El helicóptero que llevaba a Juan Millar al hospital despegó del aparcamiento arrojando volutas de humo de elegante filigrana, acompañado por el chirrido de sus aspas.
Vaya con Dios…
Sonó el teléfono de Dance. Al mirar la pantalla, le sorprendió que Overby hubiera tardado tanto en devolverle la llamada.
—Charles —le dijo a su jefe, el director de la delegación centro-oeste del CBI.
—Voy para allá. ¿Qué se sabe, Kathryn?
La agente le puso al corriente de la situación y le informó de la muerte de los agentes y del estado de Millar.
—Qué mala noticia… ¿Alguna pista? ¿Algo que podamos decirles?
—¿Decirles? ¿A quiénes?
—A los periodistas.
—No sé, Charles. No tenemos mucha información. Podría estar en cualquier parte. He pedido controles de carretera y estamos registrando el edificio palmo a palmo.
—¿Nada concreto? ¿Ni un indicio?
—No.
Overby suspiró.
—Está bien. Por cierto, la operación la diriges tú.
—¿Qué?
—Te quiero al mando de la búsqueda.
—¿A mí? —preguntó, sorprendida.
El CBI tenía autoridad para encargarse del caso, indudablemente: era el cuerpo policial de mayor rango del estado, y Kathryn Dance era una agente veterana, tan competente como el que más para supervisar la operación. Pero el CBI era una brigada de investigación y contaba con escaso personal. Los efectivos necesarios para la busca y captura de Pell tendrían que proporcionarlos la Patrulla de Caminos de California y la Oficina del Sheriff.
—¿Por qué no se encarga alguien de la Patrulla o de la Oficina del Sheriff?
—En mi opinión necesitamos una coordinación centralizada. Es lo más lógico. Además, ya está hecho. He hablado con todo el mundo.
¿Ya? Dance se preguntó si por eso Overby no le había devuelto la llamada inmediatamente: primero había querido asegurarse el control de un caso de gran impacto mediático.
La decisión de Overby le convenía, en todo caso. Capturar a Pell se había convertido en algo personal.
Seguía viéndole enseñar los dientes, oía aún su voz espeluznante diciendo: Sí, es una vida dura la del policía. Los pequeñuelos pasan mucho tiempo solos, ¿verdad? Seguro que les encantaría tener amiguitos con los que jugar…
—De acuerdo, Charles. Acepto el caso. Pero quiero a Michael a bordo.
Michael O’Neil era el detective de la Oficina del Sheriff de Monterrey con el que trabajaba más a menudo. O’Neil, un hombre de voz suave, vecino de Monterrey de toda la vida, colaboraba con ella desde hacía años. De hecho, había sido su mentor cuando Kathryn ingresó en el CBI.
—Por mí no hay problema.
Bien, pensó ella. Porque ya había llamado a O’Neil.
—Llegaré enseguida. Quiero otro informe antes de la rueda de prensa. —Overby colgó.
Kathryn se dirigía a la parte de atrás de los juzgados cuando una luz intermitente llamó su atención. Reconoció uno de los Ford Taurus del CBI, cuya sirena latía roja y azul.
Rey Carraneo, un agente recién incorporado a la oficina, aparcó allí cerca y se reunió con ella. Carraneo, un hombre delgado, de cejas pobladas y ojos negros y hundidos, llevaba apenas dos meses en el cuerpo, pero no era ni tan ingenuo ni tan novato como parecía. Hacía poco que se había mudado a la península junto con su esposa para hacerse cargo de su madre enferma, pero antes había trabajado tres años en Reno, un destino difícil. Necesitaba pulirse un poco y ganar experiencia, pero era un policía en quien se podía confiar. Y eso contaba mucho.
Era sólo seis o siete años más joven que Dance, pero en la vida de un policía seis o siete años pesaban mucho, y Carraneo aún no se atrevía a tutearla a pesar de que ella se lo pedía con frecuencia. La saludó como solía: inclinando respetuosamente la cabeza.
—Ven conmigo —dijo ella, y, acordándose de las pruebas del caso Herron y de la bomba incendiaria, añadió—: Es probable que tenga un cómplice, y sabemos que va armado. Así que mantén los ojos bien abiertos.
Siguieron hacia la parte de atrás de los juzgados, donde los investigadores del cuerpo de bomberos y los técnicos forenses de la Oficina de Operaciones Policiales del condado de Monterrey estaban inspeccionando los restos del incendio. El panorama recordaba a una zona de guerra. Cuatro coches habían ardido hasta el chasis y otros dos estaban medio calcinados. La parte trasera del edificio estaba ennegrecida por el humo, los cubos de basura se habían derretido y una neblina azul grisácea pendía sobre la explanada. Apestaba a goma quemada… y a otra cosa mucho más repulsiva.
