reloj. No le extrañó la pregunta, pero un par de días después la vio fuera, sentada en un banco, al otro lado de la calle. Imaginó que estaba comprobando los horarios de las furgonetas.
Por desgracia, no podía hacer un retrato robot porque la chica también llevaba gorra de béisbol y gafas de sol. El encargado, además, no había visto su coche.
Colgaron, y ella se preguntó de nuevo cuándo aparecería el cadáver del conductor de la furgoneta.
Más violencia, más muerte, otra familia destrozada.
Las consecuencias, como ondas en el agua, pueden extenderse casi hasta el infinito.
Estaba recordando las palabras de Morton Nagle cuando llamó Michael O’Neil. Por pura casualidad, su mensaje tenía que ver con la suerte que había corrido el conductor.
*****
Dance conducía su Taurus.
En el equipo de música, un gospel de los Fairfield Four originales le servía para distraerse de la carnicería en que se había convertido la mañana.
Estoy en el refugio…
La música era su salvación. Para ella, el trabajo policial no eran tubos de ensayo y pantallas de ordenador. Eran personas. Su labor le exigía ponerse en el lugar de otros, meterse en su mente, en su corazón y sus emociones y pegarse a ellos a fin de discernir la verdad que conocían y que sin embargo se resistían a compartir. Los interrogatorios solían ser difíciles; a veces incluso dolorosos, y el recuerdo de lo que habían hecho o dicho sus interlocutores (con frecuencia crímenes horrendos) nunca se disipaba por completo.
Cuando el arpa celta de Alan Stivell, las irrefrenables melodías de ska cubano de Natty Bo y Benny Billy, o la guitarra descarnada y vertiginosa de Lightnin’Hopkins se agitaban en sus oídos y sus pensamientos, tendía a no oír el eco espeluznante de sus conversaciones con violadores, asesinos y terroristas.
Se dejó llevar por el rasposo sonido de la música de hacía medio siglo.
Fluye, Jordán, fluye…
Cinco minutos después, paró en una zona de oficinas del norte de Monterrey, cerca de Munras Avenue, y salió del coche. Entró en el aparcamiento subterráneo en el que se encontraba el Honda Civic rojo del conductor de Worldwide Express, con el maletero abierto y la chapa manchada de sangre. O’Neil y un policía local aguardaban junto al coche.
Había otra persona con ellos.
Era Billy Gilmore, el conductor al que Dance creía muerto a manos de Pell. Gilmore, para su asombro, había sido encontrado vivito y coleando.
El joven, muy corpulento, tenía algunos hematomas y un gran vendaje en la frente, tapando la brecha de la que, al parecer, procedía la sangre. Pero las heridas, por lo visto, no se las había hecho Pell, sino él mismo al moverse en el maletero, intentando ponerse cómodo.
—No trataba de escapar. No me atrevía. Pero supongo que alguien me oyó y llamó a la policía. Pell me dijo que tenía que quedarme tres horas ahí dentro. Que, si no, mataría a mi mujer y a mis hijos.
—Su familia está bien —le explicó O’Neil a Kathryn—. Les hemos enviado protección. —Le relató la historia de Billy acerca de cómo había robado Pell la furgoneta y luego el coche. El conductor había confirmado que iba armado.
—¿Cómo iba vestido?
—Con pantalón corto, chubasquero oscuro y gorra de béisbol, creo. No lo sé. Estaba muy asustado.
O’Neil había transmitido aquella información a los controles de carretera y las partidas de búsqueda.
Pell no había dicho nada acerca del lugar al que se dirigía, pero le había dado instrucciones muy precisas para llegar al aparcamiento.
—Sabía perfectamente dónde estaba y que estaría desierto.
Su cómplice también se había encargado de averiguarlo, desde luego. Se había reunido allí con Pell y era probable que hubieran puesto rumbo a Utah.
—¿Recuerda algo más? —preguntó Dance.
Billy le dijo que había vuelto a oír la voz de Pell justo después de que cerrara el maletero.
—¿Había otra persona con él?
—No, estaba solo. Creo que estaba hablando por teléfono. Tenía mi móvil.
—¿El suyo? —preguntó ella, sorprendida. Miró a O’Neil, que acto seguido llamó al departamento de apoyo técnico de la Oficina del Sheriff para pedir que se pusieran en contacto con la empresa de telefonía y dieran comienzo al rastreo del teléfono.
Kathryn preguntó si Billy había oído algo de lo que decía Pell.
—No. Sólo oía murmullos.
Sonó el teléfono de O’Neil y el detective estuvo escuchando unos minutos. Después le dijo a Dance:
—Nada. O lo han destruido, o le han quitado la batería. No encuentran la señal.
