8

En las inmediaciones de los juzgados, un hombre fornido y avejentado, de unos cincuenta años, con barba y pelo escaso, observaba atentamente aquel caos. Sus ojos penetrantes lo escudriñaban todo: a la policía, a los guardias, a los civiles.

—Oiga, agente, ¿cómo le va? ¿Tiene un minuto? Sólo quería hacerle unas preguntas… ¿Le importa decir unas palabras para la grabadora?… Ah, claro, entendido. Luego nos vemos. Claro. Buena suerte.

Morton Nagle había visto el lento descenso y el aterrizaje del helicóptero que había evacuado al policía herido.

Había visto a los hombres y mujeres que llevaban a cabo la búsqueda, se había fijado en su estrategia y en sus caras, y había llegado a la conclusión de que nunca se habían enfrentado a una fuga.

Había observado a la multitud inquieta, convencida primero de que se trataba de un incendio accidental y luego de un atentado terrorista, y que al descubrir la verdad parecía más asustada que si la propia Al Qaeda estuviera tras la explosión.

Y era lógico, se dijo Nagle.

—Perdone, ¿podemos hablar un momento?… Ah, claro. No hay problema. Siento haberle molestado, agente.

Nagle deambulaba entre el gentío. Se alisaba el cabello fino y ralo y se tiraba hacia arriba de los anchos pantalones marrones, y entre tanto no dejaba de observar la zona sin perder detalle: los camiones de bomberos, los coches patrulla, las sirenas cuya enorme aureola atravesaba velozmente la neblina. Levantó su cámara digital para hacer algunas fotos más.

Una mujer de mediana edad echó un vistazo a su chaleco astroso (un chaleco de pescador con una veintena de bolsillos) y a la vieja funda de su cámara.

—Ustedes los periodistas son como buitres. ¿Por qué no dejan hacer su trabajo a la policía?

Nagle soltó una risa.

—No sabía que se lo estuviera impidiendo.

—Son todos iguales. —La mujer se volvió y siguió mirando con enfado el edificio envuelto en humo.

Un guardia se le acercó para preguntarle si había visto algo sospechoso.

Qué pregunta tan extraña, pensó Nagle. Parece sacada de una serie antigua de televisión. «Cíñase a los hechos, señora».

—No, nada —contestó.

Y añadió para sus adentros: Nada que me haya sorprendido a mí. Pero quizá no sea a mí a quien deba hacerle esa pregunta.

Sintió una ráfaga de un olor repulsivo (olor a carne y a pelo quemados) y sin venir a cuento volvió a reírse.

Pensándolo bien (era Daniel Pell quien le había sugerido aquella idea), se daba cuenta de que a veces se reía en situaciones en las que su risa sonaba chocante, inapropiada. Situaciones como aquella, contemplando el escenario de una masacre. A lo largo de su vida había visto muchas muertes violentas, imágenes que repelían a la mayoría de las personas.

Imágenes que con frecuencia hacían reír a Morton Nagle.

Era, posiblemente, un mecanismo de defensa. Un subterfugio para que la violencia, que conocía de manera tan íntima, no devorara su alma, aunque a veces se preguntara si la risa no sería un indicio de que la había devorado ya.

Luego un policía anunció que pronto se abriría de nuevo el acceso a los juzgados.

Nagle se tiró de los pantalones, se subió la funda de la cámara hombro arriba y observó al gentío. Vio a un joven alto y trajeado, de origen hispano. Saltaba a la vista que era un detective de la policía. Estaba hablando con una señora mayor, miembro de un jurado, a juzgar por la tarjeta de identificación que llevaba. Estaban a un lado, rodeados por poca gente.

Bien.

Nagle calibró al agente. Justo lo que quería: joven, crédulo, confiado. Echó a andar hacia él sin prisa.

Acortando la distancia.

El policía se alejó sin fijarse en él, en busca de más personas a las que interrogar.

Cuando estaba a tres metros de él, Nagle se pasó la cinta de la cámara por el cuello, abrió la cremallera de la bolsa y metió la mano dentro.

Metro y medio.

Se acercó más aún.

