12

Lo había hecho, su preciosa lo había hecho.

Había seguido las instrucciones a la perfección. Había sacado el martillo del garaje de su tía en Bakersfield (¿cómo lo había descubierto Kathryn Dance?); había hecho grabar la cartera con las iniciales de Robert Herron y colocado ambas cosas en el pozo de Salinas; había fabricado la mecha para la bomba incendiaria (decía que era tan fácil como seguir una receta para hacer una tarta); había dejado en su sitio la bolsa con el traje ignífugo y el cuchillo; y había escondido la ropa debajo de un pino.

Pell, sin embargo, no estaba muy seguro de que fuera capaz de mirar a la gente a los ojos y mentir. Por eso no había querido que condujera el coche en el que había escapado de los juzgados. De hecho, se había asegurado de que no estuviera por allí cerca en el momento de la fuga. No quería que la pararan en un control de carretera y que se descubriera todo porque ella se pusiera colorada y empezara a tartamudear.

Ahora, mientras conducía descalza (cosa que a Pell le resultaba chocante), con una sonrisa de felicidad en la cara, Jennie Marston hablaba por los codos con aquella voz suya, tan sensual, y él se preguntaba si se había tragado lo que le había contado, que él no tenía nada que ver con la muerte de aquella gente en los juzgados. Pero si había algo que no dejaba de asombrarle, después de tantos años consiguiendo que los demás hicieran lo que él quería, era la frecuencia con que la gente mandaba la lógica y el instinto de supervivencia al garete y se limitaba a creer lo que quería; es decir, lo que él quería que creyeran.

Eso no significaba, sin embargo, que Jennie fuera a tragarse todo lo que le dijera, y teniendo en cuenta lo que había planeado para los días siguientes, tendría que vigilarla de cerca para comprobar hasta qué punto estaba dispuesta a ayudarle y qué cosas la hacían recular.

Circulaban siguiendo una complicada ruta de carreteras secundarias, evitando las principales, en las que podía haber controles.

—Me alegra que estés aquí —dijo ella, indecisa, al posar la mano sobre su rodilla con ambivalente desesperación.

Pell sabía lo que sentía: se debatía entre el ansia de dar rienda suelta a su amor por él y el miedo a asustarle. Ganaría el arrebato amoroso, como ocurría siempre con mujeres como ella. Daniel Pell conocía muy bien a las Jennie Marston de este mundo, mujeres ansiosas que acudían, jadeantes, al reclamo de los chicos malos. Las conocía desde hacía años, cuando era un delincuente habitual. Si estando en un bar dejabas caer que habías estado en prisión, la mayoría de las mujeres pestañeaban y ya no volvían la vez siguiente que iban al aseo. Pero había algunas que se ponían cachondas cuando les hablabas en voz baja de los delitos que habías cometido y del tiempo que habías pasado en la cárcel. Sonreían de cierta manera, se inclinaban hacia ti y siempre querían saber algo más de tu lado oscuro.

Incluido el asesinato, dependiendo de cómo lo adornaras. Y Daniel Pell sabía cómo adornar las cosas. Sí, Jennie, aquella cocinera flacucha, era la típica novia del delincuente aunque no lo pareciera al verla, con el pelo liso y rubio, la cara bonita afeada por una nariz deforme, y aquella pinta de mamá de barrio residencial vestida para asistir a un concierto de Mary Chapin Carpenter.

Difícilmente daba el tipo de las que escribían a los condenados a cadena perpetua en sitios como Capitola.

Estimado Daniel Pell:

Usted no me conoce, pero vi un especial sobre usted en televisión y estoy convencida de que no contaron toda la verdad. Además, he comprado todos los libros que he encontrado sobre usted y los he leído, y es usted un hombre fascinante. Y aunque de verdad hiciera lo que dicen que hizo, estoy segura de que fue debido a circunstancias extremas. Lo vi en sus ojos. Miraba a la cámara, pero era como si me estuviera mirando directamente a mí. Tengo un pasado parecido al suyo, me refiero a su niñez (o a su ¡falta de niñez!), y entiendo muy bien de dónde procede. Lo digo completamente en serio. Si quiere, puede escribirme.

