11

El hombre, corpulento y vestido con el uniforme del Departamento de Penitenciarías y Reinserción del Estado de California, se sentó frente a la mesa. Era esta un mueble funcionarial y de batalla sobre el que había diversos bolígrafos desparejados, un flexo, varias menciones de honor y algunas fotografías: de sus dos hijos, de ella con un hombre atractivo y de cabello cano, de sus padres y de sus dos perros, cada uno con un niño. Encima del laminado barato de la mesa descansaban también una docena de expedientes, todos ellos boca abajo.

—Es terrible —dijo Tony Waters, el guardia del Centro Penitenciario de Capitola—. No sabe usted cuánto.

Dance advirtió un rastro de acento del sureste en la voz angustiada del guardia. La península de Monterrey atraía a gentes de todas partes. Ella y Waters estaban solos en ese momento. Michael O’Neil estaba revisando las pruebas forenses recogidas en el lugar de la fuga.

—¿Está usted a cargo del ala en la que estaba internado Pell? —preguntó Kathryn.

—Así es. —Fornido y cargado de espaldas, Waters se echó hacia delante en la silla. Tenía unos cincuenta y cinco años, calculó la agente.

—¿Le dijo algo Pell que pueda darnos alguna pista sobre adónde ha podido dirigirse?

—No, señora. Me he estado estrujando el cerebro desde que se fugó. Fue lo primero que pensé cuando me enteré. Me senté y me puse a pensar en todo lo que me había dicho la semana pasada, y antes. Pero no, nada. Para empezar, Daniel no hablaba mucho. Por lo menos con nosotros, los guardias.

—¿Pasaba tiempo en la biblioteca?

—Muchísimo. Leía todo el tiempo.

—¿Podrán decirme qué leía?

—No, no se registra, y los reclusos no pueden sacar libros.

—¿Qué me dice de sus visitas?

—Este último año no ha ido nadie a verle.

—¿Y llamadas telefónicas? ¿Esas sí se registran?

—Sí, señora. Pero no se graban. —Se quedó pensando—. No recibía muchas, aparte de las de los periodistas que llamaban para pedirle una entrevista. Pero él nunca les devolvía la llamada. Creo que habló con su tía una o dos veces, quizá. No recuerdo ninguna otra llamada.

—¿Y los ordenadores? ¿El correo electrónico?

—Los presos no tienen. Para nosotros sí hay, claro. Están en una zona especial, un área controlada. Somos muy estrictos en eso. He estado dándole vueltas, ¿sabe?, y si se comunicó con alguien de fuera…

—Cosa que tuvo que hacer —puntualizó Dance.

—Sí. Tuvo que ser a través de algún preso que haya salido en libertad. Quizá convengan que lo comprueben.

—Ya he pensado en ello. He hablado con la directora de la prisión. Me ha dicho que este último mes sólo han salido en libertad dos presos, y que los funcionarios encargados de vigilar su libertad condicional habían contactado con ellos esta misma mañana. Pero puede que hayan llevado algún mensaje a otra persona. Lo estamos comprobando.

Waters había llegado con las manos vacías y Kathryn, que lo había notado, preguntó:

—¿Le dijeron que trajera el contenido de la celda de Pell?

El semblante del guardia se ensombreció. Sacudió la cabeza y bajó la mirada.

—Sí, señora. Pero estaba vacía. No había nada de nada. Llevaba varios días vacía, de hecho. —Levantó los ojos y tensó los labios como si estuviera debatiéndose. Luego bajó de nuevo la mirada y añadió—: No me di cuenta.

—¿De qué?

—Mire, he trabajado en San Quintín, en Soledad y en Lompoc. Y en media docena de cárceles más. Y aprendemos a estar atentos a ciertas cosas. Verá, si se está preparando algo gordo, las celdas de los presos cambian. Desaparecen cosas. A veces es una prueba de que van a intentar fugarse, o de que han hecho algo, o van a hacerlo, y no quieren que nos enteremos. Porque saben que después miraremos la celda con microscopio.

