Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford, pero ninguno de los dos es Clare Bayes, sino que son Toby Rylands y Cromer-Blake, los que han muerto, y así estaba previsto, que fueran ellos. El que fue mi figura paterna y materna y mi guía en esa ciudad murió a los cuatro meses de que yo me marchara y ya no conoció otro Michaelmas ni otro curso, y así el último y segundo mío fue también el último del doctor Cromer-Blake, que llevaba mucho más tiempo en el agua. Y fue Toby Rylands, que moriría dos años más tarde (hace sólo dos meses por tanto), quien me dio la noticia a través de una carta urgente y quien guardó sus diarios, que luego, al morir también él y según había dispuesto en su última voluntad y testamento, han viajado hasta el Mediodía para que sea yo quien los guarde. La carta de Rylands era muy escueta, como si no quisiera hablar mucho de lo sucedido y tan esperado, ni de quien a partir de su muerte pasaba a ser el espejo en el que él no querría ahora verse: como si fuera ahora Rylands quien no estuviera dispuesto a visitar a Cromer-Blake, su tumba ni su recuerdo.
Cromer-Blake fue enterrado en Londres, donde había nacido (al norte), y aunque no hubo que realizar colectas para pagar ese entierro de quien no llegó a bursar, no fueron muchos los asistentes a su funeral, casi sólo los colegas (tan solidarios, tan llenos de humor) de la Tayloriana. El cura que rezó el responso y se hizo cargo de la palabra tuvo el feo detalle de pedir que salieran los niños presentes en la iglesia católica de Marble Arch, los niños de dos colegas que habían acompañado a sus padres para aprovechar el desplazamiento en sábado y pasar el resto de la jornada en el zoo de Londres. De la familia de Cromer-Blake (tenía padres, un hermano soltero y una hermana casada) sólo estuvo presente su hermano Roger, quien al parecer salió con prisas en un deportivo (quizá un Aston Martin) nada más terminar la ceremonia, sin saludar a nadie. No estuvo su amigo Bruce, ni tampoco Dayanand, de quien, según los diarios que he leído enteros sin comprender más que algunas partes, Cromer-Blake se había alejado definitivamente en sus meses últimos. De su college asistieron algunos miembros, aunque no el warden lord Rymer, a quien había hecho favores —con quien iba como mano en guante—, y sí en cambio el economista Halliwell, al que todos huirían a la salida del funeral para no verse salpicados por su tema único. La noticia de la muerte de Cromer-Blake vino ‘en dos periódicos nacionales, ambos poco amables’, según decía Rylands enigmáticamente. El profesor emérito era escueto en su carta, podía verse que la había escrito con prisas, para acabar con su obligación cuanto antes, pero emocionado. ‘Cromer-Blake sabía lo que tenía desde hace casi un año, lo supo el pasado diciembre. Qué valiente fue. Ante el mundo llevó su terrible condena con despreocupación, eso es lo que dicen todos los que lo siguieron viendo. Es sorprendente cómo a veces personas que diríamos «improbables» demuestran gran coraje. Qué inmensamente triste. No logro dejar de pensar en él.’ Eso y poco más era la carta urgente, en la que al final me daba unas señas de Londres para que, si lo deseaba, enviara en memoria de Cromer-Blake un donativo a una institución benéfica.
No envié nada, aunque pensé que lo haría. La verdad es que intenté olvidar su muerte desde que la supe, y lo conseguí en parte, porque no es tan imposible olvidar tal cosa cuando el muerto está lejos y el vivo ya empezaba a pertenecer al pasado. La última vez que lo había visto estaba otra vez regular, o mal. Amablemente, como siempre lo era, se había ofrecido a acompañarme en su coche con mis maletas enormes y llenas de libros hasta la estación, de la que saldría hacia Londres para luego seguir hasta París en tren y en hovercraft y en otro tren, y de allí a Madrid, hacia el Mediodía. Pero la noche antes de mi partida se sintió peor y me llamó a decirme que sería mejor que al día siguiente no se moviera de casa. Así que hice un alto en mis preparativos y me acerqué a su college para decirle adiós. Aunque acababa junio y hacía una temperatura muy agradable, me recibió recostado en su sofá y cubierto por una manta, como si fuera Saskia: la catarata que envolvía sus piernas era ahora a cuadros, la toga colgaba detrás de la puerta, negra, tan larga, como ahora cuelga la mía en Madrid, en mi casa. Había perdido parte de su disfraz estético. La televisión estaba encendida, una ópera sin sonido. Dijo que tenía frío, un poco de fiebre, no recuerdo qué hablamos, se me ha olvidado, como se olvidan las cosas a las que en su momento no se da importancia, las cosas que no conmueven porque no se hacen sabiendo que lo que se dice o hace —o lo que se ve— tiene significación y peso. Y aquella despedida no los tenía entonces, o no tanto, quizá yo quería pensar que Rylands exageraba con sus augurios (Cromer-Blake se mostraba, en efecto, tan despreocupado), y mi cabeza estaba más en mi marcha, en lo que me aguardaba (en el futuro, en lo diáfano y en lo plano), que en lo que dejaba (en lo ya pasado y en lo brumoso, en lo rugoso y quebrado). Sólo recuerdo que su habitual palidez era extrema mientras lanzaba ojeadas involuntarias a un Falstaff que vociferaba mudo, pero eso no tenía mucho de particular: en tiempo de exámenes la tez de los dons siempre palidece. La suya tenía aquella noche casi el color de su pelo prematuramente canoso, menos gris cada vez y cada vez más blanco. Estuve poco rato, era tarde. Tenía que terminar el equipaje y él tal vez deseaba escuchar a Falstaff.
