Kathryn Dance y Carraneo estaban en la oficina de la mensajería You Mail de San Benito Way, donde acababan de enterarse de que la furgoneta de Worldwide Express, una empresa de paquetería, había pasado por allí para hacer el reparto diario momentos después de la fuga de Pell.
De A a B, y de B a X…
Deduciendo que Pell podía apoderarse de la furgoneta para pasar con ella los controles de carretera, la agente llamó al director de operaciones de la empresa en Salinas, quien le confirmó que el conductor de esa ruta no había hecho el resto de las entregas previstas para ese mañana. Dance anotó el número de matrícula de la furgoneta y se lo pasó a la Oficina del Sheriff.
Regresaron al despacho de Sandy Sandoval para coordinar desde allí la búsqueda del vehículo. Por desgracia, había veinticinco furgonetas de Worldwide en la zona, así que Dance le dijo al director que ordenara a los demás conductores detenerse en la primera gasolinera que encontraran. La furgoneta que siguiera circulando sería la de Daniel Pell.
Pero el trámite llevó algún tiempo. El director tuvo que llamar a cada conductor a su móvil; de haber transmitido la orden por radio, habrían alertado a Pell de que la policía sabía ya cómo había escapado.
Alguien cruzó lentamente la puerta. Al darse la vuelta, Dance vio a Michael O’Neil, el ayudante jefe de la Oficina del Sheriff al que había llamado poco antes. Le saludó inclinando la cabeza con una sonrisa, inmensamente aliviada de que estuviera allí. Para ella, no había un policía mejor para compartir aquella pesada carga.
O’Neil llevaba muchos años en la Oficina del Sheriff de Monterrey. Había pasado de ser un ayudante novato, escalando posiciones con esfuerzo, a convertirse en un investigador metódico y solvente, con un impresionante historial de detenciones (y, lo que era más importante, también de condenas). Ahora era ayudante jefe y detective de la Oficina de Operaciones, una sección encuadrada en la División de Investigaciones.
Había rechazado lucrativas ofertas para trabajar en el sector de la seguridad privada y también había rehusado ingresar en cuerpos policiales de mayor jurisdicción, como el CBI o el FBI. No quería aceptar un trabajo que le obligara a mudarse o a hacer largos viajes. La península de Monterrey era su hogar, y no tenía deseo alguno de irse a otra parte. Sus padres todavía vivían allí, en la casa con vistas al mar donde habían crecido sus hermanos y él. (Su padre sufría demencia senil y, como su madre estaba pensando en vender la casa y trasladar a su marido a una residencia, O’Neil tenía intención de comprarla sólo para que siguiera perteneciendo a la familia).
Con su querencia por la bahía y por su barco y su afición a la pesca, Michael O’Neil podría haber sido el protagonista, firme y discreto, de una novela de John Steinbeck, como el Doc de Los Arrabales de Cannery. De hecho, el detective, ávido coleccionista de libros, tenía primeras ediciones de todas las obras de Steinbeck. (Su preferida era Viajes con Charley, un ensayo sobre el viaje que el escritor hizo por Estados Unidos en compañía de su caniche gigante, viaje que O’Neil pensaba emular en algún momento de su vida).
El viernes anterior, Dance y él habían detenido a un hombre de treinta años conocido como Ese, jefe de una banda de chicanos particularmente violenta que operaba desde Salinas. Lo habían celebrado compartiendo una botella de espumoso marca Piper Sonoma en la terraza de un restaurante de Fisherman’s Wharf atestado de turistas.
Ahora parecía que de eso hacía décadas. Si es que había sucedido.
El uniforme de la Oficina del Sheriff de Monterrey era el típico de color caqui, pero O’Neil solía vestir de paisano. Esa mañana llevaba traje azul marino y camisa gris oscura sin corbata, a juego con la mitad del pelo de su cabeza. Bajo los párpados caídos, sus ojos marrones y escrutadores se deslizaron lentamente sobre el plano de la zona. Sus genes (y el tiempo que pasaba luchando a brazo partido con formidables ejemplares marinos en la bahía de Monterrey, cuando el trabajo y la climatología le permitían sacar su barco) le habían dotado de un físico compacto con robustas extremidades.
