Subieron al Ford y ella apoyó la cabeza en su cuello mientras Daniel observaba atentamente el aparcamiento y la carretera cercana.
Jennie estaba pensando en lo difícil que había sido aquel mes, durante el cual habían forjado su relación a través del correo electrónico y de alguna que otra llamada telefónica, y de la fantasía, claro, sin verse nunca en persona. Aun así, sabía que era mucho mejor que el amor surgiera de ese modo, en la distancia. Era como las mujeres que ocupaban el frente doméstico durante una guerra, como contaba su madre, cuando su padre estaba en Vietnam. Era todo mentira, claro, eso lo había descubierto después, pero la verdad de fondo seguía siendo válida: que el amor era, primero, cuestión de espíritu y, después, de sexo. Lo que sentía por Daniel Pell no se parecía a nada que hubiera experimentado antes.
Estaba eufórica.
Y también asustada…
Sintió que se le saltaban las lágrimas.
No, no, para. No llores. No le gustará que llores. Los hombres se enfadan cuando una llora.
Pero él preguntó con ternura:
—¿Qué te pasa, preciosa?
—Es que soy tan feliz…
—Vamos, cuéntamelo.
Pues no parecía enfadado. Jennie se lo pensó un momento. Luego dijo:
—Bueno, es que estaba dándole vueltas a la cabeza. Había unas mujeres en el supermercado… Luego puse las noticias y oí… oí que alguien había sufrido graves quemaduras. Un policía. Y también que habían muerto dos personas, apuñaladas.
Daniel le había dicho que sólo quería el cuchillo para amenazar a los guardias. No iba a hacer daño a nadie. Pero sus ojos azules se endurecieron.
—¿Qué? —le espetó.
No, no, ¿qué haces?, se dijo Jennie. ¡Ya le has hecho enfadar! ¿Por qué le has preguntado eso? ¡Ya lo has jodido todo! Su corazón aleteaba, frenético.
—Ya lo han vuelto a hacer. ¡Siempre lo mismo! Cuando me marché, no había nadie herido. Tuve mucho cuidado. Salí por la puerta de emergencia, como habíamos planeado, y la cerré. —Asintió con la cabeza—. Sí, ya sé… Claro. Había otros presos en una celda, cerca de la mía. Querían que los soltara, pero no podía. Seguro que se amotinaron y, cuando los guardias intentaron pararlos, mataron a dos. Me juego algo a que algunos tenían chairas. ¿Sabes lo que es eso?
—Navajas, ¿no?
—Navajas caseras. Eso fue lo que pasó. Y si se ha quemado alguien, habrá sido porque no ha tenido cuidado. Me fijé, y no había nadie fuera cuando crucé el fuego. Además, ¿cómo iba a atacar a tres personas yo solo? Es ridículo. Pero la policía y la prensa me estarán echando las culpas, como hacen siempre. —Tenía la cara colorada—. Soy el blanco más fácil.
—Igual que lo de esa familia, hace ocho años —contestó ella tímidamente, intentando aplacarle.
Daniel le había contado que su amigo y él habían ido a casa de Croyton, el genio de la informática, para proponerle un negocio. Pero cuando llegaron, su amigo, al parecer, tenía otras ideas: quería robar al matrimonio. A él lo dejó inconsciente de un golpe y empezó a matar a la familia. Cuando volvió en sí, intentó detenerle. Al final, tuvo que matar a su amigo en defensa propia.
—Me echaron la culpa a mí, porque ya se sabe que la gente odia que muera el asesino. Que alguien entre en un colegio, se ponga a disparar a los críos y luego se mate. Queremos al malo vivo. Necesitamos culpar a alguien. Es la naturaleza humana.
Tenía razón, se dijo Jennie. Sintió alivio, pero también temor por haberle hecho enfadar.
—Lo siento, cariño. No debería haberte dicho nada.
Esperaba que él le dijera que cerrara la boca, quizás incluso que saliera del coche y se largara. Pero, para asombro de Jennie, sonrió y acarició su pelo.
—Tú puedes preguntarme lo que quieras.
Ella volvió a abrazarlo. Sintió más lágrimas en sus mejillas y se las limpió con la mano. Se le había corrido el maquillaje. Se apartó, mirándose los dedos. Vaya. ¡Fíjate! Quería estar guapa para él.
Volvieron sus miedos, socavándola.
Oye, Jennie, ¿vas a llevar el pelo así? ¿Estás segura? ¿No prefieres llevar flequillo? Te taparía esa frente tan grande que tienes.
¿Y si no estaba a la altura de sus expectativas?
Daniel Pell tomó su cara entre sus manos fuertes.
—Preciosa, eres la mujer más guapa sobre la faz de la Tierra. Ni siquiera necesitas maquillaje.
Como si le hubiera leído el pensamiento.