Las últimas anotaciones de sus diarios, que ahora yo guardo, son brevísimas y desganadas, dos o tres líneas cada día que escribe algo, y no son todos, en modo alguno. Así, el 3 de septiembre dice: ‘Hoy es mi cumpleaños. He logrado llegar a los treinta y ocho. Ya no soy joven. Clare me ha regalado un jersey de lana hecho por ella misma. B nada, se le había olvidado.’ Y tres fechas después, el 6, la entrada se limita a menos: ‘B quiere irse a vivir a Londres. Mi ciudad, absurdo. Me parece muy lejos, aunque esté a una hora.’ Ya no hay nada hasta el 12, en que escribe: ‘Hoy he empezado a releer el Quijote, espero que me dé tiempo a acabarlo entre esta semana y la próxima. Quizá debería empezar por la segunda parte.’ Y luego, el 14: ‘Faltan siete días para que termine el verano. Ya estoy harto. De no estar bien y del verano.’ Y el 20 habla de mí: ‘Hoy es el cumpleaños de nuestro querido español. Ha cumplido treinta y cuatro, tampoco él es tan joven. Le he llamado a Madrid, pero estaba fuera.’ (Y es verdad que ese día no estaba en casa, ni siquiera en Madrid, sino en Sanlúcar de Barrameda con Luisa, que es hoy mi mujer, y a la que había conocido en Madrid un mes antes.) La siguiente anotación es del 29 y parece copiada de una agenda o un calendario, porque sólo dice: ‘San Miguel y todos los Ángeles. Decimoséptimo domingo después de la Trinidad (decimoctavo después de Pentecostés). Primer día del trimestre. El sol sale a las 07,02, se pone a las 18,47. Luna llena a las 00,08.’ Luego vuelve a no haber nada hasta el 7 de octubre, en que escribe: ‘Luna en cuarto menguante a las 05,04. Toby ha llamado, le he dado excusas para que no venga a verme. Pobre viejo, no entiende nada.’ Y el 14: ‘Luna nueva a las 04,33. Hoy empiezan Michaelmas y las clases y no puedo darlas. Dewar y Kavanagh han sido muy amables al ofrecerse a sustituirme hasta que me recupere.’ La última anotación es del 17, y dice: ‘Santa Etheldreda, reina de Northumbria contra su voluntad, la muy tonta. Dentro de unos años esta enfermedad será curable, seguro, una tontería. Qué harto estoy.’ Murió el 19, vigésimo domingo después de la Trinidad (vigésimoprimero después de Pentecostés) y día de Santa Frideswide (al menos en Oxford). El sol salió a las 07,38 y se puso a las 18,01, y hubo luna en cuarto creciente a las 20,13. Cromer-Blake vio lo primero y también lo segundo, pero no esa luna.