Saludó a TJ y a Sandoval inclinando la cabeza.
—¿Se sabe algo de Juan? —preguntó Dance.
—De momento está aguantando. —Un suspiro. O’Neil y Millar trabajaban juntos con frecuencia y salían a pescar una vez al mes, más o menos. Kathryn sabía que, camino de allí, había estado en contacto constante con los médicos y la familia de Millar.
El CBI carecía de unidad central de comunicaciones desde la que pudiera contactarse por radio con coches patrulla, embarcaciones o vehículos de emergencia, de modo que O’Neil ordenó que la central de comunicaciones de la Oficina del Sheriff transmitiera la información acerca de la furgoneta de Worldwide Express a sus ayudantes y a los agentes de la Patrulla de Carreteras, y les informó de que, unos minutos después, la furgoneta sospechosa sería la única que no se habría detenido en una gasolinera.
Recibió una llamada y asintió con la cabeza mientras se acercaba al plano. Sosteniendo el móvil entre la oreja y el hombro, cogió un paquete de notas autoadhesivas decoradas con mariposas y fue pegándolas sobre el papel.
Dance comprendió que eran nuevos controles de carretera.
O’Neil colgó.
—Hay en la sesenta y ocho, la ciento ochenta y tres, la ciento uno… Tenemos cubiertas las carreteras secundarias que van a Hollister, y también las de Soledad y Greenfield. Pero si se mete en las Praderas del Cielo, será difícil localizar la furgoneta incluso con un helicóptero. Y, además, está el problema de la niebla.
Las «Praderas del Cielo» era el nombre que había dado John Steinbeck a un rico valle repleto de huertos que discurría junto a la carretera 68, en un libro del mismo título. Salinas estaba rodeada casi por completo por tierras de labor llanas y bajas, pero no había que ir muy lejos para internarse entre los árboles. No muy lejos de allí estaba, además, Castle Rock, una zona escarpada cuyos barrancos, riscos y bosques constituían un excelente escondite.
—Si el cómplice de Pell conducía el vehículo en el que escapó —dijo Sandoval—, ¿dónde está?
—¿Habrán quedado en encontrarse en alguna parte? —sugirió TJ.
—O puede que ronde por aquí —repuso Dance, señalando hacia la ventana.
—¿Cómo? —dijo el fiscal—. ¿Para qué?
—Para averiguar cómo estamos llevando el caso, lo que sabemos. Y lo que no sabemos.
—Eso suena un poco… retorcido, ¿no te parece?
TJ se rio, señalando los coches que todavía humeaban en el aparcamiento.
—Yo diría que eso es justamente todo este tinglado: retorcido.
—O puede que quiera retrasarnos —sugirió O’Neil.
—Eso también tiene sentido —dijo Kathryn—. Pell y su cómplice no saben que andamos tras la pista de la furgoneta. Que ellos sepan, todavía creemos que está en esta zona. Puede que el cómplice vaya a encargarse de hacernos creer que Pell sigue por aquí cerca. Disparando a alguien en la calle, quizá, o incluso haciendo estallar otro artefacto.
Sandoval hizo una mueca.
—Mierda. ¿Otra bomba incendiaria?
Dance llamó al jefe de seguridad y le dijo que cabía la posibilidad de que el cómplice rondara por allí y pudiera suponer una amenaza.
Pero no tuvieron tiempo de especular acerca de esa posibilidad. El plan para localizar la furgoneta dio resultado. El centro de comunicaciones de la Oficina del Sheriff llamó por radio para informar a O’Neil de que dos agentes de la policía local habían encontrado a Daniel Pell e iban tras él.
*****
La furgoneta verde de reparto iba levantando una polvareda por el camino.
El agente uniformado que conducía el coche patrulla de la policía de Salinas, un exmarine retornado de la guerra, agarraba el volante del todoterreno como si se aferrara al timón de una chalupa de tres metros de eslora navegando con mar gruesa.
Su compañero, un hispano musculoso, se agarraba al salpicadero con una mano y sujetaba el micrófono con la otra.
—Aquí patrulla siete de la policía de Salinas. Seguimos tras él. Tomó un camino de tierra a las afueras de Natividad, a un kilómetro y medio al sur de Old Stage, aproximadamente.