Se echó a llorar otra vez.
—Me preocupaba no gustarte.
—¿Que no me gustas? Pero, nena, yo te quiero. ¿Y lo que te dije en el correo electrónico que te envié?
Jennie se acordaba de cada palabra que le había escrito. Le miró a los ojos y apretó sus manos.
—Dios mío, eres tan buena persona… —Pegó sus labios a los de él.
Aunque por lo menos una vez al día soñaba con hacer el amor con él, aquel era su primer beso. Sintió los dientes de Daniel sobre sus labios, sintió su lengua. Estuvieron así, trabados en un violento abrazo, una eternidad, o eso pareció, aunque quizá fuera sólo un segundo. Jennie había perdido la noción del tiempo. Quería sentirle dentro de ella, empujando con fuerza, y quería sentir el pulso de su pecho contra el suyo.
El amor debía empezar por el espíritu, pero el cuerpo tenía que intervenir enseguida. Deslizó la mano por su pierna desnuda y musculosa.
Él soltó una risa.
—¿Sabes qué te digo, preciosa? Que será mejor que nos larguemos de aquí.
—Claro, lo que tú quieras.
—¿Llevas encima el teléfono al que te he llamado? —preguntó él.
Le había dicho que comprara en metálico tres teléfonos de prepago. Jennie le pasó el aparato al que él la había llamado nada más escapar. Daniel lo abrió para sacar la batería y la tarjeta SIM. Fue a tirarlas a una papelera y regresó al coche.
—¿Y los otros?
Ella los sacó. Daniel le pasó uno y se guardó el otro en el bolsillo.
—Deberíamos…
Una sirena sonó muy cerca de allí. Se quedaron paralizados.
Cantos de ángeles, pensó Jennie, y recitó aquel mantra de buena suerte una docena de veces.
Las sirenas se perdieron a lo lejos.
—Vámonos, preciosa.
Ella asintió.
—Podrían volver —dijo, señalando con la cabeza hacia las sirenas.
Daniel sonrió.
—Eso no me preocupa. Sólo quiero estar a solas contigo.
Jennie sintió que un escalofrío de felicidad recorría su espalda. Era casi doloroso.
*****
La sede de la región centro-oeste del CBI, enclavada cerca de la carretera 68 y donde trabajaban decenas de agentes, era un moderno edificio de dos plantas imposible de distinguir de los que lo rodeaban: rectángulos funcionales de piedra y cristal que albergaban bufetes de abogados y consultas médicas, estudios de arquitectura, empresas informáticas y otras cosas por el estilo. Los jardines, meticulosamente cuidados, resultaban aburridos, y los aparcamientos estaban siempre medio vacíos. Gracias a las lluvias recientes, los cerros que caracterizaban la orografía del lugar eran ahora de un verde intenso. A menudo, sin embargo, el paisaje era tan marrón como el de Colorado en plena sequía.
Un avión de United Express se escoró bruscamente, descendiendo, y un instante después se enderezó y desapareció por encima de los árboles, camino del cercano aeropuerto de la península de Monterrey.
Kathryn Dance y Michael O’Neil estaban en la sala de reuniones de la planta baja del CBI, justo debajo del despacho de ella. Miraban juntos un gran mapa en el que estaban indicados los controles de carretera; esta vez, con chinchetas, no con notas adhesivas adornadas con insectos. No había ni rastro del Honda del conductor de la furgoneta, y la red de controles se había extendido hasta un radio de ciento treinta kilómetros.
Kathryn observó la cara cuadrada de O’Neil y advirtió en ella una compleja amalgama de terquedad y preocupación. Conocía bien a su compañero. Habían coincidido por primera vez hacía años, cuando ella se dedicaba a labores de asesoramiento para la selección de jurados, estudiando las actitudes y reacciones de los candidatos y aconsejando a los letrados a cuáles escoger y a cuáles rechazar. La fiscalía federal contrató entonces sus servicios para que ayudara a seleccionar al jurado de un juicio contra una organización mañosa en el que O’Neil actuaría como testigo principal. (Curiosamente, Dance había conocido a su difunto marido en circunstancias parecidas, cuando era periodista y cubría un juicio en Salinas en el que él era testigo de la acusación).
Se habían hecho amigos y mantenían desde hacía años una relación estrecha. Cuando ella decidió ingresar en la policía y encontró trabajo en la delegación regional del CBI, se descubrió colaborando a menudo con él. Y si Stan Fishburne, el entonces director de la oficina, era uno de sus mentores, O’Neil era el otro. En seis meses, le enseñó más sobre el arte de la investigación de lo que ella había aprendido en toda su formación reglada. Se complementaban a la perfección. O’Neil, hombre callado y concienzudo, prefería las técnicas policiales tradicionales, como el trabajo forense, las labores de infiltración, la vigilancia y el uso de confidentes; Kathryn, en cambio, se había especializado en la búsqueda de posibles testigos y las técnicas de entrevista e interrogatorio.