Y sintió que una mano le agarraba con fuerza del brazo. El corazón le dio un vuelco, y dejó escapar un gemido.

—Mantenga esas manos donde pueda verlas, ¿entendido? —Era un hombre bajo y nervioso, un agente de la Oficina de Investigación de California. Nagle leyó la identificación que colgaba de su cuello.

—Oiga, ¿qué…?

—Shhhh —siseó el agente, pelirrojo y con el pelo rizado—. ¿Y esas manos? ¿Recuerda lo que le he dicho? Bien visibles… Eh, Rey.

El hispano se acercó a ellos. También llevaba una identificación del CBI. Miró a Nagle de arriba abajo. Le condujeron a un lado del edificio, entre las miradas curiosas de los presentes.

—Miren, no sé…

—Shhh —respondió otra vez el más flaco de los dos.

El hispano le cacheó cuidadosamente e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Luego levantó el pase de prensa que Nagle llevaba colgado y se lo enseñó a su compañero.

—Mmm… —dijo—. Está un poco desfasado, ¿no cree?

—Técnicamente, sí, pero…

—Señor, hace cuatro años que expiró —señaló el hispano.

—Técnicamente, una barbaridad —añadió su compañero.

—Lo habré cogido sin darme cuenta. Soy periodista desde hace…

—Entonces, si llamamos a este periódico, ¿nos dirán que es un periodista acreditado?

Si llamaban al periódico, descubrirían que aquel número no existía.

—Miren, puedo explicárselo.

El más bajo de los dos arrugó el ceño.

—Me encantaría que nos lo explicara, ¿sabe? Verá, acabo de hablar con un jardinero, y me ha dicho que esta mañana, a eso de las ocho y media, vio rondando por aquí a un individuo que encaja con su descripción. Y en ese momento no había más periodistas. ¿Por qué iba a haberlos? A esa hora no se había fugado nadie… Llegar antes de que estalle la noticia. Eso sí que es… ¿Cómo se dice, Rey?

—¿Una primicia?

—Sí, eso sí que es una primicia. Así que, antes de que nos explique nada, dé media vuelta y ponga las manos en la espalda.

*****

En la sala de juntas de la segunda planta de los juzgados, TJ entregó a Dance lo que le había encontrado encima a Morton Nagle.

Ningún arma, ningún detonador, ningún plano de los juzgados o de posibles vías de escape.

Sólo dinero, una cartera, la cámara de fotos, una grabadora y un grueso cuaderno. Además de tres libros sobre casos criminales reales con su nombre en la portada y una fotografía suya en el dorso, de cuando era mucho más joven y tenía más pelo.

—Es un escritor de libros en rústica —dijo TJ, y se puso a canturrear Paperback writer, la canción de los Beatles, sin hacerle justicia.

En la biografía del autor, se decía que Nagle había sido corresponsal de guerra y periodista especializado en temas policiales, que ahora escribía libros sobre crímenes, que vivía en Scottsdale, Arizona, que era autor de trece ensayos y que, según afirmaba el propio Nagle, tenía por otras profesiones las de «paseante, nómada y cuentista».

—Esto no le libra de sospechas —comentó Dance—. ¿Qué hacía usted aquí? ¿Y por qué visitó los juzgados antes del incendio?

—No estoy cubriendo la fuga. Llegué temprano para hacer unas entrevistas.

—¿Pensaba hablar con Pell? —preguntó O’Neil—. No concede entrevistas.

—No, no, con Pell, no. Con la familia de Robert Herron. Oí que iban a venir a declarar ante el gran jurado.

—¿Qué me dice del pase de prensa falso?

—De acuerdo, hace cuatro años que no tengo acreditación de ningún periódico, ni ninguna revista. Ahora me dedico a escribir a tiempo completo. Pero sin pase de prensa no se llega a ningún lado. Y nadie mira nunca la fecha.

—Casi nunca —puntualizó TJ con una sonrisa.

Dance hojeó uno de los libros. Trataba sobre el caso Peterson, un asesinato sucedido en California unos años antes. Parecía bien escrito.

TJ levantó la mirada de su ordenador portátil.