—Recibido. Central a patrulla siete, atención, el sujeto es peligroso y es probable que vaya armado.
—Claro que es peligroso si va armado —dijo el conductor, y perdió las gafas de sol cuando el coche dio un salto tras pasar por un bache de buen tamaño.
Apenas veían la carretera que tenían delante. La furgoneta levantaba una tormenta de polvo.
—Central a patrulla siete, todas las unidades disponibles van de camino.
—Recibido.
No era mala idea tener refuerzos. Se rumoreaba que Daniel Pell, aquel loco jefe de una secta, un Charles Manson actualizado, se había cargado a una docena de personas en los juzgados, había prendido fuego a un autobús lleno de colegiales y se había abierto paso a cuchilladas entre un gentío formado por posibles candidatos a jurado, de los que había matado a cuatro. O a dos. O a ocho. Fuera cual fuese la verdad, los agentes preferían contar con toda la ayuda posible.
—¿Adónde va? —masculló el exmarine—. Ahí no hay nada.
Aquel camino sólo se usaba para el paso de maquinaria agrícola y de autobuses cargados de trabajadores inmigrantes que iban y venían de los campos de labor. No llevaba a ninguna calle, ni desembocaba en carretera alguna. Aunque no era época de cosecha, su estado decrépito, los tanques de agua potable y los retretes portátiles que había en la cuneta, montados sobre remolques, hacían fácil deducir su uso y llegar a la conclusión de que lo más probable era que no fuera a dar a ninguna carretera principal.
Era posible, sin embargo, que Daniel Pell no lo supiera y que diera por sentado que aquel camino era como cualquier otro, en vez de acabar bruscamente, como era el caso, en medio de un campo de alcachofas. Delante de ellos, a unos treinta metros, Pell frenó bruscamente y la furgoneta comenzó a derrapar. Pero no había forma de parar a tiempo. Las ruedas delanteras se hundieron en una zanja de riego poco profunda y la parte de atrás se levantó del suelo y volvió a caer con estruendo.
El coche patrulla se detuvo de un frenazo allí cerca.
—Aquí patrulla siete —dijo el policía hispano—. Pell se ha salido del camino.
—Recibido, ¿está…?
Los agentes salieron del coche con las pistolas en alto.
—¡Va a salir! ¡Va a salir!
Pero nadie salió de la furgoneta.
Se acercaron. El portón de atrás se había abierto con el golpe, pero dentro sólo se veían montones de paquetes y sobres tirados por el suelo.
—Mira, ahí está.
Pell yacía boca abajo, inconsciente, sobre el suelo del vehículo.
—Puede que esté herido.
—¿Y qué si lo está? —Se acercaron corriendo, le esposaron y le sacaron a rastras del hueco en el que estaba metido.
Le dejaron caer, boca arriba.
—Buen intento, colega, pero…
—Joder, no es él.
—¿Qué? —preguntó su compañero.
—Perdona, pero ¿a ti te parece que este tío es blanco y tiene cuarenta y tres años?
El exmarine se agachó junto al adolescente. Estaba aturdido y tenía tatuada una lágrima en la mejilla.
—¿Tú quién eres? —dijo en español, un idioma que hablaban todos los policías de Salinas y sus alrededores.
El chico esquivaba su mirada.
—No pienso decir nada —masculló en inglés—. Váyanse a la mierda. Cabrones.
—Ah, Dios. —El policía hispano echó un vistazo a la cabina, de cuyo salpicadero colgaban aún las llaves de la furgoneta. Podía imaginarse lo ocurrido: Pell había dejado la furgoneta en la calle, con el motor en marcha, sabiendo que la robarían (en un minuto, aproximadamente), para que la policía la siguiera. De ese modo podría escapar por otros medios.
De pronto se le ocurrió otra idea. Una idea aterradora. Se volvió hacia el marine.
—¿Crees que cuando les dijimos que teníamos a Pell y llamaron a todas las unidades para mandarnos refuerzos…? No pensarás que han desmontado los controles, ¿verdad?
—No, cómo van hacer eso. Joder, sería una idiotez.
Se miraron.
—Oh, Dios. —El hispano corrió al coche patrulla y agarró el micrófono.