Atentamente,

Jennie Marston

No era la única, claro. Daniel Pell recibía muchas cartas, algunas alabándole por haber matado a un capitalista; otras, condenándole por haber masacrado a una familia; unas cuantas ofreciéndole consejo, y otras pidiéndoselo. Las declaraciones de amor también eran numerosas. La mayoría de las señoras (y de los caballeros) perdían fuelle pasadas unas pocas semanas, a medida que se imponía la razón. Pero Jennie no sólo había persistido, sino que sus cartas se habían ido haciendo cada vez más apasionadas.

Mi queridísimo Daniel:

Hoy iba conduciendo por el desierto, cerca del observatorio de Monte Palomar, donde tienen ese telescopio gigante. El cielo era inmenso, estaba oscureciendo y empezaban a salir las estrellas. No paraba de pensar en ti. Sobre eso que decías de que nadie te entiende y de que todo el mundo te culpa de cosas malas que no has hecho, y de lo duro que debe ser. Ellos no ven tu interior, no ven la verdad. No como yo. Tú no lo dices porque eres muy modesto, pero ellos no ven lo perfecto que eres.

Paré el coche, no pude evitarlo, y empecé a tocarme por todas partes, ya sabes haciendo qué (¡seguro que lo sabes, pillín!). Hicimos el amor allí, tú y yo, mirando las estrellas. Digo que lo hicimos porque estabas conmigo en espíritu. Haría cualquier cosa por ti, Daniel…

Fueron esas cartas (reflejo de su total falta de autocontrol y de su extraordinaria credulidad) las que hicieron que Pell se decantara por ella para escapar.

—Has tenido cuidado en todo, ¿verdad? —preguntó ahora—. ¿No pueden rastrear el coche?

—No. Lo robé de un restaurante. Había un tipo con el que salí hace un par de años. Bueno, no nos acostábamos, ni nada —se apresuró a añadir, y Pell dedujo que habían pasado mucho tiempo jodiendo como conejos, lo cual a él le traía sin cuidado. Ella prosiguió—: Ese amigo mío trabajaba en el restaurante y, cuando iba por allí, me fijaba en que nadie prestaba atención a la caja donde el aparcacoches guardaba las llaves. Así que el viernes me fui hasta allí en autobús y esperé al otro lado de la calle. Cogí las llaves cuando los aparcacoches estaban ocupados. Elegí el Thunderbird porque la pareja que iba en él acababa de entrar, así que tardaría un buen rato en salir. En menos de diez minutos estaba en la ciento uno.

—¿Hiciste el viaje de un tirón?

—No, pasé la noche en San Luis Obispo, pero pagué en metálico, como me dijiste.

—Y quemaste todos los correos electrónicos, ¿verdad? ¿Antes de irte?

—Ajá.

—Bien. ¿Tienes los mapas?

—Sí, claro. —Dio unas palmaditas a su bolso.

Pell echó un vistazo a su cuerpo. La leve prominencia de los pechos, el trasero y las piernas flacas. Su larga melena rubia. Las mujeres te dejaban saber desde el principio qué clase de libertades podías tomarte con ellas, y él sabía que podía tocar a Jennie cuando y donde quisiera. Le puso la mano en la nuca. Qué delgada y frágil. Ella dejó escapar un sonido parecido a un ronroneo.

La hinchazón que sentía dentro siguió aumentando.

El ronroneo también.

Pell esperó todo lo que pudo.

Pero se impuso la burbuja.

—Para ahí, nena. —Señaló una carretera, bajo un grupo de robles. Parecía ser el camino de entrada a una granja abandonada en medio de un campo lleno de hierbajos.

Ella pisó el freno y se apartó de la carretera. Pell miró en derredor. No se veía un alma.

—¿Aquí?

—Este sitio está bien.

Bajó la mano por su cuello y la deslizó por la pechera de su blusa rosa. La blusa parecía nueva. Pell comprendió que se la había comprado especialmente para él.

Le levantó la cara y pegó sus labios a los de ella con suavidad, sin abrir la boca. La besó despacio y luego se apartó para que fuera ella quien le buscara. Cuanto más la provocaba, más frenética se ponía ella.