—Está limpio, jefa. Por lo menos no tiene antecedentes. Y en Tráfico tampoco tienen nada sobre él.

—Estoy escribiendo un libro. Es todo legal. Pueden comprobarlo.

Les dio el nombre de su editora en Manhattan. Kathryn llamó a la editorial, una empresa importante, y habló con ella. Y aunque era evidente que se estaba preguntando en qué demonios se había metido Nagle ahora, la editora les confirmó que el sospechoso había firmado un contrato para escribir un nuevo libro sobre Pell.

—Quítale las esposas —ordenó Dance a TJ.

O’Neil se volvió hacia el escritor y preguntó:

—¿De qué va el libro?

—No es un libro sobre crímenes al uso. No trata de los asesinatos. Eso ya está muy visto. Trata de las víctimas de Daniel Pell. Cómo eran sus vidas antes de los asesinatos y cómo son ahora, en el caso de los que sobrevivieron. Verá, la mayoría de los programas de televisión y de los libros dedicados a crímenes reales se centran en el crimen mismo, en los aspectos más atroces y sangrientos. En el morbo. Yo eso lo odio. Mi libro trata sobre Theresa Croyton, la niña que sobrevivió, y los parientes y amigos de la familia. Va a llamarse La muñeca dormida. Así llamaron a Theresa. También voy a incluir a las mujeres que formaban parte de la presunta Familia de Pell, esas a las que lavó el cerebro. Y también al resto de sus víctimas. En realidad, hay cientos de ellas, si se piensa bien. Para mí, un crimen violento es como una piedra que cae en un estanque. Las ondas de sus repercusiones pueden extenderse casi infinitamente.

Hablaba con vehemencia. Como un predicador.

—Hay tanta violencia en el mundo… Nos inundan con ella, y al final perdemos sensibilidad. Dios mío, la guerra en Irak, Gaza, Afganistán… ¿Cuántas imágenes de coches bomba, cuántas madres rotas de dolor pueden verse sin perder el interés?

»Cuando era corresponsal de guerra y trabajaba en Oriente Medio, en África, en Bosnia, me emboté. Y no hace falta estar allí en persona para que te ocurra. También te puede pasar en el cuarto de estar de tu casa, viendo informativos y películas de terror, en las que la violencia no tiene verdaderas consecuencias. Pero si queremos paz, si queremos atajar la violencia y los conflictos, eso es lo que la gente tiene que conocer: las consecuencias. Y eso no se hace regodeándose en la contemplación de cuerpos ensangrentados, sino centrándose en las vidas que el mal cambió para siempre.

»A1 principio, el libro iba a tratar solamente sobre el caso Croyton. Pero luego me enteré de que Pell había matado a otra persona, a ese tal Robert Herron. Quiero incluir a todas las personas a las que afectó su muerte: a sus amigos, a su familia… Y tengo entendido que hoy ha matado a dos guardias. —Su sonrisa seguía allí, pero era una sonrisa triste.

Kathryn Dance comprendió que ella también podía solidarizarse con la causa por la que abogaba Nagle. A fin de cuentas, era madre e investigadora de crímenes violentos. Había visto multitud de casos de violación, asalto y homicidio.

—Esto ha venido a rizar el rizo. —Nagle señaló a su alrededor—. Es mucho más difícil encontrar a víctimas y familiares de un caso cerrado hace tiempo. Herron fue asesinado hace cerca de diez años. Pensé que… —Se interrumpió y frunció el ceño, pero sus ojos brillaron de nuevo, inopinadamente—. Esperen, esperen. Dios mío, Pell no tuvo nada que ver con la muerte de Herron, ¿verdad? Confesó para salir de Capitola y poder fugarse desde aquí.

—Eso no lo sabemos —contestó Dance juiciosamente—. Todavía estamos investigando.

Nagle no la creyó.

—¿Ha falsificado pruebas? ¿O ha convencido a alguien para que mintiera? Apuesto a que sí.

Michael O’Neil contestó con voz baja y firme:

—No queremos que haya rumores que interfieran en la investigación. —Cuando el ayudante jefe hacía una sugerencia en aquel tono de voz, la gente le hacía caso invariablemente.