De la muerte del pobre viejo sé menos o casi nada, pues ya no había un Cromer-Blake para contármela, nadie para decir siquiera ‘Qué inmensamente triste’. Fue Kavanagh, más dinámico y moderno que Rylands, quien se encargó de llamarme por teléfono a Madrid hace dos meses para comunicármelo, dejándose de cartas urgentes y de donativos. También él me ha mandado los diarios del primer muerto. Pero sé que Rylands, a diferencia de Cromer-Blake, no lo supo de antemano, si es que esa frase tiene algún sentido para nadie. Lo que quiero decir es que no había estado enfermo antes. No estaba en un hospital, sino en casa, se le paró el corazón en seco, de pronto, eso es todo. No sé a qué hora, ni dónde se hallaba ni qué estaba haciendo. Quizá la señora Berry lo llamó a comer y él no acudió a la cocina, y entonces la señora Berry, tal vez presintiéndolo, se acercó con cautela hasta la orilla del río Cherwell, donde puede que Rylands estuviera sentado en su silla con almohadón para no desaprovechar un sol de otoño. O quizá no llegó a acercarse, la demasiado previsible señora Berry, y le bastó con ver desde la ventana el torso enorme y convexo desparramado sobre la silla. La copa de jerez caída sobre la hierba. La mirada sin autoridad ni colores. El jersey amarillo desarticulado. No lo sé, no importa, no es inmensamente triste.
Ha transcurrido poco tiempo desde que me fui de Oxford, pero todo está muy lejos. Demasiadas cosas han cambiado o han empezado o dejado de ser desde entonces (ahora me preocupan y me ilusionan los grandes proyectos del impulsor Estévez, y mi mujer Luisa, y mi hijo nuevo). Rylands no publicó ningún libro sobre A Sentimental Journey, y parece que entre sus papeles tampoco se ha hallado ningún manuscrito que pudiera corresponderse con ese texto que me anunció un domingo del final de Hilary. De hecho no se ha encontrado ningún escrito suyo de los últimos años, nada inédito. Los destruyó, o bien no existieron nunca y debió pasar esos años, desde su jubilación, sin escribir una línea, inactivo, mirando pasar el río, que en todos los tiempos es la imagen del transcurso, y algún programa de televisión, llamando a sus cisnes rebeldes y echando migas a sus patos agradecidos, recibiendo por correo honores, cada vez más insinceros. Debió de mentir respecto a su libro aquel domingo que pareció decir tantas verdades. Puede que mintiera respecto a todo, no lo sé, no importa, mi vida discurre ahora por otros cauces, ya no soy el mismo que estuvo dos años en la ciudad de Oxford, creo. Ya no estoy perturbado, aunque mi perturbación de entonces no fuera gran cosa, fue leve y pasajera y articulada y lógica, como ya he dicho, una de esas perturbaciones que no nos impiden seguir trabajando, ni conducirnos de manera sensata, ni ser formales, ni tratar con las demás personas como si no nos sucediera nada; una de esas perturbaciones que seguramente pasan inadvertidas para todo el mundo menos para el que la siente, una de esas que todos tenemos de vez en cuando. Está todo muy lejos, y mi mayor vínculo, ahora que después de Cromer-Blake también Rylands ha muerto y con Kavanagh y Dewar no hay quien se escriba, es que sigo pagando desde mi ciudad natal mi cuota de la Machen Company, y a cambio de eso y de un suplemento sigo recibiendo cada varios meses alguna publicación minuciosa y maniática relacionada con él o con su círculo de amistades, entre las que a veces se menciona a Gawsworth sin aportar ningún dato sobre su vida: aunque tampoco quisiera saberlos si los hubiera, y por eso nunca he comprado ninguno de los escasísimos títulos del rey sin reino que alguna vez he visto ofrecidos, muy caros, en los extravagantes catálogos que aún me hacen llegar mis libreros anticuarios y raros de Oxford y Londres (nunca, sin embargo, el título Above the River, que publicó a los diecinueve años y que interesaba a Alan Marriott). Supongo que esos panfletos de la Machen Company los mete en el sobre y los manda el propio Marriott, pero no me consta, pues nadie añade nunca unas letras a esos envíos con matasellos de diferentes ciudades (Chippenham, Lymington, Scarborough, será viajero). A él, a Marriott, sólo lo vi de lejos, tirando de su perro cojo, en un par de ocasiones durante mi segundo año en Oxford, pero yo no me acerqué a saludarlo ni él a mí tampoco. No me buscó ya más, eso es seguro, desde los días en que me seguía y me lo encontraba por todas partes, y desde su visita. Tal vez lo único que en verdad deseaba entonces era captar a un nuevo miembro para su compañía, aunque no se tratara de una persona eminente, y cobrar sus cuotas.