Sabía que no habría sido la misma sin la ayuda de O’Neil. Ni sin su humor y su paciencia (aparte de otras virtudes de vital importancia, como cerciorarse de que se tomaba las pastillas contra el mareo antes de salir a navegar con Michael en su barco).
A pesar de que sus capacidades respectivas y su forma de abordar el trabajo diferían, tenían idéntico instinto y estaban siempre en sintonía. A Dance le hizo gracia comprobar que, mientras estaba mirando el mapa, O’Neil también había estado pendiente de ella.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—Hay algo que te inquieta. Y no es sólo que te hayan encargado llevar el timón del caso.
—Sí. —Se quedó pensando un momento. Eso era lo que tenía O’Neil: que a menudo la obligaba a poner en orden sus ideas enmarañadas antes de hablar—. Tengo un mal presentimiento respecto a Pell —explicó—. Me da la impresión de que la muerte de los guardias no le importa lo más mínimo. Ni lo de Juan. Y ese conductor de Worldwide Express… Está muerto, ¿sabes?
—Sí, lo sé. ¿Crees que Pell quiere matar?
—No, no es que quiera o no quiera. Quiere cualquier cosa que sirva a sus intereses, por pequeños que sean. En cierto modo, eso da aún más miedo, y hace más difícil anticiparse a sus movimientos. Pero vamos a confiar en que me equivoque.
—Tú nunca te equivocas, jefa. —TJ entró en la sala llevando un ordenador portátil. Lo dejó sobre la desvencijada mesa de reuniones, debajo de un cartel en el que se leía: «Los más buscados del estado». Bajo el rótulo, como un reflejo de la demografía del estado, se veía a los diez ganadores de ese concurso: hispanos, anglosajones, asiáticos y afroamericanos, en ese orden.
—¿Has encontrado a esa tal McCoy, o a la tía de Pell?
—Todavía no. Tengo a mis chicos trabajando en ello. Pero fijaos en esto. —Ajustó la pantalla del ordenador.
Se congregaron delante de la pantalla, en la que se veía una imagen en alta resolución de la fotografía tomada por la cámara de Morton Nagle. Agrandada y más nítida, mostraba una figura con cazadora vaquera en la calzada que llevaba a la parte trasera del edificio, donde se había declarado el incendio. También se veía una maleta negra de gran tamaño.
—¿Una mujer? —preguntó O’Neil.
Podían calcular su estatura comparándola con el coche más cercano. Medía más o menos lo que Dance, en torno a un metro sesenta y ocho. Aunque era más delgada, advirtió esta. La gorra y las gafas de sol ocultaban buena parte de su cabeza y su cara, pero a través de la ventanilla del coche se veían unas caderas sólo ligeramente más anchas que las de un hombre de su estatura.
—Y ahí hay un brillo, ¿lo veis? —TJ tocó la pantalla—. Un pendiente.
Kathryn miró el agujero que el joven agente llevaba en el lóbulo, donde de vez en cuando lucía un pendiente con un diamante o una bolita metálica.
—Estadísticamente hablando —dijo TJ en defensa de su argumentación.
—De acuerdo. Tienes razón.
—Una mujer rubia, de cerca de metro setenta de estatura —resumió O’Neil.
—Y cincuenta kilos de peso, más o menos —añadió Dance. De pronto se le ocurrió una idea. Llamó al despacho que Rey Carraneo ocupaba en el piso de arriba y le pidió que se reuniera con ellos.
Apareció un momento después.
—Agente Dance.
—Vuelve a Salinas. Habla con el encargado de la empresa de mensajería. —Era muy probable que el cómplice de Pell se hubiera pasado recientemente por la franquicia para preguntar por el horario de entrega de Worldwide Express—. A ver si alguien se acuerda de una mujer que encaje con la descripción general de esta. Si es así, obtén su retrato robot con el EFIS[2].
El EFIS era una versión informática del antiguo Identi-Kit que usaban los investigadores de la policía para recrear el rostro de los sospechosos a partir de las declaraciones de los testigos.
—Claro, agente Dance.
TJ pulsó unas teclas y transfirió inalámbricamente el archivo jpg a la impresora a color de su despacho. Carraneo recogería la imagen impresa allí.
Sonó el teléfono de TJ.
—Hola. —Tomó algunas notas durante la breve conversación telefónica, a la que puso fin diciendo—: Te quiero, nena. —Colgó—. La administrativa del registro civil de Sacramento. Britnee. Me encanta ese nombre. Es muy dulce. Demasiado dulce para mí. Eso por no hablar de que lo nuestro no funcionaría.