—Está bien. No diré nada.

—Se lo agradeceríamos —dijo la agente, y a continuación preguntó—: Señor Nagle, ¿tiene usted alguna información que pueda sernos de ayuda? ¿Adónde podría dirigirse Daniel Pell, o qué podría tener entre manos? ¿Quién es su cómplice?

Con su barriga, su pelo algodonoso y su risa campechana, Nagle parecía un duende de mediana edad. Se tiró hacia arriba de los pantalones.

—Ni idea, lo siento. La verdad es que empecé este proyecto hará cosa de un mes. He estado haciendo la investigación preliminar.

—Ha dicho que también pensaba escribir sobre las mujeres de la Familia de Pell. ¿Se ha puesto en contacto con ellas?

—Con dos, sí. Les pregunté si estarían dispuestas a que las entrevistara.

—¿No están en prisión? —preguntó O’Neil.

—No, nada de eso. No estuvieron involucradas en el asesinato de la familia Croyton. Cumplieron condenas cortas, principalmente por delitos asociados con robo.

—¿Cabe la posibilidad de que una de ellas, o ambas, imagino, sean sus cómplices? —preguntó O’Neil, adelantándose a Dance.

Nagle se quedó pensando.

—No creo. Están convencidas de que conocer a Pell fue lo peor que pudo pasarles en la vida.

—¿Quiénes son? —preguntó O’Neil.

—Rebecca Sheffield, que vive en San Diego, y Linda Whitfield, de Portland.

—¿Han tenido problemas con la ley desde entonces?

—Creo que no. En los archivos de la policía no he encontrado nada sobre ellas. Linda vive con su hermano y su cuñada y trabaja para una parroquia. Y Rebecca regenta una consultoría para pequeñas empresas. Tengo la impresión de que las dos cerraron ese capítulo de su vida.

—¿Tiene sus números de teléfono?

El escritor hojeó un grueso cuaderno. Sus notas, escritas con una letra grande y descuidada, ocupaban mucho espacio.

—Había otra mujer en la Familia —comentó Kathryn, recordando las indagaciones que había hecho antes de la entrevista.

—Samantha McCoy. Desapareció hace años. Rebecca me dijo que cambió de nombre y se fue a vivir a otra parte. Por lo visto, estaba harta de que la conocieran como una de las «chicas de Daniel». He hecho algunas averiguaciones, pero todavía no he dado con ella.

—¿Alguna pista?

—Rebecca sólo sabía que estaba en algún lugar de la Costa Oeste.

—Averigua dónde está Samantha McCoy —ordenó Dance a TJ.

El agente de cabello rizado se fue a un rincón de la sala. Él también parecía un duende, se dijo ella.

Nagle encontró los números de las dos mujeres y Kathryn los anotó. Llamó primero a Rebecca Sheffield, a San Diego.

—Mujeres Emprendedoras —dijo la recepcionista con leve acento hispano—, ¿en qué puedo ayudarle?

Un momento después, Dance se hallaba hablando con la directora de la empresa, una mujer seria y de voz baja y rasposa. La agente le explicó que Pell se había fugado. Rebecca Sheffield se llevó una fuerte impresión.

Y también se enfureció.

—Creía que estaba en una especie de superprisión.

—No es de allí de donde se ha fugado, sino del calabozo de los juzgados.

Dance le preguntó si tenía alguna idea de adónde podía dirigirse Pell, quién podía ser su cómplice o si conocía a algún amigo con el que pudiera contactar.

Pero Rebecca no podía ayudarla. Le dijo que se había unido a la Familia un par de meses antes del asesinato de los Croyton, y añadió que hacía cosa de un mes había recibido la llamada de un presunto escritor.

—Me pareció que no había nada raro, pero puede que tenga algo que ver con la fuga. Se apellidaba Murray, o Morton. Creo que tengo su número en alguna parte.

—No importa. Está aquí, con nosotros. Ya hemos hecho averiguaciones.

Rebecca no pudo decirle nada más acerca del paradero de Samantha McCoy, ni de su nueva identidad. Luego añadió, inquieta:

—En aquel momento, hace ocho años, no delaté a Pell, pero sí colaboré con la policía. ¿Cree que corro peligro?

