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Kathryn Dance llamaba desde una radio Motorola:

—Juan, ¿dónde está Pell? ¡Responde, Juan! ¿Qué está pasando?

No hubo respuesta.

El 1199 era un código propio de la Patrulla de Caminos, pero todos los agentes de policía de California lo conocían. Significaba que un agente necesitaba ayuda inmediata.

Y sin embargo no hubo respuesta después de su transmisión.

El jefe de seguridad del juzgado, un policía jubilado con el pelo canoso cortado a cepillo, se asomó al despacho.

—¿Quién dirige el registro? ¿Quién está al mando?

Sandoval miró a Dance.

—La oficial de mayor graduación eres tú.

Kathryn nunca se había encontrado con una situación semejante: una bomba incendiaria había hecho explosión y Daniel Pell, un asesino, había escapado. Claro que, que ella supiera, aquella era una situación inaudita en la península de Monterrey. Podía coordinar esfuerzos hasta que alguien de la Oficina del Sheriff o de la Patrulla de Caminos tomara el mando. Era de vital importancia actuar deprisa y con contundencia.

—Está bien —dijo, y ordenó al jefe de seguridad que enviara más guardias al piso inferior y que se apostaran en las puertas por las que se estaba evacuando el edificio.

Fuera se oían gritos. Había gente corriendo por el pasillo. Los mensajes de radio volaban de un lado a otro.

—¡Mira! —dijo TJ señalando hacia la ventana, más allá de la cual un humo negro lo tapaba todo—. ¡Ay, Dios!

A pesar de que el fuego podía haberse extendido al interior del edificio, Kathryn Dance decidió quedarse en el despacho de Alonso Sandoval. No iba a perder el tiempo yéndose a otra parte o abandonando el edificio. Si las llamas llegaban hasta allí, podían saltar por las ventanas, hasta los techos de los coches aparcados en la explanada delantera, a tres metros de distancia. Intentó de nuevo contactar con Juan Millar (no contestaba al móvil, ni a la radio); luego dijo al jefe de seguridad:

—Hay que registrar el edificio habitación por habitación.

—Sí, señora. —Se marchó a toda prisa.

—Y quiero controles en las carreteras, por si consigue escapar —añadió Dance dirigiéndose a TJ. Se quitó la chaqueta y la arrojó a una silla. Empezaba a tener manchas de sudor bajo las axilas—. Aquí, aquí, aquí… —Sus uñas cortas golpeaban el plano plastificado de Salinas.

Sin apartar la vista de los puntos que señalaba, TJ llamó a la Patrulla de Caminos, la policía del estado de California, y a la Oficina del Sheriff del condado de Monterrey.

Sandoval, el fiscal, miraba el aparcamiento cubierto de humo con una expresión entre adusta y perpleja. En la ventana se reflejaban luces intermitentes. Guardaba silencio. Llegaron nuevos informes. No había rastro de Pell, ni dentro ni fuera del edificio.

Tampoco de Juan Millar.

El jefe de seguridad del juzgado regresó unos minutos después con la cara ennegrecida. Tosía con fuerza.

—El fuego está controlado. Sólo ha afectado al exterior. Pero Sandy… —añadió, tembloroso—. Jim Baxter está muerto. Y también el guardia de Capitola. Los ha apuñalado. Por lo visto tenía un cuchillo.

—Ay, no —murmuró Sandoval—. No…

—¿Y Millar? —preguntó Dance.

—No le encontramos. Puede que lo haya tomado como rehén. Hemos encontrado una radio. Suponemos que es suya, pero no sabemos dónde ha ido Pell. Alguien abrió la puerta de emergencia trasera, pero hasta hace unos minutos había fuego por todas partes. No ha podido salir por ahí. Sólo podía salir atravesando el edificio, y con el mono de la prisión le habríamos visto enseguida.

—A no ser que se haya puesto el traje de Millar —dijo Kathryn.

TJ la miró, inquieto. Los dos sabían lo que implicaba esa posibilidad.

—Avise a todo el mundo de que puede que lleve traje oscuro y camisa blanca. —Millar era mucho más alto que Pell. Dance añadió—: Llevará remangadas las perneras de los pantalones.

El jefe de seguridad transmitió el mensaje por radio.

—Los coches de la Oficina del Sheriff están ocupando sus puestos —dijo TJ apartando la vista de su móvil. Señaló el plano—. La Patrulla de Caminos va a mandar media docena de motos y coches patrulla. Dentro de quince minutos tendrán cortadas las carreteras principales.

Salinas, por suerte, no era una gran urbe: tenía unos 150 000 habitantes y era un importante centro agrícola al que se apodaba «la ensaladera nacional». Sus alrededores estaban cubiertos de campos de lechugas, arándanos, coles de Bruselas, espinacas y alcachofas, lo que significaba que había pocos caminos y carreteras por los que Pell pudiera escapar. Y a pie sería muy visible entre los sembrados.