—Te quiero dentro de mí —susurró Jennie, y estiró el brazo hacia el asiento de atrás. Pell oyó el crujido de una bolsa. En la mano de Jennie apareció un preservativo.

—No tenemos mucho tiempo, nena. Nos están buscando.

Ella captó el mensaje.

Por inocentes que parecieran, las mujeres que se enamoraban de los chicos malos sabían muy bien lo que hacían (y Jennie Marston no parecía en absoluto inocente). Se desabrochó la blusa, se inclinó sobre el asiento del pasajero y comenzó a frotar su sujetador con relleno contra la bragueta de Pell.

—Échate hacia atrás, cariñito. Cierra los ojos.

—No.

Ella titubeó.

—Quiero verte —susurró él.

Nunca les des más poder del necesario.

Más ronroneos.

Ella le bajó la cremallera y se inclinó.

Unos minutos después, Pell había acabado. Jennie era tan hábil como parecía (no tenía muchos recursos, pero sabía sacar partido a los que tenía), y no estuvo mal, aunque cuando estuvieran a solas en una habitación de hotel, él subiría considerablemente las apuestas. Pero, de momento, tendría que conformarse con aquello. Y en cuanto a ella, Pell sabía que se daba por satisfecha con su orgasmo explosivo y abundante.

Fijó los ojos en ella.

—Eres maravillosa, preciosa. Ha sido muy especial.

Estaba tan borracha de emoción que hasta el diálogo de película porno más trillado le habría sonado como la declaración de amor de una novela trasnochada.

—¡Oh, Daniel!

Él se recostó en el asiento para colocarse la ropa.

Jennie se abotonó la blusa. Pell miró la tela rosa, el encaje, las puntas metálicas del cuello.

Ella se dio cuenta.

—¿Te gusta?

—Es bonita. —Miró por la ventanilla y se quedó contemplando los campos que había alrededor. No le preocupaba la policía, sino ella. Era consciente de que estaba mirándose la blusa.

—Es horriblemente rosa —dijo Jennie en tono vacilante—. Demasiado, a lo mejor. Pero la vi y se me ocurrió comprarla.

—No, está bien. Es interesante.

Mientras se abrochaba los botones, él miró los adornos de perla, el encaje, los puños. Seguramente había tenido que trabajar toda una semana para comprársela.

—Luego me cambio, si quieres.

—No, si a ti te gusta, está bien —contestó él modulando cuidadosamente su voz, como un cantante dando una nota difícil. Miró de nuevo la blusa; después se inclinó hacia delante y besó a Jennie. En la frente, no en la boca, claro. Volvió a contemplar los campos—. Deberíamos volver a la carretera.

—Claro. —Quería que le dijera algo más sobre la blusa. ¿Qué tenía de malo? ¿Acaso odiaba el rosa? ¿Había tenido una novia con una camisa igual? ¿Empequeñecía mucho sus tetas?

Pero él no dijo nada, claro.

Le tocó la pierna, y ella sonrió y puso el coche en marcha. Regresó a la carretera, mirando una última vez la blusa, y Pell comprendió que no volvería a ponérsela. Su objetivo había sido que la tirara; estaba seguro de que lo haría.

Lo más irónico de todo era que la blusa le sentaba estupendamente, y que a él le gustaba bastante.

Pero hacerle aquel reproche sutil y observar su reacción le permitió hacerse una idea precisa de qué podía esperar de ella. De lo fácil de controlar y lo leal que era.

Un buen maestro siempre sabe en qué fase de aprendizaje están sus alumnos.

*****

Sentado en el despacho de Kathryn, Michael O’Neil se balanceaba hacia delante y hacia atrás, con la silla apoyada en las patas traseras y los pies sobre la maltratada mesa de café. Era su modo favorito de sentarse. (Dance achacaba aquella costumbre a su energía nerviosa, y a algunas otras cuestiones que, dada su amistad, prefería no analizar en profundidad).

O’Neil, TJ Scanlon y Dance tenían la vista clavada en el teléfono de la agente, por cuyo altavoz se oía la voz del técnico informático de la prisión de Capitola.

