A la hora de la comida, una mujer de unos veinticinco años estaba sentada en la terraza del supermercado Whole Foods, en el centro comercial Del Monte de Monterrey.
El desvaído disco del sol iba surgiendo lentamente, a medida que la capa de niebla se disipaba.
Oía una sirena a lo lejos, el zureo de una paloma, un claxon, el llanto de un niño, y luego su risa. Cantos de ángeles, cantos de ángeles, pensó Jennie Marston.
El aire fresco estaba cargado de olor a pinos. Había una luz mate y nada de brisa. Era un día típico en la costa de California, pero todo en él parecía más intenso.
Es lo que ocurre cuando estás enamorada y estás a punto de ver a tu novio.
Expectación…
Como el título de esa antigua canción pop, pensó Jennie. Su madre la cantaba de vez en cuando, farfullando con su voz de fumadora rasposa y desafinada.
Jennie, una auténtica rubia californiana, bebía a sorbos su café. Era caro, pero bueno. No solía comprar en tiendas como aquella; trabajaba de cocinera a tiempo parcial en un servicio de catering, tenía veinticuatro años, y era más bien de Albertsons o de Safeway. Pero Whole Foods era un buen sitio para quedar.
Vestía vaqueros ceñidos, camisa rosa clara y, debajo, bragas y sujetador rojos de Victorias Secret. Al igual que el café, la lencería era un lujo que no podía permitirse. Pero de vez en cuando había que darse un capricho. (Además, se decía Jennie, la ropa interior era en cierto modo un regalo para su novio). Lo cual la hizo pensar en ciertos placeres.
Se frotó el puente de la nariz.
Para, se dijo.
Pero no paró. Se tocó la nariz otras dos veces.
Cantos de ángeles…
¿Por qué no le habría conocido un año después? Para entonces ya se habría operado y estaría guapísima. Por lo menos lo de la nariz y las tetas podía arreglarse. Ojalá pudiera operarse también de los hombros de palillo y de las caderas de niño. Pero los talentos del doctor Ginsberg no llegaban a tanto.
Flaca, flaca, flaca… ¡Y con lo que comes! El doble que yo, y mírame. Dios me dio una hija como tú para ponerme a prueba.
Viendo a las mujeres que empujaban sin sonreír sus carros de la compra hacia monovolúmenes familiares, Jennie se preguntó si querrían a sus maridos. Era imposible que estuvieran tan enamoradas como lo estaba ella. De pronto le dieron pena.
Acabó su café y regresó a la tienda, donde se puso a mirar piñas enormes, lechugas de formas caprichosas y filas perfectamente alineadas de filetes y chuletas. Pasó el rato mirando los dulces y la comida preparada, como examinaría un pintor el lienzo de otro. Bueno… No tan bueno. No tenía hambre, ni quería comprar nada: era demasiado caro. Pero era demasiado inquieta para permanecer en un solo lugar.
Debería haberte llamado: Jennie Estate quieta. Joder, hija, siéntate de una vez.
Miraba las verduras, miraba los expositores de carne.
Miraba a las mujeres con maridos aburridos.
Y se preguntaba si el amor que sentía por su novio se debía únicamente a lo nuevo que era todo. ¿Se difuminaría al cabo de un tiempo? Una cosa que tenían a su favor era la edad: aquello no era una absurda pasión adolescente. Eran dos personas adultas. Y lo más importante era su conexión espiritual, que se daba tan raras veces. Los dos sabían exactamente lo que sentía el otro.
—Tu color preferido es el verde —le había dicho él la primera vez que hablaron—. Me apuesto algo a que duermes con un edredón verde. Te tranquiliza por las noches.
Dios mío, cuánta razón tenía. Era una manta, no un edredón. Pero era verde como la hierba. ¿Qué clase de hombre tenía intuiciones así?
De pronto se quedó parada al oír cerca de allí una conversación. Dos amas de casa aburridas parecían animadas de repente.