—No sabría decirle. Pero hasta que le detengamos, convendría que se pusiera en contacto con la policía de San Diego. —Dance le dio sus números de teléfono, el del CBI y el de su móvil, y Rebecca le dijo que seguiría pensando, por si se acordaba de alguien que pudiera ayudar a Pell o saber adónde había ido.

La agente apretó el botón del teléfono y lo soltó. Marcó luego el segundo número, que resultó ser el de la Iglesia de la Santa Hermandad de Portland. La pusieron con Linda Whitfield, que tampoco se había enterado de la noticia. Su reacción fue completamente distinta: se quedó callada, y sólo rompió su silencio para murmurar algo con voz casi inaudible.

—Dios mío —fue lo único que entendió Dance.

Parecía estar rezando. La voz se apagó, o cortaron la comunicación.

—¿Hola? —preguntó Kathryn.

—Sí, estoy aquí —respondió Linda.

La agente le hizo las mismas preguntas que a Rebecca Sheffield.

Linda no sabía nada de Pell desde hacía años, aunque se habían mantenido en contacto durante un año y medio, más o menos, después del asesinato de los Croyton. Finalmente había dejado de escribirle y desde entonces no había tenido noticias suyas. Tampoco sabía nada del paradero de Samantha McCoy, aunque le mencionó a Dance la llamada que había recibido de Morton Nagle el mes anterior. La agente le explicó que conocían a Morton y que estaban convencidos de que no había ayudado a Pell.

Linda no pudo ofrecerle ninguna pista acerca de dónde podía estar Pell, ni sabía quién podía ser su cómplice.

—Ignoramos lo que planea —le dijo Kathryn—. No tenemos motivos para creer que esté usted en peligro, pero…

—A mí Daniel no me haría daño —se apresuró a contestar.

—Aun así, quizá convenga que avise a la policía local.

—Bueno, me lo pensaré. —Después añadió—: ¿Hay algún número de emergencia al que pueda llamar para averiguar qué está pasando?

—No, no tenemos nada parecido. Pero la prensa está pendiente del caso. En las noticias podrá enterarse de los progresos de la investigación casi tan pronto como nosotros.

—Bueno, mi hermano no tiene televisión.

¿No tenía televisión?

—Bien, si hay alguna novedad significativa, la avisaré. Y si se le ocurre alguna otra cosa, llámeme, por favor. —Dance le dio sus números de teléfono y colgó.

Un momento después entró en la sala Charles Overby, el director del CBI.

—La rueda de prensa ha ido bien, creo. Me han hecho algunas preguntas comprometidas. Como siempre. Pero tengo que reconocer que me he defendido bien. He estado siempre un paso por delante. ¿Lo has visto? —señaló con la cabeza el televisor que había en el rincón. Nadie se había molestado en subir el volumen para oír su comparecencia.

—Nos lo hemos perdido, Charles. Estaba al teléfono.

—¿Quién es? —preguntó Overby, mirando a Nagle como si tuviera que conocerle.

Dance los presentó, y el escritor desapareció al instante de la pantalla del radar del oficial al mando de la investigación.

—¿Ninguna novedad? —Overby echó un vistazo a los mapas.

—No, ninguna —contestó Kathryn. Luego le explicó que había hablado con las dos mujeres que habían formado parte del grupo de Pell—. Una es de San Diego y otra de Portland, y estamos buscando a la tercera. Por lo menos sabemos que las dos primeras no han tenido nada que ver.

—¿Porque les has creído? —preguntó Overby—. ¿Es que lo has deducido de su tono de voz?

Ninguno de los presentes en la sala dijo nada. Así pues, fue Dance quien hizo notar a su jefe que había pasado por alto un dato evidente.

—No creo que hayan podido colocar la bomba y estar ya de vuelta en sus casas.

Un breve silencio.

—Ah —dijo Overby—. Has llamado a sus domicilios. No me lo has dicho.