—Pell se conectó a Internet ayer —explicaba—, pero al parecer no mandó ningún correo. Por lo menos, ayer. Los días anteriores, no sé. Ayer sólo estuvo navegando por la red. Borró las páginas que había visitado, pero olvidó borrar también las peticiones de búsqueda. He encontrado lo que estuvo buscando.

—Continúe.

—Buscó en Google «Alison» y «Nimue». Buscó los dos nombres juntos, como términos restrictivos.

Kathryn pidió que les deletreara los nombres.

—También buscó otra cosa. Helter Skelter.

O’Neil y Dance cambiaron una mirada de preocupación. Helter Skelter era el título de una canción de los Beatles que obsesionaba a Charles Manson, quien había utilizado esa expresión para referirse a una inminente guerra racial en Estados Unidos. Era también el título de un libro muy premiado acerca del líder sectario, escrito por el hombre que se había encargado de su procesamiento.

—Luego entró en Visual-Earth punto com. Es como Google Earth. Pueden verse fotografías por satélite de prácticamente cualquier punto del globo.

Genial, pensó la agente. Pero no lo era. Resultó que no había forma de saber qué había buscado exactamente.

—Podrían ser las autopistas de California, o París, o Cayo Hueso, o Moscú.

—¿Y qué es «Nimue»?

—Ni idea.

—¿No significa nada en Capitola?

—No.

—¿Hay alguna empleada de la prisión que se llame Alison?

—No —contestó la voz incorpórea del técnico—. Pero iba a decirles que tal vez pueda averiguar en qué páginas entró. Depende de si sólo las borró o las destruyó. Si las destruyó, olvídense. Pero si sólo las mandó a la papelera, quizá pueda encontrarlas flotando por ahí, en el espacio libre del disco duro.

—Le agradeceremos cualquier cosa que pueda hacer —dijo Dance.

—Me pondré enseguida con ello.

Ella le dio las gracias y colgaron.

—TJ, busca «Nimue».

Los dedos del agente volaron sobre el teclado. Un instante después aparecieron los resultados y TJ fue pasándolos con el ratón.

—Hay cientos de miles de coincidencias —dijo pasados unos minutos—. Por lo visto hay un montón de gente que lo usa como nombre clave.

—Alguien a quien Pell conocía a través de Internet —comentó O’Neil—. O un apodo. O el apellido de alguien.

—Y también marcas comerciales —prosiguió TJ sin apartar los ojos de la pantalla—. Cosmética, equipos electrónicos… Mmm…, artículos eróticos… Nunca había visto uno de estos.

—Concéntrate, TJ —intervino Dance.

—Perdón. —Siguió pasando páginas—. Esto tiene interés. Hay muchas referencias al rey Arturo.

—¿El de Camelot?

—Supongo que sí. —Siguió leyendo—. Nimue era la Dama del Lago. Un tal mago Merlín se enamoró de ella. Él tenía como cien años y ella dieciséis. Madre mía, esto sí que daría para un programa de televisión. —Leyó un poco más—. Merlín le enseñó el arte de la hechicería. Y ella le entregó al rey Arturo una espada mágica.

Excalibur —dijo O’Neil.

—¿Qué? —preguntó TJ.

—La espada. Excalibur. ¿No habías oído nunca esa historia?

—No. No estudié chorradas de esas en la universidad.

—Me gusta la idea de que sea alguien a quien intentaba encontrar. Coteja «Nimue» con «Pell, Alison, California, Carmel, Croyton». ¿Se os ocurre algo más?

—Las mujeres —sugirió O’Neil—: Rebecca Sheffield, Samantha McCoy y Linda Whitfield.

—Bien.

Tras varios minutos tecleando vertiginosamente, el agente miró a Dance.

—Lo siento, jefa. Nada.

—Comprueba los términos de búsqueda en el VICAP, el NCIC y las demás bases de datos policiales.

—Enseguida.

Kathryn miraba fijamente las palabras que había anotado. ¿Qué significaban? ¿Por qué se había arriesgado Pell a conectarse a Internet para buscarlas?