—Y en el caso de Pell no le llamó la atención que lo tirara todo.

—De Capitola no se ha fugado nunca nadie. Es imposible que se fuguen. Y los vigilamos tan de cerca que es casi imposible que un preso se la juegue a otro. Que le mate, quiero decir. —Waters parecía acalorado—. Debería haberme dado cuenta. Si hubiera estado en Lompoc, me habría enterado enseguida de que estaba tramando algo. —Se frotó los ojos—. La he fastidiado.

—Es mucho suponer que un preso vaya a fugarse sólo porque ha recogido su celda —observó Dance, intentando tranquilizarle.

Waters se encogió de hombros y se examinó las uñas. No llevaba joyas, pero ella distinguió la marca de un anillo de boda y pensó que, por una vez, aquello no era indicio de infidelidad, sino imposiciones del oficio. Seguramente, si uno se relacionaba a diario con presos peligrosos, convenía no llevar nada que pudieran robar.

—Da la impresión de que lleva usted mucho tiempo en la profesión.

—Mucho, sí. Empecé a trabajar en prisiones cuando salí del ejército. Y ahí sigo. —Se frotó el pelo cortado a cepillo, sonriendo—. A veces me parece que hace una eternidad. Y a veces me parece que fue ayer. Me quedan dos años para jubilarme. Tiene gracia, pero voy a echarlo de menos. —Parecía haberse relajado al comprender que no iban a reprocharle no haber previsto la fuga.

Dance le preguntó dónde vivía y si tenía familia. Estaba casado y levantó la mano izquierda, riendo: Dance había deducido bien. Su esposa y él tenían dos hijos, y los dos iban a ir a la universidad, añadió con orgullo.

Pero, mientras charlaban, una alarma silenciosa vibraba en la cabeza de Kathryn. Tony Waters estaba mintiendo.

Muchas mentiras pasan desapercibidas sencillamente porque la persona a la que se engaña no espera que le mientan. Dance había hecho ir a Waters con el solo propósito de informarse sobre Pell. No estaba, por tanto, llevando a cabo un interrogatorio. Si Waters hubiera sido un sospechoso, o un testigo hostil, habría buscado signos de estrés al darle él ciertas respuestas y después habría abundado en esos temas hasta que él reconociera que había mentido y, llegado cierto punto, dijera la verdad.

Pero ese proceso sólo funcionaba si se determina la línea base de conducta del sujeto antes de empezar a hacerle preguntas sensibles, cosa que Kathryn, naturalmente, no tenía motivos para hacer, puesto que había dado por sentado que Waters le diría la verdad.

No obstante, aún sin línea base de comparación, un interrogador perspicaz y con conocimientos de kinesia puede detectar a veces un comportamiento falaz. Hay dos pistas que pueden considerarse, hasta cierto punto, pruebas determinantes de que un sujeto está mintiendo: una es una ligera subida del tono de voz, provocada por la respuesta emocional que suele desencadenar el hecho de mentir, y que hace que las cuerdas vocales se tensen; la otra es hacer una pausa antes y después de contestar, debido a la dificultad intelectual que entraña mentir. El que miente tiene que pensar constantemente en lo que tanto él como otras personas han dicho con anterioridad sobre el tema, y fabricar a continuación una respuesta ficticia que sea coherente con esas declaraciones previas y con lo que cree que sabe su interlocutor.

En el transcurso de su conversación con el guardia, Dance había advertido que, en ciertos momentos, su voz subía de tono y que se detenía cuando no había razón para ello. Una vez detectado esto, analizó en retrospectiva algunos otros comportamientos y vio en ellos indicios de que mentía: ofrecía más información de la necesaria, divagaba, hacía gestos que denotaban negación (se tocaba, en particular, la cabeza, la nariz y los ojos) y también rechazo, como cuando se apartaba de ella.

