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—Un Honda Civic —informó TJ tras hablar con el Departamento de Vehículos—. Rojo, de hace cinco años. Tengo la matrícula. —Sabían que Pell iba ahora en el coche privado del conductor de la furgoneta, que había desaparecido del aparcamiento de la empresa en Salinas—. Avisaré a los controles de carretera —añadió.

—Cuando vuelvan a montarlos —masculló Dance.

Para desaliento de O’Neil y los demás agentes, algún funcionario de la policía local había ordenado desmantelar los controles cercanos y enviado a todos los efectivos en persecución de la furgoneta. O’Neil, cuyo plácido rostro reflejaba cierta indignación, sólo visible en la tensión de los labios, había enviado de nuevo a los coches a ocupar sus puestos inmediatamente.

Estaban en la sala de juntas que había al fondo del pasillo, cerca del despacho de Sandoval. Ahora que sabían que Pell no estaba por allí, Dance quería regresar al cuartel general del CBI, pero Charles Overby les había dicho que se quedaran en los juzgados hasta que llegara él.

—No querrá que se le escape también la rueda de prensa, supongo —comentó TJ, y Kathryn y O’Neil se rieron con cierta amargura—. Hablando del rey de Roma… —susurró el joven agente—. ¡Ahí viene! ¡Todo el mundo a sus puestos!

Charles Overby, un policía de carrera de cincuenta y cinco años, entró airosamente en la sala y, sin detenerse a saludar, preguntó a Dance:

—¿No estaba en la furgoneta?

—No. Era un pandillero de la ciudad. Pell dejó la furgoneta en marcha. Sabía que la robarían y que nos centraríamos en su búsqueda. Se fue en el coche particular del conductor.

—¿Y el conductor?

—No hay ni rastro de él.

—Uf. —Overby, un hombre atlético aunque algo fondón, aficionado al golf y al tenis, de cabello castaño y rostro atezado, había sido nombrado recientemente jefe de la sección centro-oeste del CBI Stan Fishburne, su predecesor en el cargo, se había prejubilado por motivos de salud, lo cual había hecho cundir la preocupación entre el personal del CBI, no sólo por el grave infarto que había sufrido Fishburne, sino también por el talante de su sucesor.

O’Neil respondió a una llamada mientras Dance ponía al corriente a Overby, sin omitir los datos del vehículo en el que había huido Pell, ni su temor a que el cómplice del asesino fugado siguiera rondando por allí.

—¿Creéis que ha colocado otro artefacto?

—Es poco probable. Pero es lógico que todavía ronde por aquí.

O’Neil colgó.

—Los controles de carretera vuelven a estar en su sitio.

—¿Quién ha mandado desmontarlos? —preguntó Overby.

—No lo sabemos.

—Estoy seguro de que no hemos sido nosotros, ni tú, ¿verdad, Michael? —preguntó Overby, intranquilo.

Un tenso silencio. Luego O’Neil respondió:

—No, Charles.

—¿Quién ha sido?

—No estamos seguros.

—Deberíamos averiguarlo.

Los reproches eran tan inútiles… Pasado un momento, O’Neil dijo que haría averiguaciones. Dance sabía, sin embargo, que no haría nada, pero su comentario bastó para zanjar las acusaciones veladas de Overby.

—Nadie ha visto el Civic —prosiguió el detective—. Claro que el momento era el más inoportuno. Puede que haya pasado por la sesenta y ocho, o por la ciento uno. Aunque yo descartaría la sesenta y ocho.

—Sí —convino Overby.

La carretera 68, más pequeña, llevaría a Pell de vuelta a la populosa Monterrey. En cambio, la 101, ancha como una carretera interestatal, podía conducirle a todas las grandes autopistas del estado.

—Están montando nuevos puestos de control en Gilroy. Y a unos cincuenta kilómetros al sur. —O’Neil pegó notas en los lugares indicados.

—¿Las terminales de autobuses y el aeropuerto están controlados? —preguntó Overby.

—Sí, así es —contestó Dance.

—¿Y se ha alertado a la policía de San José y a la de Oakland?

—Sí. Y a la de Santa Cruz, San Benito, Merced, Santa Clara, Stanislaus y San Mateo. —Los condados cercanos.