Helter Skelter, Nimue, Alison…

¿Y qué había buscado en Visual-Earth? ¿Un lugar al que pensaba huir, o en el que planeaba robar?

—¿Qué hay de las pruebas que han recogido en los juzgados? —le preguntó a O’Neil.

El detective consultó sus notas.

—Nada significativo. Estaba casi todo quemado o derretido. La gasolina iba en botellas de leche de plástico, dentro de una maleta barata con ruedas, de las que se venden en miles de sitios: en Wal-Mart, en Target y tiendas así. La bolsa y el traje ignífugos los fabrica Protection Equipment, una empresa de Nueva Jersey. Están disponibles en todo el mundo, pero la mayoría se venden en el sur de California.

—¿Por los incendios forestales?

—No, por las películas. Los utilizan los dobles, los actores especialistas en escenas peligrosas. Se venden en una docena de tiendas. Pero no hay mucho que nos pueda ayudar. No llevaban número de serie y no se han podido extraer huellas de la bolsa, ni del traje. Los aditivos que llevaba la gasolina demuestran que era de BP, pero es imposible determinar la gasolinera exacta. La mecha era casera. Una cuerda empapada en productos químicos de combustión lenta. Ninguno de ellos rastreable.

—TJ, ¿qué se sabe de la tía?

—De momento, nada. Pero espero noticias de un momento a otro.

Sonó el teléfono de Kathryn. Era otra llamada de Capitola. La directora estaba con el preso que decía tener cierta información sobre Daniel Pell. ¿Quería ella hablar con él?

—Claro. —Pulsó la tecla que activaba el altavoz—. Soy la agente Dance. Estoy con el detective O’Neil.

—Hola. Soy Eddie Chang.

—Eddie —añadió la directora de la prisión— está cumpliendo entre cinco y ocho años por atraco a un banco. Está en Capitola porque puede ser un poco… escurridizo.

—¿Conocía bien a Daniel Pell? —preguntó Kathryn.

—No mucho, la verdad. Nadie le conocía. Pero, ya se sabe, como yo no era una amenaza para él, se abría conmigo hasta cierto punto.

—¿Y tiene información sobre él?

—Sí, señora.

—¿Por qué quiere ayudarnos? —preguntó O’Neil.

—Dentro de seis meses podrían concederme la condicional. Me vendrá bien ayudarles. Siempre y cuando le atrapen, claro. Si no, creo que me quedaré aquí hasta que le cojan, ahora que me he chivado.

—¿Hablaba Pell de alguna novia, o de alguien de fuera? —preguntó O’Neil—. ¿De alguna mujer en particular?

—Fanfarroneaba de todas las mujeres con las que había estado. Nos contaba unas historias estupendas. Era como ver una película porno. Madre mía, cómo nos gustaban sus historias.

—¿Recuerda algún nombre? ¿A una tal Alison?

—Nunca mencionaba nombres.

Después de lo que le había contado Tony Waters, Dance sospechaba que Pell se inventaba aquellas historias pornográficas y que las utilizaba como incentivo para conseguir que los internos le hicieran favores.

—Bien, ¿qué quería contarnos? —preguntó.

—Tengo una idea sobre dónde podría ir. —Kathryn y O’Neil se miraron—. Cerca de Acapulco, a Santa Rosario, un pueblecito de las montañas.

—¿Por qué allí?

—Bueno, hará cosa de una semana estábamos sentados charlando y había un tío nuevo, un tal Felipe Rivera, que está cumpliendo cadena perpetua porque se le fue el gatillo cuando estaba robando un coche. Estábamos hablando y Pell se enteró de que era de México. Así que empezó a preguntarle por ese pueblo, Santa Rosario. Rivera no lo conocía, pero Pell estaba deseando que le contara cosas, así que se puso a describirle el pueblo como si quisiera refrescarle la memoria. Tiene fuentes termales, y no está cerca de ninguna carretera principal, pero no muy lejos hay una montaña muy empinada… El caso es que Rivera no se acordaba de nada, y Pell acabó por callarse y cambió de tema. Así que he pensado que quizás esté pensando en ir allí.

—¿Alguna vez había hablado de México con anterioridad? —preguntó Dance.