Dance observó el aparcamiento. Luego desvió los ojos hacia la puerta abierta.
—Imposible que saliera por ahí —comentó Carraneo, repitiendo como un eco lo que estaba pensando su jefa.
Por los coches destruidos y las marcas que el incendio había dejado en el suelo, estaba claro que las llamas habían rodeado por completo la puerta. El incendio había sido una maniobra de distracción. Pero ¿dónde estaba Pell?
—¿Se sabe de quién son todos estos coches? —preguntó a un bombero.
—Sí. Son todos de empleados de los juzgados.
—Eh, Kathryn, tenemos el artefacto —le dijo un hombre uniformado. Era el jefe de bomberos del condado.
Ella le saludó con una inclinación de cabeza.
—¿Qué era?
—Una maleta con ruedas, bastante grande, repleta de botellas de leche llenas de gasolina. La colocaron ahí, debajo de ese Saab. Llevaba una mecha de combustión lenta.
—¿Trabajo de un profesional?
—Seguramente no. Hemos encontrado residuos de la mecha. Se puede fabricar con cuerda de tender y algunos productos químicos. Yo diría que quien haya sido encontró las instrucciones en Internet. Es el tipo de artefacto que utilizan los chavales para hacer voladuras. Y para saltar por los aires ellos mismos, muchas veces.
—¿Podéis rastrear algún componente?
—Quizá sí. Vamos a mandarlo todo al laboratorio y luego ya veremos.
—¿Sabes cuándo lo dejaron?
El jefe de bomberos señaló el coche bajo el cual se había colocado el artefacto.
—El dueño llegó a eso de las nueve y cuarto, así que tuvo que ser después.
—¿Hay alguna posibilidad de que encontremos huellas?
—Lo dudo.
Dance inspeccionó el campo de batalla con los brazos en jarras. Había algo que no encajaba.
El pasillo en penumbra, sangre en el cemento.
La puerta abierta.
Girándose lentamente para estudiar la zona, advirtió que detrás del edificio, en medio de un bosquecillo de pinos y cipreses, había un árbol del que colgaba una cinta naranja de las que se usaban para marcar los matorrales y los árboles destinados a la poda. Al acercarse, se fijó en que el montón de pinochas que rodeaba el pie del tronco era mayor que el de los árboles vecinos. Se puso de rodillas y comenzó a escarbar. Desenterró una bolsa grande y quemada, hecha de tela metálica.
—Rey, necesito unos guantes. —El humo la hizo toser.
El joven agente pidió unos guantes a un ayudante del sheriff y se los llevó. Dentro de la bolsa, además del uniforme naranja de Pell, había un mono gris con capucha que resultó ser un traje ignífugo. Según decía la etiqueta, estaba hecho de kevlar y fibras de PBI y tenía una tasa SFI del 3.2A/5. Dance ignoraba qué significaba aquello, aparte de que el material era, evidentemente, lo bastante resistente como para que Daniel Pell hubiera atravesado el aparcamiento de detrás de los juzgados sin riesgo de abrasarse en el incendio.
Dejó caer los hombros, desalentada.
¿Un traje ignífugo? Pero ¿a qué nos estamos enfrentando?
—No lo entiendo —dijo Rey Carraneo.
Dance le explicó que posiblemente el cómplice de Pell había dejado la bolsa ignífuga junto a la puerta después de colocar la bomba. Dentro de ella iban el traje ignífugo y un cuchillo. Y quizá también una llave universal para esposas o grilletes. Tras desarmar a Juan Millar, Pell se había puesto el traje y había atravesado corriendo las llamas, hasta el árbol marcado con la cinta naranja al pie del cual su cómplice había escondido ropa de paisano. Luego se había cambiado y había huido a pie.
Levantó la radio e informó de su hallazgo. Después hizo una seña a un técnico forense de la Oficina del Sheriff y le entregó las pruebas.
Carraneo le pidió que fuera a echar un vistazo a un trozo de tierra, no muy lejos de allí.
—Pisadas.
Había varias marcas separadas por algo más de un metro. Las de alguien que corría. Estaba claro que eran de Pell; las pisadas que había dejado junto a la salida de emergencias de los juzgados eran muy reconocibles.
