Fue al mismo día siguiente cuando decidí que lo que iba a proponerle a Clare Bayes se lo iba a consultar antes a Cromer-Blake, mi mejor o único amigo, pues es con los amigos con quienes se pone a prueba la capacidad de elocuencia antes de las verdaderas pruebas, y a quienes se hace partícipes previos de los proyectos en los que no se confía (para que amortigüen su fracaso), y de quienes se espera el aliento y respuesta que deseamos escuchar más tarde, cuando va de veras, y que quizá no oigamos.

Me fui a verle sin avisarle; a la salida de mi clase de la mañana me pasé por su college, como hacía tantas veces, suponiendo que estaría en sus habitaciones, en el peor de los casos ocupado con la lección a un alumno, y yo podría esperarle detrás de la puerta, a que terminaran. Al subir a su piso, todavía en las escaleras —también un tercero—, oí su voz, y pensé que en efecto sería el discurso a un alumno que, frente a él sentado, dormitaría sobre el sofá fingiendo aprobar sus disertaciones sobre el Tirano Banderas o Automoribundia. Fue por eso por lo que no llamé en seguida con los nudillos, no porque deseara espiar lo que decía o hablaba. Escuché tan sólo para confirmar que estaba ocupado y calcular, en un instante, si valía la pena o me convenía aguardar allí hasta el final de su clase —como he dicho, detrás de la puerta—, o bien abrirla un momento, decirle que necesitaba hablar urgentemente con él y que regresaría un poco más tarde y marcharme a dar una vuelta. Pero la primera frase que oí nítidamente cuando estaba ya ante la puerta (la que no fue murmullo) me dejó sin decisión y quieto los suficientes segundos para que luego (al cabo de esos segundos: uno, dos, tres y cuatro; o cinco) fuera ya demasiado tarde para decidir nada ni dar ningún paso, ni hacia el interior de la habitación ni hacia las escaleras.

En inglés existe un verbo que en español sólo se puede traducir explicándolo, y to eavesdrop (este es el verbo) significa (esta es la explicación) escuchar indiscretamente, secretamente, furtivamente, con una escucha deliberada y no casual ni indeseada (para esto, en cambio, se usa to overhear), y la palabra se compone a su vez de dos, la palabra eaves, que significa alero, y la palabra drop, que puede significar varias cosas pero tiene que ver sobre todo con gotas y goteo (el que escucha se pone a cierta distancia, mínima, de la casa: se pone allí donde el alero gotea después de la lluvia, y desde allí escucha lo que se dice dentro). Sobre el recurso de Eavesdropping en la novela del XIX, y más concretamente en Un héroe de nuestro tiempo, reflexionó una vez Vladimir Vladimirovich de las colonias, y aunque Nabokov no estuvo en Oxford, sino en Cambridge como estudiante, no me cabe duda de que allí tendría, en los años veinte, la oportunidad de descubrir lo mismo que yo en mi tiempo en Oxford, a saber: que eavesdropping no sólo era y es una práctica vigente en ambas ciudades, sino el mejor medio siempre (aunque primitivo) de obtener la información precisa para no ser un marginado de los que no poseen ni transmiten ninguna. En Oxford (y en Cambridge, supongo) eavesdropping, como dijo Nabokov que sucedía en la novela de Lermontov mencionada, se convierte en la ‘apenas perceptible rutina del destino’. Yo había visto a dons circunspectos y sentenciosos en plena genuflexión (los pantalones polvoreados) para atisbar por una cerradura en un pasillo de la Tayloriana, o tirados sobre la moqueta en un college (haciendo literalmente el indio, la toga desparramada, como mancha de tinta que avanza) con el oído pegado a la ranura de una puerta, o barriendo con catalejo (japonés, de marca) desde una ventana gótica; no digamos desatendiendo a su propia conversación en el salón de té del hotel Randolph para cazar alguna oración flotante soltada desde otra mesa o estirando imprudentemente el cuello en una high table (más bien a los postres, con la servilleta ya perdida) (perdida de porquería). Pero yo nunca lo había hecho, ponerme bajo el alero. Fue lo que hice entonces por vez primera, y me sentí al hacerlo (ya casi al final de todo, y momentáneamente) más integrado; aunque, para ser exactos, creo que la primera frase nítida que llegó a mis oídos desde los labios de Cromer-Blake que parecían exangües fue overheard, y no otra cosa. Luego, sin embargo, reconozco que incurrí en eavesdropping.