En cuanto hay pruebas de engaño, una entrevista pasa a ser un interrogatorio, y la actitud del agente cambia. Había sido en ese momento cuando Dance había dejado de hacer preguntas en torno a Pell para preguntarle por asuntos sobre los que no tenía por qué mentir: su vida privada, la península, etcétera, etcétera. Su propósito era establecer la línea base de conducta de Waters.

Entre tanto, llevó a cabo su análisis estándar del sujeto, que dividía en cuatro partes, a fin de hacerse una idea de cómo podía plantear tácticamente el interrogatorio.

Primero se preguntó cuál era el papel que había desempeñado en el caso. Concluyó que Tony Waters era, en el mejor de los casos, un testigo reacio a cooperar; y, en el peor, un cómplice de Pell.

En segundo lugar, se preguntó si tenía motivos para mentir. Naturalmente. No quería que le detuvieran, ni perder su empleo por haber ayudado a escapar a Pell, ya fuera a propósito o por pura negligencia. Quizá tuviera también algún interés personal o económico para prestar ayuda al asesino.

En tercer lugar, ¿qué tipo de personalidad era la suya? Los interrogadores necesitan saberlo para amoldar su propia actitud durante el interrogatorio. ¿Deben mostrarse agresivos o conciliadores? Algunos agentes se limitan a determinar si el sujeto es introvertido o extrovertido, lo cual les da una idea bastante acertada de hasta qué punto deben mostrarse autoritarios. Dance, sin embargo, prefería abordar la cuestión desde un punto de vista más global, y procuraba asignar un código de letras extraído del indicador Myers-Briggs de tipos de personalidad, que incluye otras tres cualidades, además de la introversión y la extraversión: racional o emocional, sensorial o intuitivo, calificador o perceptivo.

Kathryn llegó a la conclusión de que Waters era racional, sensorial, calificador y extrovertido, lo que significaba que podía ser más directa con él que con otros sujetos más emocionales e introspectivos y que podía servirse de diversas técnicas de castigo y recompensa para desmontar sus mentiras.

Se preguntó, por último, qué clase de mentiroso era Waters. También entre los embusteros había diversos tipos de personalidad: así, por ejemplo, los manipuladores, o altomaquiavélicos (en honor del implacable tratadista italiano), mienten impunemente, no ven nada de malo en ello y se sirven del engaño como arma para conseguir sus fines tanto en el amor como en los negocios, la política o el delito. Otros tipos son el mentiroso social, que miente para entretener, y los adaptadores, personas inseguras que mienten para causar una impresión positiva.

Dance dedujo que, dada su hoja de servicios como guardia de prisiones y la facilidad con que había intentado tomar las riendas de la conversación y apartarla de la verdad, Waters pertenecía a otra categoría: era un actor, una persona para la que el control es esencial. No mienten con regularidad, sino sólo cuando es necesario y, aunque menos hábiles que los altomaquiavélicos, son buenos mentirosos.

Kathryn se quitó las elegantes gafas de montura roja oscura y, fingiendo que necesitaba limpiarlas, las dejó a un lado y se puso otras más estrechas y con montura metálica negra. Eran sus gafas de depredadora, las que se había puesto para interrogar a Pell. Se levantó, rodeó la mesa y se sentó en la silla, junto a Waters.

Los expertos en interrogatorios llaman «zona proxémica» al espacio inmediato que rodea a un ser humano. Dicha zona varía entre «íntima», de quince a cuarenta y cinco centímetros, y «pública», a partir de tres metros. Dance prefería que el espacio para interrogar a un sujeto se hallara dentro de la zona «personal» intermedia, en torno a los sesenta centímetros.

Waters observó aquel cambio con curiosidad, pero no dijo nada al respecto. Ella tampoco.

—Bueno, Tony, me gustaría que repasáramos otra vez un par de cosas.

—Claro, como quiera. —Apoyó el tobillo en la rodilla de la pierna contraria: un gesto que parecía relajado y que, sin embargo, era una maniobra defensiva evidente.

La agente retomó un asunto que había suscitado significativos indicadores de estrés en Waters.