La agente recorrió el aparcamiento con la mirada.
—Lo ha tirado en alguna parte. Esperemos que esté cerca. Deberíamos hacer que alguien revise las papeleras… y las alcantarillas de la calle.
—Y también los arbustos —añadió O’Neil, y encargó la tarea a dos de sus ayudantes.
TJ se reunió con ellos.
—Así que estuvo aquí. Dirás que estoy loco, jefa, pero yo no elegiría esta ruta para llegar a Utah.
Se dirigiera o no a Utah, resultaba sorprendente que Pell hubiera ido al centro de Monterrey. La ciudad era pequeña y habría sido fácil verle. Había, además, muchas menos rutas de escape que si se hubiera dirigido al este, al norte o al sur. Un lugar arriesgado para reunirse con su cómplice, y sin embargo un movimiento brillante. Aquel era el último lugar donde esperaban encontrarle.
Una duda inquietaba a Dance.
—Billy, necesito preguntarte una cosa. ¿Por qué sigues vivo?
—Yo… Bueno, le supliqué que no me hiciera daño. Prácticamente me puse de rodillas. Fue muy humillante.
Y también era mentira. Kathryn ni siquiera necesitaba una línea base para ver fluir el estrés por el cuerpo del conductor. Billy desvió la mirada y se sonrojó.
—Necesito saber la verdad. Podría ser importante —insistió.
—De verdad. Me puse a llorar como un bebé. Creo que le di pena.
—A Daniel Pell no le ha dado pena un ser humano en toda su vida —comentó O’Neil.
—Vamos —dijo Dance suavemente.
—Bueno, está bien… —Tragó saliva y se puso muy colorado—. Hicimos un trato. Iba a matarme. Estoy seguro. Le dije que si me encontraban vivo… —Se le saltaron las lágrimas. Era duro contemplar su angustia, pero Kathryn necesitaba entender a Pell y saber por qué seguía vivo Billy cuando otras dos personas habían muerto en parecidas circunstancias.
—Continúa —le animó con suavidad.
—Le dije que, si me dejaba vivir, haría cualquier cosa por él. Me refería a darle dinero o lo que fuese. Pero dijo que quería… Bueno, vio la foto de mi mujer y le gustó. Así que… me pidió que le contara las cosas que hacíamos. Ya sabe, cosas íntimas. —Fijó la mirada en el suelo del garaje—. Quería saber todos los detalles. Y digo todos.
—¿Qué más? —insistió la agente.
—Nada más. Fue muy embarazoso.
—Billy, por favor, cuéntamelo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Le temblaba el mentón.
—¿Qué?
Respiró hondo.
—Se quedó con mi número de teléfono. Y dijo que me llamaría alguna noche. El mes que viene, a lo mejor, o dentro de seis meses. Que nunca sabría cuándo. Y que cuando llamara, mi mujer y yo tendríamos que meternos en el dormitorio. Y ya sabe… —Se le atascaron las palabras en la garganta—. Que tendría que dejar el teléfono descolgado para que pudiera oírnos. Y que Pam tendría que decir unas cosas que me dijo.
Dance miró a O’Neil, que exhaló suavemente.
—Le atraparemos antes de que eso ocurra.
Billy se limpió la cara.
—Estuve a punto de decirle: «No, cabrón. Mátame si quieres». Pero no pude.
—Ve a ver a tu familia. Y márchate de la ciudad unos días.
—Estuve a punto de decírselo, de verdad.
Un auxiliar médico le condujo a la ambulancia.
—¿A qué demonios nos enfrentamos? —murmuró O’Neil.
Eso mismo estaba pensando Dance.
—Detective, he encontrado un teléfono —anunció un ayudante de la Oficina del Sheriff, acercándose a ellos—. Estaba en una papelera, calle arriba. La batería estaba en otra, en la acera de enfrente.
—Buen trabajo —le dijo O’Neil.
Kathryn le pidió un par de guantes de látex a TJ, se los puso, cogió el teléfono y colocó la batería. Encendió el aparato y miró las llamadas recientes. No se había recibido ninguna, pero se habían hecho cinco desde la hora de la fuga. Dictó los números a O’Neil, que estaba de nuevo al teléfono con la oficina de apoyo técnico. Comenzaron de inmediato la búsqueda.
El primero era un número inexistente. Ni siquiera el prefijo era real, lo que significaba que la llamada que presuntamente había hecho Pell para darle a su cómplice la dirección de Billy no había tenido lugar. Sólo había querido asustarle para que cooperara.