Kathryn Dance, experiodista y consultora jurídica, sabía bien cómo funcionaban las cosas. Eludió la mirada de TJ y dijo:

—Tienes razón, Charles, no lo he dicho. Perdona.

El jefe del CBI se volvió hacia O’Neil.

—Un caso peliagudo, Michael. Con muchas aristas. Me alegro mucho de que nos estés echando una mano.

—Será un placer hacer lo que pueda.

Charles Overby estaba luciendo sus mejores artes: había empleado la expresión «echarnos una mano» para dejar claro quién llevaba la voz cantante, dando a entender, de paso, que O’Neil y la Oficina del Sheriff del condado también estaban en la línea de fuego.

Repartiendo culpas…

Overby anunció que volvía a la oficina del CBI y salió de la sala de juntas.

Dance se volvió hacia Morton Nagle.

—¿Podría ver sus notas acerca de Pell?

—Bueno, supongo que sí. Pero ¿para qué?

—Quizá nos den alguna idea de adónde ha podido ir —respondió O’Neil.

—Copias —dijo el escritor—, no los originales.

—De acuerdo —replicó Kathryn—. Uno de nosotros irá a verle más tarde para recogerlas. ¿Dónde está su despacho?

Nagle trabajaba en una casa que tenía alquilada en Monterrey. Le dio las señas y el número de teléfono y comenzó a guardar sus cosas en la bolsa de la cámara.

Dance la miró.

—Espere.

Nagle vio que estaba observando el contenido de la bolsa. Sonrió.

—Será un placer.

—¿Perdón?

Nagle tomó un ejemplar de uno de sus libros, Confianza ciega, y se lo dedicó, firmado.

—Gracias. —La agente dejó el libro y señaló lo que estaba mirando en realidad—. Su cámara. ¿Hizo alguna foto esta mañana? ¿Antes del incendio?

—Ah. —El malentendido le arrancó una sonrisa irónica—. Sí, claro.

—¿Es digital?

—Sí.

—¿Podemos verlas?

Nagle sacó la Canon y empezó a apretar botones. Dance y O’Neil se encorvaron para mirar la pantalla de la cámara. Kathryn sintió el olor de la nueva loción de afeitar de O’Neil. Su cercanía la reconfortaba.

El escritor fue pasando fotografías. Eran en su mayoría de personas entrando en los juzgados, aparte de alguna instantánea artística de la fachada del edificio en medio de la niebla.

Luego el detective y la agente dijeron al mismo tiempo:

—¡Espere! —La imagen que estaban mirando era del camino que llevaba al lugar donde se había producido el incendio. Distinguieron a alguien detrás de un coche. Sólo se veían la cabeza y los hombros, pero llevaba una chaqueta azul, gorra de béisbol y gafas de sol.

—Fíjate en el brazo.

Dance asintió con un gesto. El hombre de la fotografía llevaba el brazo hacia atrás, como si tirara de una maleta con ruedas.

—¿Aparece la hora?

Nagle hizo aparecer los datos de la fotografía.

—Las nueve y veintidós.

—Encajaría perfectamente —comentó ella, recordando la hora a la que el jefe de bomberos calculaba que se había colocado el artefacto incendiario.

—¿Puede agrandar la imagen? —preguntó.

—En la cámara, no.

TJ dijo que no había problema, que él podía agrandarla en su ordenador. Nagle le pasó la tarjeta de memoria y Dance mandó a TJ de vuelta a la sede del CBI.

—Y Samantha McCoy —le recordó—. Encuéntrala. Y también a la tía de Pell, la de Bakersfield.

—Claro, jefa.

Rey Carraneo seguía fuera, buscando testigos. Kathryn creía, sin embargo, que el cómplice también había huido: era probable que Pell hubiera eludido los controles de carretera; no había, por tanto, razón para que siguiera allí. Ordenó a Carraneo regresar a la oficina.

—Voy a empezar a hacer las copias —dijo Nagle—. Tenga, no se lo olvide. —Le pasó el libro que le había dedicado—. Sé que le gustará.

Cuando se hubo marchado, Dance levantó el libro.

—Ni que me sobrara el tiempo. —Y le dio el libro a O’Neil para su colección.