—Hábleme otra vez de los ordenadores de Capitola.

—¿De los ordenadores?

Responder con una pregunta era un indicador típico de engaño; el sujeto intenta ganar tiempo para deducir adónde quiere ir a parar su interlocutor y pergeñar una respuesta.

—Sí, ¿de qué marca son?

—Bueno, yo no soy muy aficionado a la informática. No lo sé. —Dio unos golpecitos con el pie—. Dell, creo.

—¿De sobremesa o portátiles?

—Tenemos de los dos. Pero la mayoría son de sobremesa. Aunque, de todos modos, no es que haya cientos, ¿sabe? —Dibujó una sonrisa cómplice—. Los presupuestos públicos y esas cosas. —Le contó una anécdota sobre los recortes recientes en el Departamento de Penitenciarías que a Dance le resultó interesante sólo porque era un intento descarado de distraerla.

Trató de reconducir la conversación.

—Ahora, hábleme otra vez del acceso a los ordenadores en la prisión.

—Como le decía, los internos tienen prohibido usarlos.

Técnicamente, era una afirmación veraz. Pero Waters no había dicho que los reclusos no usaran los ordenadores. El engaño incluye respuestas evasivas, además de mentiras directas.

—¿Podrían tener acceso a ellos?

—Qué va.

Que era como decir que una persona estaba más o menos embarazada, o más o menos muerta.

—¿Qué quiere decir exactamente, Tony?

—Debería haber dicho que no, no pueden.

—Pero ha dicho usted que los empleados y los guardias de la prisión sí tienen acceso a ellos.

—Sí.

—Y, dígame, ¿por qué no podría usarlos un recluso?

Waters había dicho en principio que ello se debía a que los ordenadores estaban en un «área de control». Dance recordó un gesto de rechazo y un ligero cambio en el tono de voz cuando el hombre había empleado esa expresión.

El guardia se quedó callado un segundo, y ella dedujo que estaba intentando recordar lo que había dicho.

—Están en una zona de acceso restringido. Sólo se permite entrar a reclusos no violentos. Algunos echan una mano en la oficina, bajo supervisión, claro. En labores administrativas. Pero no pueden usar los ordenadores.

—¿Y Pell no podía entrar?

—Está clasificado como Uno A.

Una respuesta evasiva, notó Dance. Y un gesto de bloqueo al darla: Waters se había rascado el párpado.

—¿Y eso significa que tenía prohibido entrar en cualquier…? ¿Dónde ha dicho?

—En las zonas de acceso restringido. —De pronto recordó lo que había dicho antes—. O zonas de control.

—¿De control o controladas?

Una pausa.

—Zonas de control.

—Sería más lógico que fueran «controladas». ¿Está seguro de que no se llaman así?

Waters comenzaba a alterarse.

—Pues no sé. ¿Qué más da? Usamos los dos nombres.

—¿Y utilizan también ese término para otras zonas? ¿El despacho de la directora y el vestuario de los guardias también son zonas de control?

—Claro… Quiero decir que algunas personas usan ese término más que otras. Yo empecé a usarlo en otra prisión.

—¿En cuál?

Otra pausa.

—Pues no me acuerdo. Mire, lo he dicho como si fuera su nombre oficial o algo así, y no es más que una cosa que decimos nosotros. En la cárcel todo el mundo usa jerga. Un guardia es un «penco» y entre los internos se llaman «colega». No es nada oficial. En el CBI hacen lo mismo, ¿no? Todo el mundo lo hace.

Se trataba de un doble juego: los sujetos que mienten a menudo tratan de establecer cierta camaradería con quienes les interrogan («tú haces lo mismo») y se sirven de abstracciones y generalizaciones («todo el mundo», «en todas partes»).

Dance preguntó con voz firme y pausada:

—¿Alguna vez ha estado Daniel Pell en una habitación con ordenador en la cárcel de Capitola, con autorización o sin ella y en la zona que sea?

—Yo nunca le he visto con un ordenador, se lo juro. Sinceramente.