Me fui solo de Oxford por azar tan sólo, no tengo ninguna queja: Cromer-Blake no pudo acompañarme en su coche, y ya era demasiado tarde para pedírselo a otro colega. Me había despedido de ellos en una pequeña fiesta tres días antes, y además yo salía muy temprano a la mañana siguiente. Llamé a un taxi, miré y anudé y saqué la última bolsa de la basura, mi última obra; salí y cerré mi casa piramidal de tres pisos, eché las llaves dentro por el buzón de la puerta (cayeron sobre la moqueta y no tintinearon); subí al tren sin decir adiós con la mano a nadie. Y al pasar por Didcot, con el tren parado durante un minuto, miré por la ventanilla, aún con sueño, durante ese minuto, y en el andén opuesto, el de los trenes en dirección a Oxford, vi a Edward Bayes riendo, abrazado a una mujer que al responder a su abrazo me daba la espalda. Era rubia, con melena corta; tenía un cigarrillo en la mano; los tobillos fragilizados (perfeccionados acaso) por su postura amante. No era Clare Bayes, desde luego, pero tampoco me atrevería a decir que era la chica de la estación de Didcot, aunque estuviera en la estación de Didcot. No creo que lo dijera aunque le hubiera visto la cara —si se hubiera vuelto—, porque para entonces ya estaba tan borrosa y confundida con otras como lo está ahora, en mi memoria. No me sobresalté, tuve la sensación de que aquello no me concernía (no asistía a ello, miré con velo), y se me ocurrió tan sólo que quizá Terry Armstrong estuviera también casado en los años cincuenta. Creo que por eso no me preocupé por Clare Bayes, seguro como estaba y estoy ahora de que su marido y ella seguirán siempre juntos. Y poniéndome como otras veces en su lugar (en el lugar del marido), me limité a pensar, muerto de sueño: ‘Espero que no se encuentren con Rook al subir al tren. Pasarían un mal rato y se acabarían las risas, porque no son horas para volver a Oxford.’ El sol había salido a las 04,46 y no se pondría hasta las 21,26, y no sé si habría luna. En todo caso yo ya no asistiría a la luz suspendida y tibia ni oiría las campanas repiqueteando desconsideradamente al caer la tarde.
Ahora la luz se altera gradualmente, aquí en Madrid, y yo también tengo algo que empujar o arrastrar, el cochecito de niño de mi niño nuevo, a veces, por el Retiro, cuando cae la tarde. Por eso ahora me parezco más a Clare Bayes, que llevaba de la mano a su hijo Eric, y a Marriott, que tiraba de su perro cojo, y a Jane, la florista gitana, que arrastraba por la acera su mercancía sin que su marido se bajara nunca a ayudarla, y a aquel mendigo viejo que conducía y tocaba su organillo rescatado de una hoguera portuaria en Liverpool. Y a Gawsworth, que empujaba su cochecito victoriano de niño por Shaftesbury Avenue, lleno de cerveza, con paso tranquilo hacia la oscuridad; y a él, sin embargo, también me parezco menos, porque la vida se ha puesto al día por fin conmigo, me ha centrado y cargado con este niño del que a veces me olvido y del que aún no sé nada, ni siquiera si se parecerá más a mí o a su madre, a la que beso tanto. Ya no me parezco a Dewar ni a Rylands ni a Cromer-Blake, que no empujaban ni arrastraban nada. Cromer-Blake y Rylands además han muerto, por lo que mi parecido con ellos también ha disminuido: ellos no fantasean, y yo en cambio sigo fantaseando con lo que ha de venir: del impulsor Estévez, y de mi mujer Luisa, y del niño nuevo que normalmente nos sobrevivirá a todos, incluso al niño Eric. Los demás aún viven. Vive Clare Bayes, que tendrá otro amante y con quien no me escribo. Vive Dayanand, el médico indio, aunque parece que por no mucho tiempo. Vive Kavanagh, que de vez en cuando viene a Madrid y es quien me cuenta de la ciudad estática y conservada en almíbar, quien me cuenta del agua. Vive muerto Dewar, que declamará en tres lenguas en su cuarto, a solas, mientras suena su ruido blanco, y me habrá olvidado. Vive Will, el portero anciano, que con su mirada limpia (no las hay en Madrid) seguirá dando los buenos días y alzando la mano y confundiendo el tiempo y mi tiempo y quizá llamando por mi nombre a alguien (pues para él no me he ido, y para él todas las almas están vivas); aunque de momento sé que aún no ha aparecido ningún Mr Branshaw por la Tayloriana. Vivirá Muriel, supongo, en lo que fue Wychwood Forest, entre sus dos ríos, en lo que fue un bosque. Tengo aún, ante mí (las hago tintinear en una caja metálica junto a un par de pendientes), unas monedas de entonces que no gasté. Podía habérselas dejado al niño Eric, que por estas fechas volverá de Bristol para las vacaciones. Pero quizá este niño nuevo también quiera coleccionarlas un día. El niño Eric vive, y crece.
Diciembre de 1988