—Ha muerto gente. En Salinas. Acaba de pasar.
¿En Salinas?, pensó Jennie.
—Ah, sí, ¿la fuga de la prisión o algo así? Sí, acabo de enterarme.
—Un tal David Pell. No, Daniel Pell. Eso es.
—¿No es el hijo de Charles Manson o algo por el estilo?
—No sé. Pero he oído que ha muerto gente.
—No es el hijo de Manson. No, sólo se hacía llamar así.
—¿Quién es Charles Manson?
—¿Me tomas el pelo? ¿No te acuerdas de Sharon Tate?
—¿De quién?
—Pero ¿tú en qué año naciste?
Jennie se acercó a ellas.
—Perdonen, ¿de qué estaban hablando? ¿De una fuga o algo así?
—Sí, de la cárcel de Salinas. ¿No te has enterado? —le preguntó la mujer de pelo corto, mirando su nariz.
A Jennie no le importó.
—¿Y dicen que ha muerto alguien?
—Unos guardias, y después alguien a quien habían secuestrado, creo.
No parecían saber nada más.
Jennie dio media vuelta y se alejó. Tenía las palmas de las manos húmedas y el corazón acelerado. Miró su teléfono. Su novio había llamado hacía un rato, pero desde entonces, nada. Ningún mensaje. Probó a llamarle. No contestó.
Regresó al Thunderbird azul turquesa. Sintonizó las noticias en la radio y giró el espejo retrovisor para verse la cara. Sacó del bolso el maquillaje y un cepillo.
Ha muerto gente…
No te preocupes, se dijo. Comenzó a retocarse el maquillaje, concentrándose como le había enseñado su madre. Era una de las pocas cosas buenas que había hecho por ella.
Ponte el claro aquí, el oscuro ahí. Hay que hacer algo con esa nariz. Suavizarla, camuflarla. Bien.
Aunque, tratándose de su madre, los momentos agradables podían hacerse añicos en un instante.
Bueno, estaba bien hasta que lo has estropeado. La verdad, no sé qué te pasa. Vuelve a empezar. Pareces una puta.
*****
Daniel Pell salió del pequeño aparcamiento techado, pegado a un edificio de oficinas de Monterrey y echó a andar tranquilamente por la acera.
Había tenido que dejar el Honda Civic de Billy antes de lo previsto. Se había enterado por las noticias de que la policía había encontrado la furgoneta de Worldwide Express, lo que significaba que probablemente deducirían que iba en el Honda. Al parecer, había escapado de los controles de carretera por los pelos.
¿Qué te parece, Kathryn?
Siguió andando por la acera con la cabeza gacha. Aún no le preocupaba dejarse ver en público. Nadie esperaría que estuviera allí. Además, estaba distinto. Se había vestido de paisano y llevaba la cara perfectamente afeitada. Tras abandonar el coche de Billy, se había colado en el aparcamiento trasero de un motel y, rebuscando en la basura, había encontrado una cuchilla usada y un botecito de crema corporal de los que había en las habitaciones. Agachado junto al contenedor, los había usado para afeitarse la barba.
Sentía ahora la brisa en la cara, y notaba en el aire un olor a mar y algas. Por primera vez desde hacía años. Le encantaba aquel olor. En la cárcel de Capitola el único aire que se olía era el que decidían mandarte a través del aire acondicionado o el sistema de calefacción, y no olía a nada.
Un coche patrulla pasó de largo.
Aguanta…
Procuró no alterar su paso, no mirar a su alrededor, no desviarse de su camino. Cambiar de comportamiento siempre llamaba la atención. Y eso te pone en desventaja, da a los demás información sobre ti. Pueden deducir por qué has cambiado, y luego usarlo en tu contra.
Eso era lo que había pasado en los juzgados.