El estrés que produce mentir empuja a las personas a uno de estos cuatro estados emocionales: se enfadan, se deprimen, niegan en redondo o intentan salir del apuro negociando. Las palabras que acababa de usar Waters («se lo juro» y «sinceramente») eran expresiones que, sumadas a sus ademanes nerviosos, muy distintos de su línea base, hicieron comprender a Kathryn que el guardia había entrado en la fase de negación. Incapaz de aceptar lo que había hecho en la cárcel, intentaba eludir a toda costa su responsabilidad.

Es importante determinar en qué fase se halla el sujeto porque ello permite al interrogador decantarse por una táctica u otra en sus pesquisas. Cuando el sujeto está en fase colérica, por ejemplo, hay que alentarlo para que dé salida a su ira hasta que quede exhausto.

En el caso de la negación, se abordan los hechos sin rodeos.

Y eso estaba haciendo Dance.

—Usted tiene acceso a la sala donde se guardan los ordenadores, ¿verdad?

—Sí, lo tengo, ¿y qué? Todos los guardias lo tienen. Pero, oiga, ¿esto qué es? Yo estoy de su parte.

Una desviación típica de un mentiroso en fase de negación. La agente no hizo caso.

—Y dice que es posible que algunos presos entren en esa sala. ¿Alguna vez ha entrado Pell?

—A los únicos que se permite entrar es a los reclusos no violentos…

—¿Alguna vez ha entrado Pell?

—Le juro por Dios que yo no le he visto nunca.

Kathryn vio adaptadores, gestos destinados a aliviar la tensión: flexión de los dedos, tamborileo con el pie, el hombro apuntando hacia ella (como un jugador de fútbol americano en postura defensiva) y frecuentes miradas hacia la puerta (los mentirosos suelen buscar con la mirada vías por las que escapar al estrés causado por el interrogatorio).

—Debe ser la cuarta vez que no contesta a mi pregunta, Tony. Dígame, ¿ha estado Pell alguna vez en una sala con ordenador en la prisión de Capitola?

El guardia hizo una mueca.

—Lo siento. No quería ponerme, ya sabe, difícil. Es que estaba un poco alterado, supongo. Tenía la sensación de que me estaba acusando de algo. Bueno, yo nunca le vi con un ordenador, de veras. No estaba mintiendo. Estoy muy disgustado por todo este asunto. Ya puede imaginárselo. —Dejó caer los hombros y bajó la cabeza un centímetro.

—Desde luego que sí, Tony.

—Puede que sí haya estado en una sala con ordenador.

Su ataque había hecho que Waters comprendiera que era más penoso soportar el vapuleo de un interrogatorio que confesar que había estado mintiendo. Como si se hubiera pulsado un interruptor, de pronto había pasado a la fase de negociación. Ello significaba que estaba a punto de abandonar la farsa, pero que aún se reservaba parte de la verdad en un intento por escapar del castigo. Dance sabía que debía abandonar el ataque frontal y ofrecerle un modo de salvar la cara.

En un interrogatorio, el enemigo es la mentira, no el mentiroso.

—Entonces —dijo en tono cordial, echándose hacia atrás para abandonar su zona personal—, ¿es posible que Pell tuviera acceso a un ordenador en algún momento?

—Supongo que sí. Pero no lo sé con seguridad. —Bajó la cabeza aún más. Su voz era suave—. Es sólo que… Es duro dedicarse a esto. La gente no entiende lo que es ser un penco.

—Estoy segura de que no —contestó Kathryn.

—Tenemos que ser de todo, maestros y policías. Y… —bajó la voz en tono confidencial— los de administración andan siempre vigilándonos, diciéndonos que hagamos esto y aquello, que mantengamos la paz y que les avisemos si está pasando algo.

—Seguramente es como ser padre. Siempre está uno vigilando a sus hijos.

—Sí, exacto. Es como tener hijos. —Sus ojos se dilataron: una muestra de afecto que revelaba sus emociones.

Dance asintió, comprensiva.