Overby tomó algunas notas.

—Bien. —Levantó la vista y dijo—: Ah, acabo de hablar con Amy.

—¿Con Amy Grabe?

—Sí.

Amy Grabe era la agente especial al mando de la delegación del FBI en San Francisco. Kathryn conocía bien a aquella policía inteligente, aguda y reconcentrada. La región centro-oeste del CBI se extendía por el norte hasta la zona de la bahía, y tanto su difunto marido, agente de la oficina local del FBI, como ella habían tenido ocasión de trabajar con Grabe.

—Si no cogemos pronto a Pell —continuó Overby—, tienen a un experto al que quiero a bordo.

—¿Un qué?

—Un tipo del FBI que se ocupa de situaciones como esta.

Aquello era una fuga, pensó Dance. ¿De qué clase de experto se trataba? Pensó en el Tommy Lee Jones de El fugitivo.

O’Neil también tenía curiosidad.

—¿Un negociador?

—No —contestó Overby—, un experto en sectas. Trata mucho con gente como Pell.

La agente se encogió de hombros: un gesto ilustrador, de los que reforzaban el contenido verbal; en este caso, sus dudas.

—Bueno, no sé si sería muy útil.

Había trabajado numerosas veces en fuerzas conjuntas. No se oponía a compartir jurisdicción con los federales, ni con ningún otro cuerpo policial, pero involucrar a otras agencias ralentizaba inevitablemente el tiempo de reacción. Además, no entendía qué distinguía la fuga del líder de una secta de la de un asesino o un ladrón de bancos.

Pero Overby ya había tomado una decisión; eso dedujo Dance de su tono de voz y su lenguaje corporal.

—Es un tipo brillante, especialista en perfiles psicológicos. Se mete de verdad en sus mentes. La mentalidad sectaria es muy distinta a la de un delincuente común.

¿De veras?

Overby le entregó un trozo de papel con un nombre y un número de teléfono.

—Está en Chicago, acabando un caso, pero puede estar aquí esta noche o mañana a primera hora.

—¿Estás seguro, Charles?

—Con Pell ninguna ayuda nos vendrá mal. Absolutamente ninguna. Y, además, un pez gordo del FBI de Washington… Allí están más especializados, tienen más personal.

Y así habría más gente entre la que repartir responsabilidades, pensó Kathryn cínicamente. De pronto se daba cuenta de lo que había ocurrido. Grabe había preguntado si el FBI podía echar una mano en la búsqueda de Pell, y Overby se habría apresurado a aceptar el ofrecimiento pensando que, si había más heridos o la fuga se prolongaba, no estaría solo en el estrado de las ruedas de prensa; habría otra persona con él.

Dance, sin embargo, mantuvo la sonrisa.

—Muy bien. Espero que llegue pronto y que no tengamos que molestar a nadie más.

—Y, Kathryn…, sólo para que lo sepas. Amy me preguntó cómo había ocurrido la fuga y le dije que tu interrogatorio no había tenido nada que ver.

—¿Mi…? ¿Qué?

—Eso no va a ser un problema. Le dije que no habías hecho nada que hubiera ayudado a Pell a escapar.

Sintió que le ardía la cara. Se estaba poniendo colorada, no había duda. Las emociones surtían ese efecto. Muchas veces, a lo largo de los años, había detectado una mentira gracias a que la mala conciencia y la vergüenza disparaban el flujo sanguíneo.

Al igual que la ira.

Probablemente, Amy Grabe ni siquiera sabía que había interrogado a Pell; no podía sospechar, por tanto, que una imprudencia suya le hubiera facilitado la huida. Ahora, en cambio, lo sabían tanto Grabe como la delegación del FBI en San Francisco. Quizás incluso lo supieran ya en Sacramento, en la sede central del CBI.

—Escapó de los calabozos, no de la sala de interrogatorios —dijo, crispada.

—Me refería a que Pell pudo sonsacarte información que le sirviera para escapar.

Dance sintió tensarse a O’Neil. El detective sentía un fuerte afán de protección hacia quienes no llevaban tanto tiempo como él en aquel oficio. Pero, consciente de que Kathryn sabía valerse sola, guardó silencio.