—Puede ser. Pero no me acuerdo.

—Piense, Eddie. Hace seis meses, pongamos, o un año. ¿Alguna vez habló Pell de algún lugar al que le habría gustado ir?

Otra pausa.

—No. Lo siento. No recuerdo que dijera nunca «tengo que ir a tal o cual sitio porque es cojonudo», ni nada por el estilo.

—¿Y algún sitio por el que mostrara interés? ¿O curiosidad?

—Bueno, un par de veces habló de ese sitio, donde los mormones.

—Salt Lake City.

—No. El estado. Utah. Le gustaba que se pudiera tener un montón de mujeres.

La Familia…

—Decía que en Utah la policía no te da problemas porque los que mandan son los mormones y que no les gusta que el FBI y la policía anden husmeando por ahí. Que en Utah se puede hacer lo que uno quiere.

—¿Cuándo le dijo eso?

—No sé. Hace tiempo. El año pasado. Y luego otra vez, hará cosa de un mes.

Dance miró a O’Neil y este asintió con un gesto.

—¿Puede esperar un momento? Enseguida vuelvo a llamar.

Chang soltó una carcajada.

—¿Y adónde iba a ir?

Kathryn cortó la conexión y llamó a Linda Whitfield y después a Rebecca Sheffield. Ninguna de las dos tenía constancia de que Pell se hubiera interesado alguna vez por México o Utah. En cuanto a la atracción que podía ejercer sobre él la poligamia mormona, Linda dijo no recordar que hubiera hablado de ello. Rebecca, por su parte, se echó a reír.

—A Pell le gustaba acostarse con varias mujeres. Que es distinto a estar casado con varias mujeres. Muy, muy distinto.

La agente y O’Neil subieron al despacho de Charles Overby y le informaron de los posibles destinos de Pell, así como de las tres referencias que habían encontrado en la búsqueda de Google y de los resultados de la inspección forense en el lugar de los hechos.

—¿Acapulco?

—No. Estoy segura de que eso era un señuelo. Preguntó por ese pueblo la semana pasada y delante de otros reclusos. Es demasiado evidente. Utah es más probable. Pero tengo que averiguar algo más antes de dar mi opinión al respecto.

—Pues dale prioridad, Kathryn —ordenó Overby—. Acabo de recibir una llamada del New York Times. —Sonó su teléfono.

—Sacramento en la dos, Charles —dijo su ayudante.

Overby suspiró y levantó el teléfono.

Dance y O’Neil se marcharon, y nada más salir al pasillo sonó también el teléfono del ayudante jefe.

Mientras caminaban, ella miró varias veces a su compañero. Las muestras de afecto de Michael O’Neil (sus signos de emoción), aunque prácticamente invisibles casi todo el tiempo, eran evidentes para ella. Dedujo que se trataba de Juan Millar. Veía claramente lo disgustado que estaba por su compañero herido. No recordaba la última vez que le había visto tan preocupado.

Colgó y le resumió el estado del detective: seguía igual, pero había vuelto en sí una o dos veces.

—Vete a verle —dijo Kathryn.

—¿Estás segura?

—Yo voy a estar aquí.

De camino a su despacho, se detuvo a servirse un poco más de café de la cafetera que había junto a la mesa de Maryellen Kresbach. Su ayudante no le dio ningún otro recado, aunque tuvo la impresión de que quería hacerlo.

Ha llamado Brian…

Esta vez, cogió una de las galletas de chocolate con las que había estado fantaseando. Se sentó a su mesa y llamó a Chang y a la directora de la prisión.

—Sigamos adelante, Eddie. Quiero que me cuentes más cosas de Pell. Cualquier cosa que recuerdes. Lo que decía, lo que hacía. Cuándo se reía, cuándo se enfadaba…

Un silencio.

—No sé qué decirle, la verdad. —Parecía confuso.

—Bueno, ¿qué te parece si hacemos una cosa? Imagínate que intentas convencerme para que salga con Pell. ¿Qué me dirías sobre él antes de la cita?

—¿Una cita con Daniel Pell? Qué mal rollo, joder.

—Haz lo que puedas, Cupido.