La segunda y la tercera llamadas eran a otro número, que resultó ser un móvil de prepago. Estaba desconectado o, más probablemente, había sido destruido. Era imposible localizar la señal.
Los dos últimos números fueron de más ayuda. Pell había llamado primero a un servicio de información telefónica con prefijo de Utah. El último número (el que posiblemente le habían dado en información) pertenecía a un camping de caravanas a las afueras de Salt Lake City.
—Bingo —dijo TJ.
Dance llamó al número y se identificó. Preguntó si habían recibido una llamada hacía unos cuarenta minutos. La empleada le dijo que sí: había llamado un señor de Misuri que iba de viaje hacia el oeste y quería saber cuánto costaba semanalmente aparcar una caravana pequeña en el camping.
—¿Alguna otra llamada sobre esa hora?
—Mi madre y dos huéspedes del camping, quejándose de no sé qué. Nada más.
—¿Dijo ese señor cuándo llegaría?
—No.
Kathryn le dio las gracias y le dijo que les llamara inmediatamente si aquel hombre volvía a ponerse en contacto con ellos. Explicó a TJ y a O’Neil lo que le había dicho la encargada del camping y luego llamó a un amigo suyo, capitán de la jefatura de policía de Salt Lake City, al que le explicó la situación. Su amigo se comprometió a enviar de inmediato un equipo de vigilancia al camping.
Dance posó la mirada en el conductor de la furgoneta, que seguía mirando el suelo, abatido. Le dio lástima. El horror que había experimentado ese día (no tanto por el secuestro mismo, sino por el bochorno de su acuerdo con Pell) le acompañaría el resto de sus días.
Pensó de nuevo en Morton Nagle. Billy había escapado con vida, pero era otra víctima de Daniel Pell.
—¿Le digo a Overby lo de Utah? —preguntó TJ—. Querrá que se corra la voz.
Una llamada telefónica interrumpió a Kathryn.
—Espera un momento —le dijo al joven agente. Contestó al teléfono. Era el informático de la cárcel de Capitola. Parecía eufórico cuando le dijo que había logrado encontrar una de las páginas que había visitado Pell, relacionada con la búsqueda de Helter Skelter.
—Fue muy ingenioso —comentó—. No creo que tuviera ningún interés en el término mismo. Lo utilizó para encontrar un foro en el que la gente cuelga mensajes sobre crímenes y asesinatos. Se llama Homicidio. Hay distintas categorías, según el tipo de crimen. El efecto Bundy es sobre asesinos en serie. Ya sabe, por Ted Bundy. La sección Helter Skelter está dedicada a asesinos sectarios. He encontrado un mensaje que colgaron el sábado, y creo que iba dirigido a Pell.
—Y no escribió directamente la dirección del foro en la barra de direcciones por si registrábamos el ordenador y encontrábamos la página —dijo Dance.
—Exacto. En vez de eso, utilizó el motor de búsqueda.
—Muy listo. ¿Puede averiguar quién colgó ese mensaje?
—Era anónimo. No hay forma de rastrearlo.
—¿Y qué decía?
Le leyó el breve mensaje, de apenas unos renglones. No había duda de que su destinatario era Pell. Aclaraba detalles de última hora del plan de fuga. El autor del mensaje añadía además otra cosa al final del texto. Dance la escuchó sacudiendo la cabeza. No tenía sentido.
—Perdone, ¿podría repetir eso?
El técnico repitió lo que acababa de leer.
—Está bien —dijo la agente—. Se lo agradezco mucho. Envíeme una copia. —Le dio su dirección de correo electrónico.
—Si puedo hacer algo más, avíseme.
Kathryn cortó la conexión y se quedó callada un momento, intentando comprender el mensaje. O’Neil notó que estaba preocupada, pero no quiso molestarla preguntándole qué le pasaba.
Dance debatió consigo misma y por fin tomó una decisión. Llamó a Charles Overby y le habló del camping para caravanas de Utah. La noticia entusiasmó a su jefe. Ya tenía algo concreto que ofrecer a los medios de comunicación.
Luego, pensando en la conversación que había tenido con Eddie Chang sobre su hipotética cita con Pell, llamó a Rey Carraneo y le hizo otro encargo. El joven policía pareció tardar en digerir su petición y luego dijo, indeciso:
—Sí, claro, agente Dance.
Kathryn no podía reprochárselo: era un encargo poco ortodoxo, como mínimo. Aun así, añadió:
—Y ponga toda la carne en el asador.
—¿Eh?
Dedujo que Carraneo no había oído nunca aquella expresión.
—Que actúe con decisión.