La agente estaba furiosa por que Overby se lo hubiera dicho a Grabe. Ahora lo entendía: por eso quería que el CBI se encargara del caso; si cualquier otro cuerpo policial tomaba el mando, sería como admitir que eran de algún modo responsables de la fuga.

Y Overby no había acabado aún.

—Ahora, respecto a la seguridad… No me cabe duda de que las precauciones especiales que se tomaron con Pell eran las adecuadas. Le dije a Amy que te habías cerciorado de ello.

Dado que su superior no le había formulado una pregunta, Dance se limitó a sostenerle la mirada con frialdad, sin ofrecerle la más mínima explicación.

Overby pareció comprender que había ido demasiado lejos. Apartando la mirada, dijo:

—Estoy seguro de que todo se hizo como es debido.

Silencio, de nuevo.

—Está bien, tengo una rueda de prensa. Tengo que estar al pie del cañón. —Hizo una mueca—. Avisadme, si hay novedades. Dentro de unos diez minutos estaré en el aire. —Overby se marchó.

TJ miró a Kathryn y dijo con su denso acento sureño:

—Vaya, así que fuiste tú la que olvidó cerrar la puerta del establo cuando acabaste de interrogar a las vacas. Así es como se escaparon. Ya me parecía a mí.

O’Neil sofocó una sonrisa.

—No me tires de la lengua —masculló Dance.

Se acercó a la ventana y miró a la gente evacuada de los juzgados que seguía deambulando delante del edificio.

—Me preocupa ese cómplice. ¿Dónde está? ¿Qué se trae entre manos?

—¿Quién ayudaría a fugarse a un sujeto como Daniel Pell? —preguntó TJ.

La agente recordó las reacciones kinésicas de Pell cuando en el curso del interrogatorio se había mencionado a su tía de Bakersfield.

—Creo que quien le está ayudando consiguió el martillo gracias a su tía. Se llama Pell de apellido. Encontradla. —De pronto se le ocurrió otra idea—. Ah, y ese amigo tuyo de administración, el de Chico…

—¿Sí?

—Es discreto, ¿verdad?

—Bueno, cuando quedamos vamos de copas y nos dedicamos a mirar a las chicas. ¿Te parece suficientemente discreto?

—¿Podría averiguar algo sobre este tipo? —Dance levantó el trozo de papel con el nombre del experto en sectas del FBI.

—Seguro que sí. Dice que los cotilleos del FBI son mejores que los del barrio. —TJ anotó el nombre.

O’Neil recibió una llamada y mantuvo una breve conversación.

—Era la directora de la cárcel de Capitola —explicó al colgar—. Cree que conviene que hablemos con el supervisor del bloque de celdas donde estaba internado Pell, por si puede decirnos algo. También va a traer lo que había en su celda.

—Muy bien.

—Hay también un recluso que asegura tener información sobre Pell. La directora va a hablar con él y luego nos llamará.

Sonó el teléfono de Dance, una rana croando.

O’Neil levantó una ceja.

—Wes o Maggie se han empleado a fondo.

Era una broma entre ellos, como meterle peluches en el bolso. Los niños siempre cambiaban la sintonía de su teléfono cuando Kathryn no los veía (valía cualquier politono; las únicas normas eran no dejarlo jamás sin sonido, ni usar canciones de bandas juveniles).

Pulsó el botón de respuesta.

—¿Diga?

—Soy yo, agente Dance.

Se oía ruido de fondo y aquel «yo» era muy ambiguo, pero dedujo por el modo de dirigirse a ella que era Rey Carraneo.

—¿Qué hay?

—Ni rastro del cómplice, ni de otros artefactos explosivos. Los de seguridad quieren saber si pueden dejar entrar a la gente. El jefe de bomberos ha dado el visto bueno.

Kathryn lo consultó con O’Neil. Decidieron esperar un poco más.

—TJ, sal a ayudarlos a buscar. Me preocupa no saber nada de ese cómplice.

Recordó lo que le había dicho su padre después de estar a punto de tener un encontronazo con un gran tiburón blanco en aguas del norte de Australia: «El tiburón que no se ve es siempre el más peligroso».