Kathryn…
Pell tenía todo el interrogatorio planeado: si podía hacerlo sin despertar sospechas, sonsacaría al agente encargado de interrogarle toda la información que pudiera; averiguaría, por ejemplo, cuántos guardias había en los juzgados y dónde estaban.
Luego, para su asombro, aquella mujer había estado a punto de descubrir su plan.
Ahora pensemos en la cartera. ¿De dónde pudo salir?
Así pues, se había visto obligado a cambiar de planes. Y a toda prisa. Lo había hecho lo mejor que había podido, pero el estruendo de la alarma no dejaba lugar a dudas: Kathryn Dance se le había adelantado. Si hubiera dado la voz de alarma cinco minutos antes, ahora estaría de vuelta en el furgón de la prisión de Capitola. Su plan de fuga habría quedado pulverizado.
Kathryn Dance…
Pasó otro coche patrulla a toda velocidad.
Nadie parecía fijarse en él, y siguió andando. Pero sabía que era hora de largarse de Monterrey. Entró en el centro comercial al aire libre, atestado de gente. Se fijó en las tiendas, en Macy’s, en Mervyns, y en las más pequeñas, que vendían bombones, libros (Pell los adoraba, y los devoraba: cuanto más sabías, más control tenías), videojuegos, equipamiento deportivo, ropa barata y bisutería aún más barata. El lugar estaba abarrotado. Era junio; muchos colegios habían cerrado ya.
Una chica en edad de ir a la universidad salió de una tienda con un bolso colgado del hombro. Bajo la chaqueta llevaba una camiseta roja de tirantes, muy ceñida. Una sola mirada, y dentro de sí empezó aquella hinchazón. La burbuja, que se expandía. (Hacía casi un año de la última vez que había sobornado a un guardia para conseguir un vis a vis con la mujer de un recluso al que había amenazado. Un año largo…).
La miraba fijamente, siguiéndola a unos pasos de distancia. Disfrutaba viendo su cabello y sus vaqueros ajustados, intentando olerla, intentando acercarse lo suficiente para rozarse con ella al pasar a su lado, lo cual es una agresión, del mismo modo que lo es que te arrastren a un callejón y te desnuden a punta de navaja.
La violación, Daniel Pell lo sabía, depende del cristal con que se mira.
Ah, pero entonces ella entró en otra tienda y desapareció de su vida.
Yo salgo perdiendo, cariño, pensó.
Pero, claro, tú no.
En el aparcamiento vio un Ford Thunderbird azul verdoso. Dentro distinguía a una mujer. Estaba cepillándose la larga melena rubia.
Ah…
Se acercó. Tenía un bulto en la nariz, era flaca y en cuestión de pecho no era gran cosa. Pero eso no impidió que, dentro de él, el globo creciera, multiplicando su tamaño diez veces, cien. Pronto estallaría.
Miró a su alrededor. No había nadie cerca.
Echó a andar entre las filas de coches, acercándose a ella. Jennie Marston acabó de peinarse. Le encantaba su pelo. Lo tenía brillante y espeso, y cuando giraba la cabeza fluía como el de la modelo de un anuncio de champú a cámara lenta. Devolvió a su posición el espejo retrovisor. Apagó la radio. Se tocó el bulto de la nariz.
¡Para!
Cuando se disponía a agarrar el tirador de la puerta, ahogó un grito. Se estaba abriendo sola.
Se quedó paralizada, mirando al hombre delgado que se inclinaba hacia ella.
Pasaron tres o cuatro segundos sin que ninguno de los dos se moviera. Luego él abrió la puerta.
—Da gusto verte, Jennie Marston —dijo—. Eres aún más guapa de lo que imaginaba.
—¡Daniel! —Embargada por la emoción (miedo, alivio, culpa, un enorme y ardiente sol de sensaciones), a Jennie no se le ocurrió nada más que decir. Salió del coche, jadeante, y se lanzó en brazos de su novio. Temblando, le abrazó tan fuerte que arrancó de su flaco pecho un siseo suave y sostenido.