‘Anda, por favor, sé bueno, acuéstate conmigo’, esa o esas fueron las primeras frases distintas de Cromer-Blake; y en los siguientes segundos, durante los que me quedé inmóvil, mi amigo añadió: ‘Sólo esta vez, una vez más, por favor, te lo suplico por lo que más quieras, será la última.’ La voz que respondió era joven, más joven, un poco desagradable, un poco agrietada, como si aún, anómalamente, no le hubiera cambiado del todo a aquel alguien, joven, pero no tanto como para que no la hubiera estabilizado. Y esa voz de contratenor respondió sin irritación, con paciencia, con confianza, como un viejo conocido: ‘No insistas más, ya te he dicho que no, se acabó. Además, dice Dayanand que estás enfermo y que no debes esforzarte, dice que es peligroso, y para mí también. Eso dice.’ La dicción era poco pulida, no muy distinta de la de Muriel, parecida a la del mecánico Bruce (pero no era Bruce, que tenía la voz grave), como la de alguien que en español dijera ‘ciudaz’ y ‘ustez’ e ‘ijnorante’ y ‘ecceso’ (un locutor de televisión). Pensé rápidamente que no podía tratarse de un estudiante (el joven Bottomley, en un primer momento), por eso, por su dicción plebeya y porque Cromer-Blake no era capaz de semejante insensatez, aunque estuviera enamorado o desesperado: nada más grave en Oxford que una acusación de sexual harassment u hostigamiento sexual a un estudiante, o aún peor (y posible), de moral turpitude o torpeza moral, otro latinajo (aunque anglificado), exquisita metáfora de la penetración sin ambages. ‘Ah, dice Dayanand, nuestro omnisciente doctor’, comentó Cromer-Blake (quizá para sí) con el recobrado tono irónico que le era tanto más característico que el suplicante: me producía desazón oírle este último. ‘Dayanand no sabe nada de mi salud, lo dice para alejarte de mí, para eliminarme, hace siglos que no me ve como médico, es como si yo te dijera ahora que el que está enfermo es él. Decir de alguien que está enfermo es siempre desprestigiarlo. Es una manera de acabar con la gente. He estado un poco mal, pero ya estoy bien, estoy curado, ¿acaso tengo aspecto de hombre enfermo?’ Yo había visto a Cromer-Blake dos o tres días antes, y tenía buen aspecto, que conservaría, me imaginé, en aquel momento, al otro lado de aquella puerta. Me pregunté si el joven que hablaba sería aquel ‘Jack’ cuyo nombre se le había escapado una noche a Cromer-Blake meses antes, justo después de que yo viera a Clare Bayes por vez primera (su rostro y su escote de excelente gusto); y esperé a oír un vocativo en su boca —de Cromer-Blake— que me lo aclarara, pero ya puedo decir que no lo hubo, mientras duró mi eavesdropping.

‘No, tienes muy buen aspecto’, dijo la voz del joven, ‘pero da lo mismo, se acabó, ya no puede ser. Dayanand, además, se enfadaría en todo caso.’ ‘Que yo me enfade no importa, en cambio.’ La voz agrietada se dulcificó un instante: ‘Sí me importa, pero es menos grave. Tal como están las cosas.’ Entonces hubo una pausa de bastantes segundos (quizá la pausa de un beso, los besos imponen silencio), y luego la voz volvió a hablar, protestando ahora con aspereza (aún más juvenil y menos grata): ‘¡Déjame! ¡Para, para! Me haces daño.’ ‘Lo siento’, dijo Cromer-Blake, y su tono volvió a ser postulante: ‘Pero por favor, te lo pido por favor, te juro que no será peligroso, y Dayanand no tiene por qué enterarse. Sólo quiero que nos echemos y abrazarte un poco, hace mucho que nadie me abraza.’ ‘Pues ve a otro sitio a buscarlo’, dijo con acritud la voz (como la voz de un don negándole una limosna y ahuyentando a un mendigo). En aquel momento noté calor en el rostro, una mezcla de rubor y sensación de ofensa, me ofendía que aquel joven, quienquiera que fuese, maltratara y rechazara a mi amigo Cromer-Blake, que le imploraba. Pero aún permanecí allí, parado, delante de aquella puerta. La puerta tenía un pomo dorado, estaba cerrada pero seguramente sin candado ni llave, seguramente habría bastado con hacer girar el pomo y empujar para que se hubiera abierto, así solía tenerla Cromer-Blake cuando estaba dentro, sin candado ni llave, con una placa que yo tenía ante mis ojos entonces y que decía: ‘Dr P. E. Cromer-Blake’, Cromer-Blake su nombre. Hubo una nueva pausa, como si Cromer-Blake se hubiera quedado momentáneamente sin capacidad de respuesta, sin sus capacidades habituales para la ironía y la ira. Oí el chirrido de la otra puerta, la del dormitorio, Cromer-Blake habría entrado en el dormitorio, no podía saber si solo o acompañado; pero en seguida se repitió el chirrido, Cromer-Blake habría recogido algo y volvía a la sala. Dijo: ‘Está bien. Pero hazme al menos las fotografías, en eso no hay peligro ni enfado posible, ¿no?’ Ahora había recuperado el tono algo irónico, aunque seguía pidiendo (pero ya no que le abrazaran). Me pregunté por su amigo Bruce, y por aquellos más tentadores ofrecimientos y mejores procesos de seducción que había mencionado aquella noche, por las caras bonitas o cuerpos atléticos que, como había dicho, estaban en su alcoba a su disposición a veces. Cromer-Blake era un hombre apuesto, pero, por lo que escuchaba bajo el alero, estaba teniendo dificultades para aprovecharse de su apostura, mucho antes de que fuera viejo, mucho antes de que le tocara echar mano de sus recuerdos, fabricados y almacenados pensando en hallar un poco de variedad en la vejez, cuando normalmente lo que le tocaría sería estar aún en plena fabricación y almacenamiento para el futuro. Pensé que no podía ser por la enfermedad, cualquiera que fuese y si no había pasado ya: hay cosas ante las que no cuenta ningún peligro. El propio Cromer-Blake pedía abrazos, aunque tal vez, en efecto, no le conviniera hacer el menor esfuerzo. Dayanand, recordé, era un hombre de cuidado según había podido ver en su mirada ígnea durante aquella high table. Dayanand debía de tener más voluntad y fuerza para conseguir lo que se propusiera, más fuerza que Cromer-Blake, sus ojos no tenían velo, venían del Mediodía, como venían los míos, el médico indio tenía su demonio dentro, como Toby Rylands, que quizá había sido sudafricano, y como Clare Bayes, que había pasado su infancia en países lejanos y meridionales, y posiblemente también como el muerto Gawsworth, que había estado en Túnez y Argelia, en Italia y Egipto, y en la India (aunque no en Redonda); y como yo sin duda, que era y soy y seré de Madrid (lo sé ahora). Mi sangre es caliente, o es tibia, o fría. Pero yo también iba a ser postulante en cuanto tuviera ocasión, en cuanto me la dieran. Llevaba semanas siéndolo, en la distancia, con Clare Bayes, a quien pedía.