—Está claro que se preocupa usted por los reclusos, Tony. Y por hacer bien su trabajo.

Una persona en fase de negociación ansia que la tranquilicen y la perdonen.

—En realidad, no fue nada. Lo que pasó…

—Adelante.

—Tomé una decisión.

—Tiene usted un trabajo duro. Seguro que todos los días tiene que tomar decisiones difíciles.

—¡Ja! Cada hora.

—Entonces, ¿qué tuvo que decidir?

—Está bien, verá, Daniel era distinto.

Kathryn advirtió que le llamaba por su nombre de pila. Pell le había hecho creer que eran amigos y se había aprovechado de su amistad ficticia.

—¿En qué sentido?

—Tenía ese… No sé, ese poder, o lo que fuese, sobre la gente. Los blancos, los negros, los latinos… Va donde quiere y nadie le toca. Yo nunca había visto a nadie como él en prisión. La gente hace lo que le pide, todo lo que quiere. Y le cuenta cosas.

—Así que le proporcionaba información. ¿Es eso?

—Información de la buena. Cosas de las que no podía enterarse nadie de otro modo. Como que había un guardia que vendía metanfetamina. Y que un interno tuvo una sobredosis. No teníamos modo de saber de dónde procedía la droga. Pero Pell me lo dijo.

—Apuesto a que salvó vidas.

—Desde luego que sí, señora. Y pongamos que algún interno iba a cargarse a otro. A pincharle con una chaira o lo que fuera. Daniel me lo decía.

Dance se encogió de hombros.

—Así que hacía usted un poco la vista gorda con él. Le dejaba entrar en la sala.

—Sí. En la sala hay televisión por cable, y a veces quería ver partidos que no le interesaban a nadie. Era sólo eso. No había peligro, ni nada por el estilo. La sala está en una zona de máxima seguridad. Era imposible que escapara. Yo me iba a hacer la ronda y él se quedaba viendo el partido.

—¿Cuántas veces pasó eso?

—Tres o cuatro.

—Así que ¿pudo conectarse a Internet?

—Puede que sí.

—¿Cuándo fue la última vez?

—Ayer.

—Está bien, Tony. Ahora hábleme de las llamadas telefónicas. —Recordaba haber visto un síntoma de estrés cuando Waters le había dicho que Pell no había recibido más llamadas que las de su tía: se había tocado los labios, un gesto de bloqueo. Si un sujeto confiesa una falta, a menudo es fácil hacerle confesar otra.

Waters contestó:

—Esa era otra cosa que tenía Pell, todo el mundo se lo dirá: estaba obsesionado con el sexo, obsesionado de verdad. Quería hacer llamadas a líneas eróticas y yo dejaba que las hiciera.

Pero Dance notó enseguida una desviación de la línea base y dedujo que Waters sólo estaba confesando una falta menor, lo cual suele significar que el sujeto oculta una mayor.

—¿De veras? —preguntó con aspereza, inclinándose de nuevo hacia él—. ¿Y cómo pagaba? ¿Con tarjeta de crédito? ¿O llamaba a un número novecientos?

Una pausa. La mentira de Waters no había sido premeditada: había olvidado que las líneas eróticas eran de pago.

—No me refería a que llamara a uno de esos números que vienen en la parte de atrás de los periódicos. Imagino que ha sonado así. Daniel llamaba a no sé qué mujer que conocía. Creo que era alguien que le había escrito. Recibía un montón de cartas. —Una débil sonrisa—. De admiradoras. Imagínese. Un hombre como él.

Kathryn se inclinó un poco más.

—Pero cuando usted escuchaba no estaban hablando de sexo, ¿no es cierto?

—No, yo… —Pareció darse cuenta de que no había dicho nada de escuchar. Pero ya era demasiado tarde—. No. Sólo estaban hablando.

—¿Les oía a los dos?

—Sí, estaba en la otra línea.

—¿Cuándo fue eso?

—Hará cosa de un mes, la primera vez. Y después un par de veces más. Ayer. Cuando estaba en la sala.