Kathryn levantó una ceja, un gesto cuya interpretación kinésica venía a decir «ve al grano».
—Le dije que mirara lo de la chica de la Familia, con efe mayúscula, que había desaparecido. Hace cinco años, Samantha McCoy cambió su nombre por el de Sarah Monroe. Así no tendría que tirar las braguitas grabadas con sus iniciales, supongo. Luego, hace tres años, una persona con ese nombre se casó con un tal Ronald Starkey. Así que, al final, acabó cambiando de iniciales. El caso es que viven en San José.
—¿Seguro que es la misma McCoy?
—La auténtica McCoy, querrás decir. Eso iba a decir. Sí. Tiene el mismo número de la seguridad social. Y tenemos el refrendo de la junta de libertad vigilada.
Dance llamó a información para pedir el número de teléfono y la dirección de Ronald y Sarah Starkey.
—San José —dijo O’Neil—. Eso está bastante cerca.
A diferencia de las otras dos mujeres de la Familia con las que había hablado Kathryn, Samantha podía haber colocado la bomba incendiaria esa mañana y haber regresado a casa una hora y media después.
—¿Trabaja? —preguntó Dance.
—No lo he mirado. Pero puedo hacerlo, si queréis.
—Queremos —contestó O’Neil. TJ no tenía que rendirle cuentas, y en la rígida jerarquía de los cuerpos policiales, el CBI estaba por encima de la Oficina del Sheriff del condado. Pero una petición del ayudante jefe O’Neil era como una orden de Kathryn. O incluso más.
Unos minutos después, TJ regresó para informarles de que, según los datos de la agencia tributaria, Sarah Starkey trabajaba como asalariada para una pequeña editorial educativa de San José.
Dance consiguió el número.
—Veamos si ha ido esta mañana.
—¿Cómo vas a hacerlo? —preguntó O’Neil—. No podemos ponerla sobre aviso.
—Bueno, puedo mentir —dijo ella tranquilamente. Llamó a la editorial desde una línea con el número de identificación bloqueado—. Hola —dijo cuando contestó una mujer—. Llamo de la boutique El Camino. Tenemos un pedido para Sarah Starkey, pero el conductor dice que no estaba allí esta mañana. ¿Podría decirme a qué hora llegará?
—¿Quién, Sarah? Perdone, pero tiene que haber algún error. Está aquí desde las ocho y media.
—¿Ah, sí? Bueno, voy a hablar otra vez con el conductor. Quizá sea mejor mandárselo a casa. Si me hace el favor de no decirle nada a la señora Starkey, se lo agradecería. Es una sorpresa. —Dance colgó—. Ha estado allí toda la mañana.
TJ se puso a aplaudir.
—Y el Oscar a la mejor interpretación de un agente de la ley engañando al público es para…
O’Neil frunció el ceño.
—¿No apruebas mis métodos irregulares? —preguntó Kathryn.
—No —contestó el ayudante jefe de la Oficina del Sheriff con su socarronería característica—, es que ahora vas a tener que mandarle algo. Seguro que la recepcionista se va de la lengua. Le dirá que tiene un admirador secreto.
—Lo sé, jefe. Le mandaré un montón de globos de colores. «Enhorabuena: no es usted sospechosa».
Maryellen Kresbach, la ayudante administrativa de Dance, una mujer baja, seria y eficiente, entró en la sala con café para todos (Dance nunca se lo pedía, pero Maryellen siempre lo preparaba.). Madre de tres hijos, llevaba ruidosos tacones altos y sentía predilección por los peinados vistosos y las uñas pintadas llamativamente.
El equipo le dio las gracias. Kathryn probó el excelente café y lamentó que Maryellen no hubiera llevado también algunas galletas de las que tenía en su mesa. Envidiaba la capacidad de su ayudante para ser al mismo tiempo un ama de casa infalible y la mejor asistente que había tenido nunca.
La agente notó que Maryellen no se marchaba tras hacerles entrega de sus dosis de cafeína.
—No sabía si molestarte, pero ha llamado Brian.
—¿Ah, sí?
—Ha dicho que quizá no hubieras recibido su mensaje del viernes.
—Me lo diste tú.
—Sí, ya lo sé. Pero no se lo he dicho. Y tampoco le he dicho que no te lo hubiera dado. Así que…
Dance sintió los ojos de O’Neil fijos en ella.
—De acuerdo, gracias —dijo.
—¿Quieres su número?
—No, ya lo tengo.
—De acuerdo. —Su ayudante siguió tercamente ante ella y asintió despacio con la cabeza.
Vaya, qué situación tan violenta.
Kathryn no quería hablar de Brian Gunderson.
La salvó el timbre del teléfono de la sala de reuniones.
Contestó, escuchó un momento y dijo:
—Que alguien le acompañe a mi despacho inmediatamente.