‘Está bien’, respondió la voz de aquel joven que llevaba retraso en su cambio; ‘pero démonos prisa.’ ‘¿Me las harás?’, dijo Cromer-Blake con gratitud indisimulada y súbita, y con alivio. ‘Menos mal, en estas relaciones a través de agencias siempre acaban pidiéndote fotografías. No sabes cómo te lo agradezco, sin ellas no hay nada que hacer, y si no las haces tú no sé quién. A Bruce no puedo pedírselo.’ ‘Venga, prepárate, cuanto antes empecemos y terminemos mejor’, dijo con condescendencia la voz quebrada. Cromer-Blake, pensé, se estaba haciendo fotografías particulares para enviarlas a algún tipo de agencia, o a alguien con quien habría establecido contacto a través de esa agencia. Empecé a preguntarme, mientras ya no oía un diálogo, sino frases sueltas y el clic inconfundible de una Polaroid (‘¿Así va bien?’, decía Cromer-Blake. ‘Encuadra ésta bien’, decía Cromer-Blake. ‘Así está bien alta, ¿no?’, decía Cromer-Blake. ‘Clic’, hacía la Polaroid), de qué o en qué poses se estaban haciendo aquellas fotografías que ni el mecánico Bruce, ni por ejemplo Clare Bayes, ni yo tampoco, podríamos haberle hecho. Y al empezar a pensarlo sentí un calor aún más vivo en el rostro (allí detrás de la puerta), pero sé que esta vez fue sólo puro rubor sin mezcla. Y aunque no había nadie para ver mi sonrojo (lo único que me miraba era la placa brillante con el nombre de Cromer-Blake incompleto), creo que no fueron mis suposiciones las que lo trajeron, sino mi reacción, o la de mi conciencia (un resto). Pues fue entonces cuando me avergoncé de mi eavesdropping.

Con mucho sigilo, con el sigilo que no había procurado al subir y llegar al final de las escaleras porque entonces aún no era indiscreto, secreto, furtivo, me di media vuelta y empecé a bajarlas de puntillas mientras todavía llegó hasta mis oídos (ahora overhearing, pues ya no querían oír nada más) una última frase (‘Es importante que se vea desde arriba’, decía Cromer-Blake. ‘Clic’, hacía la Polaroid). Y al mismo tiempo no pude evitar, cuando había descendido unos cuantos peldaños, sonreírme también con un poco de ironía (como si fuera Cromer-Blake), pensando en la escena posible que no había visto. Sin embargo borré la sonrisa al instante, cuando recordé de pronto para qué había ido allí, y me di cuenta de que ya no podría consultar mis propósitos con Cromer-Blake ni pretender que amortiguara mi probable fracaso por anticipado, ni oír de sus labios el aliento y respuesta que deseaba escuchar más tarde, cuando fuera de veras, pues ya había oído el desaliento y respuesta que no deseaba, de otros labios desconocidos y una voz agrietada.