Dance y Carraneo echaron a correr en la dirección que llevaban las huellas. Acababan en San Benito Way, una calle cercana bordeada por varios descampados, una licorería, una taquería destartalada, una empresa de mensajería y fotocopias, una oficina de empeño y un bar.
—Así que aquí fue donde le recogió su cómplice —comentó Carraneo, mirando a un lado y a otro de la calle.
—Pero hay otra calle al otro lado de los juzgados. Y está casi cien metros más cerca que esta. ¿Por qué aquí?
—¿Porque en la otra hay más tráfico?
—Podría ser. —Kathryn escudriñó la zona con los ojos entornados, tosiendo de nuevo. Por fin contuvo la respiración y fijó los ojos en la acera de enfrente—. Vamos, ¡deprisa!
*****
El chico de veintitantos años, vestido con pantalones cortos y la camisa del uniforme de Wordlwide Express, conducía su furgoneta verde por las calles del centro de Salinas, atento al cañón de la pistola que descansaba sobre su hombro. Iba llorando.
—Mire, señor, no sé de qué va todo esto, de verdad, pero nosotros no transportamos dinero. Creo que llevo encima unos cincuenta dólares, dinero mío, y si quiere puede…
—Dame tu cartera.
El secuestrador llevaba también pantalones cortos, cortavientos y una gorra de los Athletics de Oakland. Tenía la cara tiznada y quemada parte de la barba. Era de mediana edad, pero delgado y fuerte. Sus ojos eran de un extraño color azul claro.
—Lo que usted quiera, señor. Pero no me haga daño. Tengo familia.
—La cartera.
Billy, un chico fornido, tardó unos segundos en sacar la billetera de sus estrechos pantalones cortos.
—Aquí la tiene.
El secuestrador echó un vistazo a su contenido.
—Muy bien. William Gilmore, residente en Rio Grande Avenue, trescientos cuarenta y tres, Marina, California y padre de estos dos preciosos niños, si la galería fotográfica está actualizada…
El miedo se apoderó de Billy.
—Y marido de esta encantadora joven. Mira qué rizos. Me jugaría algo a que son naturales. Oye, mira la carretera. Acabas de dar un bandazo. Y sigue hacia donde te he dicho. —Luego añadió—: Pásame tu móvil.
Hablaba con calma. Y eso era bueno. Significaba que no iba a hacer ningún movimiento brusco, ninguna tontería.
Billy le oyó marcar un número.
—Hola, soy yo. Anota esto. —Repitió la dirección de Billy—. Tiene mujer y dos hijos. La mujer es muy guapa. Seguro que te gusta su pelo.
—¿A quién está llamando? —susurró Billy—. Por favor, señor, por favor… Llévese la furgoneta, llévese lo que quiera. Le daré todo el tiempo que quiera para escapar. Una hora. Dos horas. Pero no…
—Shhh. —El desconocido siguió hablando por teléfono—. Si no aparezco, será porque no he pasado los controles de carretera, y la culpa será de mi amigo William, que no habrá estado lo bastante convincente. Ve a visitar a su familia. Son todos tuyos.
—¡No! —Billy se giró de repente y se lanzó hacia el teléfono.
El cañón de la pistola rozó su cara.
—Sigue conduciendo, hijo. No es buen momento para salirse de la carretera. —Cerró el teléfono y se lo guardó en el bolsillo—. William… ¿Te llaman Bill?
—Billy, más bien, señor.
—Bueno, Billy, voy a explicarte la situación. Me he escapado de la cárcel.
—Sí, señor. Por mí, estupendo.
Se echó a reír.
—Vaya, gracias. Pero ya me has oído hablar por teléfono. Ya sabes lo que quiero que hagas. Si consigues que pase los controles, te dejaré marchar y a tu familia no le pasará nada.
Billy se pasó la mano por las mejillas redondeadas. Le ardía la cara y el miedo le retorcía las tripas.
—No eres ninguna amenaza para mí. Todo el mundo sabe cómo me llamo y qué aspecto tengo. Soy Daniel Pell y mi foto saldrá en las noticias del mediodía. Así que no tengo motivos para hacerte daño, siempre y cuando hagas lo que te digo. Ahora, procura calmarte. Tienes que concentrarte. Si la policía te para, quiero que te comportes como un mensajero simpático y curioso, que frunzas el ceño y preguntes qué ha pasado en la ciudad. Todo ese humo y ese jaleo. Caray… ¿Captas la idea?
—Por favor, haré cualquier cosa…
—Billy, sé que me estabas escuchando. No necesito que hagas cualquier cosa. Necesito que hagas lo que te he pedido. Eso es todo. ¿Qué podría haber más sencillo?