Dance ordenó a TJ distribuir la fotografía de Pell a todos los agentes encargados de los controles de carretera.

¿Qué más debía hacer? Tocó su trenza, rematada por la goma roja con que Maggie, su hija menor, se la había atado esa mañana. Era una tradición entre ellas: cada mañana, la niña elegía el color de la goma, el lazo o la cinta elástica que se ponía su madre. Recordó cómo brillaban los ojos castaños de su hija tras las gafas de montura metálica cuando esa mañana le había hablado del campamento musical y de la merienda que tendrían que preparar para la fiesta de cumpleaños de su abuelo, la tarde siguiente. (De pronto cayó en la cuenta de que seguramente había sido en ese momento cuando Wes había metido en su bolso el murciélago de peluche).

Recordó también que aquella mañana estaba deseando interrogar a un criminal legendario.

El Hijo de Manson…

Se oyó el chisporroteo eléctrico de la radio del jefe de seguridad.

—¡Tenemos un herido! —exclamó alguien ansiosamente—. ¡Está muy grave! ¡Es ese detective! Parece que Pell le ha lanzado directamente al fuego. Los del servicio de emergencias han pedido su evacuación. Hay un helicóptero de camino.

No, no… TJ y ella se miraron. El semblante siempre impasible del joven agente tenía una expresión de desaliento. Kathryn sabía que Millar estaría sufriendo horribles dolores, pero necesitaba averiguar si tenía idea de cómo había huido Pell. Señaló la radio. El jefe de seguridad se la pasó.

—Aquí la agente Dance. ¿El detective Millar está consciente?

—No, señora. Está… está muy malherido. —Un silencio.

—¿Va vestido?

—¿Que si…? ¿Cómo ha dicho?

—¿Pell le ha quitado la ropa?

—Ah, no, no. Cambio.

—¿Y el arma?

—No hay arma.

Mierda.

—Avise a todo el mundo de que Pell va armado.

—Recibido.

De pronto se le ocurrió otra idea.

—Quiero un agente en el helicóptero de evacuación en cuanto aterrice. Puede que Pell esté planeando subir de polizón.

—Recibido.

Devolvió la radio, sacó su teléfono y pulsó una tecla de marcado rápido.

—Unidad de Cardiología —respondió la voz baja y plácida de Edie Dance.

—Mamá, soy yo.

—¿Qué pasa, Katie? ¿Los niños…?

Dance imaginó la preocupación pintada en el rostro intemporal de su madre, una mujer robusta, de cabello corto y canoso y grandes gafas redondas de montura gris. Edie se habría inclinado hacia delante, como hacía automáticamente en momentos de tensión.

—No, estamos bien, pero uno de los detectives de Michael ha sufrido quemaduras graves. Ha habido un incendio provocado en los juzgados, un intento de fuga de un preso. Lo verás en las noticias. Han muerto dos guardias.

—Dios mío, cuánto lo siento —murmuró Edie.

—El detective… Juan Millar, se llama. Le has visto un par de veces.

—No me acuerdo. ¿Viene para acá?

—Irá dentro de poco. Va a evacuarle un helicóptero.

—¿Tan grave está?

—¿Tenéis unidad de quemados?

—Una pequeña, en la UCI. Si va para largo, habrá que trasladarle al Alta Bates, al U. C. Davis o al Santa Clara en cuanto sea posible. O quizás incluso al Grossman.

—¿Podrías ir a echarle un vistazo de vez en cuando y decirme cómo evoluciona?

—Claro, Katie.

—Si es posible, me gustaría hablar con él. Cualquier cosa que haya visto podría servirnos de ayuda.

—Claro.

—Voy a estar liada todo el día, aunque atrapemos enseguida a ese tipo. ¿Puedes decirle a papá que vaya a recoger a los niños?

Stuart Dance era biólogo marino. Estaba jubilado, y aunque todavía trabajaba de vez en cuando en el famoso acuario de Monterrey, siempre estaba disponible para llevar y traer a los niños, si hacía falta.

—Enseguida le llamo.

—Gracias, mamá.

Colgó y al levantar la mirada descubrió al fiscal Alonso Sandoval mirando el plano con expresión aturdida.

—¿Quién le ha ayudado? —mascullaba—. ¿Y dónde cojones está Pell?

Por la cabeza de Dance desfilaban variaciones de esas mismas preguntas a velocidad de vértigo.

Pero a ellas se añadían otras dos:

¿Qué podría haber hecho para adivinar lo que se proponía Pell? ¿Cómo podría haber impedido esta tragedia?