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Alonso Sandy Sandoval, el fiscal del condado de Monterrey, era un hombre guapo y rotundo, de espesa mata de pelo negro y ancho bigote. Se hallaba en su despacho, dos pisos por encima de los calabozos del juzgado, sentado detrás de una mesa cubierta de carpetas.

—Hola, Kathryn. ¿Qué? ¿Nuestro chico se ha golpeado el pecho y ha entonado el mea culpa?

—No exactamente. —Dance se sentó y echó una ojeada a la taza de café que había dejado sobre la mesa tres cuartos de hora antes. Una turbia capa de leche en polvo cubría la superficie—. Creo que ha sido uno de los interrogatorios menos productivos de todos los tiempos.

—Pareces impresionada, jefa —comentó TJ, un joven bajo y delgado, con pecas y cabello rojo y rizado. Vestía pantalones vaqueros, camiseta y americana de cuadros, un atuendo poco convencional para un agente del CBI, el cuerpo de seguridad menos liberal del estado de la Osa Mayor. Pero en TJ Scanlon nada era convencional. De unos treinta años, soltero y sin pareja, su desvencijada casa en las colinas del valle de Carmel parecía una instalación sacada de un museo dedicado a la contracultura californiana de la década de 1960.

Trabajaba casi siempre solo en labores de vigilancia e infiltración, pese a que lo normal en el CBI era que los agentes actuaran en parejas. Pero el compañero habitual de Kathryn estaba en México, trabajando en un caso de extradición, y TJ había aprovechado la ocasión para echar una mano y ver, de paso, al Hijo de Manson.

—Impresionada no. Es simple curiosidad. —Les explicó que la entrevista parecía ir bien hasta que, de pronto, Pell se había revuelto contra ella—. De acuerdo —reconoció bajo la mirada escéptica de TJ—, estoy un poco impresionada. No es la primera vez que recibo amenazas, pero las de ese hombre son de la peor especie.

—¿De la peor especie? —preguntó Juan Millar, un joven detective alto y de tez morena, perteneciente a la División de Investigaciones de la Oficina del Sheriff del condado de Monterrey, que tenía su sede no muy lejos de los juzgados.

—Amenazas hechas con calma —aclaró Dance.

—Alegres amenazas —comentó TJ—. Uno sabe que está en apuros cuando dejan de gritar y empiezan con los susurros.

Los pequeñuelos pasan mucho tiempo solos…

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sandoval, aparentemente más preocupado por los progresos de la investigación que por las amenazas contra Dance.

—Al negar que conociera a Herron no mostró ninguna reacción de estrés. Sólo empezó a mostrar indicios de hostilidad y rechazo cuando le hice hablar de una presunta conspiración policial. El movimiento de sus extremidades también se desviaba un poco de su línea base.

A Kathryn Dance la llamaban a menudo la «polígrafa humana». Pero no era una descripción precisa. En realidad era, como cualquier analista o experto en kinesia, una especie de sensor de estrés. Esa era la clave del engaño; en cuanto detectaba algún síntoma de estrés, abundaba en la cuestión que lo había causado y seguía hurgando en ella hasta que el sujeto se derrumbaba.

Los expertos en kinesia distinguen entre distintos tipos de estrés. Algunos se dan principalmente cuando el sujeto no dice toda la verdad. Dance les daba el nombre de «estrés de simulación». Pero las personas experimentan también un estrés genérico, que se manifiesta cuando están simplemente nerviosas o intranquilas, y que nada tiene que ver con el acto de mentir. Es el que sentimos todos cuando, por ejemplo, llegamos tarde al trabajo, nos vemos obligados a hablar en público o tememos sufrir algún daño físico. Kathryn había descubierto que ambos tipos de estrés se manifestaban kinésicamente de manera distinta.

Tras explicárselo a sus compañeros, añadió:

—Tuve la impresión de que Pell había perdido las riendas del interrogatorio y no podía recuperarlas. De ahí que se pusiera violento.

—¿A pesar de que lo que decías apoyaba su coartada? —El alto y desgarbado Juan Millar se rascó distraídamente la mano izquierda. En la carnosa unión entre el índice y el pulgar tenía una cicatriz, único vestigio de un tatuaje callejero extirpado en algún momento.

—Exacto.

Entonces la mente de Dance dio uno de sus extraños saltos. De A a B, y de B a X. No sabía explicar de dónde surgían, pero siempre los tenía en cuenta.

—¿Dónde fue asesinado Robert Herron? —Se acercó a un plano del condado de Monterrey que Sandoval tenía colgado en la pared.

—Aquí. —El fiscal tocó una zona dentro del trapecio de color amarillo.

—¿Y el pozo donde encontraron el martillo y la cartera?

—Por aquí, más o menos.

Estaba aproximadamente a medio kilómetro de la escena del crimen, en una zona residencial.

La agente miraba fijamente el plano. Sentía los ojos de TJ fijos en ella.

—¿Qué ocurre, jefa?

—¿Tenéis alguna foto del pozo? —preguntó.

Sandoval rebuscó en el expediente.

—El equipo forense de Juan hizo un montón de fotografías.

—A los técnicos de laboratorio les chiflan sus accesorios —canturreó Millar, y la rima sonó extraña en boca de un joven tan formal. Esbozó una sonrisa tímida—. Lo he oído no sé dónde.

El fiscal sacó un fajo de fotografías en color y rebuscó entre ellas hasta dar con las que buscaba.

Mientras las miraba, Dance preguntó a TJ:

—Investigamos un caso allí hace seis u ocho meses, ¿te acuerdas?

—Sí, claro, el incendio provocado. En esa urbanización nueva.

La agente señaló en el plano el lugar donde se hallaba el pozo y añadió:

—La urbanización todavía está en construcción. Y eso —indicó la fotografía con la cabeza— es un pozo excavado en la roca.

En aquella parte de California (cualquiera que fuera de por allí lo sabía), el agua era un bien escaso, y los pozos excavados en roca viva, por su bajo rendimiento y la poca habilidad de su suministro, sólo se usaban para consumo doméstico, nunca para regadío.

—Mierda. —Sandoval cerró los ojos un momento—. Hace diez años, cuando asesinaron a Herron, toda esa zona eran campos de labor. El pozo no podía estar ahí.

—No estaba ahí hace un año —masculló Dance—. Por eso estaba tan inquieto Pell. Me estaba acercando a la verdad: alguien robó el martillo de casa de su tía en Bakersfield, mandó grabar la cartera y luego lo puso todo en el pozo hace unos días. Sólo que no fue para inculpar a Pell.

—Oh, no —murmuró TJ.

—¿Qué? —preguntó Millar, mirando a uno y otro.

—Fue Pell quien tramó todo esto —respondió Kathryn.

—Pero ¿por qué? —preguntó Sandoval.

—Porque de Capitola no podía escapar. —La de Capitola, al igual que la de Pelican Bay, en el norte del estado, era una prisión de máxima seguridad—. Pero de aquí, sí.

Kathryn Dance se lanzó hacia el teléfono.