—¿Se registran todas las llamadas?

—No. Las locales, no.

—Si era una llamada de larga distancia, estará registrada.

Waters fijó los ojos en el suelo, abrumado.

—¿Qué ocurre, Tony?

—Le compré una tarjeta telefónica. Se llama a un número ochocientos y se marca un código, y luego el número que quieres.

Dance las conocía. Eran imposibles de rastrear.

—De verdad, tiene usted que creerme. No lo habría hecho, si no fuera porque me pasaba información… Información de la buena. Salvaba…

—¿De qué hablaban? —preguntó ella en tono cordial. Con un sujeto que confiesa, no hay que ponerse brusco. De pronto se convierte en tu mejor amigo.

—De cosas. Ya sabe. De dinero, recuerdo.

—¿Qué comentaban sobre dinero?

—Pell le preguntó cuánto había reunido y ella le dijo que nueve mil doscientos dólares. Y él dijo: «¿Nada más?».

Un sexo telefónico muy caro, se dijo la agente con sorna.

—Luego ella le preguntó por las horas de visita y él le dijo que no sería buena idea.

Así que Pell no quería que ella fuera a visitarle. No quería que quedara constancia de que habían estado juntos.

—¿Alguna idea de dónde estaba ella?

—Daniel mencionó Bakersfield. Dijo concretamente «a Bakersfield».

Le habría dicho que fuera a casa de su tía a recoger el martillo para dejarlo en el pozo.

—Ah, sí, y otra cosa de la que me acabo de acordar. Ella le habló de cardenales.

—¿De cardenales católicos?

Waters soltó una risa, aunque fuera desesperada.

—No, de pájaros. De los cardenales y los colibríes que había en el jardín. Y de comida mexicana. «La comida mexicana es un lujo», eso fue lo que dijo.

—¿Tenía algún tipo de acento étnico o regional?

—No, que yo notara.

—¿Su voz era grave o aguda?

—Grave, creo. Más bien sexi.

—¿Parecía lista o tonta?

—Caray, no sabría decirle. —Parecía agotado.

—¿Hay algo más que pueda servirnos de ayuda, Tony? Vamos, es necesario que atrapemos a ese tipo.

—Lo siento, no se me ocurre nada más.

Dance le observó un instante y llegó a la conclusión de que, en efecto, no sabía nada más.

—Está bien. Creo que eso es todo, de momento.

Waters se dirigió a la puerta, pero al llegar a ella se detuvo y miró hacia atrás.

—Siento haber estado tan aturdido. Ha sido un día muy duro.

—Ni que lo diga —contestó ella.

El guardia seguía inmóvil en la puerta, como un perro entristecido. Al ver que la agente no iba a ofrecerle el consuelo que buscaba, se marchó arrastrando los pies.

Kathryn llamó a Carraneo, que iba camino de la empresa de mensajería, y le contó lo que había conseguido sonsacarle al guardia: que la cómplice de Pell no parecía tener acento alguno y que tenía la voz grave. Quizá de ese modo el encargado se acordara de ella más claramente.

Después llamó a la directora de Capitola para contarle lo ocurrido. La directora se quedó callada un momento; luego dijo en voz baja:

—Ah.

Dance preguntó si había un técnico informático en la prisión. Lo había, y la directora se comprometió a pedirle que revisara los ordenadores del despacho de administración en busca de correos electrónicos y conexiones a Internet del día anterior. Sería fácil, puesto que el personal no trabajaba los domingos y seguramente Pell era el único que se había conectado. Si se había conectado.

—Lo lamento —dijo ella.

—Sí. Gracias.

La agente se refería no tanto a la fuga de Pell como a otra de sus consecuencias. No conocía a la directora de la prisión, pero suponía que, puesto que dirigía un centro penitenciario de máxima seguridad, tenía talento para el trabajo y se lo tomaba muy a pecho. Era una lástima que su carrera, al igual que la de Tony Waters, estuviera a punto de acabar.